Estocolmo es llamado Venecia nórdica, ciudad sobre el agua. Estocolmo hubiera resultado una ciudad exótica a Mylkas, si no hubiera perdido esa curiosidad de todo turista de ciudad desconocida. Mylkas lleva los ojos del alma vueltos a sí mismo, y, de fuera, parece que está dormido. Los padres de Annika se sintieron contentos de hospedarle en su casa. No tenían mucho sitio, pero hasta que regresara de Farsta, ciudad satélite de Estocolmo, la hermana mayor, Olle, podrían arreglarse. Olle trabajaba de enfermera en un hospital psiquiátrico. Le darían unos pocos días de vacaciones. Hasta que ella viniera, en fin, Mylkas podría dormir en su habitación y ocupar su puesto a la mesa.
Los padres de Annika, única hija por el momento, quisieron que ella mostrara a Mylkas los lugares típicos de la ciudad. Pero a Annika no le gustaba Estocolmo y todo lo que hizo fue pasear con Mylkas por donde éste deseaba, sin explicarle nada, sin indicarle con el dedo algún objeto digno de admiración. Vivía la familia cerca del centro de la ciudad, en Gotlandsgatan, o calle de los godos. El padre de Annika explicó que los godos se habían radicado al sur de Suecia y habían bajado por toda Europa, hasta España, después de realizar grandes progresos en el país. A Mylkas le vibraron un momento los nervios del cuello. Durante mucho tiempo había creído ser descendiente de los viejos godos. «Su padre», al parecer, lo era. Él había vivido durante quince años en un pueblecito de casas de adobe de la Tierra de Campos, conocida también por Campi Gothorum, tierras de los godos. Los godos, pues, habían bajado desde aquella misma calle en que él vivía, a trabajar las tierras que él había trabajado, al sur, buscando el sol y el calor. «El mundo es un pañuelo.»
Mylkas escuchaba con atenta cortesía las explicaciones del padre de Annika. No le interesaban en absoluto, no quería recordarlas. Valía la pena algún detalle como este de los godos. El resto eran informaciones de los Guides Bleus. Si Mylkas hubiera deseado conocer la historia, las costumbres, los paisajes de Suecia, debería averiguar antes por qué él estaba allí, ante todas esas cosas. Si no le interesaban estas razones hondas, mucho menos las palabras del padre de Annika. Le agradecía su hospitalidad con su atención, pero sus preguntas nunca se remontaban más allá de lo vulgar o anecdótico.
El hombre, sin embargo, se sentía satisfecho de poder explicar las glorias de su país y consideraba al joven húngaro como muchacho inteligente y sensible. Ordenó a Annika que se mostrara amable con él y dispuesta a responder a sus preguntas. Estas preguntas no llegaron jamás. Annika, por otro lado, no parecía lo bastante inteligente o informada como para satisfacer unas posibles exigencias. Así, pues, salían juntos de casa, tomaban el Metro en su misma calle y se iban a sentar en alguna orilla de los innumerables mares que abrazan la ciudad de manera increíble: mares, ríos, canales, poco importaba. Era agua, blanca, o azul, o negra. La nieve se veía en algunos terrenos verdes y en los tejados. Las calles estaban siempre limpias, húmedas. Annika le llevó una vez a una pista de patines próxima a su casa. Mylkas, mientras ella se deslizaba sobre el hielo, estuvo sentado ante una mesa metálica, bebiendo té.
No preguntó nada a Annika cuando, después de dos horas, se sentó ante la mesa. La miró un poco divertido, ante el gorro rojo y los pantalones amarillos con franjas negras. Pensaba en una muchacha desconocida llamada Rosa, muerta tiempo atrás. Annika seguramente era más hermosa que Rosa. Annika era incluso más hermosa que Carolina y Susy. Menos vivaz, menos alegre, pero sus ojos grises y su rostro sonrosado no los había visto Mylkas en ninguna otra parte.
¿Por qué él no le decía algo, no la besaba, no intentaba ser amado? Annika pertenecía a una clase que para Mylkas no existía ya. Annika era una mujer, hija de los hombres, una muchacha de la que sólo podemos ver su cuerpo armonioso cuando patina o cuando se sienta a nuestro lado a beber té caliente, taza tras taza. El alma de Annika es borrosa e invisible. El alma de Annika no asoma a sus ojos, no se sube a las manos para que Mylkas la toque suavemente, la acaricie. Pero Annika le mira a él, le pone una mano sobre la suya que acaba de aplastar un cigarrillo, le sonríe con sus dientes pequeñitos, blancos, inclina la cabeza hacia la derecha.
—Hola, Annika —dice él.
—Hola, ¿te aburres?
—No, ni eso puedo.
—¿Qué te pasa? ¿No te gusta esto?
—Me gusta mucho. No me gustan los hombres.
—¿Y las mujeres? —dice Annika.
—Tampoco. Nadie; ni yo.
—Men shut their doors against a setting sun.
—¿Qué?
—Los hombres cierran sus puertas al sol que se pone —responde ella en francés.
—¿Quién dijo eso?
—Shakespeare. Tú no haces eso. Tú las cierras al sol que nace.
—Bah, Annika. Yo estoy solo.
—Eres un valiente.
—¿Un valiente?
—¿No has leído a Nietzsche? Dice que el valor de un hombre está en su soledad.
—Sabes mucho. Acaso tienes razón: debo de ser muy valiente.
—Sí.
Mylkas no pudo reprimir el impulso de besar aquella sonrisa. Los patinadores se besaban también, en medio de sus evoluciones, como amantes encontrados de pronto, tras un largo viaje cómico. Pero el beso de Mylkas no significaba ningún encuentro, ningún reposo. ¿Qué podía hacer él? Ella le está mirando, la mano sobre la de él, le está mirando con sus ojos plateados, buscando algún significado a la pequeña ternura asomada al otro lado, en los otros ojos caídos hacia las sienes. ¿Buscará ella amor también? A Mylkas no le satisface el tabaco rubio. Ha preguntado en un estanco y entre los paquetes de negro que le han enseñado había uno de «Celtas». Ha pagado por él cuarenta y cinco pesetas. Enciende un nuevo cigarrillo y deja que el humo repentino y caliente rompa algo allí dentro, donde los pulmones se separan en un enorme hueco negro y vacío.
—Debo buscar un hotel poco caro. Se me está acabando el dinero.
—Yo te ayudaré —dice Annika.
—Poco caro —repite él.
Atraviesan cogidos de la mano el ancho puente de Skans. Entran en casa de la mano, como hermanos. El padre les recibe con una sonrisa blanca. Está leyendo un periódico en su sillón redondo, frente a la botella de bebida alcohólica que le han permitido comprar esta semana.
—Tendréis frío. Bebed —les dice.
Y luego, dirigiéndose a Annika:
—Puedes ir con el coche a buscar a tu hermana. Mylkas, ¿quieres acompañarla?
—¿Mañana?
El padre hizo un gesto con la cabeza.
—Te gustará Farsta —añadió—. Es la primera aglomeración urbana con calefacción atómica. Además, el hospital donde trabaja Olle tiene mucho que ver.
—¿Los locos?
—Sí.
—Me gustará conocer a los locos suecos.
Annika entró en la habitación vestida con un vestido oscuro. La lámpara que iluminaba el periódico del padre dejaba sombras deshechas en torno a los muebles de madera brillante, en torno a las paredes empapeladas de granate. Annika, apoyada en la pared, parecía un hada fabricada por los hombres, hermosa, tranquila.
—He pensado que te acompañe… —el padre repitió lo que había dicho en sueco. Su francés era muy endeble y lo reforzaba con expresiones inglesas que Mylkas podía comprender—. Irá contigo nuestro invitado. A ver si puedes enseñarle la central atómica de la calefacción y el hospital.
—Yo creo que no dejan, papá.
—Inténtalo.
Era la hora de la cena. La madre colocó ante Mylkas un pedazo de pan de frutas y, en un plato, una especie de tortilla de manzana, arroz y pastas de sabor dulzón. Se lo habían puesto tres veces.
—Es nuestro plato típico habitual. ¿Te gusta? —preguntó ella.
—Mucho, mucho. Es muy nutritivo.
—Of course! —exclamó el padre—. Naturalmente.
La cama en donde Mylkas dormía era de metal blanco, «la cama de un niño», ancha y de colchones altos y flexibles. Le costaba trabajo acostumbrarse a ella, después de dormir sobre su colchón de París, sólo removido una vez cada dos meses. La habitación pequeña, con papeles floreados sobre la pared, olía a medicamento, a excesiva limpieza. Mylkas agradeció que fuera su última noche en la casa. Se detuvo pensando a quién se lo agradecía. ¿A Dios? ¿A Minerva? ¿Al Destino? Sudaba casi bajo la manta eléctrica que la madre colocaba diez minutos sobre cada lecho. Vendría en seguida a quitársela y llevarla a la habitación de Annika.
—Gracias, José Antonio —dijo Mylkas.
Annika tenía dispuesto el «Saab», fuera del garaje. Ya había desayunado cuando Mylkas se levantó. Fue ella a llamarle, en pantalones. Estuvo mirándole un momento, dormido, y luego le cubrió la cara con la almohada caída en el suelo.
—¿No te gusta la almohada? —dijo en inglés.
—No tengo costumbre…
—Buenos días.
—¿Pero ya es de día?
—Las once —respondió Annika mientras abría la ventana. Entró una claridad lechosa, de amanecer.
—Buenos días, Annika. Estamos en Estocolmo.
—Pues claro. ¿Quieres bañarte?
—Bueno (como todos los días).
—Te pondré el desayuno.
Annika salió. Después del baño en agua tibia, Mylkas se sentó a la mesa, a donde Annika le fue trayendo café con leche, mantequilla y pan tostado. Dos trozos de pan, una tacita, una esquirla de mantequilla.
Se pusieron en camino. El viaje duró menos de media hora. Farsta es una ciudad en medio de una naturaleza casi virgen. Annika dejó el coche y condujo a Mylkas por las callejuelas de la ciudad vieja. Pasaron ante un hermoso palacio, ante la catedral.
—¿Te gusta? Es clásica.
—Renacentista. No me gusta —dijo Mylkas.
Antes de buscar a Olle se sentaron en una terraza climatizada, delante de un edificio con fachada de mármol y madera barnizada. El estanque de la plaza estaba helado.
—¿No te gustan los monumentos?
—No, ninguno. No me gusta nada.
—¿Ni yo?
—Tú sí, pero de otra manera.
—¿De cuál? —preguntó Annika.
—Es difícil de explicar. No sé mucho francés.
—Sí sabes, hablas muy bien.
—Pero hacen falta palabras para decir esto, ¿sabes? Me gustas como…, como aquellos árboles, como el estanque. No, como el estanque no. Ni como esa biblioteca. ¿Es una biblioteca? Así sabes tú tanto…
—Entonces no te gusto —dijo, triste, Annika.
—¿Por qué no?
—No te gusto como una mujer.
—Sí, mucho —respondió Mylkas atrayéndola hacia su pecho—. No quería decírtelo porque he de cumplir las leyes de hospitalidad con tu padre.
—A mi padre no le parecería mal; dice que eres un hermoso muchacho.
—(¿También él?) —Mylkas rió.
—Tenemos tiempo…
Annika quedó pensativa, en sus ojos los destellos del agua helada. Apoyó la cabeza sobre el hombro del muchacho con dejadez, como durante el viaje. Mylkas le acarició el pelo.
—¿Sabes? —dijo—. Una vez durmió Quite en mi casa, en París.
—Ya me lo dijo.
—¿Tú eres como ella? —preguntó.
—No, a ella no le gustan los hombres, the boys… Pero tú no eres como aquella noche. ¿Por qué no eres como aquella noche?
—Fue su culpa…, y culpa de otras, y mía. Yo no creo en el amor —dijo como abandonando un peso embarazoso.
—Yo tampoco, pero eso no tiene importancia.
—¿Tampoco? ¿Entonces?
—Bueno —dijo ella—, yo no creo en el amor tradicional. El amor es de hoy, de ahora. Mañana ya no existe. Y después sí. Como todas las cosas.
—Eso me enseñó Susy, una danesa. Yo no lo creí entonces, pero ahora sí lo creo. Sólo que…
—¿Qué? —Annika le miraba de frente.
—Para mí solamente existía el amor eterno. Cuando supe que era mentira, el amor no existe de ninguna manera.
—¿Y el deseo?
—Algunas veces. Pocas. Estamos en un país frío.
Annika se recostó nuevamente sobre él. Mylkas miraba su vaso de Indian Tonic con una raja de limón dentro del líquido transparente. En la terraza se estaba bien. Pero fuera el día era una gran niebla helada, enervante. «¿Qué podemos hacer con este frío, Annika?»
—Te acostumbrarás.
—Tenemos tiempo —repitió él.
El padre de Annika ha llamado por teléfono a su hija mayor. Ella ha preparado un maletín de cuero y les espera en su habitación, vestida aún con su bata blanca. Antes de salir para Estocolmo, debe acompañar a sus enfermos en la fiesta que hoy celebra el hospital, aniversario de su fundación. A Annika y a su amigo húngaro ha de gustarles la fiesta. Acuden muchos familiares de los hospitalizados a llevarles los regalos de Navidad y pasar con ellos esta tarde. El gran patio cubierto es un hormiguero silencioso. No ha llegado la hora.
Annika trae de la mano a su amigo. Olle dice algo en sueco a propósito de él y les conduce a su propia habitación, donde tiene dispuesta una comida fría. Olle habla un inglés difícil para Mylkas. Le hace algunas preguntas y él responde vagamente. Son preguntas corteses, cuya respuesta no se escucha. Olle dice que a las dos comienza el baile del aniversario. Se reúnen por vez primera los hombres y mujeres del manicomio, ante sus familias, y pasarán una tarde agradable. Ella misma ha sido encargada de bailar con los locos, de hacerse próxima, para crear un clima de fraternidad y buen gusto. Annika puede bailar con ellos también. Y Mylkas lo mismo, si no tiene inconveniente, bailará con las locas. Es emocionante y tierno ver a toda esta gente privada de sus facultades mentales en un ambiente elegante y lleno de alegría. Los locos vestirán sus ropas de calle a fin de evitar resentimientos. Nadie sabrá distinguir quién está internado en el hospital y quién no. Olle dice con gesto soñador que ama a los locos. Daría su vida por ellos, por trabajar siempre a su lado. Olle añade que ella y sus compañeras son las enfermeras que más ganan de la nación.
Suena un timbre en la habitación de la enfermera. Es la hora. Bajan los tres al salón de visitas en donde Olle deja a su hermana y a Mylkas con los demás. Ella abre una puerta de cristales opacos y se pierde en un largo pasillo de mármol. Un altavoz dice unas palabras en sueco que Annika traduce al francés. Ellos se entienden mejor en francés que en inglés y sólo utilizan este idioma en la casa, a fin de que los padres puedan comprender cuanto dicen. Por los altavoces una voz femenina ha rogado a los invitados que pasen al gran salón donde les será ofrecido «Coca-Cola», cerveza, pastelitos y café, y donde los enfermos les esperan.
Mylkas dice a Annika que aquel salón se parece mucho al Partenón. Es un espacio amplio, cuyos muras de falso mármol amarillo pálido parecen irse alejando a medida que uno se acerca. Las columnas son de mármol azul, sin basa ni capitel, en el más puro estilo dórico. Carecen de estrías, lo que les da un aire etéreo, como implantadas en el cosmos. Quizá tengan más de ocho metros de altas. Mylkas se sonríe al pensar en el buen sentido de los suecos: si un loco se diera contra una columna no sufriría daño alguno; es tan lisa su superficie que resbalaría. Los amplios ventanales quedan tras las cortinas sobrias, sin ondulaciones, de color azul también, un poco más oscuro que el de las columnas. En el fondo del salón hay un estrado para la orquesta. Alguien tenía en París un disco de los «Sputniks». Quizá sean ellos los animadores de la fiesta. Son suecos. No se les oirá bien desde el fondo del salón: es demasiado grande.
El salón no está vacío. Podremos calcular doscientas personas. Hay muchos claros; los grupos se forman al lado de las columnas, como si tuvieran miedo. Los locos están allí, en aquellos grupos, irreconocibles. Más de la mitad de los hombres visten de smoking. Las mujeres llevan también vestidos de fiesta. Annika se siente un poco fuera de lugar y busca a su hermana para que le deje un vestido. Sus pantalones no se adecuan al ambiente. Annika se pierde y Mylkas queda solo junto a una columna, mirando.
Al lado derecho del templete hay algunas mesas con café y pastelitos y botellas. Mylkas bebe el café negro e insípido, come un pastel de uvas y atraviesa todo el salón, hasta la puerta del fondo. No quiere perderse de Annika. Quizá los locos no hablen francés. Cuando llega junto a la puerta, se oyen aplausos. Los músicos han subido al estrado. Son diez, vestidos de negro. No son los «Sputniks»: ellos visten trajes espaciales, por lo menos en la portada del disco. Los músicos se colocan cara al público, erguidos y rígidos. El director de la orquesta dice algunas palabras que merecen la aprobación de todos. Es un muchacho joven y moreno. Mylkas piensa que no es sueco. El director parece disculparse ante el público al volverle la espalda. Con un gesto indica que es su misión. Los músicos tocan un himno. Todos permanecen en pie, silenciosos. «Es el himno de Suecia.» Mylkas estaba apoyado en la pared, pero se aparta unos centímetros y adopta una postura sobria y educada.
Finalmente, el baile comienza. Las parejas parece que ya estaban preparadas de antemano. Bailan suavemente, desde el primer compás, sobre el suelo duro. Es un vals. No se trata, pues, de música moderna. La música moderna sería enojosa para una reunión como aquélla. El vals se oye magníficamente en todo el salón. Mylkas cree sentirlo sobre su cabeza. Mira el techo, pero no ve altavoz alguno. El vals lleva un título de sobra conocido, al parecer. Mylkas no sabría garantizar si se trata de Historias de los bosques de Viena, El Danubio Azul, El Emperador, Voces de Primavera, Rosas del Sur, Hojas de la mañana, u otro del mismo autor. De todas manera, se trata de un vals de Strauss.
La música ondea, se enfurece, amaina, se desliza entre las columnas, se acerca a las paredes, da un brinco en el suelo y se toma calma, reposada. No se ven locos por ninguna parte, por mucho que uno mire. Quizás aquel joven que está cerca de la puerta. Una muchacha se aproxima a él y le pregunta algo. Él no comprende. En efecto, debe de ser un loco. Pero la muchacha le ciñe la cintura y comienza a bailar. Mylkas cree no poner los pies en el suelo. Da vueltas, vueltas, vueltas, en torno a las columnas, en torno a todos. Y se deshace de la muchacha y regresa a la puerta. Pero la música no ha cesado. Una vez comenzada, no cesará jamás. El vals no tiene nombre. Todos son violines en la orquesta, un destacamento quizá de la llamada «101 violines». Pero la música no cesa. Las parejas se rodean unas a otras con gestos corteses y agradables. Algunas parejas no dan vueltas como exige la melodía: se balancean de izquierda a derecha, de derecha a izquierda, como borrachos distinguidos. Poco a poco todas las parejas se van pareciendo a borrachos distinguidos. ¿Es que ha cambiado el ritmo? Se balancean a derecha e izquierda, complicadamente. Pero la música no cesa ni cambia. Así, pues, convendría seguir dando vueltas. Tal vez sea un nuevo movimiento para descansar, para evitar el mareo. Un danzarín podría decir que también las columnas bailan, y las cortinas y los muros de falso mármol amarillo. Después de todo, es lógico. Se trata del aniversario de la fundación del moderno hospital psiquiátrico, del primer aniversario. Lo que a Mylkas le molesta no es que bailen las columnas, sino que no pueda distinguir quiénes son los locos y quiénes no. Tampoco en los rostros de las mujeres pueden advertirse señales de locura. O fue una broma de Olle, o quizás él no comprendió bien el inglés. Pero psiquiátrico es igual en inglés. Y loco se dice mad, crazy. Existe la palabra técnica que usó el padre de Annika: thoughtless, sin pensamiento. Él ha comprendido bien. Pero para bailar el vals no es necesario poseer pensamiento. Es claro: los locos son éstos.
Annika ha llegado, radiante. Se apoya sobre el muro, al lado de Mylkas. Mira con ojos risueños y plenos de ternura el baile. En efecto, es un placer estético tanta armonía, tanta exactitud, tanta perfección. Es una sorpresa que los locos se muestren tan razonables, tan adaptados al ambiente. Un extraño no diría que se trata de un hospital psiquiátrico, sino de un salón cualquiera, de gente rica, más bien. El salón de la Bolsa, o de la Universidad, o del Club Náutico, o de la Sociedad para Investigaciones Espaciales. Annika pide a Mylkas que baile con ella. Él baila. Cuando dan vueltas en el centro del salón se oye un grito metálico, punzante:
—¡¡Ajj…, ajj…, ajj!!
Hay un hombre caído en el suelo cerca de ellos. El director de la orquesta explica que es un accidente sin importancia, que pueden continuar. Annika lo dice en francés, mientras dos enfermeras en traje de cóctel llevan al hombre sujeto por los brazos.