Según lo convenido, el sueco Carl se presentó con su coche ante la puerta de Mylkas a las seis y media de la mañana. Mylkas estaba bebiendo café en compañía de Enrique, la maleta cerrada, la cama hecha. Pequeñas palabras llenaban el tiempo. Vieron desde la ventana abierta el cochecito con sus luces amarillas.
Abajo les esperaban Carl, una muchacha parecida a Susy y Quite, la misma Quite con pantalones de pana y una chaqueta azul de marinero. La sorpresa de Mylkas fue tan grande que no la tomó en consideración, conforme a su nuevo hábito de ver las cosas sin fijarse demasiado en ellas. Quite le saludó sonriente y lejana, como la otra muchacha. No parecían conocerse. Pusieron la maleta bajo los asientos. Junto a Mylkas no se sentó Quite, sino Annika. Annika no se parecía tanto a Susy como en principio el muchacho creyó. Era más alta y más delgada. Su pelo era corto y los ojos más oscuros que los de la danesa.
Carl anduvo en torno al coche matriculado en París dando patadas a las ruedas. Se apoyó en el parachoques y el automóvil se balanceó. En la calle se dibujaba un rectángulo luminoso. Arriba, en la luz, estaba la habitación vacía. Mylkas entregó a Enrique la llave para que se la diera a la portera y le tendió la mano.
—Suerte.
—Suerte —contestó Enrique.
—Saludas a Danielle.
—Que tengáis un buen viaje —dijo Enrique en francés.
El cochecito se aleja suavemente por el dédalo de calles, buscando el camino de Bruselas. Carl no sabe cuándo llegarán a Estocolmo; de todas maneras, antes del día veinticinco. Hay que esperar que el «Citroën» no les deje en cualquier carretera desierta. Mylkas se lleva la mano al bolsillo interior de la chaqueta: allí está su pasaporte y el dinero.
—¿No llevas el abrigo? —le pregunta Annika.
—No, no tengo.
—Hace frío en Suecia.
—Compraré uno allí. ¿Tú eres de Estocolmo?
—Sí. ¿Tú?
—Húngaro, creo.
Annika rió.
—Tendré que buscar un sitio donde vivir. ¿Me ayudarás?
—Ahora es fácil.
Mylkas se puso a cantar cuando el coche se alejaba de los últimos edificios parisienses. Sobre París comenzaba a amanecer. Demé estará ya levantada; entra a las ocho. El Barbas es seguro que dormirá hasta las once. Las gentes de París se levantan para acudir a sus trabajos, van llenando las calles y el Metro. Pero la ciudad apenas se distingue, bañada de blanco. Ni siquiera se ve la torre Eiffel. Carl dice que comerán en Bruselas. El cochecito llega a alcanzar noventa kilómetros por hora. Carl y Mylkas cantan Sous les ponts de París. Annika y Quite están un poco acurrucadas sobre las portezuelas. Tienen frío. Mylkas ve a su lado las rodillas de Annika, casi grises por los reflejos.
Esas rodillas van cambiando de color durante cinco días, pasan del blanco al rojo, al negro con destellos amarillos cuando corren, de noche, las autopistas alemanas. Mylkas va envuelto en su abrigo Montgomery comprado en Holanda. Annika, a veces, se apoya en su hombro y sonríe cansada. Quite viaja silenciosa, delante de él. Han resultado vanos los intentos de Carl por dar animación al viaje, si bien el sueco asegura que lo están pasando muy bien. Carl y Mylkas hablan lentamente de Suecia, de Hungría, de España —país en donde ambos han pasado una temporada de vacaciones—, de París. Annika tiene una leve voz que se pierde entre los ruidos de la carrocería. Sus ojos permanecen mucho tiempo cerrados. Annika sueña en paraísos vikingos. Los gigantes de Asgard, que vivían en Jötunsheim, eran enemigos activos y perseverantes de Aesir, ciudad de los dioses. No sólo representan un peligro constante; sabemos que, al final, la victoria será suya. Esta observación pesa sobre las almas de Asgard y principalmente sobre Odín, su jefe, como Zeus, «envuelto en un manto de nubes grises y recubierto por una capucha azul como el cielo». Odín es áspero, no come en los festines, es lejano. Sus dos cuervos posados en los hombros, el Pensamiento y la Memoria, le llevan las noticias del mundo, incluso de estos cuatro viajeros. El dios reflexiona siempre, está serio. En el Antiguo Edda se cuenta que fue suspendido «durante nueve noches enteras a un árbol azotado por el viento y herido por una lanza. Fui ofrecido a Odín, yo mismo a mí mismo, sobre este árbol que ningún hombre conoce…».
También Mylkas sueña y sus sueños crean un país brumoso y verde, con iconos y grandes pájaros llenos de ternura, con alambradas y colinas a donde uno puede subir sin fatiga. Él no conoce ese país que le ha dado el nombre. Algún día. Ahora no tiene ganas de detenerse. Las ciudades se pierden poco a poco, ciudades de las que se conserva el recuerdo de una habitación de hotel, del sabor del agua o de la cerveza, del viento que corre por la calle, a veces entre la nieve. Carl no tiene tiempo para visitar Dinamarca o no quiere hacerlo; él la conoce bien. Recomienda a Mylkas que a su regreso, pase unos días en Copenhague y algunas otras ciudades. Carl no tiene tiempo ahora.
Los tres suecos se admiran de que su compañero posea un pasaporte de cubiertas verdes sobre las que se lee en letras doradas: «España.»
—Pedí asilo político —dice él—. Tuve que huir del comunismo, cuando la revolución de 1956.
El pequeño «Citroën» sube a un barco en Helsingor hasta Hälsingborg, en Suecia. Es la tercera vez que viajan en barco. Todavía tienen tiempo para llegar a Ljungby. Carl se siente apresurado. Las dos muchachas se cansan y sólo hablan de sus hogares, donde alguien las espera. Mylkas también piensa, con los ojos cerrados, entre las suaves montañas de Suecia. A la izquierda queda el lago Vätern, envuelto en nieblas. Hay nieve, Mylkas pide ayuda a sus amigos: él no conoce absolutamente a nadie en Estocolmo y desearía la dirección de alguna oficina de Turismo, alguna cosa, en fin. Annika se encoge bajo su brazo. A ella le gusta este brazo un poco pesado porque la libra del frío. Quite lleva sobre la cabeza una manta.
Annika dice:
—Puedes venir a mi casa unos días.
Mylkas la besa en la sien agradecido. La carrocería produce una música adormecedora. El coche se desliza rápidamente. Los edificios perdidos parecen animales extraños. Golpean la frente con sus luces, con sus ventanas. Carl comienza a cantar una balada nórdica. Mylkas canta también una coplilla flamenca que aprendió en Marbella. Carl conoce la copla y obliga a las muchachas a dar palmas. El automóvil salta ante los movimientos de los cuatro viajeros. Suecia verde y blanca, sin sol, va muriendo y naciendo constantemente, con llanuras y montañas y castillos y casas de color de leche. Mylkas va cantando y no se detiene a mirar. Ahora canta él solo, coplas no aprendidas, un poco nostálgicas.
—Estoy contento de llegar a Estocolmo —dice.
Annika le mira.
—Es más bonito París.
Annika quiere explicar por qué París le parece más hermoso que Estocolmo. Mylkas parece escucharla, con su brazo sobre los hombros de ella, fumando cigarrillo tras cigarrillo, en el centro de dos extensiones de nieve.