Ocho días son muy largos cuando se ha de partir de un lugar odiado. No son nada, si allí debemos dejar nuestras satisfacciones y la raíz de nuestra felicidad. Enrique y Demé sintieron romperse sobre sus cabezas la razón para vivir. Esta sensación de vacío no duró más que unas horas, es cierto, pero fue lo suficientemente intensa como para contagiar a Mylkas.
—Es triste vivir con las maletas preparadas —dijo Demé.
—O sin maletas —añadió Mylkas.
Porque Mylkas no se había preocupado de comprar maletas. Ahora poseía algo más que la ropa puesta. Con todo aquello, oculto desordenadamente en el armario de luna, se llenaba una maleta. Demé se sentía incapaz de embalar todos los trastos que había ido reuniendo. Había comprado una vajilla nada desdeñable, abundante ropa de cama, cortinas, una alfombra antecama y un felpudo. Pero su problema no requirió ninguna complicada solución. En el tercer día del plazo, llegó una furgoneta de la empresa, en la que dos hombres metieron las propiedades de la muchacha, desde el calentador eléctrico hasta el último muñeco bretón que le habían regalado. La empresa le había buscado un apartamento relativamente caro, pero cómodo y hasta lujoso, muy cerca de la oficina.
Demé vestía su falda cotidiana, verde con rayas negras, y un jersey granate de lana australiana. Llevaba también sus medias fantasía y sus botas negras. Mylkas y Enrique ayudaron a los dos hombres a empaquetar como pudieron las ropas y a cargar la camioneta. Demé les acompañó. Demé prometió regresar a la hora de la cena. Ella les invitaba y prepararía algún plato típico de su país. Pero Demé, la muchacha de ojos misteriosos y melena negra, no regresó. Envió a los dos muchachos una tarjeta disculpándose y agradeciéndoles que la hubieran hecho feliz en París, por primera vez en su vida. Enrique se lo creyó. Mylkas se encogió de hombros mientras rompía la tarjeta, una vista en colores de Notre-Dame.
Mylkas llevaba cuatro días buscando un automóvil que le condujera a Estocolmo. La flecha había terminado por clavarse sobre un puntito a cuyo lado estaba escrito un nombre ridículo: Dorotea, una ciudad, al parecer, en el norte de Suecia. Estuvo visitando el American Express y otros centros turísticos donde siempre había anuncios de este género. Pero todos los turistas bajaban al Sur, a España, Italia y Grecia. Uno que se dirigía a Casablanca advertía que no necesitaba participación en los gastos de gasolina, si bien su coche fuera grande y lujoso. Aquel desconocido Monsieur Lucien Cot pasaría por Madrid y Sevilla y Burgos y muchas otras ciudades que él citaba meticulosamente y con ortografía castellana.
Mylkas contó a Enrique su hallazgo y el muchacho decidió pasar Navidad con su familia. Pero si él volvía a España —dijo—, no sería capaz de regresar. Y su deber era continuar en Francia cuando menos hasta finales de curso. Le quedaba mucho por aprender del idioma. Anduvo dos días indeciso y hosco. Finalmente, Danielle, la profesora que por entonces estaba completamente enamorada de él, le indujo a pasar las fiestas en su propia casa. La familia normanda le recibiría bien. Después de Navidad, se ocuparían de buscar nuevo alojamiento. Cabía también la posibilidad de que se quedara en Normandía, enseñando español a las hermanas de Danielle, a cambio de lo cual recibiría comida y techo. Para sus gastos personales tenía ahorrado algún dinero. Enrique se convenció de que era aquello lo que más le convenía. Faltaban apenas cuatro días para que Danielle terminara sus clases. Esperaría en un hotel y la acompañaría en tren. Una vez fraguada esta decisión, Enrique no sólo se tornó más jovial que de costumbre, sino que llegó a asegurar a Mylkas que realmente estaba enamorado de su profesora. El otro se rió de él.
—Terminarías así —dijo.
—¿Y tú?
—Yo no puedo enamorarme ya.
—Te tengo lástima —dijo Enrique.
—También yo, pero, ¿qué quieres? He aprendido.
—Al menos —dijo su amigo—, podías buscarte una buena solución como el Comunista. No vale la pena andar viviendo así.
—Mejor que morirse…
—¡Ni que tuvieras noventa años!
—¿Qué quieres? —respondió Mylkas—. Uno nace feliz o desgraciado, como los perros: perro de señorito o perro de mendigo. Y, después de todo, no me siento tan desdichado. ¿Por qué? Un tipo como yo no puede esperar mucho más. Ya tengo bastante.
—Tú verás.
—Y, además, ¿quién te dice que yo no voy a conseguir más que tú? —preguntó Mylkas—. En Estocolmo puedo abrirme camino. Es la ciudad más libre y más rica de la tierra.
—Si te conformas con eso…
—Justamente; has dicho la palabra: conformarse, tomar la forma. Cuando era cura tenía forma de pila de agua bendita, aquí tenía forma de…, de garañón. Acaso en Estocolmo tenga forma de mí mismo.
—No sé —dijo Enrique—. Yo estoy contento.
—Terminarás por casarte con Danielle.
—¿Y por qué no?
Mylkas hizo un gesto de indiferencia. Realmente, le importaba poco la suerte de su amigo y la suya propia. No era un fatalista, pero el viento de la vida le había zarandeado como a cada uno, le había llevado en una y otra dirección. Él no se resistía. Procuraba vivir allí donde iba a parar, como los peces que no mueren al cambiar el agua dulce de los ríos por la sal del mar. La corriente empuja y lo más justo es tener la piel dispuesta a los cambios de ambiente. Después de Estocolmo vendría Hungría, que, por el momento, carecía de atractivos para Mylkas. Se había acostumbrado a vivir desahogadamente y sospechaba que un régimen comunista no le permitiría aquel aceptable nivel a que, involuntariamente, había llegado. Iría más tarde. O nunca. No tenía noventa años, como Enrique decía. Sus piernas eran más fuertes que nunca y los embalajes de la librería habían desarrollado sus hombros y sus brazos. ¿Qué miedo, pues, podía matar aquella nueva esperanza?
El coche que Mylkas encontró para Estocolmo salía el quince de setiembre, es decir, un día más de los que podía vivir en Boulogne. Llamó por teléfono a la mujer y ella aceptó la demora. Los nuevos inquilinos no vendrían hasta pasada la Navidad. Tenía tiempo para arreglar los pisos. Mylkas había encontrado el anuncio en el comedor estudiantil de la Ciudad Universitaria. Su propietario era sueco, alumno de la Sorbona desde hacía cuatro años. En seguida le habló de guitarras, de vino y de grandes juergas en el viaje. Aunque deberían repartir la gasolina entre cuatro, su coche gastaba muy poco. Era un «Citroën 2 CV». Aconsejó a Mylkas comprar una manta. Quizá fuera preciso dormir en el coche, y el tiempo, por el norte de Europa, no era tan agradable como en París. El sueco era alto y rubio, como todos. Rió con nerviosismo cuando observó que Mylkas era un muchacho presentable y las dos mujeres que viajarían con ellos podrían sentirse, como ellos, contentas.
Este insignificante detalle no agradó a Mylkas. Hubiera preferido viajar solo con él. Pero nunca dos muchachas están de más, sobre todo si tenemos en cuenta que eran ciudadanas de un país extranjero para Mylkas. Hablaban francés y podrían ayudarle, supuesto que sus conocimientos de inglés no fueran lo suficientemente útiles.
Enrique también obtuvo permiso para quedarse cuatro días más en el piso. La noche del catorce compraron juntos una botella de champán de dos litros para bebería en compañía de sus recuerdos. El Barbas dijo que no podía acudir a esta despedida. El Barbas les había comprado el tocadiscos a mitad de precio y con ese dinero celebraron Enrique y Mylkas los últimos ritos de la «bohemia parisiense», como aquél escribía a sus compañeros españoles. Ninguno de los dos se sentía triste por abandonar la casa. Mylkas comenzó a enumerar las muchas cosas feas que había en el barrio, el carácter basto de la panadera, los chismes del cordonnier y la constante vigilancia de la portera. Al acordarse de la portera, decidieron bajar a su casa con la botella e invitarla a un vaso. La mujer tenía los ojos húmedos; posiblemente estuviera arrepentida.
—Es el mejor champán que he bebido en mi vida.
—Hale, a su salud —exclamó Enrique.
—Vous êtes de braves garçons.
—Sí, señora, sí —dijo Mylkas—. Unos tipos bárbaros.
Regresaron al piso de Mylkas. En la maleta nueva habían metido las ropas. Todo el resto fue vendido o regalado. La pared quedaba nuevamente desnuda de recortes y poemas, pálida. La cocina, recién lavada, ha perdido su aire humano. Ninguna monda de patata por el suelo, ningún bote vacío, ninguna camisa colgada en la ventana. El piso va a quedar como hace unos meses. Y lo mismo las calles y la tienda de comestibles y el cercano Bois de Boulogne cuyos aires limpiarán de polvo de hierro los pulmones de emigrantes latinos. La portera se encargará de difundir la noticia por el barrio, si no lo ha hecho ya, y todos, incluso los vecinos más opuestos a los estudiantes, se sentirán algo tristes de haber perdido los gestos vivaces, los cantos y las palabras de los jóvenes muchachos. Pero esto no preocupa hondamente a nadie. La botella de champán es grande y aún quedan muchas horas para terminarla.