TODAS ESTAS NOTICIAS SE DESENVUELVEN DÍA A DÍA

La portera oyó ruidos también el sábado pasado. Seguramente escuchó los pasos del Barbas subiendo hasta el piso de Enrique y bajando luego con su compañera. El hecho es que nuevamente les advirtió, ahora con cierta dureza, que su marido trabajaba por las mañanas y que ella iba a avisar a la dueña de la casa. La dueña se presentó un día y les gritó de manera poco amable. A la próxima no buscaría siquiera sus explicaciones: les pondría en la calle. Como consecuencia primera de esta visita, la portera no volvió a recibir los quince francos mensuales que le regalaban, entre Demé, Enrique y Mylkas. Esto, a su vez, hizo que la mujer se enfadara aún más y esperara el mínimo pretexto para acusarles ante la dueña.

Comienza diciembre, con sus fríos. La vida de los hombres no se desarrolla en marcos románticos y bohemios; el Sena corre solitario y más negro que nunca, sin vedettes ni lucecitas rojas. El faro de la torre Eiffel, sin embargo, le ilumina en sus vueltas constantes. Por las calles del barrio Latino los estudiantes caminan apresurados, de un bar a otro, sin mirar los libros expuestos en la calle; el violinista libanés todavía aguanta el frío y todas las tardes se coloca en Saint Michel para interpretar sus eternas partituras a cambio de unas monedas en este tiempo difíciles. Los estudiantes ya no acaparan la personalidad de París. Con frecuencia, rodeados de policías, se manifiestan en contra o en pro de algo, envueltos en sus abrigos oscuros, sosteniendo con manos enguantadas pancartas escritas en todos los idiomas. Ahora parece que les interesa mucho la política y la vida social de los pueblos. Lo mismo lanzan vivas al presidente de una nueva república africana, que insultan a sus propios gobernantes. Se dirigen siempre a la Mutualité, donde con frecuencia hay conferencias izquierdistas: unos a vitorear y otros pocos a protestar.

El Barbas va entre ellos porque no tiene nada que hacer. A él, personalmente, tanto le dan unos como otros: roba a quien puede. Sin embargo, ha encontrado un pasatiempo de donde siempre saca una invitación o una hermosa muchacha. Bajo el anorak verde lleva una bufanda escocesa y se ha unido a un grupo de negros que preparan un golpe de Estado en su país. Al Barbas le han ofrecido el rectorado de la Universidad Libre, o, al menos, un puesto de profesor de europeísmo. Mylkas y Enrique se muestran escépticos respecto a estas promesas, pero el Barbas asegura que la única manera de prosperar en la vida es estar «a la que cae». Tendrá buena parte cuando se repartan los despojos. Si añadimos que los negros son mucho más ricos que lo que puede uno creer a primera vista y que el Barbas no come ya salchichón y latas de conservas, hemos de confesar que, si no un puesto de rector, el Barbas ha obtenido ya algo positivo. Lleva la secretaría de los futuros rebeldes en su francés macarrónico y ha aprendido a golpearles amistosamente en la espalda.

De la librería, Mylkas y Enrique han sacado buen número de volúmenes que han ido poco a poco vendiendo a Joseph Gilbert. Les pagan la mitad de precio por libros absolutamente nuevos, pero menos sería carecer de esta fuente de ingresos. Ambos tienen todos sus papeles en regla y jamás la Policía les ha hecho una observación.

Para Facundo también la rueda ha dado un giro muy satisfactorio. A Facundo le conocían los negros con quienes el Barbas se ha mezclado y han sido ellos quienes conocen el momentáneo final de sus hazañas. El Barbas ha sentido ahora una envidia auténtica hacia el Comunista, envidia que también alcanzó a los dos habitantes de Boulogne. Facundo es un hombre con suerte, querámoslo o no. No ha vuelto a acudir a la Embajada de la URSS a preguntar si, en efecto, le habían concedido su beca para continuar estudios de Economía en Moscú. Posiblemente haya dejado de interesarle. Los negros conocen por experiencia la clase de gente con que Facundo se ha mezclado y el éxito del muchacho, desde este punto de vista, es merecido y lógico.

La señora que le cuidaba cayó en una crisis nerviosa debida a la menopausia. Este detalle, que a la mayoría no les impide seguir viviendo como hasta entonces, en ella produjo tal decaimiento que estuvo al borde del suicidio. Facundo, sin trabajo ni salario, durante algunos días, fue a dar con una de sus conocidas, venezolana, soltera y multimillonaria. La venezolana amaba a España y, por extensión, a los españoles. Así, pues, tomó bajo su tutela al muchacho y éste no dudó un momento en casarse con ella cuando la mujer se lo propuso. Convertido ya en su marido, y pudiendo garantizar una oposición cierta contra todo comunismo, Facundo consiguió regresar a España. Su esposa, mujer de unos sesenta años, según los negros, no totalmente destrozada por el tiempo, partió a Venezuela para poner al día sus negocios financieros. Facundo vive en diciembre con un hermoso coche, se pasea por la Gran Vía de Madrid ante los ojos incrédulos de sus antiguos condiscípulos y posee un apartamento en la Castellana, cuyo precio no pareció excesivo a su esposa. Ahora está esperando cómodamente la muerte de ella para hacerse cargo de la herencia y reorganizar su vida.

Ninguno de los otros tres muchachos teme represalias. Sería difícil que volvieran a encontrarse con él y, por lo demás, Facundo tendrá bien olvidados los incidentes desagradables de su carrera.

Enrique asegura estar harto de París. Espera el buen tiempo para ocupar el puesto que la profesora le ha encontrado en la granja agrícola de sus padres. Pasará la primavera y el verano trabajando en Normandía, respirando el aire de la naturaleza verde florecida. La muchacha le acompañará posiblemente. Demé, en cambio, no está cansada de París. Su amigo italiano le ha encontrado un trabajo de mil doscientos francos como intérprete en una gran fábrica de máquinas excavadoras. Ha comprado un aparato eléctrico de calefacción, piensa aumentar notablemente su colección de discos, y, con el permiso de la dueña, instalar una ducha en su piso.

Todas estas noticias se desenvuelven día a día en torno al vino, la música y los cigarrillos. El Barbas viene a visitarles con menos frecuencia, pero en su lugar, tienen al francés gordo y bajo, que les va enseñando los últimos secretos de la lengua popular. En su coche les lleva a las afueras de París y se porta siempre con rectitud y nobleza. Ha saboreado ya una paella y ha invitado a los muchachos a comer en su propia casa el día de Navidad. Hasta entonces, unos y otros van decorando las habitaciones, van fabricando día a día el porvenir que no tiene otro sentido que el del presente vivido. Ninguno de ellos sospecha, sin embargo, que su presente cuelga del extremo de un hilo flaco, un hilo que da vueltas y vueltas y amenaza romperse. Este hilo es la voluntad de la dueña o, más bien, los trabajos de una agencia inmobiliaria. La mujer, en el sillón más confortable de su casa, está dudando sobre la propuesta que le han hecho hace unos días. Ella, en el fondo, está contenta de los tres estudiantes, hasta puede que les tenga cierto cariño. Claro que, de continuar las cosas como hasta ahora, su casa de Boulogne no le rendirá ningún provecho.

¿Qué hacer, pues? ¿Llenar la casa de obreros españoles e italianos y arrojar a los muchachos, o bien renunciar a unos pocos francos a cambio de la tranquilidad de espíritu? Ella sabe a lo que se expone si acepta la propuesta. Una gran fábrica radicada en Saint Cloud, no lejos de la casa, pagará los alquileres descontando, naturalmente, a los obreros un poco más de lo que la dueña quiera pedirles. La fábrica es grande y moderna. Sus obreros vivirán en la casa años y años, sin pobreza. La dueña sabe que recibirá puntualmente su dinero, pero ella tiene cierta aprensión a los emigrantes, sobre todo tratándose de españoles e italianos. Conoce a propietarios de cuyas casas han desaparecido tabiques, ventanas y hasta la tarima del suelo. Conoce a otros en cuyos estrechos pisos ha ido acumulándose la familia del emigrante de modo que llegaban a vivir dieciocho personas en tres habitaciones. ¿Qué hacer, pues? La dueña medita y consulta y hace números.

Siente algo dulce hacia aquellos tres muchachos a quienes ha visto preparar la comida, colgar las camisas en la ventana después de haberlas lavado, barrer e incluso abrillantar su piso. Les ha visto cuando se alimentaban de leche y pan y ahora que ya pueden comprar un pollo de vez en cuando. Los muchachos son charmants, gentils.

La portera conoce estas dudas de la propietaria y espía a los estudiantes cuanto pueden sus ojos apagados para proporcionar a aquélla las informaciones más abundantes. La portera cree que los emigrantes han de pagarle más de cinco francos mensuales. Tendrá más trabajo, es cierto, porque los niños ensucian las escaleras. Pero el trabajo no la asusta. Su marido hace tiempo que quiere comprarse un coche de ocasión y los francos no alcanzan. Y la portera, falta de pruebas incontestables, le dice a la propietaria que la última noche subieron al piso de Mylkas dos muchachos y una muchacha, con botellas de whisky. Se reunieron allí los seis y a las dos de la mañana, borrachos, se pusieron a cantar. Ella —añade— estuvo a punto de llamar a la Policía. Su marido trabaja por la mañana y es un crimen que unos pobres vagos osen quitarle el sagrado sueño. La noche de referencia, Mylkas ha extendido sobre su mesa un mapa de Europa, ha pegado en torno a un alfiler un pedazo de papel y, colocado en el otro extremo de la habitación, se ha entretenido lanzando la flecha sobre el mapa. El país donde la flecha se clave será su próximo domicilio.

A la mañana siguiente, la propietaria les da un plazo de ocho días para salir de los pisos con todo su equipaje. «Algunas familias francesas recién casadas quieren vivir ahí, cerca del aire saludable del Bois…», dice.