LAS DANAIDES DEBERÍAN SENTARSE Y RENUNCIAR. (¡AMOOOR!)

Pero la vida no es sólo un río, o una nube que pasa, como dice la Biblia. Es un objeto inaprehensible y una gran rueda con figuras grotescas que suben y bajan al ritmo de las estaciones. Es todo y nada; una rueda cuyo eje se agarrota con frecuencia, o se desliza con rapidez exagerada o se detiene y uno va a parar a ese lugar común, viejo tópico que es la muerte. Una de las marionetas que giran en la rueda fue llamada Fortuna, diosa caprichosa y cruel que pocas veces viene a sentarse en esa silla que le tenemos preparada.

El Barbas se dedicaba a buscar explicaciones mitológicas a las vulgaridades cotidianas, para darse alientos y, al mismo tiempo, reírse del destino. José Antonio ya no buscaba explicaciones, ya no buscaba averiguar, encontrar, saber. Él estaba allí porque llegó un día del verano blanco —según decía en un poema clavado en la pared—, porque alguna mano invisible le había llevado, le había abandonado. Tal vez empleó mucho tiempo en rehallar esa mano escondida; ahora no quería mencionarla ante sí mismo. Desde la cima del amor se veían otros amores difusos, más deseables que aquél poseído. Y, luego, este nuevo amor es flaco como la carne misma y señala con su dedo otro nuevo amor que se extiende como una estepa soleada al otro lado. Subir para bajar luego, escalar con sudor para no encontrar más que otra nueva cumbre. Pero el Barbas conoce que es inútil subirse a la rueda. En los grabados antiguos se ve a un hombre en su pináculo y a otros dos caídos y uno que sube. El Barbas apuesta su alma a que el hombre que está arriba no va a durar un segundo, que el que sube no advertirá siquiera que ha alcanzado la cumbre, que los caídos serán tan imbéciles como para recomenzar nuevamente, Sísifos trágicos e inconscientes.

José Antonio no está dispuesto a empezar. (El Barbas tampoco: él terminó hace dos años, cuando estuvo en Inglaterra. Enrique empieza ahora a escalar la rueda.) José Antonio ha pensado que abandonará todo deseo de arrastrar la piedra hasta la cúspide. El castigo de Sísifo, como el de las Danaides llenando eternamente su cántaro sin fondo, o el de Tántalo sin alcanzar el agua que tiene al nivel de los labios, o el de Ixión atado a la rueda que no se detiene, es un castigo íntimo, fácil de remediar si no fuera por el orgullo de los condenados. Las Danaides deberían sentarse y renunciar a llenar el cántaro. José Antonio ha pensado abandonar la piedra, sentarse a su sombra y fumar un cigarrillo. No tendrá más orgullo. No querrá subir otra vez esperando tener éxito duradero.

En este sentido, el Barbas ha aprendido bien la lección de la vida de la diosa Fortuna. Se ha cansado de intentar aprobar las oposiciones, de ganar dinero, de fabricar un nuevo amor. Se ha quedado sentado en el valle, riéndose de cuantos intentan subir dejando su sangre sobre las piedras. No se trata de un símbolo. El Barbas no cree en Dios, ni en la Mitología, si bien ambos refuercen muchas de sus palabras. No cree en nada, salvo en las enseñanzas que otros hombres han transmitido después de experimentarlas en su propia piel. Y aquí las historias mitológicas tienen un buen río donde beber. El que olvida su pasado está condenado a vivirlo de nuevo, dijo alguien. Y el Barbas ha aprendido. No se dejará engañar. Si algo le sale mal, no le da mucha importancia. Y si le sale bien, tampoco. Así vive en Babilonia, llamada París, tiempo y tiempo, sin recordar que alguien ha reñido con un tal don Pepito, futuro ingeniero, hijo del dueño de una compañía terminada en S.A., que ha reñido y piensa en un estudiante llamado Perico, siempre bien afeitado y sin una peseta en el bolsillo. ¿Pero dónde está ahora Perico, Dios mío? ¿Cómo encontrarle? Sus padres dicen que se marchó al extranjero. Ella no irá a buscarle tan lejos. Le esperará. Acaso vuelva un día. Estas cosas no las sabe el Barbas. Nosotros creemos que ya no le interesan realmente. Se ha preocupado mucho ante su fracaso de la otra noche y vuelve a dejar crecer unos pelos rojizos sobre sus mejillas. Y se ríe con grandes carcajadas, jurando por Júpiter, mofándose también de él, y mofándose de Perico, alias el Barbas.

José Antonio no se ríe de la misma manera, sino algo más dulcemente, como si hubiera una tristeza entre sus dientes. Demé sabe cuál es el motivo, aunque él no haya querido decírselo. Demé ha repetido a José Antonio que le ama, pero él ha contestado:

—No me gusta que me amen de esa manera.

Y los dos continúan, junto a Enrique, comiendo juntos algunos días, cada vez más distanciados. Y hablando de política, tema que José Antonio ha catalogado «sin interés nacional». Ellos ya no son una familia, sino una nación. Un español, una griega y otro de nadie sabe dónde. (Las monjas del hospicio, posiblemente.) En esta nación triangular no todo es armonía ni sinceridad. Como en los grandes pueblos, existen buenos contingentes de hipocresía sin los cuales la vida en sociedad sería insoportable. Los tres hermanos del otoño han entrado en el invierno como simples vecinos que se llevan bien y se ayudan. En la nación anárquica no hay Gobierno. Todo está permitido. Demé puede conducir a su piso a los hombres «verdaderamente ricos» que quiera. Nadie le preguntará si ellos dejan un puñado de francos, o una promesa o un mal sabor de boca. Enrique ha decidido no escribir más a aquella muchacha de Salamanca que conoció en una excursión. No le gusta mucho su profesora, pero ella se ha olvidado de Alain y acude con cierta frecuencia a casa del alumno, en donde suele dormir. El invierno es más propicio a las reuniones hogareñas. Enrique ama su piso y ha fabricado una especie de hogar dentro de él. La francesa es la esposa y le lava las camisas y nunca suele pasar más de tres días fuera de esta casa.

Pocas veces se han repetido las fiestas otoñales. Y estas veces, reducidas a lo imprescindible: jamás la reunión ha contado con ocho personas. La portera ha asegurado que este año nevará, por lo que ha recomendado a los muchachos comprar algún aparato de calefacción. José Antonio no le hizo caso porque tiene el presentimiento de que no vivirá mucho más tiempo en París. Apagado el amor por Demé, murieron sus deseos de visitar Grecia. Ahora lleva tiempo buscando una chica que le lave las camisas y no le ame. Entendámonos: no una criada con su sueldo por horas, sino una muchacha agradable y bella que haga la vida más cómoda y razonable. No quiere enamorarse de ella ni que ella le ame. No quiere porque sabe que no es posible.

En lo que vamos de noviembre, Enrique y José Antonio no han podido hacer horas extraordinarias en la librería. De todas maneras, ambos poseen más de mil francos ahorrados, con los que podrían vivir tres meses sin trabajar. José Antonio ya está casi decidido, pero siente algún reparo al no encontrar ocupación para todo el tiempo libre. Ha estado buscando en torno a su habitación y ha encontrado que no poseía nada. Ha estado buscando desde hace nueve meses, tantos siglos, y cree que no ha encontrado nada. Por el contrario, ha perdido bastantes cosas, entre ellas su propio nombre.

Junto a Enrique y Demé pasó la tarde de Todos los Santos componiéndose un nombre nuevo. Debería sonar a húngaro y comenzar por M, lo mismo que Magyar Népkoztársaság, nombre del país que juzgaba suyo. Exigió también una «y» griega y una «k». Fueron combinando letras, hora tras hora. Finalmente José Antonio decidió llamarse Mylkas, nombre que nadie antes que él había llevado sobre la tierra. Comunicó esta decisión a todos sus conocidos y rogó que desde ahora le llamaran así. Enrique le dijo que estaba loco, pero el Barbas acogió la noticia como la más alta muestra de sentido común. Desde aquel momento se borraba toda la historia de un muchacho que comenzó llamándose Antoñín, luego Fray José Antonio Fernández, luego José Antonio y Anchonio en bocas inglesas, y Antonió o Antoine en las francesas. El nuevo nombre sólo conservaba del español su acento llano y una poderosa armonía. Pero la armonía resultó de origen hebreo, según contó una muchacha vestida de húsar, judía nacida en Austria.

José Antonio había recopilado el poema que clavara en la pared, a fin de corregir algunos versos y firmar con la gran M de la que caían las cinco letras como la cabellera de Demé.

El Barbas llegó un día de semana con la judía y otra compañera suya a quienes había conocido en un bar. No tenía dinero y se le ocurrió llevarlas a casa de su amigo. José Antonio estaba solo, pensando en sí mismo y en su país. En un almanaque mundial acababa de leer algunos detalles sobre Hungría. Aplazaba la hora de cenar porque sólo tenía dos salchichas y sentiría el hambre nuevamente antes de dormirse. Llevaba barba de cuatro días, el pelo largo y más revuelto que nunca. De su rostro oscuro resaltaban dos ojos de fuego, abiertos hacia todo, caídos y escrutadores. Se sentía harto de escuchar los tres discos, ya rayados en varias canciones. Había terminado Trópico de Cáncer y le cosquilleaba en la sangre aquel asco por la vida, por el sexo, por la sociedad de los hombres, por el arte y los ideales, que Herry Miller había sentido en aquel mismo París, fascinante y luminoso. Él no había llegado tan lejos físicamente, él no sería capaz de explicar aquella inmensa descomposición humana. Como siempre ocurre, no podía expulsar de su corazón la última esperanza, la que siempre existe, la que dejará otra detrás cuando se apague, la esperanza de que uno está vivo y desea continuar viviendo, uno solo, sobre la tierra y los mares, a pesar de los hechos y las hipótesis, de las basuras y la hedentina constante de los hombres, a pesar, también, de uno mismo. Esa esperanza le asomaba a las pupilas como un pájaro burlón para explicarle su presencia, para advertirle que podría contar con ella si todavía estaba dispuesto a subir la piedra, a escalar otro nuevo monte, mirar más allá, volver a bajar y a subir agarrado a la esperanza hija, y volver a bajar y a subir, y bajar y subir, hasta que la muerte le hallara en algún punto, quizás arriba, golpeando amistosamente la piedra redonda que, una vez más, había remontado hasta lo alto, o en el valle, tomando nuevo impulso para subir, o en el valle, también, desesperado y harto de todas las promesas que le han llamado, le han ofrecido y después, al tocarlas, no eran sino una vaga ceniza sin relieve.

El Barbas estaba enfadado porque no tenía dinero y porque le sobraba una muchacha. Estaban las dos juntas, en un bar. Él comenzó a decirles tonterías, como siempre, y ellas le aceptaron. Ahora no sabía cómo librarse de ellas. Ninguna de las dos le gustaba, ya no podía inventarles nada. Se las presentó a José Antonio como quien ofrece un utensilio que no sabe manejar. Las chicas dijeron sus nombres irrecordables y José Antonio dijo el suyo:

—Mylkas.

El Barbas pidió un trago de vino. Mylkas le dio dos francos para que bajara por una botella. Entretanto, rogó a las muchachas que se quitaran los abrigos.

—Yo tengo frío —dijo una.

La que vestía como un húsar se quitó una especie de casaca verde. Sus pantalones ceñidos iban a morir dentro de unas botas de cuero sin brillo. Era fuerte y vigorosa al andar. Paseó sus ojos diminutos por la habitación. Se acercó al poema clavado en la pared y comenzó a leerlo. Llegaba el Barbas, con la botella abierta en sus manos.

—Es de diez grados. Tuve que ir a un bar y me cobraron los dos francos.

—Es lo mismo.

Mylkas ofreció de beber a las chicas.

—¿Os gusta bailar?

—Sí.

—Pues bailaremos —dijo cansadamente.

Una vez más las orquestas de muchos violines lanzaron sus melodías dulces, repugnantes para quienes las habían escuchado más de cien veces. Mylkas-José Antonio comenzó a bailar con indiferencia, alejado del cuerpo de su compañera.

—¿Eres español? —preguntó ella.

—Húngaro.

—El primer húngaro que conozco.

Mylkas se encogió de hombros. («Qué más da: también yo.»)

—Nunca he ido a Hungría, ¿cómo es? —volvió a preguntar.

—¿Cómo es? Oh, un país de ensueño, une rêverie.

—¿Es bonito el paisaje?

—«El accidente geográfico predominante es la llanura de la Baja Hungría, con innumerables dunas ya móviles o detenidas por la vegetación. Al norte de ella se extiende la Alta Hungría con las montañas de los Cárpatos. En el oeste las ramificaciones del sistema alpino forman la Selva de Bakony y el diminuto macizo de Macs…, Macs…»

—Qué bonito —respondió ella.

—Barbas, ¿cambiamos? —dijo él en español.

—¿Hablas en húngaro?

—Pues claro.

—Pero él es sueco…

—Conoce mi idioma.

—¿Por qué? —preguntó el Barbas.

—Esta niña es una pesadez.

—Son iguales. Toma.

La judía no era igual, por mucho que fuera vestida de húsar y por mucho que el Barbas dijera. Era, incluso, una mujer llena de cariño y de ternura que no sabía dónde depositar. Sin embargo, a Mylkas estas cosas ya no le llamaban la atención. Le tenía sin cuidado que la muchacha le abrazara tempestuosamente, que le tirara del pelo como si deseara extraer alguna cosa de aquellos cabellos sucios.

—Eres poeta —dijo.

—¿Por qué?

—Me gusta ese poema. Te lo compro.

Mylkas siguió la broma.

—¿Cuánto?

—Di tú.

Mylkas comenzó a pensar. ¿Cómo deberían pagarse aquellos versos titulados «A ti, que entras»? Mylkas era Mylkas y no José Antonio. No pidió un beso, o una noche entera con él, o cualquier otro precio semejante. Ni siquiera pensó en la buena oportunidad que le daban. Dijo:

—Quince céntimos la línea. ¿Te parece?

La judía afirmó.

—Te lo copiaré.

—¿Cuándo?

—(Cuando me dé la gana.) Después del baile.

—¿Tienes más?

—(Otra imbécil.) No, los he roto. Tengo dos en húngaro.

—¿Me los traducirás?

—(Barbas, ¿cambiamos?) Sí.

La judía le besó en el cuello. Mylkas tuvo un ademán de alejamiento en la raíz de los nervios, pero se acercó más ella y la besó también. Puso el disco de jazz y aquel ritmo le daba náuseas. «¿Quién mandó venir a toda esta gente, por qué están aquí, con qué permiso vienen a meterse en el cubo de mi propia basura, quiénes son, por qué me hablan, me besan?» Mylkas estaba viendo detrás de sus ojos brillantes la podredumbre de Miller, aquellos encuentros absurdos donde se buscaba amor y se entregaba a cambio una cosa llamada amor, una cosa nauseabunda y pútrida. Se pagaba antes la ilusión de ente puro, inexistente. Se pagaba para que el vendedor tuviera más confianza, más aplomo en su oferta. ¿Quién sabe si en algún rincón de un día cualquiera estaría el fin de aquella búsqueda inconfesada?

—(Mylkas, dame amor.)

—(¿Qué es eso?)

—(¡Amor, amor, amooor!)

—(No tengo.)

—(Que sí, Mylkas, tienes amor. ¡Dame, dame!)

—(¿Dónde?)

—(No sé, tú debes saberlo, Mylkas; tú eres poeta.)

—(Yo soy una basura; déjame en paz.)

—(Tendrás todo mi amor, toda mi fuerza. Mylkas, soy virgen, tengo veintiún años. No conozco varón. Yo quiero amor, todo el amor de la vida y de las cosas, yo quiero que alguien me ame, que alguien esté siempre conmigo, a mi lado. ¡Estoy sola, Mylkas! Han matado a mis padres y a mis abuelos. Quieren matarme a mí: soy judía. ¡Ámame, ámame! Dios nos ha abandonado. ¡Dios no existe! ¿Quién va a amarme a mí? ¡Estoy sola, sola, sola, Mylkas! Tú eres tan hermoso: tu cabeza, tus ojos, estas manos…; déjame estas manos, en mi espalda, sobre la piel, sobre la piel, déjame que las bese, déjame besarte en los labios. ¡Ámame, ámame, ámame!)

—(A perro sarnoso todas son pulgas, Barbas. Todavía hay gente que cree en el amor. ¡Pero yo no creo, ¿sabes?, no creo! Acaso Enrique pueda proporcionarte estos dulces sentimientos. ¡Yo estoy seco, no tengo nada!)

—(Mylkas, Mylkas, por favor. Bésame, bésame.)

—(No me cuesta trabajo, anda. ¿Ves? ¿Y qué es eso? Porquería, microbios, bacilos, virus, mierda con sabor a menta.)

—(Más, ¡más!, ¡¡más!! ¡Mylkas!)

—(Una puta, como todas. Debería contarte la historia de Susy, de Demé, de Quite, de Carolina… No, Carolina no. O sí. También ella. Tú, como todas, ¿eh? Las vírgenes escuálidas de Jeremías. Tiene gracia. El bueno de Jeremías llorando mientras estos tíos tocan eso del amor es algo maravilloso. Pobre Jeremías. Y era familia tuya, ya ves.)

—(Nos odian, nos odian. ¿También tú? Yo no maté a Jesucristo ni maté a nadie. Yo pinto, en casa, y recorto letras de periódicos para pegarlas sobre un papel como una poesía mecánica. Pero yo no maté a nadie. Yo quiero amar, quiero que me amen. Ningún hombre me ama. Yo no soy fea, Mylkas, fíjate, no soy fea. ¿Por qué nadie me ama?)

—(Me iré de París. Tanto hablar de París, de París. L’amour, oh là là. ¿Qué? Tenía razón Henry Miller. Hay que dar una patada en el culo al amor y al arte y a París y a todos los hombres y a las ideas y a los espíritus. París. I love París in the winter y en el resto. Pues yo no. Ni a París ni a nadie. ¡París, no conozco una palabra para insultarte!)

—(Bésame otra vez. Pasa tu mano por mi espalda. Así, sobre la piel. Y bésame. Yo he venido a París a buscar el amor. Dámelo tú. Dámelo. Hace más de un año que vivo en el barrio judío, en la Porte de Vanves. Y hasta allí no llega nadie que quiera amarme. Ámame tú, Mylkas, hermoso, mi eternidad, mi paz.)

—Barbas, ¿cambiamos?

—Si se te da de miedo.

—No me gusta.

—¿Por qué?

—Parece como un soldado en ejercicio. —Mylkas se rió.

—No mires eso. Desnuda estará estupenda.

—Cambiamos.

—(Déjame que te bese.)

—(Sólo quiero a él. No me gustas.)

—(Déjame que te bese.)

—(No te quiero.)

—(Déjame que te bese.)

—(Le quiero a él, a Mylkas. Es mío, es mío. Bailará conmigo. A ella no la ama. Mylkas es mío.)

—Pues a mí no se me da. ¿Qué hacemos?

—Tírala por la ventana.

—Me gusta la lengua húngara. Suena bien. Se parece al italiano.

—¿Sabes italiano?

—Casi nada.

—Cógela tú, anda.

—Bueno. (Ven, ¿qué quieres?)

—(Así, así, así. ¡Me amas! Ya no estoy sola.)

—(Como los animales.)

—(Bésame más, más. Te quiero.)

El Barbas no dejó que terminara el disco. Desconectó el cable, en la oscuridad. Bebió un trago de vino y pidió a Mylkas un cigarrillo. Mylkas dio uno a cada muchacha. Abrieron la ventana y se asomaron; hacía frío. Caía una lluvia límpida, fina, intermitente. El viento les llevó algunas gotas de agua. Perico se tendió en la cama, atrajo hacia sí a la muchacha y ella le dejó hacer. Él Barbas preguntó algo. La chica hizo un gesto afirmativo.

—Vaya, ahora dice que sí. ¿Me dejas la cama?

—Esta vez no, Perico.

—¡Hombre!

—Yo voy a quedarme con ésta.

—¿Está Enrique? —preguntó.

—No sé.

—Si no me deja él, tendré que llevarla a mi casa. No nos dejan…

—Vete a la suya.

El Barbas tenía abrazada a la chica. Le preguntó nuevamente y ella dijo que sí con la cabeza. El Barbas se puso en pie.

—Has tenido una buena idea. Me iré con ella.

—¿Y qué hago yo con la judía?

—Has dicho que se queda…

—Ah, es verdad —dijo Mylkas.

—Pues ha habido suerte —añadió el Barbas.

—Sí. ¿Quieres que te copie el poema en un momento? Éstos se van.

—Cópiamelo.

El Barbas apoyó sobre sus labios la botella de vino vacía, Lanzó un juramento y se puso el anorak verde que había robado de un coche la semana pasada. Trabajaba solamente dos horas diarias y, para comer, frecuentaba los supermercados de donde salía siempre con un salchichón o una lata escondida entre la ropa. La habitación en la Residencia de Estudiantes Protestantes le costaba la mitad del salario. Con la otra mitad compraba pan y tabaco, y pagaba los billetes del Metro. Pasó su brazo sobre los hombros de la muchacha y salió.

Mylkas despegó de la pared su poema y se sentó a copiarlo, mientras la judía fumaba sentada en la cama. Aquellos versos carecían de sentido. Se pedía a quien entrara en la habitación que dejara en la puerta su tristeza: quien allí habitaba ya tenía una muy grande y no podía hacerse cargo de otras. Si el visitante le llevaba una alegría, podrían compartirla y ambos se sentirían dichosos. «Nada de cuanto ves es mío. Hubo amor, hubo gloria en este mismo sitio. Hay una soledad sobre mi cuerpo, que me posee pero tampoco es mía.»

Mylkas se detuvo, dudando.

—No me gusta —dijo.

—Es muy bello. (Como tú.)

—¿Para qué voy a copiarlo? Te daré el original. Ya no lo necesito.

—Lo copiaré yo en mi casa —dijo ella.

—Puedes quedarte con él.

—No, te lo enviaré; te lo daré.

Mylkas cerró la pluma. Caminó hasta la ventana para respirar el viento de la noche, la lluvia.

—Es bonito París —dijo.

—Aquí está muy tranquilo. En mi barrio hay mucho ruido. En Vanves.

—¿Dónde queda eso?

—Más allá de Montparnasse.

—Está lejos.

—Sí.

—¿Cuánto tardas en llegar a casa?

—No sé. Mucho. Debo hacer dos cambios de Metro.

—¿Dos cambios? No vas a llegar.

—Tomo un taxi —dijo la judía.

—Es caro. Puedes quedarte, si quieres. Aquí cabemos los dos —Mylkas, riendo, dio una patada a la cama.

—¿Te molesto?

—No, por favor. Estoy muy cansado. Me dormiré en un minuto.

—¿Puedo lavarme? —preguntó ella.

—En la cocina está el lavabo. Los servicios, en la puerta siguiente, a la derecha. Ven.

Mylkas regresó. Se puso el pijama. Cuando la judía volvió secándose la cara con un pañuelito rojo, él estaba ya acostado.

—Voy a apagar —dijo ella.

Regresó en la oscuridad, se puso de rodillas sobre la cama, la cabeza inclinada en un gesto infantil.

—¿Me desnudo? —preguntó.

—Como quieras. No hace mucho frío.

Mylkas quedó mirando la sombra del húsar. La mujer se desnudó lentamente, al resplandor de la calle. Era una mujer, con su cuerpo blanco, duro y tenso. No caminaba como un soldado, sino como una niña que teme herirse en los pies. Colocó sobre el respaldo de la silla los pantalones, el jersey. Olía bien su cuerpo desnudo, era fino, deslizante, como la lluvia. Y poseía un calor suave. Mylkas sonrió pensando que la había tomado por un húsar austríaco.