EL BOSQUE ES UNA GRAN BASURA

La celebración de la Gran Fiesta Onomástica del Mundo tuvo un fin mucho más trágico que la visita de Facundo, al menos para José Antonio. Enrique había contado a Demé cómo José Antonio golpeó al Comunista justamente cuando él hablaba mal sobre la muchacha. Este pequeño detalle transformó el amor que Demé sentía por José Antonio —según ellos creyeron— en una pasión reposada e intensa. Demé se mostraba cada vez más inteligente y sensible. Si bien no estudiaba música —como dijera la portera—, poseía unos conocimientos musicales amplísimos. Muchas tardes ponía algunos de sus discos preferidos y les explicaba a José Antonio y Enrique las bellezas casi ocultas. Ni uno ni otro tenían noticias de su existencia. Poseía Demé más de treinta discos de música antigua. Sus gustos terminaban en Bach, dónde los de la mayoría comenzaban. De Alemania había traído grabaciones raras y eruditas, recopilación de música para instrumentos antiguos, todos los conciertos de Vivaldi y sus contemporáneos y numerosas grabaciones de Bach. Ahí había terminado. No soportaba a Beethoven, Mozart, los operistas. Estos nombres eran los únicos que sonaban en los oídos de los dos muchachos. Demé estaba comenzando ahora a reunir discos de clásicos contemporáneos. Pero no tenía dinero bastante.

En el sosiego de su habitación explicaba con sencillas palabras todo lo que ella veía en aquella música. Hasta que aseguraba:

—Pero no se ve nada. Hay que sentirlo.

Gracias a ella José Antonio volvió a escuchar La notte, cuyas notas le resultaban ahora más luminosas, con el recuerdo de Maribelina, el Viejo y la pobre orquesta conventual. Las reuniones ya no comenzaban con Frank Sinatra o Adriano Celentano, como en un principio. Antes de bailar, permanecían sentados sobre la mesa, en el suelo, escuchando algunas danzas para flauta antigua, «la misma de Pan».

Aquella noche escuchaban el Confitebor de Bernier, mientras cenaban. Demé hablaba el latín clásico y a veces se entendía con José Antonio en esta lengua. Ninguno de los dos preguntó dónde la habían aprendido. Era uno de tantos sábados en que se había decidido preparar algo divertido. El Barbas había prometido traer a todas las amigas que encontrara por la calle y a Álvaro con otro amigo portugués. Se iban a juntar más de lo ordinario y sería preciso no hacer tanto ruido como de costumbre. La portera les había llamado la atención dos veces.

A mediodía había llamado al timbre de José Antonio Demé acompañada de un chico a quien él no conocía. Era más bajo que ellos, fuerte, rubio. Había conocido a Demé en Roma. Al parecer, ella había trabajado en una oficina de la que el italiano era director. Demé advirtió a José Antonio que se trataba de un hombre «verdaderamente rico», y para ello bastaba asomarse a la ventana y echar un vistazo al «Ferrari» deportivo que estaba aparcado allí abajo. El italiano tendría más de treinta y cinco años; era un hombre optimista y jovial. Se movía como un niño y se puso a contarles chistes a los dos como un colegial. Antes de irse a dar una vuelta con Demé por París, prometió participar en la fiesta, no sólo con su persona sino con un par de botellas de buen whisky. Esto hizo brillar los ojos de José Antonio y correr al piso de Enrique a contárselo.

Enrique decidió que se bailara en su piso. Quedaba más lejos de la portera y había menos peligro de que ésta escuchara los inevitables ruidos. Prepararon una habitación vacía. Barrieron, metieron una mesa sobre la que colocarían vasos y botellas, clavaron en la pared una vela, pusieron el tocadiscos sobre una silla. A las cinco de la tarde quedó todo hermosamente dispuesto. Iba a resultar la fiesta más solemne de cuantas se habían venido celebrando semanalmente en los pisos de los dos españoles.

Demé y el italiano llegaron a las siete. El italiano comenzó diciendo que tenía un hambre feroz. José Antonio fue a la cocina y regresó con un bote cerrado de judías preparadas, un pedazo de pan y dos patatas crudas.

—Es todo lo que tengo —dijo.

—¿No se puede comprar más? —preguntó él.

—Claro.

Además —observó Enrique—, debemos traer alguna bebida para esta noche. Aunque sea vino de diez grados.

Bajaron los cuatro. José Antonio llevaba su bolsa de viaje, que fue llenándose poco a poco de alimentos casi desconocidos para los dos muchachos: jamón de Westfalia ahumado, pastel de manzana, un bote de piña, queso blanco, salami… El italiano pagaba todo y se reía de las recomendaciones que le hacían. Finalmente, compró una botella de vino de siete francos.

—Pero va a ser poco —dijo. Y pidió otra de chianti espumoso para después de la cena.

—Nos falta para la fiesta.

—Yo prometí whisky, ¿no?

El italiano compró dos botellas de «69».

—¿Tendremos bastante?

—Para un mes —respondió José Antonio.

El italiano se quedó mirando el número, hizo un gesto a Demé y ella sonrió. José Antonio llevaba la bolsa sobre la espalda, más pesada que cuando hiciera el viaje. Regresaron cantando, por el centro de la calle. El italiano jugaba con su sombrero, haciéndolo bailar sobre su dedo índice.

Se sentaron a cenar en torno a la mesa de Demé. Ella apartó sus flores y puso un disco. Todos tenían hambre. Comieron y bebieron cuanto habían comprado y se pusieron a fumar esperando al resto de los invitados. (Los invitados, normalmente, pagan su parte en los gastos de bebidas y cena; pero hoy son invitados de verdad.) Éstos entraron juntos. Venían más de los que el Barbas había supuesto: un portugués más y un francés gordo y bajo que les había traído en su coche. Era amigo de una de las chicas americanas. Enrique esperaba que llegara su amiga, una francesa a quien daba una clase de español por semana, a cambio de fonética francesa. José Antonio no la conocía, pero el Barbas aseguraba que era más fea que los pensamientos del diablo. Se reía de Enrique llevando la mano al sitio de su barba recién afeitada.

—Hoy sabía yo que iba a ser solemne. ¡Hasta whisky! La octava musa me inspiró para cortarme las barbas. ¿Quién sabe? Eh, quién sabe —se dirigía a una de las americanas—. ¿Qué fiesta es hoy?

—Pero, ¿no lo sabes? ¡La Onomástica del Mundo!

Todos rieron. Enrique les pidió que fueran entrando en la habitación del fondo. La música estaba puesta. Se quedó con José Antonio, Demé y el italiano. Abrió una botella de whisky y bebió un largo trago, como si fuera agua.

—No está fuerte —dijo. Era la primera vez que bebía whisky directamente de la botella y una de las primeras que lo probaba.

Se dirigían a la habitación contigua, a la cocina, al final del pasillo, cuando sonó el timbre y apareció la profesora de fonética, vestida con pantalones y jersey negro. Dio un beso a Enrique y saludó a los otros con una sonrisa de su boca pequeña. Se peinaba hacia atrás, dejando ver una frente ancha y curva.

—Cuidado, que sabe español —advirtió Enrique.

—¿Mucho?

—El verbo ser y cinco tacos.

Sapristi! —respondió él en francés. La muchacha rió con sus ojitos pequeños. Ella misma había enseñado a Enrique que aquella palabra era una forma antigua y literaria de decir merde!

Entraron todos en la habitación del baile. La vela estaba encendida en lo alto, lanzando rayos sobre la madera brillante. Dos portugueses bailaban con las americanas en un rincón. El francés les miraba, las manos ocupadas por un vaso y un cigarrillo. Álvaro explicó que él no bailaba aún porque estaba buscando un plan seguro. Hablaba en un portugués españolizado:

—Nada de vasilamientos —terminó.

El italiano comenzó a bailar con Demé, en el centro. José Antonio miraba y se acercó al Barbas para preguntarle sobre el carácter de las muchachas. El Barbas juró por Mercurio que las americanas eran las más simpáticas de todas y las más fáciles, que la holandesa parecía educada con los jesuitas y que sobre las francesas no tenía opinión definitiva: a su amiga la conocían ya y la profesora era tan fea que valía más olvidarla. Había otra a quien él no conocía. Estaba allí porque vino con él, y quizá fuera austríaca o alemana. Él —aseguró— no garantizaba nada.

—Pues me voy con ésa —dijo José Antonio.

Antes de que aceptara su engolada invitación, la chica apagó cuidadosamente su cigarrillo y lo dejó sobre la mesa, fuera del cenicero.

—¿Eres alemana, eh?

—Sí, ¿cómo lo sabes?

—Ahorradora —él señalaba la colilla. La muchacha rió—. Yo soy español de idioma, pero nada más.

—¿Portugués?

—No, húngaro. Pero he vivido siempre en España.

Terminaron el baile sin decirse más. La muchacha volvió a encender su cigarrillo y se apoyó nuevamente en la pared, esperando.

—¿Qué tal? —preguntó el Barbas. Álvaro se acercaba con él.

—A dos metros. No hay manera.

—Yo me voy con la holandesa —dijo Álvaro.

La holandesa era más alta que él, delgada, ágil. Se apoyó en sus hombros y bailaba lejos de Álvaro, sonriente y amable. José Antonio pensó que, después de Demé, era la más guapa de todas. Los dos portugueses habían conseguido acaparar a las americanas. La otra bailaba con Enrique, se detenían con frecuencia para hablar, en el centro. Demé y el italiano estaban al lado de la mesa, bebiendo. El francés, cerca de ellos, había comenzado a hablar con la profesora.

Enrique se acercó a José Antonio, que había quedado solo, mirando cómo el Barbas enrollaba al cuello de su amiga francesa su propia toalla.

—Chico, me da vueltas la cabeza.

—Pues no hemos empezado.

—No sé… —añadió Enrique.

Salió de la habitación. Álvaro comenzó a gritar dirigiéndose a sus compatriotas que era preciso cambiar de pareja. No había quedado contento con la holandesa. Se juntó a una americana y comenzó a acariciarle las orejas. Ella reía con grandes carcajadas.

—Eh, silencio, tú —dijo José Antonio—. Que nos echan.

—¿Por qué?

—En Francia no se puede hacer ruido después de las diez.

—Es que yo vengo de España, ¿sabes?

—Pues lo siento, hija.

Alguien había colocado un pequeño disco de Petula Clark. Era preciso bailarlo rápido y sólo el Barbas y su compañera fueron capaces de seguir el ritmo, mientras todos miraban. Antes de terminar, lo cambiaron por el de Sinatra. Frank Sinatra llegaba siempre cuando alguien deseaba apagar la vela, o había encontrado la chica ajustada a sus gustos. La vela, en efecto, se apagó y José Antonio tendió los brazos ante sí:

—¿Quién eres? —dijo en español.

—¿No me conoces?

Tiens! Ninguna chica habla español aquí.

—Yo sí.

—¿Y quién eres?

Ella dijo un nombre raro.

—¿Americana?

—Holandesa.

—Ah, hombre. Vamos a bailar.

La habitación quedó silenciosa. Solamente la voz del cantante, convincente, lenta, pegajosa; y pasos que se arrastran y alguna risa. Y Álvaro, en alguna parte: «¡Ésta sí!» Y el Barbas que decía palabrotas en español a la profesora para que ella las repitiera. Aprovechando el intervalo de una a otra canción, José Antonio salió en busca de Enrique. Estaba tendido en su cama, manchado. Había vomitado a un lado, sobre las mantas. Le miró con los ojos enrojecidos.

—¡Pero oye…!

—¿Qué pasa? —susurró él.

—Eso digo yo.

—¿No lo ves? Estoy borracho. La mierda del whisky…

Los bolsos y los abrigos de las chicas estaban sobre la cama y la silla, próximos a la vomitona. Un olor ácido impregnaba todo. José Antonio sintió asco.

—¿Y qué hacemos? —preguntó.

—Marcharte. Vete a bailar. Yo quiero dormir.

José Antonio sacó la manta de bajo su cuerpo y la colocó encima. El otro rezongó, las piernas encogidas. Se volvió hacia la pared y rogó que apagaran la luz. José Antonio puso la mesa junto a la puerta, de modo que pudiera cogerse la ropa sin entrar en la habitación. Apagó la luz y volvió al baile. Buscó a tientas al Barbas para contarle lo ocurrido.

—Es un puritano —dijo él—. En su vida ha probado el vino. Déjale en paz. Tú baila, anda. Que se están dando bien.

José Antonio quería encontrarse con Demé. Se sentía algo solo entre aquella multitud y quería bailar con la griega, sin preocupaciones, sin consejos de los otros. Fue tanteando los cuerpos abrazados, preguntando si habían visto a Demé. La encontró, al fin, junto a la mesa, sentada sobre el italiano. Tenía una botella en la mano.

—Demé, ¿no bailas conmigo? —preguntó.

—Estoy muy cansada. Más tarde.

—Bueno, más tarde.

Volvió a buscarla a la media hora, pero había desaparecido. El francés le dijo que «salió hace rato con su amigo». El francés continuaba de pie, con su vasito y su cigarrillo, en la oscuridad. No había bailado una sola vez. «Estoy muy gordo y pesado; no valgo», decía. El Barbas se había sentado en el suelo, besando a la profesora sobre sus rodillas. Los tres portugueses eran los únicos que seguían bailando, disco tras disco, abrazados a las muchachas que habían escogido. Las otras hablaban juntas, bajo la vela apagada. José Antonio fue hacia ellas y cogió a la primera, la alemana. Esta vez ella se unió a él y dejó que la besara. Pero sus labios eran ásperos, viriles. El muchacho le pidió perdón por dejarla, pero debía comprender que las otras no podían estar tanto tiempo quietas. Y cogió una americana que comenzó a hablarle de arte mientras se apretaba a él y le hacía cosquillas en la nuca. Al fin José Antonio sacó a la amiga del Barbas y bailó con ella hasta el final. No era hermosa, pero bailaba alegremente, sin hablar de nada, sin pedir o rehusar, como una máquina útil. Pero también de ella se sintió cansado. Hubiera querido estar con Demé, decirle que la amaba, tenerla para sí, escogida entre todas, como los portugueses y el Barbas escogieron, elegida y amada.

Encendió la vela y reclamó un segundo de silencio:

—No quiero que perdáis el Metro —dijo—. El último sale dentro de media hora. Desde aquí se tarda casi veinte minutos. ¿Cuántos pueden ir contigo? —añadió dirigiéndose al francés.

—Cinco o seis, pero yo me voy a marchar ahora mismo. Mañana trabajo.

Álvaro comenzó a exigir que la fiesta continuara, que él dormiría en cualquier parte, pero su compañera dijo que debía regresar esta noche. Se fueron acercando por parejas a la mesa y bebieron un último vaso. Luego, silenciosamente, recogieron sus ropas y comenzaron a bajar las escaleras. José Antonio les explicaba que Enrique se hallaba enfermo y era conveniente no despertarle. Nadie supo que había vomitado, que estaba borracho.

Acompañó al grupo por la escalera. Al llegar al piso de Demé, vio la puerta abierta y entró con el francés. Él estaba empeñado en despedirse del italiano con el que sólo había cruzado algunas palabras. Nadie contestó a sus golpes de nudillos. José Antonio entró y encendió la luz. Demé y el italiano, en un solo cuerpo, estaban tendidos sobre la cama. Sus cuerpos a medio vestir brillaron un momento ante la bombilla. José Antonio apagó la luz cuando Demé intentaba incorporarse.

—¿Qué pasa? —preguntó el francés.

—No están. Habrán ido a dar un paseo —dijo él.

Golpeó la puerta para que el pestillo se cerrara por dentro. Se oyó un chasquido seco, duro, prolongado. José Antonio bajó de prisa el último piso y fue despidiendo a las muchachas, a los portugueses, al francés.

—Espero que os hayáis divertido —decía—. La próxima comenzaremos antes, para tener más tiempo. ¿Volveréis?

Todos dijeron que sí.

El coche del francés hizo una maniobra para salir a la calzada. Había a su lado un «Ferrari» rojo vivo, dormido e imponente como un caballo salvaje. Estaba matriculado en Roma. José Antonio pasó la mano sobre la carrocería helada. Le esperaba la portera en el portal, despeinada.

—¿Qué ha pasado? —preguntó.

—Nada, ¿por qué?

—Hay mucho ruido.

—Es mi cumpleaños. Vinieron unos amigos.

—¿A estas horas? ¡Usted está loco! Se lo diré a la señora. No nos dejan dormir. Mi marido debe trabajar mañana y ya sabe usted…

—Mañana es domingo —dijo José Antonio—. Dígaselo, si quiere.

Subió las escaleras. Tenía en el bolsillo la llave de Enrique. Pensó subirle un café caliente para que se despabilara. Ante su puerta le esperaban el Barbas y la profesora, silenciosos.

—¿Qué hacéis aquí?

—Oímos a la concierja —dijo el Barbas.

—Entrad, entrad, que no os vea salir ahora.

Se sentaron en la cama.

—Voy a hacer café para Enrique.

—Oye —dijo el Barbas—. Quería pedirte un favor.

—Di.

—Ésta, ¿sabes?, quiere quedarse conmigo. Si nos prestas la habitación…

—¿Y yo?

—Puedes quedarte con Enrique.

—¿Quieres quedarte con él? —se dirigió a la chica.

Ella no respondió. Se había cubierto la cabeza con la toalla. Sus mejillas pálidas estaban surcadas por rayitas rojas.

—Las sábanas están muy sucias.

—No importa; las quitamos.

—Bueno, como queráis —dijo José Antonio.

Fue a la cocina a coger el bote de café instantáneo. Regresó a su habitación para poner algunas cosas en orden. Miró de un lado a otro, intranquilo. Iba a dar la llave al Barbas.

—No, la llevaré yo. Que durmáis bien. Buenas noches.

—Buenas noches —respondió en castellano la profesora.

Mientras Enrique bebía el café con sal, para despejarse, escuchó lo que José Antonio contaba sobre Demé, sobre el Barbas. Estaba enfadado con él. La profesora era amiga de Enrique. Pero él dijo:

—A mí no me importa. Déjales.

Llamaron al timbre. Ante José Antonio apareció Demé, recién peinada, con un nuevo vestido.

—¿Dónde está el italiano?

—Ya se fue.

—Entra. Enrique está mal. Perdona por la luz. Yo no sabía…

—No tiene importancia —respondió ella.

Enrique se había sentado en la cama. Después de terminar el café, José Antonio le mojó la cabeza con una toalla empapada.

—¿Qué tal?

—Ahora tengo sueño de verdad —dijo él.

—Pues duerme. Yo me quedaré aquí.

—Leeré algo.

José Antonio buscó entre los libros apilados en un rincón. Eligió uno de Nietzsche: Más allá del bien y del mal. Comenzó a leer algunas máximas sin enterarse de lo que decían.

—Yo también tengo sueño —dijo Demé.

—Pues vete a dormir. Enrique no nos necesita. Yo no puedo porque mi cama está ocupada.

Ella no respondió. Se tendió al lado de Enrique, entre él y la pared. Dijo que sentía frío y se metió bajo las mantas. Enrique comenzó a tocarle los pechos, riendo. Ella metió sus piernas entre las del muchacho. José Antonio pasaba las hojas del libro, leyendo al azar, sin querer mirarles. Enrique y Demé se durmieron. Él buscó una vela, la encendió sobre la mesa y apagó la luz. Se sentó. No entendía a Nietzsche. Dejó el libro. Fue a la habitación del baile e hizo funcionar el tocadiscos. La voz de Frank Sinatra surgió repentina, cálida: «It was a boy… very far, very far, over land and sea… A little child, but very wild, was he…» Intentaba comprender el significado completo. Un muchacho salvaje…, muy lejos, muy lejos, sobre la tierra y el mar. No podía saber qué indicaba todo aquello. Y era la mejor canción del disco. Luego comenzó otra: Song is you, tú eres la canción. José Antonio sintió un odio contra el cantante. «Imbécil», dijo entre dientes. Estuvo a punto de romper el disco al pararlo. Apagó el aparato y volvió a la habitación.

Déme estaba despierta, restregándose los ojos.

—Buenos días —le dijo José Antonio.

—¿Qué haces?

—Nada.

—Yo voy a dormir a mi piso.

—Bueno.

—¿Y tú?

—Me quedaré esperando la mañana.

—¿A quién dejaste en tu habitación?

—Al Barbas.

—Eres demasiado bueno —dijo Demé.

—Y tú… —no terminó—. Hasta mañana.

Después de salir ella, se despertó Enrique.

—Acuéstate conmigo.

—Sois unos cerdos —dijo José Antonio sordamente.

—¿Yo?

—¿Por qué le metías mano a Demé?

—¿Todavía estás enamorado? —preguntó Enrique.

—No.

—¿Entonces?

—Nada, nada. Pero… Bueno, vamos a dormir.

Ocupó el sitio que Demé había dejado vacío. Enrique se volvió de espaldas a él. Dijo algo ininteligible. José Antonio comenzó a pensar en aquel muchacho que se había ido lejos, lejos, sobre la tierra y el mar. El olor ácido le hería el estómago, le impedía dormir. Se levantó para ver qué hora era. «Trois heures et demie, monsieur», se dijo a sí mismo cruelmente. «Vous avez le temps.» ¿Tiempo para qué? Volvió a conectar el tocadiscos para averiguar la historia del muchacho salvaje. Antes de llegar a la canción, Frank Sinatra dijo: «She is only a dream.» José Antonio volvió a apagar. «Ella sólo es un sueño.»

Cogió un abrigo de Enrique y salió a la escalera. Tenía tiempo. El olor de la habitación le seguía dentro del estómago. Y otro olor, otros ruidos, dentro del pecho. Aquel pestillo que golpeó como un hierro trágico. Y el perfume que Demé llevaba al subir de su habitación. Bajó silenciosamente las escaleras. Llevaba en la mano las llaves de su piso y del de Enrique. Toda la escalera olía, sonaba como una caja de música hedionda. Sentía ganas de vomitar. En la puerta ya no estaba el «Ferrari» rojo. Pero el «Ferrari» había dejado también su aroma, su rastro.

Ante la puerta de la tienda de Alimentación había cajas vacías. José Antonio siguió por una callejuela oscura y fría. Había cajas ante otra tienda, llenas de botellas de leche. Tomó una y bebió casi la mitad. La leche le hizo bien: carecía de aroma, estaba fría, blanca en la noche. Bebió nuevamente, dejando que el líquido le cayera por la barbilla hasta el cuello. Se limpió con los dedos y siguió caminando con la botella contra el pecho. Las calles estaban vacías y tristes. Ni un perro las frecuentaba. «Calles de desesperado, calles de arena y de leche, calles para mí solo.»

Anduvo hasta Jean Jaures, el gran bulevar de Boulogne. Cruzaba un taxi vacío. Siempre que José Antonio veía taxis vacíos sentía deseos de subir a ellos para ir no sabía a dónde. Los focos dejaban sobre las aceras caminitos blancos, centelleantes. Llegó ante una iglesia y siguió andando, hacia el frescor del bosque. Del bosque venían leves ruidos, un viento que le obligó a abrocharse el abrigo. Hacía frío. Por las carreteras no pasaba ningún automóvil. Todo estaba tan quieto, tan dormido; excepto los árboles y el viento.

Se internó en el Bois de Boulogne por el camino reservado a los caballeros aristocráticos que todavía solían acudir a pasearse. A la derecha se veía el oscuro edificio del hipódromo. Salió de la senda arenosa y atravesó un prado alambrado, húmedo. Más allá comenzaban los árboles juntos, unidos en la noche, donde el aire se calmaba y dormían todos los gorriones del oeste de París. Pensó en Quite, con quien había paseado por este mismo lugar: sus pantalones de pana, su blusa abierta en el pecho, sus grandes dientes blancos… Pero Quite estaría durmiendo a estas horas. Seguro que no pensaba en él. ¿Para qué, entonces, recordarla? Todas las avenidas del bosque tienen un nombre; hay indicadores de madera para que el paseante no se pierda. José Antonio conocía bastante bien aquello. Pasó una tarde con el Barbas preguntando a las prostitutas cuánto cobraban. Eran las más baratas de todo París. Quince francos. Subías al coche que ya tenían preparado y en un momento, en alguna avenida solitaria, quedabas satisfecho. Pero todas eran feas, desagradables. El Barbas estuvo a punto de acordar con una. El Barbas estaba durmiendo en su cama, caliente, contento. ¿Pero cómo había elegido a la profesora? Acababa de decir que era más fea que los pensamientos del diablo. El Barbas es un inconstante, desde luego. Siempre, salía por la tangente. Y no había tenido reparos de conciencia porque ella fuera amiga de Enrique. Él se había emborrachado, allá él. La culpa era suya.

José Antonio buscó piedras y las arrojó sobre los árboles que circundaban el Jeu de Boules. Estaban aún marcadas las huellas de los franceses viejos que pasan allí la tarde, jugando a una especie de bolos. Cerca está el lago Supérieur, el más pequeño. Tiene una islita mínima al final. Luego hay una explanada y comienza el otro lago, más largo, con dos islas unidas por un puente. En una de ellas hay un chalet. A la orilla están las barcas atadas e imposibles de utilizar. Las estrellas brillan inmóviles sobre el agua. No lejos de allí están las cascadas, pero José Antonio no sabe el sitio exacto. Si se mete hacia la izquierda se perderá. Continúa andando junto al lago. Una vez perdió el Metro en Étoile y se vino andando hasta casa: más de dos horas. Tenía miedo. Se dice que en el bosque duermen muchos malhechores. Un policía le aconsejó que bajara por los grandes bulevares hasta la Porte d’Auteuil, pero él dijo que nada tenía que perder y atravesó el bosque. Ahora podría ir a la derecha y terminaría en Étoile, bajo el Arco de Triunfo. Podría calentarse las manos sobre la llama que vela al soldado desconocido. Sería una buena hazaña. Pero allí hay un policía y le echará y tal vez le pida el pasaporte por pasear a aquellas horas. El pasaporte está en casa, en el cajón de la mesa. Sobre la mesa quedó el bolso de la profesora.

Vuelve sobre sus pasos hasta el hipódromo. Le dan ganas de correr y termina sudando junto al edificio de las Pépiniéres. Desde aquí es muy fácil regresar. Ha hecho este mismo camino las noches de verano. Se baja hasta un estadio. Carretera de los Príncipes y luego, en seguida, las pequeñas calles oscuras de Boulogne, entre los hotelitos y los edificios lujosos. Viven por allí ministros y gentes de cine, un barrio chic. También hay gentes miserables, como en todas partes. Pero ésas viven en casuchas hoscas, unidas entre sí y despegadas de las construcciones blancas, con persianas y jardines y luces acogedoras. Todo está en la noche. Falta una hora para que comiencen a salir los barrenderos y, con ellos, algunos hombres en bicicleta, los empleados del Metro, los repartidores y una muchacha que siempre llega corriendo al autobús, sin peinar, con el sueño atándole todo el cuerpo.

José Antonio no tiene sueño. Busca en los bolsillos con avidez y encuentra su paquete de cigarrillos. Se tiende bajo un árbol, la cabeza apoyada en el tronco, a fumar. (Demé no puede fumar a esta hora limpia de la mañana. ¡Cuánto fuma la muchacha! ¡Y cómo bebe! Parece mentira. Sus ojos misteriosos y su largo pelo negro no indican estos vicios. Uno no puede fiarse ni de su padre. Ya ves, el Comunista se convierte en un gigoló. Y parecía buena persona. Cuando dormimos en el hotel se portó conmigo magníficamente. No te puedes fiar, no. Yo creí que era un auténtico comunista. ¡Sí, sí! La fe no sirve, mon vieux. Me hago partidario de la evidencia. ¿Y Enrique? Bueno, una borrachera la pesca cualquiera. Claro que andar metiendo mano a Demé… Pero, si vamos al caso, la culpa la tiene ella. Primero se acuesta con el italiano y luego con el otro, como si no tuviera bastante. ¡No te digo! A mí no me importa, eso lo primero. La amaba un poquillo, no se puede negar. Se ha portado bien conmigo. También amaba al Comunista. Hasta que das de narices con las cosas, hasta que tienes que tragarlas porque te meten el puño hasta los pulmones. Acaso Demé no es una puta stricto sensu, una puta per se. Lo es per accidens, como todos somos algo unas veces y luego somos otros. Porque se tercia. Yo ahora voy a convertirme en un poeta. Escribiré un poema al Bois de Boulogne aletargado en la noche, después de ver tantos pecados y tantos amores limpios. ¡Amores limpios! Ahora resulta que el Barbas tiene razón. El tipo no cree en el amor: si una mujer se le da bien, busca una cama y hala. No sabrá ni su nombre. Mañana volverá a decir que es fea y no deseará verla más.

¿Quién ama limpiamente? ¿Quién es amado limpiamente? No tienes más que repasar toda la gente que conoces. Y ahora, el Comunista y Demé. ¡Que me amaba! El italiano acaso le dejó unos francos… O no: se conocían. ¡Las veces que habrán…! ¿Y a mí, qué? Je m’en fous. Que se vayan a la mierda, y yo con ellos, pero por otro camino. ¡Pobre Demé! ¿Y por qué vamos a rechazarla? ¿Por qué los demás la expulsan? El italiano no se acordará más de ella y Enrique contará a los hombres cómo la tocaba las tetas. ¡Bah! Demé no tiene la culpa de que hayamos nacido podridos como las manzanas. O nacemos sanos y ante el primer viento, hale, a quedar todo negros y todo miserables. Después de todo, van a tener razón los curas. ¡No, tampoco! ¿Quién tiene razón? Nadie. Bueno, sí: la vida. La vida siempre tiene razón. Lo mejor es vivir, vivir subjetivamente. Son los ríos, esa nube blanca que pasa… La Biblia miente. Esa nube blanca que está ahí, fija, débil y ancha como los placeres. Voilà la vida. Pero si empiezas a pensar en la vida, no vives, porque siempre tienes que liarla a la muerte. Y la muerte, mientras no conste lo contrario, no existe. ¿Para qué demonios va a existir? ¡Pobre Demé, hombre! Pero ella es feliz así: estoy hablando como un cura. Querer corregir a los demás es querer que sean infelices. ¿Es que no soy feliz yo? Pues, sí. ¿Quién lo iba a decir? Entonces, que nadie se meta a olerme bajo las narices; que me dejen tranquilo, solo. Como ahora. Se siente un poco de frío. Eso siempre. ¿Cómo va a quitar un hombre el frío que tiene? No hay modo, ya lo has visto. Ni Dios ni los hombres. Te lo tienes que quitar tú solo, poniendo a asar tu sangre si es preciso. O haciendo una hoguera… José Antonio recoge algunas hojas secas que el otoño ha dejado aplastadas sobre el césped. Las enciende y mete los dedos en la llama, hasta quemarse. Huele a chamuscado. Se le ha encendido el vello de los dedos. No siente dolor, sino la calidez de las llamas, la proximidad de algo bueno y fecundo. Como cuando se duerme con una mujer y puedes acariciarla en sueños. Orina sobre la pequeña hoguera y entra corriendo en las calles oscuras, sorteando los automóviles aparcados.

Pero no ha amanecido.

Un hombre envuelto en un abrigo corre por la acera. Se ven las suelas de los zapatos, en su espalda, rítmicas. Irá a trabajar. O huye de una mala noche. José Antonio se encuentra nuevamente ante las cajas de leche. Su botella consumida ha quedado entre los árboles. Dirán que algún niño la dejó allí; un niño, no un hombre que cedió su lecho a un amor fugaz. José Antonio esconde bajo su abrigo otra botella. Subirá a calentarla para desayunar. Por la botella vacía le pagarán cincuenta céntimos. Es un robo, en efecto, un limpio robo. ¿Quién va a condenar a alguien que roba leche antes de llegar el alba? Abre silenciosamente la puerta y se dirige a la cocina. Recuerda que dejó el café en el piso de Enrique. Mira por la puerta de cristales. Se ve un bulto oscuro donde la cama; algo sombrío: un árbol, un animal muerto, un automóvil abandonado, una pareja de amantes. Hay un silencio plácido, un calor. Allí dentro.

Enrique duerme todavía en medio del olor ácido. José Antonio guarda el café en el bolsillo. Es pronto para despertar al Barbas y a su amiga. Dejadles que duerman. Están más cansados que él, más necesitados de reposo. José Antonio siente compasión por ellos, un vago sentimiento que podría ser también amor, tristeza, o soledad. Piensa cómo emplear el tiempo. Robará otra botella de leche y de esta manera les preparará el desayuno, caliente. Ellos se lo agradecerán. De nuevo en la calle. Las sombras parecen deshacerse como nieve negra. Uno nota sobre sus ropas los hilos que van destiñéndose.

Suenan los motores del camión de la basura, el aire comprimido que destroza los botes y los cajones de cartón. A su lado, corriendo por las aceras, vienen cuatro hombres, apresurándose sobre las poubelles. José Antonio lleva las manos en los bolsillos.

—Buenos días —les dice.

—Buenos días, señor.

—No hace frío, ¿eh?

—Las manos —responde uno—. (Las manos se quedan heladas.)

—Es mal oficio, sí.

—¡Ah! ¿Usted no es francés, verdad?

—No.

—Son unos puercos. Yo lo sé bien. Vea, vea —le muestra un cubo de basura. José Antonio camina a su lado, le ayuda a verter en el camión la basura prieta y muerta.

—Es verdad…, las manos.

El hombre no está afeitado. Su rostro moreno y duro se contrae cuando levanta las poubelles callejeras. Debe de ser árabe, como casi todos los trabajadores de oficios semejantes. Se agarra a una barra trasera del camión y éste enfila Víctor Hugo, saturado de desechos, de despojos. Los hombres árabes van también con él, arrojados de algún hogar elegante. José Antonio vuelve a su casa silbando. Lleva una nueva botella.

Pone agua a calentar sobre la cocina de gas. Se desnuda por completo y se baña de pie, frotándose con la toalla. La ventana está abierta; al otro lado del patio se enciende una luz. El cuerpo de José Antonio es blanco. Se frota repetidamente y la piel va tornándose roja. Su piel echa humo, un humillo transparente. Por la ventana entra la primera luz del día. José Antonio sale nuevamente a comprar un «diplómate», un pastel de frutas que vale ochenta céntimos. A las siete abren la panadería. Sube tres. La leche comienza a levantar su velo espumoso y se desborda en la cacerola. Prepara el café. Está afeitado, peinado, limpio. Llama al Barbas y a su amiga sin encender la luz.

—¿Qué tal? —pregunta—. Buenos días.

—¡Vaya noche! —dice el Barbas.

—¿Mala?

—No he dormido ni dos horas.

—Pero lo has pasado bien.

—No se dejaba.

—Lo siento. Anda, os he preparado el desayuno.

Suena la voz adormilada de la profesora.

—Tiene vergüenza. Está desnuda.

—Me voy a la cocina —dice José Antonio.

La muchacha no quiere desayunar. Se reparten el pastel entre José Antonio y el Barbas, mientras beben la leche que aquél ha vertido en botes vacíos de «Nescafé». Está caliente, dulce. El Barbas le cuenta que la muchacha tiene un novio llamado Alain, que sólo se acuesta con él, que ha pasado la peor noche de su vida. No le agradece, no le pregunta qué ha hecho él, cómo va Enrique. La profesora quiere marcharse.

—La acompañaré hasta el Metro. Luego que se vaya a la mierda, si quiere. ¡La puta!

José Antonio tiene sueño. Comienza a escribir lentamente su poema al Bois de Boulogne, con pájaros dormidos y flores muertas y papeles viejos. Lo termina mal: el lirismo se vuelve grosería, rabia, injuria. El bosque es una gran basura, el mundo es una gran poubelle manejada por pieds-noirs. Se pone a arreglar la cama deshecha, la habitación, hasta que llama a Enrique para comer, a mediodía.