El segundo domingo de octubre, Enrique preparó paella para comer. No le resultó perfecta, según él advirtió, pero los otros cinco comensales aseguraron que se trataba de un auténtico éxito. El Comunista le había dado al Barbas treinta francos el sábado anterior para que compraran todo lo necesario. El domingo, contra toda costumbre, Enrique y José Antonio fueron al mercado a las diez de la mañana y trajeron dos pollos, gambas, mejillones y algunos botes de conservas caras. Compraron también vino especial, para el que tuvieron que poner ellos dinero, y un bote de aceite de oliva. Rogaron a Demé que les dejara a ellos dos solos en la cocina y estuvieron hasta la una de la tarde cortando los pollos y preparando la comida. El Barbas se presentó a la una y cuarto con su «nueva adquisición», una muchachita fea y delicada de Bruselas.
El Comunista llegó cerca de las dos, en el coche de su protectora. No vio que los otros cinco le miraban desde el balcón del piso de José Antonio, mientras se colocaba la corbata ante el espejito exterior del «Alpine» y sacudía sus zapatos sobre la acera. Abrazó a los tres muchachos ostentosamente y besó a Demé y a la belga. Olía a perfume. Le caían los cabellos sobre la frente, brillantes y cuidados. Como de costumbre, llevaba su chaqueta de ante, sus pantalones de fantasía de talle bajo y una camisa a cuadros.
—No te conoce ni tu padre —le dijo José Antonio.
En voz baja Demé preguntó al Barbas:
—¿Es marica?
—Gigoló —respondió el otro.
El Comunista limpió la silla antes de sentarse. Bebió un sorbo de vino, lentamente, como los entendidos y aseguró que no parecía malo. La habitación de José Antonio estaba ya llena de recortes de revistas, tarjetas de arte y trozos de periódicos. El olor a paella llegaba hasta allí, de la cocina. Se pusieron a comer. Excepto Facundo, todos cogían los pedazos de pollo y los mariscos con las manos. No tenían servilletas y se limpiaban las manos en pañuelos de papel. El Comunista miraba con afectación los muebles de la habitación, los decorados, la manera de bromear de sus viejos amigos. Hablaba un francés barriobajero, lleno de expresiones de la alta sociedad. Les ofreció cigarrillos egipcios cuando hubieron terminado de comer.
—Hay que ver —decía José Antonio—. Estás hecho un capitalista.
—La vieja paga, no os preocupéis.
—Te debo dinero, me parece —dijo el otro.
—¿Tú?
—Del hotel, ¿te acuerdas? Y cuando trajimos los muebles.
—Son historias pasadas. —Facundo hizo un gesto con las manos, a lo Paul Newman—. Quédatelo. Un regalo, ¿sabes?
—Tengo que pagarte.
—A mí me sobra. Deja.
Demé reía irónicamente detrás de su cigarrillo. Se había tendido en la cama, despeinada y con el vestido arrugado sobre sus rodillas. El Comunista la miraba de vez en cuando. Ellos estaban hablando en castellano y las dos muchachas se preguntaban en francés detalles de su vida en París. La belga no sonreía, miraba a todos con curiosidad, queriendo saber algo. José Antonio se fijó en los ojos de su amigo, constantemente vueltos hacia Demé, con cierta insolencia.
—¿Está mejor que tu vieja? —preguntó.
—Hombre… —respondió el Comunista.
—Es una chica extraordinaria —dijo Enrique.
—¿Está liada con vosotros?
—No —contestó José Antonio—. Debe de tener novio en Grecia.
—Voy a intentarlo yo, ¿me dejáis? —preguntó Facundo.
Enrique y José Antonio se encogieron de hombros. El Comunista fue a sentarse en la cama, indolentemente. Arrojó su cigarrillo casi entero y apoyó una mano sobre las piernas de Demé. Ella se apartó sin decir una palabra.
—Ya te dije que no era fácil —explicó Enrique.
—Ya veremos —dijo el Comunista. Y dirigiéndose a Demé—: ¿Verdad?
—¿Verdad? —repitió la muchacha—. No.
El Comunista comenzó a hablar en francés. La belga se había puesto a hojear algunos números de Blanco y Negro. Los tres muchachos miraban al Comunista y a Demé.
—¿Qué haces en París? —dijo él.
—Nada.
—Toma, fuma. ¿Quieres venirte esta tarde al «Olympia»? Tengo entradas.
—¿No estás ocupado? —preguntó Demé.
—Yo estoy siempre libre.
—¿Y la señora?
—¿Qué señora?
—Tu amante.
—Oh, ella es la que paga.
—Yo no pago —dijo Demé.
—Pero tú me gustas. Ella es muy vieja.
—Tú no me gustas a mí. Eres muy viejo.
El Comunista se rió hacia los tres muchachos. Encendió un nuevo cigarrillo y volvió a apoyar la mano sobre las piernas de ella. Demé le dio con la rodilla en la espalda, sin enfadarse, como en un juego cuyo fin conocemos.
—¿De verdad que no te gusto?
—Nada, no me gustas nada.
—¿Y quién te gusta, entonces?
—¿Quién? —preguntó Demé, sorprendida—. Pues José Antonio, Enrique y el Barbas.
—¿Ésos? —dijo él, despectivo.
—Oui, ceux-lá. Ésos.
—Estás tonta… Yo tengo coche, no huelo a porquería, no necesito trabajar. Puedo llevarte a buenos sitios.
—Gracias —dijo Demé—. Eres un puerco.
El Comunista se levantó sonriendo a los otros tres. El Barbas se había levantado también. Le dijo:
—El que huele a mierda serás tú, ¿comprendes? Nosotros nos lavamos dos veces por semana y ninguna vieja nos mancha de polvos escarlata.
—No te enfades, hombre. Era para ligar.
—Si quieres ligar, puedes hacerlo como gustes —decía Enrique—. Pero a nosotros no nos llama guarros nadie, y menos un gili como tú.
—¿Yo?
—Un gigoló, que es lo mismo —afirmó José Antonio.
Demé se reía. La belga no sabía a qué venía todo aquello. Los cuatro españoles estaban de pie, junto a la mesa.
—Me tenéis envidia, os comprendo —decía el Comunista con un gesto vago—. Si queréis, puedo presentaros una como la mía.
—Yo no la necesito. Está mejor Demé, tú lo has dicho.
—Pero os morís de hambre. Y yo…
—¿De hambre? —gritó el Barbas—. ¿Quieres ver que estamos más fuertes que tú?
—A base de patatas —respondió él.
—Oye —preguntó Enrique—, ¿te han dado la beca de Moscú? Allí pensabas satisfacer bien tus necesidades…
—Yo qué sé. Je m’en fous. Me importa un rábano.
—¿Cómo?, ¿ya no eres comunista?
—Sí, pero no hace falta ir a Moscú. Me iré a España a trabajar por el Partido. Cuando se muera la vieja y me deje la herencia.
—Coño, tiene suerte el tipo —dijo el Barbas.
—¿Quieres tú esa suerte? —preguntó Enrique.
—Yo no. Me gusta trabajar, chicos, no puedo remediarlo. Yo soy feliz con un pico entre las manos. ¡Quién lo diría! Lo he descubierto ahora.
—¿Ahora?
—Lo que pasa —afirmó Facundo—, es que sois unos pobres de espíritu.
—Eso tú. Tanto comunismo y proletariado y flautas celestes y luego te lías con una vieja guarra.
—¡Oye, eso de guarra…!
—No nos enseñarás un certificado de que no está sifilítica, ¿eh? ¡Hasta ahí podíamos llegar! —continuó el Barbas.
—Claro que no lo está. Y vale más que esas dos. Por lo menos es una puta digna, no una puta de barrio.
José Antonio le pegó un puñetazo. La belga se retiró a un rincón, asustada, mientras Demé continuaba sonriendo. José Antonio cogió a Facundo por la chaqueta.
—¡Cabrón, hijo de puta, eso eres tú!
—Puta será tu madre, ¿entiendes?
Facundo no estaba atemorizado. Le quitó las manos de la chaqueta y se limpió, como si los dedos de José Antonio hubieran dejado allí alguna huella molesta. Reía cínicamente, con su cigarrillo en la boca. El Barbas también reía.
—Te compro la chaqueta —dijo.
—¿Te gusta?
—Es que ya va haciendo frío. Me la vendes y la vieja te comprará otra.
—Tú no tienes dinero para pagar estas cosas —respondió él.
—¿Habéis oído? ¡Que no tengo dinero!
—¿De dónde vas a sacarlo tú, hombre?
—En la cama, no, desde luego —dijo el Barbas—. Yo no trabajo de esa manera. Me resulta fea.
—Porque no puedes…
—Se cree guapo —dijo Enrique.
—Más que vosotros, por lo menos.
—¡No te dije! ¿Y qué más, bonito, qué más?
El Comunista no respondió. Continuaba sonriendo, indiferente y ostentoso ante ellos. Les ofreció el paquete de cigarrillos.
—Fumamos «Gauloises» —dijo José Antonio.
—Mira éste. ¿Y qué ibas a fumar? Por eso te regalo uno. Un tío recogido de un hospicio…
Facundo no terminó. José Antonio volvió a golpearle, ensañado. El otro no se oponía. El Barbas sujetó a José Antonio.
—Déjale; te vas a manchar, hombre.
—Vosotros me mancháis a mí.
El Barbas se le quedó mirando de arriba abajo, elevado sobre las puntas de los pies. Comenzó a dar vueltas. Demé se había sentado en la cama, sin decir palabra, al lado de la muchacha belga. El Barbas se subió a una silla y gritó:
—¡Divinas musas, divinas musas! —El Comunista se apartó, asustado. El otro siguió con voz más suave—. ¿Sabéis lo que éste se merece? ¡Cálido efluvio de la inspiración! No vamos a pegarte, no. Nos has pagado la comida. Primero te vamos a pagar tus puercos francos. Se me ha indigestado la paella. Tocamos a… diez francos. Las chicas están invitadas. ¡Hala, vamos a pagarle! —El Barbas le tendió un billete desde la silla. Facundo no movió las manos—. ¡Pero cógelo, hombre! Es tuyo, ha salido del co… de la vieja. ¡Cógelo! —Facundo guardó los billetes que le daban—. Y ahora se los vas a devolver para que te compre una chaqueta nueva, porque ésta no va a servir. ¿Tenéis tijeras?
Demé respondió que sí. La mandaron bajar por ellas. Sujetaron entre los tres a Facundo y le quitaron la hermosa chaqueta de ante. El Barbas se sentó en la cama y comenzó a cortarlas en tiras. Reunió los botones y los repartió entre los otros cuatro. El Barbas lanzaba grandes invocaciones a los dioses mitológicos, mientras colocaba sobre la manta amarilla los pedazos de la chaqueta. Facundo le miraba sin pronunciar palabra, fumando como siempre, serio e irónico. El Barbas envolvió en un papel de periódico las tiras de ante y se las entregó.
—Pero esto no es bastante. A mí no me llama puerco ni el obispo. ¿Entiendes?
Cogieron a Facundo y le tiraron al suelo. El Barbas fue cortando sus pantalones con toda lentitud, riendo, haciendo gestos. Las perneras quedaron divididas en mil hilos a través de los cuales se veían las blancas piernas del Comunista.
—También a mí me ha insultado —dijo de pronto José Antonio—. Y me las pagas. Dame un cigarro.
Enrique le tendió el paquete egipcio. José Antonio encendió un pitillo, dio unas chupadas y comenzó a agujerear la camisa de Facundo, procurando no quemarle la piel. Éste les insultaba, pero estaba inmóvil sobre el suelo, sujeto por sus brazos. Tenía los ojos salidos y los dientes apretados.
—Nos lo vas a agradecer, después de todo —decía José Antonio—. Ahora ya pareces un buen proletario, podrás predicar sobre la maldad de los capitalistas y los obreros te harán caso. ¡Nosotros somos capitalistas! Hemos comido paella y esta noche nos iremos al cine.
—¿Qué hacemos con la corbata? —preguntó Enrique.
—La quemamos.
—O la untamos de salsa.
—Demé —preguntó el Barbas—. ¿Qué hacemos con la corbata?
La muchacha se levantó, le desanudó la corbata y se la ató al cinturón, de manera que le pendía entre las piernas. Todos comenzaron a reír, incluso la belga. Facundo estaba en pie, ridículo y casi llorando.
—¿Le pinchamos el coche? —preguntó José Antonio.
—No exageres —dijo el Barbas—. Se iba a morir de vergüenza en el Metro. Déjale que se presente así a la vieja. Acaso le repudia y nos llama a nosotros. Sería buena. ¡No trabajar más, por los siglos de los siglos!
—¡Envidioso! —le dijo Facundo.
Los otros rieron.
—¿De qué, hombre, de qué? Con ese tipo que tienes. Deberíamos cortarle el pelo… y las orejas. ¡Ibas tú a decir que eras más guapo que nosotros!
—Y cortarle otra cosa —dijo Enrique.
—Eso sería inmoral —le aconsejó José Antonio—. Nunca podemos quitar a un hombre sus instrumentos de trabajo. Lo dice Marx, ¿no es cierto, Comunista?
—Me las pagaréis —dijo éste sordamente.
—¿Cómo? ¿No te hemos pagado ya? Diez francos por barba, sin contar las mías.
Empujaron a Facundo hasta la puerta. Él corrió por las escaleras y cuando fue a abrir el coche, no encontró las llaves. Los muchachos se reían desde la ventana. Salió la portera y algunos vecinos. José Antonio le tiró las llaves.
—Toma, hombre, que no robamos a nadie.
Facundo tenía la corbata en la mano, como una bandera derrotada. Cogió las llaves al vuelo y se apresuró a abrir el coche. Cerró de golpe y el «Alpine» se alejó velozmente por la calle vacía. La portera miró a la ventana de los muchachos.
—¿Quién era? —preguntó.
—Un marica.
—Bien hecho —dijo ella—. Bien hecho.
Los cinco se sentaron, fatigados del juego.
—Yo creo que hemos exagerado —dijo Enrique.
—Pero se lo merece. Que sea todo lo gigoló que quiera, pero que no llame puta a Demé y guarros a nosotros. Aprenderá.
—Sí, aprenderá, por Júpiter —dijo el Barbas.
Demé había comenzado a recoger los platos. Ellos le dijeron que era cosa suya, pero la muchacha fue llevándolos a la cocina y puso agua a calentar para lavarlos. El Barbas estaba traduciendo al francés todas las cosas dichas, para calmar a la belga. Ella sonreía ahora y decía que tenía razón.
—¡Cómo sois los españoles! —terminó.
—Tenemos dignidad —contestó el Barbas, convencido.
Se quedaron los cuatro pensativos, arrepentidos quizá. Demé había empezado a fregar los platos.
—En el fondo es una buena persona —dijo José Antonio.
—Era, era. Así va a aprender.
—Le hemos hecho un favor —terminó el Barbas, riendo, sincero.
Demé regresó de la cocina con las manos mojadas. Se limpió sobre el jersey de José Antonio. Él sonrió. Colocaron la mesa en una esquina y pusieron si disco de jazz. El Barbas comenzó a bailar como el negro del Sena, contoneándose. Terminó dando algunos pasos de flamenco que divirtieron a la muchacha belga. Él la levantó en sus brazos, dio algunas vueltas con ella en el aire y fueron a parar sobre los otros, en la cama.
—¿Bailamos o vamos al cine? —preguntó Enrique.
—Falta una chica.
—Pues al cine.
En el portal tuvieron que explicar a la portera lo ocurrido. Ella movía su vieja cabeza blanca, aprobadora. «Esas mujeres tienen más culpa que ustedes, los jóvenes. A ellas había que enseñarlas también», decía. La dejaron cuando estaba a punto de contarles alguna historia de su marido.