NO ME SUICIDARÉ YA

Las razones por las que un hombre se hace comunista son tan personales como aquellas por las que otro se hace fraile o explorador o maestro de escuela. Siempre influyen las circunstancias, es obvio, pero nunca éstas sobrepasan al hombre, a ciertas peticiones de la inteligencia y del corazón. Un hombre se hace comunista o fraile cuando decide ser feliz de un modo concreto que excluye a todos los demás, o bien cuando alguien le engaña advirtiéndole que sólo allí encontrará la verdadera felicidad que busca. También algunos llegan allí quedándose a medio camino de su trayecto, pero son casos más raros. Si a un hombre piadoso le dicen —o descubre por sí mismo— que en un convento encontrará lo que busca, se hará fraile. Si a un hombre que no sabe a dónde enfocar su amor, y su pobreza le indican que en el comunismo resolverá no sólo su propio problema, sino el de muchos otros hombres, se inscribirá en el Partido. Pero las mismas circunstancias que le han hecho piadoso o pobre pueden hacerle infiel o rico; y entonces procurará eludir la responsabilidad contraída. Existe, en fin, la actitud de cabezonería que también desemboca en el mismo sitio, se ata a él y quizá produzca más fruto que las palabras de un consejero interesado o las decisiones sentimentales.

José Antonio pensó inscribirse en el Partido durante casi dos meses, en tanto trabajó como recadero o vendedor de periódicos, en tanto comía patatas solas y latas de paté de campagne. La influencia de Facundo en este sentido era opresora. José Antonio conocía menos el comunismo que la teología católica, y, sin embargo, sospechaba que allí tenía, ante sus manos, el plácido río en que sumergir sus impulsos. El ambiente le ayudaba. Casi todos sus amigos odiaban las ideas contrarias al comunismo, lo que quiere decir que estaban más próximos a él que a cualquier otra cosa. Algunos habían sido expulsados de la Universidad de Madrid, otros habían tenido que trabajar demasiado en España ganando poco para poder sentirse satisfechos. En París, donde nadie exigía responsabilidades ni posturas comprometedoras, se decían comunistas «a su manera», rechazando lo que de malo veía en el comunismo el conversador de turno. José Antonio, como los demás, era un simpatizante desconocedor de profundidades y reglas. No era católico ni estaba de acuerdo con las políticas existentes. Por consiguiente, empezó a considerarse un devoto comunista. Iba aplazando de un día a otro su decisión definitiva, especialmente a medida que Enrique progresaba en sus conocimientos culinarios y que la vida se le iba poniendo fácil en todos los aspectos.

La llegada de Demé, por otra parte, vino a hacerle olvidar sus anteriores cuidados. Ella era más inteligente que las mujeres que él había conocido, más inteligente que casi todos sus amigos de París. Cuando discutían de política, Demé aseguraba que no estaba conforme con nada. «Yo soy una anarquista, una verdadera anarquista.» Pero la sociedad considera al anarquista el más odioso de todos los individuos. Las actuaciones anárquicas de muchos habían depositado en todos los corazones esta repulsión instintiva. El anarquista es el hombre que destruye lo edificado, que mata, que se coloca enemigo genérico de la sociedad, sin razones válidas, sin deseos de reformarla. Un enemigo sin lógica, enemigo porque sí. Demé aseguraba que ella era «una verdadera anarquista» y explicó a los dos muchachos españoles lo que para ella significaban estas palabras. Naturalmente, como todo ser inteligente, no se dejaba llevar por ideas prefabricadas, por consignas de partidos. En el fondo de todos los políticos, laten sentimientos individualistas opuestos a las normas generales del grupo a que pertenecen. Ahora bien, no suelen hablar de ellos para continuar al lado de todos. Demé, por su parte, rechazaba estas hipocresías sin importancia y se ponía ella sola, con sus pensamientos, frente a todo lo establecido. (Ello no obstaba para que simpatizara siempre con el mismo partido, en Grecia, sin enfadarse demasiado por sus escasos triunfos.)

La anarquía significaba en ella una oposición contra lo establecido porque es malo. Demé aseguraba haber sufrido mucho. Ella sola estudió, ella sola vivió en diversos países de Europa, trabajando en lo que encontrara, sin ayudas. La sociedad no había sido benigna. Hija de padres ricos, sólo poseía aquello que podía verse en su habitación. Sus amigos hablaban mal de ella por la vida que llevaba. Su padre la había echado de casa al enterarse de que salía con un muchacho inglés sin títulos y sin dinero. En cuanto a su madre, la recriminaba silenciosamente, sufriendo, mojando de lágrimas las cartas. Ella amaba a su país más que a ningún otro, amaba su gente, la vida que de pequeña había visto desarrollarse bajo el sol griego, en las islitas del Egeo. Pero la sociedad —es decir, los seres humanos que la rodeaban— se había opuesto siempre a ella, la había condenado, la obligaba a fracasar. Y Demé se había hecho anarquista a su modo, sin ganas de colocar bombas bajo las carrozas presidenciales o de quemar palacios. Opuesta a la estructura social porque esta estructura se había opuesto a ella, no a causa de consejos o engaños. Si algún día le mandaran alistarse en un partido, crearía el Demetriano, con una sola regla: que todos sean felices. Evidentemente, éste debe ser el fondo de todos los partidos existentes. Pero ninguno había llegado a lograrlo. Y Demé —la muchacha alta, soñadora, con una hermosa melena negra— creía que podría conseguirlo a partir de un mundo nuevo, donde nadie gobernara porque no era necesario, donde estuviera permitido amar sin vergüenza y llorar en medio de la calle. «Donde dejen a uno en paz», sin prejuicios, sin coacciones, sin gestos de dirección. Se trataba, pues, de un individualismo fiero y libre. Que el que quisiera ser él, lo fuera. Y el que no estuviera capacitado para vivir solo, sin palabras, que se aliara a cuantos encontrara en su camino.

José Antonio y Enrique la escuchaban, sentados en su cama, fumando. Hacía tiempo que el disco colocado por Demé había acabado. Enrique terminó asegurando —después de innumerables objeciones— que eran sus propias ideas las que la muchacha había expuesto. No se había dado cuenta de que su propio individualismo político era una forma, la verdadera, de la anarquía.

—Todo lo demás son mitos —añadió.

Demé inició una sombría descripción de los hombres dedicados profesionalmente a la política. Lo que ellos buscan —decía— es vivir a costa de los demás, enriquecerse, ir subiendo lo más de prisa posible para reírse luego de quienes les acompañaron en el camino. No es preciso conocer profundamente la Historia para estar seguro de ello. Basta ver las dos grandes tendencias, los dos ejes sobre los que giran todos los movimientos políticos. El comunismo se ha aburguesado de la manera más cómica. El comunismo usa el término burguesía como insulto. Pues bien, mirad un comunista a quien le ofrecen algún dinero, una buena posición. Él dirá que no se aburguesa, que la vida moderna exige poseer coche y frigorífico y algún dinero en el Banco. Si vamos aún más lejos, evitando casos particulares, ¿cuál es el motivo de la escisión entre la URSS, China, Albania…? ¿Por qué hay tres partidos comunistas entre los estudiantes franceses? La unidad predicada por Marx era una bonita idea que los hechos han desmentido.

Al lado opuesto están los católicos. En el evangelio les han explicado bien claro cuál debería ser su postura ante la sociedad. Excepto los de los primeros tiempos, ninguno cumple verdaderamente sus obligaciones, como los comunistas de finales de siglo cumplieron las órdenes de Marx y los de hoy pretenden hacer revisiones «acomodadas a los tiempos». Las monjas de clausura exigen poseer una fortuna más que mediana para subsistir. Las órdenes monásticas eran dueñas, a pesar de su voto de pobreza, de gran parte de la tierra en muchos países europeos. Naturalmente, han encontrado una explicación que sirve para engañar a muchos. No es riqueza privada, como individuos no poseen ni el cinturón, pero como grupo poseen más que todos los demás, que, por otro lado, se ven obligados a trabajar «por una idea», es decir, para que ellos puedan vivir de su ministerio. ¿Puede un católico americano, o francés o español tener cuatro coches mientras otro hermano suyo muere de hambre en Asia? Es evidente que también en la Biblia pueden encontrarse citas que les justifiquen, que santifiquen todos sus actos. Tolstoi se basaba en los evangelios para garantizar que el matrimonio estaba absolutamente contra todas las leyes de Cristo, el matrimonio, la procreación y el amor mismo entre un hombre y una mujer. Cualquier persona fácil de convencer cree estas citas, estas explicaciones, lo mismo católicos que comunistas. Sólo ven los errores de sus contrincantes. Pero un verdadero anarquista puede ver las equivocaciones de unos y de otros, porque no está al lado de ninguno.

—Y esto —terminó Demé— entre los dos grupos más representativos. Si luego os ponéis a estudiar la democracia, el socialismo, el liberalismo, los partidos de derecha, de izquierda o centristas, veréis más claros los mitos, los sofismas. La patria de la democracia permite que los negros sigan siendo verdaderos esclavos. ¿Y todo esto por qué? Porque ningún político realiza lo que predica. Se sirven de las palabras para convencer, para engañar. Claro que la gente es tan idiota que sólo pide ideales, frases, no ejemplos. Eso del ideal es una tontería como todas las otras. Luchar por un ideal significa para el que lucha comer a costa de él, salvo cuando son ideales personales, ideales de artistas o de clochards. El resto, es un ideal para asegurarse crédito, impunidad y, por tanto, riqueza. Yo sólo tengo —añadió ella— el ideal de vivir lo más feliz posible. Pero no a costa de la infelicidad de los otros.

Enrique volvió a decir que eran sus propias ideas, oscurecidas hasta aquel momento por creencias y prejuicios. Él también había sido siempre un anarquista en aquel sentido, sin saberlo.

—Claro que yo creo en Dios, soy católico —dijo—. Pero no católico fácil, sino… a mi manera.

—Yo no sé —aseguró José Antonio—. Creo que tienes razón, Demé.

La muchacha se había levantado para poner un nuevo disco. Arrojó al cenicero su colilla, como con rabia.

—Pero no tiene remedio. Los hombres somos una miseria —dijo.

Los tres habían fundado una pequeña familia complaciente. Se sentían hermanos, libres y unidos a la vez uno de otro. Demé trabajaba en una lavandería seis horas diarias y otras tres cuidando unos niños que vivían al lado. Todas las noches solían reunirse para estudiar, cosa que nunca hacían. Comenzaban a hablar, hasta la una o las dos de la madrugada. Los días festivos comían juntos, en el piso de cualquiera de ellos. Algunas tardes bailaban. El Barbas traía dos chicas francesas, compraban vino y pasaban las horas reunidos.

José Antonio no volvió a dormir en el piso de la muchacha, aunque lo intentó varias veces. Ella dijo que aquel día había sido algo superior a sus fuerzas. Estaba cansada de todo, se sentía sola y perdida. Habitualmente ella no era así. Pero José Antonio les dijo a Enrique y al Barbas que se había enamorado verdaderamente de la muchacha, que la quería como nunca había querido a nadie. Esta confesión no molestó a Enrique, a pesar de sentirse a veces embarazado ante la presencia de Demé.

—De ella se enamoraría cualquiera —había dicho.

José Antonio sentía el amor razonable, lógico. No era un impulso ciego o violento, sino una admiración constante y cálida, creciente. Nunca dijo a Demé lo que había hecho hasta aquel día, pero a su lado desarrollaba pensamientos que hasta entonces habían estado aletargados en el fondo de su inteligencia. Esta comunicación nueva e insólita le acercó tanto a la muchacha que llegó a confesarle su amor, «un amor sencillo y natural». También Demé le dijo que ella le amaba, que nunca había conocido otro hombre como él, tan sincero. Y riendo afirmaba que se parecía a los hermosos hombres de su país, con aquella hermosa cabeza, y aquel pelo revuelto como después de una lucha olímpica. «Acaso eres de origen fenicio, como yo.» Los pequeños diálogos, los cuidados que se prodigaban mutuamente creaban un clima familiar, grato, cariñoso y lleno de ternura. Enrique y José Antonio tenían bastante dinero y no regateaban el céntimo adeudado, como antes. Se había formado una comunidad sin intereses, sin mezquindades. No importaba quién hubiera pagado la comida aquel día, quién hubiera traído la botella de ron. Demé les hablaba de sus islas, de los campos de Macedonia, de la vida clásica que ella quería revivir, con sus fiestas en honor de los dioses que eran hombres. Les dejó a leer las obras de Nikos Kazantzaki, les acompañó y pagó la entrada para ver una nueva película titulada Zorba, el griego, sobre una novela del gran escritor heleno.

Demé no solía vestir con elegancia. Ella decía que tenía espíritu masculino, cosa que no era cierta. No se parecía, desde luego, a las otras chicas que llegaban con el Barbas siempre tan delicadas, tan dulzonas, sobre todo dos norteamericanas que lanzaban grititos de satisfacción cuando les ponían el disco de Frank Sinatra. Demé era sonriente y seria, hermosa con sus grandes ojos llenos de misterio, tiernos y un poco enfadados siempre. A José Antonio le gustaba estar a su lado, mirándola y escuchándola. Él hablaba muy poco. «Estoy aprendiendo», decía. Y Demé, sin pretenderlo, le iba descubriendo el mundo que ella conocía tan bien. Se reía de los alemanes y de los ingleses. Había vivido en Londres y en Colonia durante algunos años —era mayor que José Antonio— y contaba aventuras risueñas, generalmente impregnadas de la tristeza que la había acompañado siempre. Dos veces había estado a punto de suicidarse, una en cada ciudad, cuando se sentía más sola y abandonada. Pero a última hora compraba una botella de whisky y se metía en la cama para dormir veinticuatro horas seguidas.

—En París soy más feliz que nunca —decía—. Te he encontrado a ti. No me suicidaré ya. —Luego le miraba en diagonal, reía—: ¡Qué cabeza más hermosa tienes!