PREGUNTÓ SI SE TRATABA DE UN NUEVO ESTUDIANTE ESPAÑOL

La portera estaba intranquila por aquella soledad de sus dos nuevos inquilinos. Era una mujer de buen corazón, a pesar de sus habladurías y sus chismes. Trataba a José Antonio y a Enrique como hijos, les proporcionaba todos los útiles hogareños que necesitaban, se prestaba a asarles un pollo en el horno, les recomendaba trucos para comprar más barato en el mercado ambulante que dos veces por semana llegaba al barrio.

La portera conocía las leyes de la propietaria. Ella misma les había dicho que la avisaría si llegaba a enterarse de que un muchacho —necesitado o no— se quedaba a dormir con ellos. Sabía muy bien que entre estudiantes hay oportunidades como ésta de ahorrar algunos francos de hotel durmiendo con un amigo. Pero las normas de la propietaria permitían, según expresamente indicó, que subieran muchachas a los apartamentos de los dos jóvenes. Y ella nunca había visto a una sola. Solía preguntarles por las causas de este aislamiento y hasta se ofreció a rogar a la dependienta de la panadería que les hiciera una breve visita.

Llevada sin duda por este afán de cuidados, atajó una noche a José Antonio cuando llegaba a casa. Eran las nueve. Ella ya había cenado y los dos estudiantes se habían quedado en la librería haciendo horas extraordinarias. Creyendo que hallarían cerradas las tiendas, habían cenado en un autoservicio de Saint Germain. Enrique quería aprovechar la tarde para visitar a un amigo suyo recién casado, que venía con su mujer y su doctorado en Filosofía a buscar un trabajo cualquiera para vivir en tanto no obtuviera un puesto como profesor de español. Así, pues, José Antonio regresó solo a su casa y la portera salió de su habitación, un poco sofocada, con los ojos brillantes, para indicarle que la propietaria había cedido el primer piso derecha a alguien. José Antonio preguntó si se trataba de un nuevo estudiante español.

—¡Es una griega!

—¿Una chica?

La portera se llevó las manos a la cabeza para arreglar su peinado. Respiró agobiada por el secreto y añadió:

—Ha llegado a mediodía. Es una mujer tan alta como usted, hermosísima. ¡Una mujer…!

—¿Estudiante?

—Yo no sé. Yo creo que estudia música. Traía muchos discos.

—Bueno, muchas gracias —le contestó José Antonio.

La portera se le puso delante para impedirle subir las escaleras.

—Yo le he dicho que estaban ustedes aquí y me dijo en seguida que quería verles. ¡Es hermosísima!

—Subiré ahora mismo —respondió José Antonio, contento.

—¿Así va a subir?

—¿Cómo así?

—Sin afeitar, con esos pantalones, con esos zapatos…

—Oh, vengo del trabajo. Me afeitaré, no se preocupe.

—¡Suba, suba, ya verá! —repetía la portera.

José Antonio empleó cinco minutos en asegurarle que, en efecto, subiría en seguida, una vez arreglado. Aún la portera no se decidía a meterse en su habitación, cuando bajó una muchacha morena, con una gran melena suelta y un cubo de la basura en la mano.

—¡Es ella!

La portera les presentó y comenzó a procurar que se hicieran amigos. La chica venía a explicarle que no le funcionaba la luz eléctrica. Había comprado, por orden de la propietaria, una bombilla, pero se le fundió. La vieja mujer pensó un instante y luego dijo que serían de voltaje diferente. En Boulogne era distinto a París.

—¿La compró en París?

—Si —dijo ella.

Hubo un silencio.

—Yo puedo darte una bombilla. Me sobra una —dijo José Antonio—. ¿Quieres que te la lleve?

—Muchas gracias —respondió ella con una gran sonrisa. Hablaba un francés limpio, dulce, sin las oscuridades de las mujeres francesas. Hablaba mucho mejor —y esto lo dijo la portera a todo el vecindario— que los dos españoles.

La muchacha griega acompañó a José Antonio después de vaciar el cubo de la basura. Entraron en el piso de él y ella se admiró de que tuviera tantas cosas. El estudiante la invitó a tomar café, única bebida que poseía. Ella dijo que no podría dormir. José Antonio cogió la bombilla de la cocina para dársela.

—Pero te hace falta.

—Esta noche no. Mañana compraré otra. Toma.

—¿Bajas a colocármela?

La habitación en que ella pensaba habitar estaba revuelta, llena de maletas y de paquetes. Olía a perfume. Sobre una mesita cubierta con un mantel rosa había un vaso con algunas flores frescas. Encima de la cama, libros, discos, frascos y el bolso de ella. La muchacha encendió una vela y sostuvo la silla mientras José Antonio ponía la bombilla.

—¿Vas a quedarte mucho tiempo en París?

—No sé, poco —contestó ella.

—¿Y traes tanto equipaje?

—Las mujeres somos irremediables. Y he dejado en Roma más de la mitad. Creo que no voy a tener bastante.

—Si nos vieras a nosotros —rió José Antonio—. Ni máquina de afeitar tenemos, fíjate —le señaló su barba de cuatro días.

—Los hombres es distinto.

—Hay de todo —aseguró él.

—Los hombres de verdad no se preocupan de esas cosas. Los otros…

José Antonio se sentó en el suelo, cerca de la mesita con flores. Ofreció un «gauloises» a la chica. Se pusieron a fumar lentamente.

—Pon un disco.

—¿Qué te gusta?

—Cualquier cosa. Que no sea muy twist —dijo él.

Ella buscó sobre la cama y le mostró la portada de uno con la cara soñadora de Frank Sinatra. José Antonio hizo un gesto afirmativo y ella lo puso sobre el tocadiscos. Mientras la voz suave llenaba la habitación, hablaron de París, de lo que ellos hacían, de Grecia y de España, de las mujeres latinas y nórdicas, de la vida miserable y puerca que uno lleva en esta ciudad de la luz. La muchacha se llamaba Demé «no porque los franceses acentúen las agudas, sino porque es más corto que Demetria». Sus grandes ojos oscuros se entrecerraban ante el humo del cigarrillo, fatigados tal vez. Apoyaba el codo sobre la falda subida; se había quitado los zapatos de tacón alto y, sentada, se quitó también las medias.

—¿Quieres beber algo? —preguntó.

—¿Qué tienes? Café no…

Ella rió. Sacó de una maleta unas botellitas de diversos licores compradas en Italia. Abrió tres y ofreció una a José Antonio.

—¿A qué sabe?

—No sé. Dulce.

Ella bebió un sorbo pequeño. Luego, todo el frasco.

—Tenemos más de diez, no te preocupes.

—Es lo mismo —dijo él.

Quedaron mirándose, riéndose como dos viejos amigos que se vieran después de mucho tiempo. José Antonio pensaba en la sorpresa de Enrique. Era una suerte que Demé hubiera llegado. Podría hacerles buenas comidas, cuidarse un poco de ellos.

—¿Estás muy cansada?

—He dormido hasta hace un rato.

—Entonces podemos bailar, ¿eh?

Demé se levantó, descalza. Le revolvió el pelo cariñosamente.

—Te regalo un peine —dijo.

—Tú no lo necesitas, claro.

José Antonio besó la larga cabellera negra. Le caía hasta la mitad de la espalda, lisa, como una lluvia.

—Es mejor sin luz.

—Más peligroso —comentó Demé.

—¿Te importa?

—No.

Cambiaron el disco de Sinatra por uno de Connie Francis singing modern Italian hits. Bailaron a oscuras durante casi media hora, abrazados, charlando de cosas sin importancia, cosas vulgares que acercan, cosas amistosas. Se oyeron en la escalera los pasos de alguien que subía, el ruido de la llave automática de la luz.

—Debe de ser Enrique —dijo José Antonio.

—¿Le llamamos?

—¿Ahora?, para qué.

—Le veremos mañana —dijo Demé.

José Antonio se dejaba llevar por su misma sencillez, por la incongruencia de aquel raro encuentro. No hizo falta decir nada, pedir. José Antonio se sintió cansado y se quedó a dormir en la habitación de la muchacha griega. A las siete estaban ya los dos despiertos, fumando. José Antonio se vistió lentamente y fue a llamar a Enrique para acudir a la librería.