Quite, la sueca, conoció a José Antonio en la Alianza, cuando buscaba trabajo en el Servicio Social. Las suecas, lo mismo para José Antonio que para los demás españoles, eran el objeto lejano que debían conquistar como fuese. Debido a prejuicios múltiples, su fama no era muy buena entre ellos, o, mejor, era buena en el sentido que ellos deseaban. Si alguno conocía una sueca con cierta intimidad, podía considerarse dichoso: los amigos le admiraban, le envidiaban y le exigían detalles sobre el carácter y las reacciones de la muchacha. Quite preguntó a José Antonio cualquier cosa y accedió a verse con él el sábado siguiente después de la comida.
José Antonio contó a Enrique el afortunado acontecimiento. Trabajaban los dos en la librería, ocho horas diarias. Se habían comprado ropas y, de vez en cuando, compraban carne para cenar. En la librería había catorce obreros, todos ellos extranjeros, contentos con su situación. Trataban bien a los dos muchachos. Incluso los jefes les ofrecían libros y no se molestaban demasiado si llegaban con retraso. Ambos se encontraban felices en aquel ambiente y, ante esta solución de los problemas económicos, los demás problemas parecían profundamente desvaídos. José Antonio tenía dinero, habitación y un trabajo cómodo. Le proporcionaba una vivida satisfacción poder confiar en los hombres, especialmente en el Barbas y Enrique, a quienes consideraba hermanos, miembros de la gran familia unidos a él por lazos más sólidos que al resto.
Enrique, ante la noticia, propuso no aplazar por más tiempo la compra del tocadiscos. Y dos días más tarde, al salir del trabajo, compraron uno por ciento cincuenta francos. Compraron también tres discos grandes, usados, a siete francos cada uno. Con aquello ya podían hacer una fiesta. Tenían uno de jazz y los otros dos de canciones modernas, lentas, tocadas por orquesta con muchos violines. (La intérprete de un disco era la «Orquesta de los 101 violines».)
Enrique prometió resignarse el sábado. Se encerraría en su habitación en tanto José Antonio haría lo que pudiera junto a Quite, Quite era una chica atractiva, según el Barbas hizo notar a José Antonio, a quien acompañó a la cita. Era alta y tenía una buena figura. El Barbas objetó que sus dientes parecían de caballo, pero añadió que no tenía importancia.
—¡No todas las vikingas están hechas de ambrosía e hidromiel, amigo!
Ella vestía pantalones de pana castaños y una blusa roja, abierta en un gran escote. Andaba de un modo extraño, «como las avestruces». Su cuerpo era provocativo. José Antonio comenzó a simular una grave duda. ¿A dónde irían? Ponían una buena película en el «Studio Étoile», pero los sábados no había descuentos para estudiantes. Así, pues, resultaba muy caro.
—¿Por qué no vamos al bosque, a pasear? Ya tengo ganas de respirar el aire limpio.
—Como quieras —dijo ella—. Pero yo no sé dónde hay bosques.
—¿Nunca te han hablado del Bois de Boulogne?
—No.
—Bueno, da igual —dijo José Antonio—. Iremos. Yo lo conozco bien, ¿sabes? Es extraordinario. ¡Todo lleno de árboles, casi salvaje! ¡Uno respira la naturaleza!
Fueron en Metro. José Antonio buscó un sitio «tranquilo» donde nadie pudiera verles, se quitó la chaqueta recién comprada y se tendió en la hierba con un suspiro de satisfacción.
—¿Quieres fumar?
—De eso no. ¿Qué es?
—«Gauloises». Lo más barato.
—Yo tengo puros —dijo Quite.
—¿Puros?
—¿Te gustan?
José Antonio se encogió de hombros y tomó el que le ofrecía ella.
—Son mejor que los cigarrillos. Eso es malo para los pulmones —decía Quite señalando el paquetito azul sobre la hierba.
José Antonio la besó para agradecerle el puro. Ella rió y lanzó una bocanada de humo. José Antonio ya estaba seguro de lo que iba a ocurrir. En efecto, las suecas eran según decían.
—Es mala la humedad —afirmó José Antonio levantándose.
Brillaba sobre los árboles un sol amarillo y débil. El suelo no estaba húmedo, pero el clima no era ya veraniego. José Antonio cogió a Quite de la mano y la levantó.
—Te pondrás enferma —dijo.
Pasearon durante casi una hora por el bosque, entre los automóviles y las familias acampadas en medio de papeles de periódicos y pelotas de los niños. José Antonio y la sueca iban abrazados por la cintura. José Antonio le preguntó dónde y cómo vivía. Estaba au pair, como la mayoría, con una familia norteamericana. Hoy habían salido de week-end al Loire y no vendrían hasta el lunes. Ella se aburría en la casa, sola.
—¿Dónde vives tú?
—Cerca de aquí, en Boulogne. Tengo un piso para mí solo. Magnífico. Ayer compré un tocadiscos. ¿Te gusta la música?
—Mucho —dijo Quite.
—Podíamos ir a escuchar. Se está poniendo frío.
—Como quieras —repitió la muchacha.
—Nos compramos una botella de algo y pasamos una soirée agradable. ¿Te gusta?
—Vamos —respondió ella sencillamente.
José Antonio había barrido su habitación y la cocina. Había colocado una vela sobre la chimenea, dentro de una botella. Cubrió la botella con un papel rojo. Había hecho la cama y colocado todas las cosas en orden. Incluso había pedido a la portera un frasco de «perfume de las Landas», para eliminar el olor a tabaco y a guisos. La portera se lo había ofrecido una vez que entró a ver cómo se defendían los dos petits étudiants. Enrique también había participado en aquellos trabajos. El tocadiscos, sobre una silla, ya tenía un disco preparado y al lado de la vela José Antonio había puesto dos de los tres vasos que tenían. El ambiente era una de las cosas que el Barbas le había recomendado cuidar.
Entraron los dos, procurando no ser vistos por la portera. José Antonio había pagado casi diez francos por una botella de «Cinzano», pero no había tenido mucho tiempo de arrepentirse. Llenó dos vasos antes de sentarse, puso en marcha el tocadiscos y quedó mirando a Quite. Ésta le dijo:
—Me gustaría tomar un baño caliente. ¿Tienes?
—Se me ha estropeado el calentador. El baño lo tenemos en el piso de, arriba… Es que somos dos, ¿sabes? Alquilamos dos pisos y sólo en uno hay baño. Pero hace dos días que se estropeó el chisme… Bebe, esto será mejor.
Ella vació el vaso de una vez.
—Está bueno. Ponme más —dijo.
Volvió a beber todo el contenido. «Conviene que se pongan alegres, pero no borrachas», recordaba José Antonio los consejos del Barbas. Dejó la botella en un rincón.
—¿Qué música prefieres? —dijo él.
—Moderna.
—Tengo jazz, ¿te gusta?
—Sí, el jazz sí.
—Es que mi amigo me ha llevado casi todos los discos. Fíjate, me ha dejado con tres… Pero tenemos bastantes, yo creo.
Quite no respondió. Se sirvió más «Cinzano» y se sentó en una silla, con las piernas cruzadas, fumando otro puro. A José Antonio le molestó aquello. Él había bebido sólo medio vaso y la botella estaba casi por la mitad. Por otra parte, la muchacha respondía con monosílabos, no parecía prestarle mucha atención. Comenzó a pasear de un lado a otro, esperando que llegara la noche para encender la vela. Se quitó la chaqueta («Hace calor, ¿eh?») y se cambió de calzado. Quite fumaba impasible, con sus piernas cruzadas, sin preguntar nada.
—¿Te apetece comer? —preguntó él.
—Sí.
—Sólo debo de tener patatas y cosas así. Puedo bajar por pasteles o algo. ¿Me esperas?
José Antonio compró dos cajas de biscuits al huevo y una cajita de galletas saladas. Pagó cinco francos y pensó en la escalera que estaba gastando demasiado. Pasó sin ruido delante de su puerta y subió a ver a Enrique.
—¿Qué tal?
—No hace más que beber. Quería un baño caliente, fíjate. ¡Tres meses que no me ducho yo! Y ahora tiene hambre.
—¿Has encendido la vela?
—Todavía no.
—Pues hazlo, hombre. Y empieza ya.
—Bueno, veremos a ver.
Quite había continuado bebiendo y fumando. Abrió una caja de biscuits y comió. El tocadiscos estaba apagado. José Antonio lo puso en marcha y encendió la vela, con su lucecita roja. La muchacha no se movió. Cerró las ventanas y se preguntó si de nuevo debía pasear.
—Quite, ¿bailamos?
—Como quieras.
Él pensaba en Susy cuando Quite estaba a su lado. Apenas sabía bailar. Era pesada, lenta. Carolina, en cambio… La sueca se apretó a él, apoyó la cabeza sobre su hombro y metió el muslo entre los suyos. Se balanceaba sin mover los pies. Estuvieron así hasta que el disco de jazz se acabó. José Antonio le dio la vuelta y continuaron bailando, en el centro de la habitación. Ella dejaba que la besara, pero se mostraba insensible, lejana. José Antonio le quitó la amplia blusa. Ella se dejó hacer. Quedó en sujetador, apretada a él. José Antonio le acariciaba la espalda suavemente, como Susy le enseñara. Quite se despegó de él para beber otro vaso. Eran casi las once de la noche. Los discos habían pasado cuatro veces cada uno, con intervalos regulares de silencio. La botella estaba casi vacía, las tres cajas vacías del todo. Quite se había entretenido en recoger las migas con las yemas de los dedos húmedos. Hacía calor en la habitación.
José Antonio se tendió en la cama para fumar. Ella se sentó de espaldas a él. José Antonio le desprendió el sujetador y siguió expeliendo humo con aparente indiferencia.
—Cómo sois los españoles —dijo ella.
—¿Cómo?
—Très chauds.
—¿Y vosotras?
—Nosotras no.
—Tomáis la vida con filosofía, ¿no?
—¿Qué quiere decir eso?
—Nada.
—Yo tengo sueño —dijo Quite.
—Y yo.
Ella se extendió en la cama, apoyó la cabeza sobre los brazos (José Antonio no tenía almohada) y se durmió. José Antonio le dibujó monigotes en la espalda con un bolígrafo, pero Quite no despertaba. El muchacho bebió de la botella el poco «Cinzano» que quedaba, se preparó un bocadillo de pan y queso y subió a ver a Enrique.
Estaba leyendo tranquilamente, con los pies sobre la mesa.
—Te van a robar —dijo José Antonio—. No dejes la puerta abierta.
—¿Ya se marchó? —preguntó él.
—Qué va. Como ha bebido tanto se ha puesto a dormir. Le gritas en los oídos y no despierta.
—¿Y… nada?
—Está casi desnuda —repuso el otro alzando los brazos.
—¿Pero nada?
—Aún no he intentado de duro. La voy a dejar que duerma hasta que pierda el Metro. Luego ya veremos.
La primera pregunta que hizo Quite cuando se despertó fue:
—¿Qué hora es?
—La una y diez.
—¿De verdad?
José Antonio le enseñó el reloj que acababa de adelantar. Ella no hizo ningún gesto. Volvió a apoyar la cabeza sobre los brazos.
—¿Pero cómo tienes tanto sueño?
—Siempre que hay fiesta me duermo —respondió ella—. Hacíamos baile en Estocolmo todos los amigos y yo me iba a dormir en seguida.
—Es por beber.
—¡Si no he bebido nada!
—A mí también me dan sueño las fiestas, ¿sabes? Nos parecemos. Déjame un hueco, anda.
José Antonio se desvistió completamente. Apagó la vela ya casi por completo consumida, hizo que Quite se apartara para levantar la manta y se acostó. Ella se abrazó a su cuello.
—¿Vas a dormir así toda la noche?
—Sí.
—Métete dentro.
Quite le obedeció. Al cabo de dos minutos José Antonio dijo que hacía mucho calor, «¿no te das cuenta?». Quite dijo que sí y accedió a quitarse los pantalones de pana. Se abrazó al muchacho y comenzó a dormir con la boca abierta, sus grandes dientes resaltando sobre las sábanas sucias. «¿Y ahora qué hago?», pensaba él. José Antonio estuvo hasta las ocho de la mañana despierto, luchando con la muchacha. Ella pretendía dormir abrazada a él, su cuerpo unido al de él, su cuerpo cálido y desnudo. José Antonio había comenzado abrazándola, besándola, pero ella volvía la cabeza. Cansado, se durmió, pero el contacto de ella le despertó en seguida. Ella suplicaba que la dejara dormir.
—Eres una egoísta, Quite.
—¿Por qué?
—Ya lo ves —dijo José Antonio.
Un desasosiego continuo le agobiaba. Quite sentía placer sólo estando abrazada a él, las piernas entre las suyas. José Antonio terminó arrojando la manta y la sábana superior a un lado. La muchacha respondía a sus violencias con mordiscos, patadas y puñetazos. Al apoyar un pie sobre la pared, la cama de ruedas vino a parar al centro de la habitación. Los hierros estaban doblados de cogerse a ellos, de apoyarse. Pero Quite era tan fuerte como él, se resistía tan obstinada como eficazmente. Y José Antonio se dormía un momento, volvía a despertarse, luchaba. La última vez que se despertó era de día, las ocho en su reloj. Se levantó de un salto y sacó a la muchacha de la cama, enfadado. Había pensado golpearla, atarla.
—Ya han comenzado los autobuses —dijo dulcemente—. Vete a tu casa. Yo tengo mucho sueño y no puedo dormir así.
Ella se negó al principio, pero José Antonio le ofrecía las prendas de vestir con el pelo pegado por el sudor. Se había puesto el pantalón del pijama. Sus ojos eran ásperos.
—Ya nos veremos otro día, ¿eh?
—Cuando quieras.
—Si prometes no ser egoísta —añadió él.
Ella murmuró algo para sí y comenzó a vestirse. Le pidió que la acompañara al autobús, pues no sabía dónde paraba. José Antonio la despidió con un gesto cansado, volvió a casa, rehízo la cama y se acostó. Estaban cerrados los batientes de la ventana.