Susy dejó en José Antonio un poso tan amargo como el cilicio conventual, Maribelina y las órdenes del padre Maestro. No tardó en olvidarse de ella, como había llegado a olvidar todo lo anterior, es decir, superficialmente. Si venía el recuerdo, pensaba en otras cosas. Se acordaba de Susy cuando alguien le preguntaba sus aventuras parisienses, y entonces ella se convertía en una mujer más que atraviesa la vida de un hombre, una aventura, según le exigían. Ella no había bailado, no era huérfana ni tenía diecisiete años ni había nacido en un país de pequeñas islas y dunas. Ella era una danesa llamada Susanne —el apellido no lo supo nunca—, hermosa y fácil. Una mujer que viene y se va, como todas las alegrías y todas las tristezas de este mundo. Dejando su imagen, clara o borrosa, en el fondo del corazón.
El hombre que más le había acercado a ella, el marino holandés, se hizo amigo de José Antonio utilizando reglas habituales. Él ni recordaba a la chica ni el motivo por que estuvo a punto de pegarse con el muchacho ni cómo habían llegado a salir de la indiferencia. Para el marino todos los del Sena eran un solo cuerpo enorme y domesticable. Él trabajaba allí y ellos eran sus víctimas. A veces se le encontraba en los bares del barrio Latino, junto a hermosas mujeres. Él no hablaba, estaba allí, a su lado, bebiendo coñac o whisky o calvados. Algunos decían que también las hermosas mujeres eran clientes suyas. Los muchachos del Sena —no todos, es cierto— no eran tan pobres como pretendían hacer ver. Bastantes de ellos estaban dispuestos a pagar al marino holandés muchos francos a cambio de su mercancía. Y, de hecho, algunos lo hacían. Habían caído en la trampa, como José Antonio hubiera caído de poseer dinero bastante para pagar el nuevo placer.
—¿Quieres fumar? —le dijo el marino.
José Antonio cogió con aparente gratitud el cigarrillo que el otro le ofrecía.
—¿Te atreves? —preguntó el hombre.
—¿Por qué?
—Es hachís.
—¿Qué es eso?
—Mejor que el opio, mejor que la marihuana. Pero es más fuerte.
—¿Qué hace? El marino le tendió un papel en el que había escritos algunos versos en francés e inglés. Hablaban de un viaje maravilloso al país de los deseos, sobre caballos alados y ligeros como el sueño, al país donde las hadas acogían a uno con los brazos abiertos y todo el amor del mundo sobre la boca. José Antonio se quedó sorprendido ante aquella curiosa revelación.
—¿Es una droga? —preguntó.
—Una droga… —dudó el marino—. Es como el opio, pero más fuerte. Aquí lo fuman casi todos. Dámelo, si no quieres. Es para sentirse en plena forma.
José Antonio aceptó. Encendió el cigarrillo y comenzó a fumar.
—Fuma más despacio, reteniendo el humo en los pulmones el máximo tiempo posible. Tiene precio de oro… ¿Qué te parece? ¿Sientes algo?
—Nada.
—Tienes que acostumbrarte.
José Antonio terminó el cigarrillo y el marino le dio otro.
—Con dos sentirás mejor el efecto.
Fumó el segundo y le entró un sueño terrible. Los párpados le pesaban sobre las pupilas, de manera que no conseguía mantenerlos abiertos.
—¿Qué tal?
—Sueño —dijo él.
—Abandónate, abandónate —murmuraba el marino.
José Antonio se durmió. Le despertó Enrique con un golpe en la cabeza. José Antonio se levantó sobresaltado.
—Estás tonto. Me has sacado del paraíso —le dijo.
—¡Durmiendo junto al Sena, en París! Esto sí que es un paraíso.
No había guitarras ni tambores aquel día. El grupo había ido quedando reducido. No había más de diez en las escalerillas, mirando el agua y charlando con voz apagada. Las noches estaban comenzando a ponerse frías y ya bastantes habían regresado a sus países. Sólo quedaban los árabes y los españoles, algún nórdico solitario y los que vivían incluso en invierno junto al río.
—Me habían dado opio. ¿Dónde está?
—¿Quién? —preguntó Enrique.
—El marino, ¿le has visto?
—No, ¿por qué?
—Me dio opio, el cerdo de él. Me hizo dormirme.
—Oye, ¿es cierto que se siente uno en el paraíso?
—¿Y yo qué sé? —contestó José Antonio—. Me fumé dos cigarrillos y me dio un sueño enciclopédico, como diría el Barbas. Pero no sentí nada. Ya ves, me dormí y, si no me llamas, amanezco aquí.
—Es hasta acostumbrarse, me han dicho. Pero vale más no acostumbrarse. Te conviertes en una auténtica mierda, un guiñapo de hombre, según escriben los moralistas. Además, resulta caro.
—¿Mucho?
—El Rubio me enseñó unos cigarrillos que le habían vendido a precio de amigo. ¿Sabes cuánto? A dos francos cada uno. El marino los vende mucho más caros, a cinco o así.
—Pues va a fumar su tía —contestó José Antonio.
—Otra cosa que te iba a decir. ¿Quieres cambiar de trabajo?
—Si pagan bien…
—Yo sí lo voy a coger. Pagan setecientos jornada completa. Y trescientos cincuenta cuatro horas.
—Bah, como los periódicos.
—Sí, pero estás calentito. Ahora va a empezar el invierno y verás cómo gritas el periódico bajo la lluvia.
—¿Qué hay que hacer?
—Paquetes —dijo Enrique—. Es una librería. Además, puedes sacar libros. El tipo que me lo ha dicho tiene una colección de miedo.
—Oye, pues no está mal. ¿Cuándo vas a ir?
—Mañana. Me lo dijo Álvaro, el de la boina, el portugués. ¿Te acuerdas?
—Ah, sí.
—Yo le prometí invitarle a una fiesta en casa, si nos daban el trabajo. ¿Qué te parece?
—Por mí, d’accord.
Enrique ocupaba el quinto piso derecha de la casa en que José Antonio vivía. La dueña había accedido a que habitara allí, con las mismas condiciones que José Antonio. Ambos preparaban juntos la cena, pasaban la tarde juntos, estudiando o hablando. La vida se les había puesto fácil a los dos. Enrique estudiaba Filosofía en Madrid. Quería hacer lenguas modernas y pensaba pasar todo el año en Francia; José Antonio deseaba marchar a Alemania o algún otro sitio, pero desde que se encontró con un piso gratuito, casi cómodo, decidió continuar allí hasta que hallara otra cosa mejor. Los días transcurren con cierta placidez. José Antonio ha comenzado a engordar, sobre todo merced a los conocimientos culinarios de Enrique. Han llegado a ser grandes amigos. El sábado compran juntos provisiones para toda la semana. Generalmente, es Enrique el cocinero. Se ha especializado en lo que él llama pote gallego. En una gran cacerola de hierro, regalo de la portera, mete patatas, berza, tocino, morcilla, carne, huevos y todo lo que encuentra a mano. Colocan el pote sobre la mesa y se ponen a comer hasta cansarse. Esto suele suceder los domingos. Se levantan tarde, comen y salen a dar un paseo o al cine.
El Barbas venía de vez en cuando.
Fue el Barbas el que les contó la historia del Comunista. Una vez que se halló en poder de la moto, comenzó a relacionarse con Carlitos, un sevillano siempre atildado y de maneras elegantes. Carlitos le introdujo en el círculo que él frecuentaba. En setiembre no siempre era posible pasear o sentarse junto al Sena. Se iban a los bares. Carlitos había conocido una vieja dama francesa que terminó llevándole a su casa, alimentándole y pagándole toda clase de caprichos. Al marido —según explicaba el Barbas— esto le parecía de una lógica tomista. Él, por su parte, poseía adopciones de índole semejante. Así pues, Carlitos comenzó a vivir con toda la holgura y vanidad que su posición le permitía.
Facundo, el Comunista, no pensó mucho cuando una amiga de la vieja le ofreció parecida protección. Cambió la agujereada habitación de la pescadería por el lujoso apartamento de la mujer, cambió la moto por un «Alpine», comenzó a usar corbata y a mirar con cierto desprecio a sus anteriores amigos. Ni José Antonio ni Enrique volvieron a verlo. El Barbas vivía en el barrio y de vez en cuando lo encontraba en un bar, bebiendo ostentosamente zumo de tomate y comiendo en las terrazas, a la vista de todos. Pocas veces le encontró acompañado por su protectora. Según se decía, le había comprado una chaqueta de ante y un pantalón de talle bajo, fantasía. Había cambiado también de peinado y el Barbas garantizaba que era un hombre nuevo. Él, por lo demás, no conocía bien los detalles de toda aquella historia. Enrique y José Antonio le pidieron que se informara de cuanto pudiera, incluso le mandaron saludar al Comunista e invitarle un día a cenar con ellos. Todavía no estaban bien organizados, reconocían, pero dentro de un mes tendrían chicas y un tocadiscos que pensaban comprar a medias para organizar bailes conforme a las costumbres de otros estudiantes. Estaban un poco fatigados de ver los dos pisos vacíos, sin decorar, sin algo que incitara a permanecer en ellos. Y los días lluviosos de setiembre no tenían más remedio que estar allí, fumando y bebiendo vino y estudiando la gramática francesa.
El Barbas solía acompañarles los días de fiesta y un día vino con una francesa que trabajaba en el mismo restaurante que él, de lavaplatos. La muchacha habló con los tres y prometió buscar amigas cuando tuvieran todo dispuesto. El Barbas se frotaba las manos y prometió que todo iba a resultar bien, «incluso mejor».