PREGÚNTALE POR QUÉ

La pequeña historia de Susy, la danesa, terminó entonces, con aquella suave despedida. No porque José Antonio fuera pobre o menos guapo que su amigo anterior, no porque su casa fuera poco confortable y se hallara a diez minutos del Metro, en las afueras, no por una razón válida, de las que él usaba anteriormente. La historia terminó con la misma sencillez con que había comenzado. Fue la misma ingenua Susy quien se lo dijo a José Antonio, sonriente y feliz, como siempre. La encontró dos días después en el Sena, apoyada en las rodillas de un muchacho rubio y alto. No había conseguido verla desde la noche pasada en su casa.

Venía con el Barbas y Enrique, contándoles su aventura, minimizando sobre aquel baile fantasmagórico. Y vio a Susy, sentada como todos los días, escuchando y tarareando. La besó en la mejilla, ante la indiferencia de su compañero. Ella le sonrió.

—¿Vamos a dar un paseo? —preguntó él.

—No, ahora no.

—¿Por qué?; hace buena noche.

—Estoy con un amigo.

José Antonio saludó al muchacho. Hablaba un inglés incomprensible.

—Soy norteamericano —dijo levantándose. Explicó algo a Susy con palabras rápidas y subió las escalerillas.

—Bueno, ya estás sola, ¿nos vamos?

—Viene ahora —dijo Susy.

—¿Te has enamorado de él? —preguntó José Antonio riendo.

—Sí.

—¿De verdad?

—Dice que se ha enamorado del tipo —explicó a Enrique.

—Pregúntale por qué.

—¿Por qué, Susy?

—Va a la Alianza —explicó ella—. Me llevó en coche ayer y fuimos a bailar a Montmartre. Es muy simpático.

—¿Y…?

What? ¿Qué?

—¿No vendrás más conmigo?

—No, ya no.

—Bueno… Dame un beso.

—¿Para qué? —preguntó Susy.

—Tienes razón. You are right. ¿Para qué?

Susy le sonrió, apoyó los codos sobre las rodillas y continuó escuchando a los que cantaban. Alguna luz sacaba destellos de sus ojos, semiocultos entre el pelo. Poco después, llegó el americano con una botella grande de cerveza. Susy bebió y se la devolvió. El muchacho ofreció a José Antonio.

—No me gusta. Sólo bebo vino.

Enrique y el Barbas bebieron grandes tragos.

—No está mal.

—¡Una virgen danesa por un trago de cerveza! —murmuró José Antonio.

—¡Él pierde! —gritó el Barbas—. ¡Él pierde, Júpiter sea loado! Y si me dejas darte mi sobria opinión —añadió—, te diría que no todo lo que reluce es virgen.

—Ya; me refería…

—¿Lo celebramos? Cincuenta céntimos chaqué y nos emborrachamos esta noche. ¡Viva Baco, muera Afrodita!

Pusieron cada uno su moneda. El Barbas regresó diez minutos después con una botella de vino tinto. La traía oculta bajo el jersey. Ya había bebido un trago por el camino.

—Toma —se la ofreció a José Antonio—. Yo te tapo.

Se puso delante de él en pie. Al cabo de un momento, se volvió levantando los brazos.

—¡Cuidado, Enrique, que nos lo termina!

Enrique arrebató la botella a su amigo y se puso a beber, tumbado en el suelo. Terminaron el vino en pocos minutos. El Barbas se llevó la mano a la nuca como para pensar. Luego, señalándose la punta de su barba, añadió:

—A mí no me ha llegado hasta aquí. ¿Vamos por otra?

—Pero blanco esta vez, ¿eh? —dijo José Antonio.

—¿Quién va? —preguntó el Barbas.

—¿Vamos los tres?

Se hallaban ante la tiendezucha que Alí-Babá tiene en la rué de la Huchette. Había dentro tres estudiantes comprando fruta y un clochard que pretendía cambiar cinco botellas vacías por una llena. El Barbas dijo que «el tío ese» cobraba más de lo justo. Tenían tiempo de ir a «Chez Georges», cerca de Saint Sulpice. José Antonio llevaba la botella vacía, hacía ademanes de romperla sobre la cabeza de uno y otro. Los bares de Saint Michel estaban llenos. En la calle había carros, paseantes, tómbolas, un frutero. No eran más de las nueve. Tomaron a la derecha Saint Germain. Junto al Metro Mabillon un negro delgado, con gabardina y paraguas, había conseguido una buena audiencia. Llevaba gafas enormes sin cristales y se apretaba los ojos con grititos de satisfacción. Curvaba las caderas sobre el paraguas, dando a sus largas piernas formas inverosímiles.

—Dichoso mortal —le dijo en español el Barbas—. A ti no te preocupan las mujeres, ¿verdad?

El otro se volvió, sus dientes blancos brillando, su mano indolentemente apoyada en el pomo del paraguas.

—¿Os gusto?

—Un tigre te echaba yo a ti, a ver cómo te defendías —le contestó Enrique en su mejor francés.

—Oh, un tigre, un tigre. ¿Qué amable, verdad? Me gustan más los hombres que los tigres. ¿A usted?

El Barbas le contestó con la grosería menos académica que recordaba.

Siguieron los tres cogidos del brazo por la rué du Four, torcieron a la izquierda, por Canettés, donde compraron el vino a su justo precio. Se sentaron en un banco frente a la fuente de la plaza Saint Sulpice. Las luces de París iluminaban las feas torres de la iglesia. El resto de los bancos estaban vacíos, excepto uno ocupado por una pareja a quien los tres, después de acabar la botella, hicieron huir. Se colocaron detrás de ellos y comenzaron a señalarles con el dedo, a reír con grandes carcajadas sin sentido. Ocuparon su sitio cuando se hubieron ido.

—La panorámica es más positiva desde este ángulo —dijo el Barbas.

—Serán putas… —murmuró José Antonio.

—¿Quién?

—Las danesas.

—Pues no sé por qué.

—¿Pero no las has oído?

—Es natural —decía Enrique—. Si tú te encuentras con una americana, tía buena, con coche, ¿qué hubieras hecho?

—¿Yo?, nada; seguiría con Susy.

—Pues yo no —comentó el Barbas—. Fíjate: dejar de laborar, tener vino y hasta whisky, néctar del Olimpo, tener una hermosa chaqueta para el invierno, una cama con un colchón según los cánones griegos, la cama con dosel de tergal, etiqueta numerada, unos mocasines de Zurich, comer con cuchillos de plata, y no con esos hierros que dan en el Foyer, y, luego, comer gigot, que no sé lo que es, pero el profe de la Alianza explicó que resultaba exquisito, pastel de manzana, pollo en pepitoria y… ¡callos a la madrileña! ¿Seguir con Susy? Ya te íbamos a ver…

—Yo seguiría, palabra —dijo José Antonio.

—No estás civilizado, voilà.

—Ni falta que me hace.

—Y serás un desgraciado más grande que esa iglesia.

—Tú porque eres un materialista. ¿No te dice nada el amor?

—A mí ni una palabra, chico. Pas un mot. Si quieres oír mi sincera confesión, te diré que no creo en él. Cuando tenía veinte años, me hice novio de una de tus vírgenes, pero a la española, es decir, virgen en serio. ¿Y qué pasó? ¡El amor, dice éste! Como no la llevaba a butaca ni la invitaba a ensaimadas con café, dijo que no me comprendía. Al mes y medio se enamoró de don Pepito, futuro ingeniero, hijo del dueño de una compañía terminada en S. A. Ah, y te advierto —prosiguió el Barbas— que estaba enamorado como un Romeo. Pero me faltaba el Alfa.

—¿Y por eso no crees?

—Y más cosas, Monsieur, y más cosas. Cuando me dejó la virgencita, me fui a Inglaterra, a un campo de trabajo. Allí conocí cosas que no terminaría de relatar hasta mañana. Entre otras, que el amor era como Dios, es decir, hecho a nuestra imagen y semejanza, según dices tú. ¿Por qué no crees en Dios? Porque no te sirve, porque te han engañado, porque es como una debilidad, como una fantasía… Pues a mí me pasó lo mismo con el amor ese. Uno cree en el amor cuando no tiene resuelto el problema sexual. Luego, todo cambia. Una mujer es una mujer y un hombre es un hombre, y un marica es la mitad de cada. Y yo, Perico, alias el Barbas, cuando bebo vino soy una máquina de decir estupideces.

Así es la vida.

—Acaso tienes razón —dijo José Antonio.

—En lo último, sí —contestó Enrique—; en que dice estupideces. Pero el amor existe, Dios existe, aunque nos fastidie. Lo que pasa es que cuesta trabajo comprometerse, aceptarlo.

—Mira, estamos en el país de la democracia (entendida a la francesa). Que cada quién piense lo que le dé la gana —repuso el Barbas.

—Y que cada quién diga todas las tonterías que pueda. Lo peor es que los demás se las creen.

—¿Los demás? ¿Tú te las crees?

—Yo no —dijo Enrique.

—¿Y tú?

—Tampoco. Me fastidia lo de Susy, pero qué le vamos a hacer. Tenemos vino.

—Teníamos —dijo el Barbas.

—¿Vamos por más?

—Yo no tengo dinero —contestó Enrique—. Estoy ahorrando para la habitación y no voy a llegar.

—Duermes en el Sena.

—Oye, ¿te interesa un piso como el mío?

—Mira éste…

José Antonio le contó la promesa de la señora. Se acordaba ahora. Explicó a Enrique que la casa estaba lejos, que tenía algunos inconvenientes como la escasez de muebles, el gasto de luz. Pero Enrique contestó que eso era lo de menos, con tal de no pagar. Quedaron en visitar a la dueña al día siguiente después de comer.

—Con buen puritano tradicionalista te vas a meter .—dijo el Barbas poniéndose en pie—. ¡Ahí va, oye!; se nota que no estamos acostumbrados a beber. ¡Dos míseras botellas!

Se cogieron del brazo los tres y empezaron a caminar exagerando su borrachera. Verdaderamente, ninguno de ellos había bebido lo bastante. José Antonio procuró sentirse completamente empapado por el vino de once grados. En realidad, los tres necesitaban aquel recurso para no seguir hablando de cosas serias, para no seguir pensando. Tendrían tiempo.

José Antonio pensaba en Susy, cuando se sentó en el Metro. Vio un periódico y se puso a leerlo con avidez. Luego, del Metro a su casa, intentó recitar algún verbo irregular, pero aparecía Susy con sus rodillas redondas, sus dientes, su cabellera caída sobre el pecho. Allí estaba el hueco, en el centro de la habitación, el hueco de ella. José Antonio se acostó deseando volver a verla, convencerla, hasta que sintió pesada la cabeza y se durmió.