José Antonio había intentado inútilmente que la pescadera, una vez dejada la habitación, le aumentara el sueldo, siquiera un poco. Al no lograrlo, decidió cambiarle su trabajo al Comunista. De esta manera, él no pagaría hotel y el propio José Antonio se en contraría más cómodo vendiendo periódicos que repartiendo pescado. Por otro lado, Facundo poseía permiso para conducir motocicletas y la mujer tenía una vieja «Vespa» que siempre habían utilizado los recaderos. José Antonio había sufrido ya dos pequeños accidentes durante el mes, le habían impuesto dos multas por aparcar en terreno prohibido, le repelía el olor a pescado pegado a las manos y sus relaciones con la dueña no eran medianamente amistosas. Así, pues, presentó a su amigo y la pescadera le ofreció los cuatrocientos francos, la «Vespa» y la habitación. El Comunista, con una moto a su disposición, cambió de personalidad. Pero eso fue a la entrada del invierno. José Antonio aún tenía todo agosto y setiembre, mes de clima propicio, para vocear el New York Times en la plaza de la Ópera. Quince francos de sueldo diario más una buena comisión por el número de ejemplares vendidos. Su trabajo, por otra parte, le permitía acudir a las clases, cosa que hasta entonces no había hecho una sola vez. Y ver con más frecuencia a Susy.
Solían encontrarse por la tarde. Se sentaban juntos entre los grupos del Sena, con Dorty y un conocido suyo danés. Estas nuevas amistades apartaron a José Antonio durante cierto tiempo del Barbas y los demás españoles. Aunque estuvieran junto al río, apenas hablaba con ellos. Se saludaban, se preguntaban cómo iban las cosas. Solamente dos noches fueron juntos a robar fruta a Les Halles. Una de ellas fue anterior a la que José Antonio creyó haberse enamorado de Susy o, más bien, creyó que ella estaba enamorada de él.
Habían estado juntos desde las cinco, primero en el hotelito de la Cité, luego en el Vert-Galant. Hacia las nueve se unieron a los cantantes. Susy estaba empeñada en repetir una vez más la canción titulada Malagueña, cuya letra conocía en su idioma. Aquel día el marino holandés estaba más drogado que de costumbre, según explicó a José Antonio más tarde. Se había colocado de pie delante de Susy, de manera que la chica no podía ver al guitarrista. Ella dijo con su voz de niña:
—Move, please!
El marino se volvió e hizo ademán de golpearla. Susy se asustó. El marino comenzó a insultarla groseramente en francés primero, luego en holandés. Susy no comprendía, pero se agarraba al brazo de José Antonio ante los gritos del hombre. Éste pareció apaciguarse un momento. Todos seguían indiferentes. Discusiones como aquélla se daban tres por noche. De pronto, el marino se volvió para pegar a la muchacha. José Antonio le cogió por la muñeca y el marino gritó como sólo un marino drogado puede hacerlo. Pero quedó inmóvil.
—Será mejor que nos vayamos —dijo José Antonio.
El marino no se fijó en ellos. Se había sentado, la visera llenando de sombras la gran boca caída. Tendría quizá más de cuarenta años; fuertes brazos musculosos emergiendo de una camisa azul en cuyo centro llevaba dibujada un ancla, rostro comido por la viruela, una cicatriz clavada en plena frente. Todos le hablaban y todos le temían. José Antonio, Susy, Dorty y su amigo danés subieron Saint Michel arriba. A la altura de «La Favorite», Susy entró a comprar cigarrillos. José Antonio siguió andando al lado de Dorty, lentamente, en medio de la multitud. Susy tardaba. Volvieron ellos dos sus pasos y oyeron la voz de la muchacha, una voz infantil que no sabe pronunciar la jota:
—¡José Antonio, Antonio!
Él bajó corriendo y encontró un corro de gente en cuyo centro el marino estaba gritando a Susy, acobardada. El otro danés permanecía prudentemente retirado. José Antonio se colocó dentro del círculo, frente al marino.
—¿Qué pasa ahora? —preguntó en un francés fonético, lento.
—Me ha insultado —gritó el marino.
—¿Usted habla inglés, señor? —dijo José Antonio.
—No.
—Ella no le ha insultado. Le dijo que se apartara, que se moviera para ver a los otros.
Las sombras de la visera danzaban sobre el rostro del hombre. Apoyó una mano sobre el bíceps y comenzó a subirse la corta manga de su camisa. José Antonio desabrochó la suya y comenzó a subírsela también, con gesto decidido. Al marino le extrañó que se le enfrentaran. Se calmó un poco y dijo:
—A mí nadie me insulta, ¿sabe usted? A mí me quiere bien todo el mundo. Y tengo muchos amigos para ayudarme. —Miró a su alrededor.
—Comprende, amigo —José Antonio le tuteaba—; yo no puedo quererte bien si te veo pegando a una mujer de diecisiete años. Y los demás tampoco podrán quererte…
Del rostro del marino huyeron las sombras de su visera. Se inclinó un poco grotescamente para decir:
—Tienes razón, tienes razón. ¡Pero que no me insulten! ¿Quedamos amigos? —le tendía la mano a José Antonio.
—Amigos —respondió éste.
El marino dio la mano a cuantos formaban el corro, Susy incluida, y se alejó marcando un paso de baile, como si estuviera borracho. Susy se quedó mirándole tontamente. Luego, se lanzó al cuello de José Antonio, en el centro del círculo.
De este pequeño incidente dedujo el muchacho que la danesa se había enamorado de él. Ella estaba arrobada, agradecida. «Tenía miedo», iba murmurando, colgada a su brazo. Y luego:
—¿Vamos a ver tu casa?
Fueron los dos solos.
La habitación amueblada del piso tenía las paredes desnudas, la cama con una sola manta amarillenta y vieja, la mesa con algunos papeles y la obra de Henry Miller que José Antonio comprara cuando conoció a las dos danesas. Estaba en inglés y no conseguía leer más de veinte líneas seguidas. En la cocina, con todo, había ido reuniendo algunos botes de comida preparada, otro plato, cubiertos robados en el restaurante y algunas pequeñas cosas que le había regalado la portera o que se había llevado de la pescadería. Había comprado una vela la primera noche porque no tenía bombillas. Susy preparó café para ambos y le dijo cómo debía decorar aquella habitación. Le expuso también algunos consejos domésticos y culinarios, consejos de niña que se cree mujer.
—Tienes que beber leche. Es bueno para los dientes. ¿Por qué no compras una palangana para lavar las camisas? ¿Y velas? ¿No tienes velas?
—¿Para qué?
—Es más romántico.
—Espera.
José Antonio sacó el trozo de vela no consumido. Ella lo colocó sobre una botella, lo encendió y puso todo debajo de la mesa. Colgó una toalla roja ante la luz y abrió el balcón. Se sentó en el centro de la habitación, el vaso de café entre las piernas. Se subió la falda. Era una bonita muchacha, una linda mujercita allí sentada, sola, con sus rodillas redondas y su pelo rubio caído sobre el pecho. Movía la cabeza aprobadora, miraba a José Antonio sentado en la cama. Bebía pequeños sorbos de café, hacía pequeños gestos de placer. Se inclinó hacia atrás y por fin se tendió en el suelo.
—Susy.
—What?
—Susy.
—Tell me.
—Susy, Susy.
—What’s the matter?
—Podríamos casarnos y vivir así, ¿eh?
—No, yo no quiero casarme.
—¿Por qué, Susy? Why?
—No me gusta. (Voz de niña enfadada.)
—Ah, no estás enamorada.
—Sí.
—¿De quién?
—De ti.
—¿Y por qué no quieres casarte? (¡Susy, tonta!)
—Very simple. Yo estaba enamorada antes y luego ya no. Acaso ahora pasa lo mismo.
—¿De quién?
—Un muchacho danés. Tengo ahí la foto. Te la enseñaré. Él es de Aarhus, cerca de mi pueblo. Yo nací en Brabrand. Nos conocimos en la escuela… ¿Te lo cuento?
—Sigue, Susy, go on. ¿Por qué no?
—Well; cuando nos enamoramos, yo le pedí permiso a mí madre para vivir con él. Mi madre vivía con otro, no con mi padre. Mi padre es muy bueno. Yo le quiero mucho. Hace cinco años que no le veo, él es pescador, dueño de un barco. Vive solo en una isla, en Veiro, desde entonces. You see?
—(Ya veo, Susy, Sirenita; eres huérfana como yo. Ya veo.)
—Mi madre me dejó y viví dos años con él. Pero luego nos enfadamos y me vine a París. Él dijo que vendría a buscarme, pero no me encontrará. Yo quiero vivir, no quiero volver a verle Era muy guapo, más que tú. Si nos hubiéramos casado, hubiera sido peor. Yo no quiero casarme.
—¿Y qué vas a hacer?
—To live.
—Vivir. To live. ¿Cómo?, ¿dónde? Go on, Susy.
—En cualquier sitio. Iré a Estados Unidos. Es el país más hermoso.
—(Mentira, Susy, gran mentira. Es el tuyo el país más hermoso de la tierra, yo lo sé. Mira: el viento salado ha modelado maravillosas dunas móviles. ¿Pero no los has visto, Susy? Hay pequeños desiertos en tu país, hay pequeños bosques, pequeñas islas. El mar es dulce y el cielo es dulce. El mar tiene brazos hermosos como tus rodillas, Susy, que se clavan en la tierra. Tu país es un pequeño país, so little, so little…, tan pequeño como tú. Hay piedras en forma de navíos, hay caminitos que brillan. Yo iré a tu país, Susy, prometido. Tu pequeño país mucho más bello que los Estados Unidos. Allí hay dinero, mucho desierto, muchos hombres. Es mejor Brab…, en tu propio hogar, Susy. Archipiélagos y dunas y caminos y fiordos y pequeñas muchachas, como tú, de un pequeño país. Yo iré a tu país, prometido, jurado. ¿No querrás venir conmigo?) ¿No querrás venir conmigo?
—¿Dónde? ¿A los Estados Unidos?
—No, Susy, a Dinamarca.
—No volveré más.
—(Tonta, Susy.) ¿Irás a España?
—¡A España sí! Debe de ser tan bonito.
—(Yo no volveré más.) Sí, es muy bonito, muy bonito. Como tu país.
—Aún más.
—¿Y vendrás conmigo, Susy?
—Sí, contigo, contigo, contigo…
—Susy, Sirenita.
—¿Cómo?
—Sirenita.
—¿Qué es eso?
—You. Eres tú.
—¿Pero qué es?
—Una hermosa mujer, en Copenhague, junto al mar, sentada en una roca, en el paseo Langelinie, L-a-n-g-e-l-i-n-i-e. ¿Entiendes?
—Sí, Lille Havfrue.
—Lille Havfrue tú. Como tú.
Silencio, último sorbo de café. Silencio. Susy se levanta, se asoma al balcón, entra. Susy hace un paso de ballet, levanta sus brazos, su pierna derecha se inclina hacia un lado. Susy dice que ha estudiado ballet, que llegó a ser profesora. «Pero con el vestido no se puede bailar.» Vuelve al balcón, mira, mira.
—Me lo voy a quitar.
—No hay música.
—¡Canta!
—No sé. ¿Qué voy a cantar?
—Algo, something sweet, algo dulce.
—¿Y tú bailarás?
—Canta.
Silencio. José Antonio susurra, canta. Canta una melodía, una música.
—¿Qué es?
—Nada.
—¿Lo inventas tú?
—Sí, yo.
—¿Y no tiene nombre?
—Nocturno, nocturno para Lille Havfrue. Baila, Susy.
Susy baila, desnuda, en medio de la habitación, sobre las tablas todavía enceradas, envueltas en luz roja; mate, blanca y opaca; baila lentamente, incluso cuando José Antonio ha cesado de cantar, sentado en la cama. Pausa.
—¿Conoces seagull?
—Sí, qué.
—Well…, you. (Tú eres una gaviota, Susy.)
Ella sonríe, quizá. Se acerca bailando a la cama.
—Me canso. ¿Antonio?
—What?
—I love you.
—Te quiero, Susy, niña mía.
—Niññña mía.
—Te quiero.
—Te q…ero.
—Así, all right. Eres muy lista.
—No. Tú sí, tú sabes cantar.
—Tú eres una gaviota, una sirenita, una duna, un pequeño desierto y un pequeño camino, también. Un camino por encima de las montañas.
—No hay montañas en mi país.
—Por encima de las colinas, por encima del cielo.
—Te q…ero.
—Niña mía.
—Jeg elsker dig.
A Susanne le han enseñado sus padres los pequeños placeres de la carne. El hombre con quien vivió desde los catorce años le ha enseñado también los pequeños placeres de la carne. José Antonio está sudoroso, inerte. Ella le acaricia en la planta de los pies, en la nuca. Ella pide que él la acaricie en las plantas de los pies, muy lentamente, con las yemas de los dedos. Está inmóvil, extendida, anhelante.
—Ahí no, me haces cosquillas.
—¿Me haces qué?
—Me da risa; en las plantas de los pies no puedes tocarme.
—A mí no me pasa nada. Sigue, go on. Es tan agradable. A mi madre también le gustaba mucho. Me enseñó ella.
—(A mí, ya ves, Susy, nadie me ha enseñado nada, absolutamente nada. Ahora aprendo de ti, poco a poco. Aprendo cada día una pequeña cosa, ya ves. Algunas se me olvidarán. Se me olvidará cómo se dice Sirenita en danés, se me ha olvidado ya. Pero de algunas me acuerdo. ¿Quieres ver las cosas que recuerdo? Bueno, para qué. A ti no te sirven. A mí no me sirven tampoco. Pero esto que tú me enseñas sí que me servirá, Susy, niña, casi como una virgen. Tienes los ojos tan azules, tan claros, tan limpios. Me habían dicho que… Me habían engañado, Susy. Qué lástima. ¡Haber empezado a vivir, a amar cuando se va a la escuela, a los catorce años! ¿Qué hacía yo entonces?)
—Sigue, más. ¿Te cansas?
—No.
—¿Tienes sueño?
—Sí, ahora sí.
—¿Quieres dormir?
—¿Y tú?
—Yo te miraré.
—Espera. Tengo que trabajar mañana. Soy pobre. ¿Te gustan los pobres?
—No.
—¿Por qué?
—Porque tienen que trabajar.
—No te gusto.
—Ahora sí.
—Voy a poner el despertador. (¿Y mañana? ¿Ya no te gustaré mañana?)
—Sleep, my little big-built man.
—Duerme también tú, mi niña. (¿Y me olvidarás mañana? Iré a vender periódicos a la plaza de la Ópera. Seré simpático con los norteamericanos, les diré que hace sol, les preguntaré si les gustan los toros. Ganaré más comisiones, para comprar champán, o «Martini», o jerez. ¿Me olvidarás mañana? ¿Me vas a olvidar? ¿Me vas a olvidar? Susy, ¡Susy!) Susy, ¿me quieres?
—Duerme; hasta mañana.