MÁS ALLÁ DEL VERANO

José Antonio iba todas las noches al Sena, a eso del crepúsculo. Se sentaba en un escalón, bebía si había vino, fumaba si había cigarrillos y cantaba siempre, viejas coplas no escritas porque nacen con el alma. Allí conoció a quienes odiaría más tarde, los que le ofrecían todo el calor humano en forma de indiferente amor que él pedía. Allí conoció a Enrique, a Susy, a Perico el Barbas, a Carlitos, a los dos portugueses, a Peter el alemán, que se emborrachaba siempre, a Jean, poeta canadiense, a las dos nórdicas estólidas, a un mecánico norteamericano que se hacía llamar Napoleón, a un marino holandés, a Jimmy el checo, a una lituana que cantaba maravillosamente. Todos ellos eran amigos entre sí, incluso sin conocerse de nombre; todos hablaban a José Antonio cuando llegaba el caso, o le invitaban, o se dejaban invitar. A todos ellos amaba José Antonio como una prolongación de sí mismo; por ellos y por todos decidió hacerse comunista, decidió vivir feliz luchando. (Pero él no sabía que en verano es fácil la vida para todos los animales que ocupan la tierra, desde París hasta Ciudad de El Cabo, y más allá. A él nadie le había dicho que el verano en París es tiempo que pasa y recuerdo que hiere. Como los demás, se consideraba hombre sin porvenir, sin futuro; es decir, no pensaba que él existiría más allá del verano y más allá de París.)

Empezó a creer en una vida prolongada cuando conoció a Susanne, Susy. Nunca llegó a enamorarse de ella, pero pensó vivir a su lado cuando el verano terminara y el frío arrojara del Sena a los últimos buscadores de nadie sabe qué. Susy acababa de llegar a París, se había puesto unos pantalones y se fue al Sena, un domingo por la tarde. José Antonio había robado cigalas en la pescadería y, junto a Perico el Barbas, el Comunista y Carlitos, había preparado una comida en su propia habitación. Con las cigalas —dos para cada uno— habían comido queso, pan, vino y una lata de paté de campagne. Regresaban al Sena y se les acercó un madrileño a quien conocían.

—¿Vamos de ligue? —preguntó.

—Algo habrá que hacer en ese sentido —contestó el Barbas.

El Barbas había estudiado filología y era muy aficionado a usar frases redondas y sonoras, con curiosas muletas eufónicas. («Amo la eubolia», solía decir.)

—Si no habrá nada…

—¡Macho! —dijo el de Madrid—, te equivocas. Acabo de ver a dos inglesas… Por lo menos hablan en inglés. Yo hablo bastante, ¿quién me acompaña?

—Yo también me defiendo —dijo José Antonio.

—Tú, de qué, hombre. ¿Te vienes, Barbas?

—¡Adelante y God save the girls! —cantó él.

Regresaron cinco minutos más tarde.

—Macho, ni que fueran caperucita roja. ¡Vaya miedo! —decía el madrileño.

Comenzaron por la margen izquierda del río, hablando y mirando los cuadros que los libreros exponían bajo el sol. Había tres muchachas en un puesto, revolviendo libros viejos. Dos de ellas —rubias— iban en pantalones. Estaban de espaldas y parecían hermosas.

—¿Quién pica? —preguntó el Comunista.

—Anda, Barbas —dijo José Antonio.

—Yo ya fracasé. Vete tú.

—Anda, que no te hemos visto actuar. ¡Un mes en París y nada!

—Un tipo tan guapo como tú.

—Bueno, bueno, lo intentaré. Si hay plan os llamo, ¿eh? —respondió José Antonio, turbado. Las muchachas estaban a pocos metros, de espaldas aún. Lo difícil era iniciar el diálogo, obligarlas a responder. Luego ya se las arreglaría.

José Antonio se acercó.

—¡Toma, el libro que buscaba! —dijo al tiempo que arrebataba de las manos de una muchacha un volumen—. ¡Henry Miller, mi ídolo!

—¿Le gusta Henry Miller? —preguntó la muchacha.

—¿Que si me gusta? Somos hermanos, casi. —José Antonio nunca había oído hablar de él. Pero trató de explicar que lo había conocido en Madrid una vez. Tuvo que hacerle una entrevista. (Él era, de nuevo, periodista.)

It’s funny! —dijo la muchacha a las otras dos. Ellas le hicieron traducir al inglés la corta conversación. José Antonio preguntó de dónde eran y comenzó a hablar en su inglés lento y pensado. Ellas se rieron y le preguntaron por su vida. Al saber que estudiaba en la Alianza, le pidieron que les contara algo de allí, pues también ellas pensaban estudiar francés en el mismo centro. José Antonio les dijo que las esperaba mañana a las dos en el patio, para ayudarlas a inscribirse.

Los otros cuatro se acercaron distraídamente.

Tiens, c’est donc toi! —dijo el Comunista. Simularon un encuentro fortuito.

—Hablan inglés —les advirtió José Antonio.

El madrileño intentó decirles algo, pero ellas no le entendían. Se enfadó. Comenzó a insultarlas en español.

—Tú eres imbécil —le dijo José Antonio.

El madrileño se enfadó también con él y se marchó diciendo palabrotas. Los cuatro siguieron con ellas casi una hora, intentando hacerse comprender. La francesa dijo que tenía una cita, que debían irse. Y los muchachos quedaron otra vez solos, paseando de un sitio a otro, buscando.

Al día siguiente, después de su reparto de pescado, José Antonio encontró en el patio de la Alianza a las dos danesas. Las inscribió él mismo y las condujo al Servicio Social para que buscaran una familia donde trabajar. Mientras leía para ellas los cartelitos en francés, vio uno en que se ofrecía gratuitamente un piso a un estudiante italiano, con la condición de que viviera en él un plazo mínimo de dos meses. Apuntó la dirección, junto a otras para las chicas. Salieron de la Alianza y bajaron hasta el Sena por Saint Michel. Las danesas acababan de levantarse —dijeron— y no habían comido aún. Él tampoco había comido, con la prisa de acudir puntual a la cita. Compraron, pues, pan, queso y una botella de «Géveor» blanco y se sentaron junto al río a comer. Había pagado Susy, la más pequeña de las dos, la de ojos azules más hermosos, la rubia, la de pantalones rojos.

—Nos vamos al hotel —dijo ella cuando terminaron de comer.

José Antonio se quedó sentado, fumando el cigarrillo que le habían regalado. Susy le cogió de las manos y, cuando José Antonio estuvo en pie, se encontró entre los brazos de ella. La besó sin darse cuenta y se pusieron en camino. Susy reía como una niña. Tenía diecisiete años y era la primera vez que salía de su país. Se cogió del brazo de José Antonio y subieron los tres a un hotel de la isla de la Cité, en medio del río.

—Yo voy a escribir una carta —dijo Dorty. Se sentó en la única silla y comenzó a escribir. Susy y José Antonio se tumbaron en la cama, riéndose de la otra «que lloraba por su amor lejano», su far love. Susy se apretó a José Antonio, le mordió en una oreja y se levantó de la cama de un salto.

—Voy a lavarme —dijo.

El muchacho se quedó esperándola, mientras Dorty escribía a la luz de una vela colocada sobre la mesa. Tenían cerrada la ventana porque «el patio huele muy mal, muy mal». De esa manera, no llegaba hasta allí el calor de las cinco de la tarde. Ni el ruido, ni la noción del tiempo. La vela daba su pequeña luz de eternidad a la habitacioncita limpia, ordenada, habitación de jóvenes vírgenes.

Y Susy entró poco después, se quitó el albornoz y apareció sin pantalones y sin blusa, casi desnuda. Se frotó el pelo con una toalla, sentada en la cama. José Antonio la atrajo hacia sí como en un juego, riendo, besándola. Dorty volvió la cabeza, sonrió y dijo algo en su idioma.

—¿Qué dice? —preguntó José Antonio.

—Que si vamos a empezar tan pronto.

El muchacho se encogió de hombros.

—¿No os da vergüenza hacer el amor delante de mí? —volvió a preguntar Dorty, en inglés.

—A mí no, of course no!

—Pues a mí tampoco, qué demonios —dijo José Antonio en español.

Cuando los tres salieron del hotel era ya de noche. Dorty dijo que ahora les invitaba ella. Compró otra botella, esta vez de tinto, y bajaron al Sena a bebería. José Antonio bebió un largo trago «para descansar». Estaban apoyados los tres sobre el mismo árbol, en círculo. Como todos los días, el agua aparecía negra, brillante a veces por las luces de la ciudad, misteriosa y próxima. José Antonio se descalzó y se lavó los pies. Dorty hizo ademán de tirarle al agua y él se agarró a su tobillo. Susy comenzó a gritar:

—¡Que estoy celosa, que estoy celosa!

—Ahora que me acuerdo. Debo ir a buscar habitación. Las señas de la Alianza. ¿Nos veremos mañana?

—No vayas. Tienes tiempo luego.

José Antonio estaba un poco cansado de hablar en inglés con ellas, de entenderlas a medias. Estaba cansado del vino. Quería pasearse solo por algún sitio, asentar sus pensamientos. Sentía la vaga impresión de que había sido infiel a alguien, a Carolina quizás, a Paula, de que había obrado sin atención, dejado llevar por aquel dulce río en que se había metido. No se detuvo un segundo en averiguar si había pecado, si había ofendido a Dios. Creía que todo había ocurrido demasiado de prisa para que hubiera podido, al menos, darse cuenta, «fijarse en los detalles», como decía el Barbas.

Fue a la dirección que le habían dado en la Alianza. La dueña no estaba. Debería venir mañana de una a dos.

—¿Soy el primero? —preguntó a la criada.

—Sí, señor, sí.

—¿Pero no ha venido nadie antes?

—Nadie, señor. ¿Por qué?

—Hace tres días que está el anuncio allí. Y es cosa buena —dijo, como para sí.

Volvió al día siguiente. La dueña le recibió con grandes gestos de simpatía y de amabilidad. Era, en efecto, el primero. En dos palabras le explicó. Ella tenía muchos pisos vacíos y se los dejaba a los estudiantes gratuitamente, pero bajo ciertas condiciones. En primer lugar, deberían estar dispuestos a salir cuando ella decidiera, es decir, cuando una familia estuviera dispuesta a alquilarlo. Entretanto, podía vivir allí como en su casa. Debía pagar la luz y el gas, recibiría algunos muebles. Era preciso que no molestara a los vecinos, que no hiciera ningún ruido…

—Escuche, señora, yo, ¿sabe?, no soy italiano.

—¿Ah, no? Entonces…

—Pero soy español, que es lo mismo. Nosotros somos muy serios. No haré ruido. Verá cómo queda contenta conmigo. Italianos y españoles, hermanos, ¿sabe usted? —decía José Antonio sin detenerse a respirar.

Ella pensó un momento y le dejó el piso. Le pidió el pasaporte y la carta de la Alianza, le obligó a firmar un contrato, le dijo que le mandara algún amigo necesitado para dejarle otro piso, si él conocía. «Italianos de preferencia, ¿entendido?» Por la tarde, se presentó de nuevo en su casa José Antonio acompañado del Comunista y el Barbas. La mujer les mostró una enorme cama de hierro, una mesa con ruedas, sillones, un infiernillo de gas. Lo tenía almacenado en un cuartucho del sexto piso. Cuando los tres hubieron terminado de bajar los muebles a la calle, la mujer les dijo que había llamado una furgoneta para que se los llevara. Debería pagar José Antonio el transporte. El conductor de la camioneta les presentó un recibo: cuarenta francos. José Antonio fue todo el viaje protestando, pero el conductor no era el amo y ya no había más remedio. El conductor les invitó a cerveza y guardó los cuarenta francos: el Comunista le había dado quince a José Antonio para que pudiera pagarle.

—Os invito a cenar —dijo éste.

Y mientras los dos colocaban la cocina y los muebles, él bajó a comprar huevos y patatas para freír. No olvidó una botella de vino. A José Antonio no le gustaba mucho, pero en París el vino era una especie de «dios mitológico, era un ente necesario y hasta imprescindible». (El Barbas sabía otras muchas frases sobre el vino embotellado que costaba uno sesenta o dos francos, según su graduación, «su magnitud de ente».)

Frieron los huevos y las patatas y comieron los tres del mismo plato. El piso tenía tres habitaciones, cocina y servicios. Con los trastos que la mujer les había dado sólo podían amueblar una, la que daba a la calle, con altas paredes empapeladas, chimenea y un armario de luna antiguo. La mujer había dudado de los españoles —según confesó más tarde— porque eran muy amigos de meter a otros compañeros en casa. A José Antonio le amenazó con la expulsión inmediata si la portera le avisaba de que algún hombre había dormido en el piso. Esta orden la cumplió el nuevo inquilino durante tres meses, hasta el día de la Gran Fiesta Onomástica del Mundo, nombre oportuno que al Barbas no costó ningún trabajo inventar.