Todas las canciones que se cantaban a orillas del Sena eran populares o tristes, salvo unos pocos twists de última moda. Lo mismo suecos que árabes llevaban hasta allí lo más sentimental de su folklore, lo más nostálgico. Los grupos heterogéneos se formaban diariamente, como necesitando la compañía mutua, el resplandor del agua y el cobijo de los puentes. Gran parte de ellos eran estudiantes en vacaciones, sencillos emigrados, turistas pobres. Y todos estaban en París buscando algo. Se buscaba habitación, trabajo, dinero, mujeres, vino, placer. Se buscaba el olvido de uno mismo para recomponerse nuevamente, fabricar de sí mismo un hombre más exacto que el anterior, mejor preparado. Todos buscaban algo, día tras día, noche tras noche. Y nadie aseguraba que hubiera hallado aquello que buscaba. Evidentemente, mujeres y trabajo y habitaciones había algunas posibles de lograr. Pero quienes conseguían esto, buscaban algo que estaba, indeterminado, más arriba, sobre ello, sólo un poquito más allá. Y eso ya no era tangible, alcanzable. Eso quedaba fuera del alcance de la mano. Nadie confesaba el objeto de su búsqueda, el objeto verdadero, nuclear, puro. Se le metamorfoseaba en pequeñas realidades superficiales, exteriores a cada uno. Pero quedaba fuera de las palabras, inmerso en las aguas negras de los pensamientos, de los deseos íntimos. En momentos de confidencias aquellos muchachos extraños confesaban la realidad de sus vidas. No eran bohemios, no amaban la suciedad y las barbas largas, preferían la «Coca-Cola» al vino, el tabaco rubio a los asquerosos «Gauloises»; sin embargo, acudían diariamente a la etérea cita, al grupo de jóvenes sin nombre, sin patria y sin pasado, para reconocerse juntos en torno a algo perdurable y cierto. ¿En torno a qué? De momento, tenían una música común, un aplauso común, un dinero que los turistas les daban para repartirlo entre todos, una esperanza de fraternidad mayor, de perfecta armonía entre ellos mismos y las cosas que podían ver y tocar, el pequeño gozo de insultar riendo a los ricos de las vedettes, de lanzar lucecillas rojas sobre el río, de obligar a bañarse a uno, de pegarse, incluso, por una muchacha más bien fea y sucia. Todo el verano era una gran canción nostálgica, una gran botella de vino, un gran aplauso a su propia esperanza oscura. El verano pasaba así. Quizás alguno saliera de él habiendo encontrado aquel objeto puro de su constante búsqueda: una felicidad, un amor, un ideal. Todos podían unirse al grupo, todos eran acogidos, a todos se les decían palabras sin desprecio. Las riñas eran seguidas por un baile macabro de un negro con sombrero cordobés que se movía en las escaleras, en las vallas próximas al agua. Todos aplaudían y la riña no terminaba en odios. No había programas, ni siquiera costumbre. Se obraba según el día, según la noche, según la benignidad de los policías. Se hablaba de política y de arte, pero, sobre todo, se hablaba de la propia historia personal, cierta o inventada, se hablaba de las pequeñas cosas de la vida, sin trascendencia, sin recovecos, sin fondos oscuros. La vida como es, blanca de día y negra de noche, a veces blanca de noche y negra de día, bajo el azote del hambre y la tristeza. Pero siempre la vida tal como venía, tal como podían sostenerla sobre la mano, sin gestos, sin ceremonias, sin filosofías. ¿Para qué los silogismos, la metafísica? A quoi bon? Uno vive cuando la sangre corre, cuando ésta es capaz de apresurarse y capaz de detenerse, cuando el corazón gobierna el cuerpo y la cabeza. ¿Mañana? On ne sait jamais! Jamais! Mañana no existe entre vosotros, los que os sentáis al atardecer junto al Sena, vosotros sobre los que se escriben libros y se realizan películas, sobre los que se fundan teorías acerca de la miseria de la juventud actual, esa desgracia que nuestros padres han echado al mundo.