AUNQUE EL VIENTO NO PASE

José Antonio había comenzado perdiendo el gozo de vivir, la rara felicidad que el viaje le había proporcionado. No tenía tiempo para recobrarlos, en aquel París donde también hay hombres que pasan hambre y duermen en una pequeña habitación sin ventanas. Después de la comida en un Foyer de estudiantes, habían paseado los tres por el barrio Latino, sin rumbo y sin nada que hacer. Pero los dos amigos hablaban de París, le insultaban, elogiaban también aquella vida extraña en que las circunstancias les habían metido. El recién llegado les contó sus deseos de continuar viaje hasta Alemania o Suiza, pero ellos le disuadieron. A pesar de todo —decían— París valía la pena en verano. Bastaba encontrar un trabajo para comer dos veces al día.

—El resto viene por añadidura, como en el Evangelio.

José Antonio se acostó pronto. Ya dormido, notó el cuerpo de su amigo que se revolvía en la cama. Él no estaba acostumbrado a aquel contacto húmedo. Hacía calor. El muchacho le rozaba con las rodillas. José Antonio abrió los ojos a la oscuridad.

—Hola —dijo.

—Te he despertado, perdona —contestó el otro.

—No te preocupes. Es que no estoy acostumbrado.

—Yo tampoco, pero en tres días se arregla. Recuerdo que así vale cinco duros menos.

—Pero tú ganas bastante, ¿no?

—Ah, los días que salen bien gano hasta veinte francos. Los malos, quince. Ya aprenderás a valorar este dinero: no tienes ni para fumar.

—Bueno, yo te agradezco este favor —respondió José Antonio.

—Tenemos que ayudarnos unos a otros. Cada quién por su lado no puede hacer nada. Mañana te tocará a ti…

Quedaron silenciosos. Se oían ruidos en el exterior, de coches y palabras. Un ventanuco daba al patio al que no llegaba nunca el sol. La cama era estrecha y dura, las sábanas sucias. El techo caía inclinado hacia los pies de la cama, de manera que en aquella parte de la habitación no podía colocarse uno de pie. Sobre las paredes había fotografías y recortes de revistas. Ningún crucifijo, ninguna estampa de la Virgen. Fotos familiares del muchacho, seguramente. Un matrimonio sentado en sillas de paja, sobre un fondo de chopos. La mujer llevaba pañuelo a la cabeza. El hombre no tenía corbata. Cerca de ellos una muchacha que sonreía. Sobre el lavabo, una gran mujer semidesnuda, cortada de la revista Lui. José Antonio las había mirado, sin pensar nada.

—Oye —preguntó—, ¿y te escapaste de verdad?

—Sí, me buscaba la «Poli». Soy comunista.

—Yo no.

—¿Católico?

—Tampoco —dijo José Antonio.

—¿Nada, entonces?

—Un estudiante, un obrero. Huérfano.

—Terminarás siendo comunista.

—No sé. Acaso. Pero no puedo matar hombres, como vosotros. A mí me gustan los hombres, ¿sabes?

—Yo tampoco mato. A veces es necesaria la violencia. Ya te darás cuenta. Uno se cansa de que le chupen la sangre, de que le aplasten. Y entonces no queda más remedio que aplastarles a ellos. Pero el comunismo no es matar a los otros, el comunismo verdadero. Es luchar para que todos sean felices.

—Eso será difícil conseguirlo —replicó José Antonio.

—Pero hay que intentarlo.

—Claro, y empezar por uno mismo, digo yo.

—Yo soy feliz, ahora. Más que antes.

—¿Feliz del todo?

—Del todo, del todo no —contestó el muchacho—. Pero bastante. La felicidad es cuestión de voluntad, como todo. Y cuando ayudas a otros te sientes contento de ti mismo, que es lo que vale.

—Eso mismo me decían los curas —dijo José Antonio.

—Ellos lo dicen, claro, pero no lo hacen. ¿A quién ayudan? A los capitalistas. ¿Qué ayuda nos dan a nosotros? La resignación, que nos aguantemos, que soportemos, que nos muramos. Cuanto peor lo pasemos, cuanto más nos jodan éstos, mejor estaremos en el cielo. Eso es absurdo, ¿no te das cuenta? Nosotros decimos lo contrario. Hay que ser felices mientras tengamos tiempo; y todos iguales. Después uno se muere y vete tú a poner flores al muerto, anda…

—No se está aquí mal del todo —contestó José Antonio—. Pero hace calor.

Retiraron las mantas. Quedaron con la sábana negra, sobre el pijama.

—¿Tienes sed? Hay un poco de limonada.

—¿Dónde?

—Ahí, en el armario. Espera.

El muchacho encendió la luz, saltó de la cama y trajo una botella a medias llena. Dio de beber a José Antonio y luego bebió él. Sostuvo la botella en alto.

—Para que te hagas comunista —dijo.

José Antonio sonrió.

—Está bueno —respondió, sencillamente. Y luego—: Oye, ¿cómo te llamas?

—Facundo. Es un nombre catastrófico. Pero aquí me llama todo el mundo el Comunista. Es más comprometedor —sonrió en la oscuridad—, pero suena mejor. Facundo suena a cosa grande, a billetes de mil, a barriga llena, a «Seat 1500». Y luego, me apellido Fernández.

—¿Fernández? Yo también. Bueno, a mí me adoptaron de un hospicio. Y el tipo que me adoptó se apellidaba así. Mis padres eran rusos o húngaros, según dicen. Aunque cualquiera sabe. Acaso un barrendero. Me escapé de casa, ¿sabes? Por eso soy huérfano. ¿Qué te parece?

—Bien, hiciste bien. Se vive mejor solo. Yo también me escapé, ya te dije. Yo quiero a mis padres y siento haberlo hecho. He pedido una beca para Moscú. Si me la dan, estaré seis años sin verles, o más. Se morirán antes, seguramente. Son viejos. De Palencia, de un pueblo. Campesinos. Como si fuera huérfano, ya ves.

—Es triste —comentó José Antonio.

—Es la vida —repuso el otro.

Los golpes monótonos del despertador se oían en toda la habitación. Invitaban al sueño. José Antonio se recostó sobre la derecha, de cara a la pared. Pensaba en Carolina, en el colombiano borracho, con su coche blanco y negro, en el holandés de la orquesta, un tipo pequeño y flaco, con barbas rubias; pensaba en Carolina, de nuevo.

—Tengo sueño. He venido en autoestop, sin dormir.

—Bueno, pues hasta mañana. Yo tengo que vender periódicos. Nos veremos en el Foyer, si quieres, a eso de la una.

—Bien. Te esperaré. Hasta mañana.

José Antonio no oyó el despertador, ni el agua del grifo que caía sobre las manos del Comunista. Tampoco sintió que el otro colocaba la sábana sobre su cuerpo. Se levantó a mediodía, después de haber pasado casi una hora paseando sus ojos por la estrecha habitación, fumando, soñando en tantos pequeños detalles con que la vida le regala a uno, detalles tristes y alegres. Se lavó y afeitó lentamente. La habitación olía a tabaco, a sudor, a perfume de cuerpos, un acre perfume, desagradable y tierno.

Empleó la tarde con Facundo y su amigo, paseando de un sitio a otro, mirando las librerías. Compraron un bocadillo y se sentaron en un bar. Bebieron cerveza: habían decidido no gastarse los cuatro francos de la cena. Al día siguiente, los tres fueron a comer la sopa que la parroquia de Saint Séverin regala a clochards y mendigos del barrio. A las siete de la tarde había una larga fila ante el patio de la iglesia: algunos viejos sucios, muchos jóvenes con guitarras y grandes melenas, muchachas vestidas con pantalones vaqueros o de pana, con insignias contra las pruebas nucleares. Ellos procedían de todos los países del mundo y no sentían asco en comer aquella cocción de judías, verduras y carne que les servían en el mismo tazón usado por otro de ellos, por un mendigo acaso. Estaban sentados en el suelo, cantaban mientras comían, se pegaban, daban gritos pidiendo más pan, pidiendo un trago de vino. Había algunos españoles que despreciaban la comida, que sentían náuseas. Pero José Antonio lavó un tazón sucio y le pareció que el guiso no estaba falto de cierto éxito culinario.

El viernes por la tarde encontró José Antonio trabajo y habitación en París. Después de acudir diariamente al Servicio Social de la Alianza, descubrió el anuncio en que se pedía un recadero para una pescadería. La dueña le recibió hosca, le explicó en qué consistía el trabajo y ofreció pagarle cuatrocientos francos al mes, además de darle una habitación en el sexto piso, una miserable habitación llena de rendijas, sin lavabo, sin armario, con una claraboya hacia el tejado, una cama de hierro, dos sillas y una mesa. El muchacho aceptó. Su trabajo no parecía difícil. A las siete de la mañana bajaba a la pescadería, cargada sobre la rueda delantera de una bicicleta el pescado y comenzaba a repartirlo. Así hasta la una de la tarde. La mujer le regaló una guía de París, y le dio algunos consejos sobre su misión. Empezaría el lunes próximo. Debería tener cuidado con los pagos de los clientes, con la circulación, con el pescado que entregaba a cada uno.

De noche, para celebrarlo, compró una botella de vino tinto e invitó a sus dos amigos a bebería sentados junto al Sena. El Sena, en verano, es el centro de desocupados y solitarios. Se formaban grupos en las escaleras y muelles, se miraba el agua negra y las vedettes que la surcaban con su cargamento de turistas alegres. Siempre había alguien que cantaba, que reñía. Eran casi todos jóvenes, árabes y españoles en su mayoría. También se mezclaban con ellos norteamericanos, suecos, alemanes. Entre los tambores de los marroquíes y las guitarras de los otros, se organizaban bailes y canciones que cada quién seguía en su propio idioma. Podía uno estar allí hasta las cinco de la mañana, hablando o silencioso, con las torres de Notre-Dame a la espalda y las luces de París ante los ojos, un París veraniego, jovial y extraño. Sobre las botellas de vino y los insultos lanzados a los barcos de turistas se creaba una fraternidad sin nombres, sin diferencias sociales, sin intereses. Los tres amigos bebieron su botella y cantaron. José Antonio tenía junto a sí la bolsa de viaje. Aquella misma noche debía dormir en su nueva habitación, solitaria y triste. Quiso pagar a Facundo su parte del hotel y éste le dijo que cuando cobrara en la pescadería, que ahora no tendría bastante para comer durante todo el mes. Los tres amigos fumaban. Los árabes cantaban su oda interminable a la noche, en todos los tonos: «Ya lailla, ya lailla.» ¡Oh noche! Y eso era todo: golpeaban sus tambores y lanzaban su voz fina, inacabable. Noche del desierto trasplantada a un París superpoblado y vacío, un desierto también donde sólo hay cigarrillos y una botella de vino para descansar de soledades y entusiasmos. Nómadas, buscadores, vagabundos, erráticos, bohemios; hombres que cantan a la noche porque en el día sólo pueden correr las calles, trabajar y sentirse abandonados.

El Comunista mostró a José Antonio la torre Eiffel, el jardincillo del Vert-Galant, a orillas del agua. Al lado de ellos, sobre el puente, se erguía la estatua de un rey a caballo.

—Me han dejado un poema —dijo.

Sacó del bolsillo trasero de su pantalón un papel arrugado y, sin esperar respuesta de sus compañeros, comenzó a leerlo, apoyado en la baranda del puente. Leía despacio y con voz dulce:

Ahora, dejemos las alturas,

los abismos,

y vayamos,

de una vez para siempre,

al centro de la calle.

Aquí está la verdad,

pequeña, mísera,

entera.

Si nos dejamos de silencios

y luchas invisibles,

veremos

a la luz de este sol,

de nuestros mismos ojos,

un hueco en esta calle,

algo duro y vacío,

donde no pasa el viento.

Aquí no pasa el viento;

pasan cosas y cosas,

muchas cosas;

con nombres,

cosas dichas, sabidas;

aunque el viento no pase.

Dejémoslo ya todo:

los abismos y alturas

de las cosas,

su profunda unidad

sin razón ni sentido

y vayamos,

de una vez para siempre,

al centro de la calle.

Aquí sí pasa viento:

algo concreto y duro.

Aunque no pase el viento,

aquí, en medio de todo,

hay un lugar tranquilo

que algún viento acaricia:

un lugar sin secreto,

sin música, sin agua.

Aquí estamos reunidos

en medio de la calle.

Dejemos las alturas,

los abismos,

de una vez para siempre.

Aunque el viento no pase,

vamos pasando todos

uno a uno, a empujones,

a este hueco tranquilo,

sin música, sin agua.

Aquí os esperamos.

—¿Es tuya? —preguntó José Antonio.

—No; espera. José Corredor Matheos; ¿le conoces?

—Yo no

—Debe de ser sudamericano. Me lo dejó un colombiano, un tipo barbudo, poeta. Anda por la Alianza, también. Es una buena persona.

El agua del Sena estaba quieta, negra. Bajo los árboles del Vert-Galant había parejas de enamorados abrazados, inmóviles. Un policía se paseaba con la cabeza inclinada, indiferente, noctámbulo. Por el puente cruzaban algunos coches. Sobre el río lucían lamparillas de aceite que alguien había encendido dentro de un bote de yogur. Luces rojas, movedizas, tan tristes como la noche y el agua y el policía y los enamorados que tal vez dormirían sobre el muelle porque no tenían habitación.

José Antonio no vivía muy lejos de allí, a una media hora. No le importaba que cerraran el Metro. Pero la habitación del otro quedaba lejos y dijo que al día siguiente debía levantarse a las cinco y media para barrer su oficina. Se despidió de él y del Comunista. Bajaron los dos y se sentaron con los pies colgando hacia el río. Los grupos se habían disuelto. Sólo quedaban las parejas, el policía, dos viejos mendigos durmiendo bajo el puente, encogidos si lado de su botella vacía y de un montón de periódicos, con el rostro hacia el cielo estrellado, las manos en los bolsillos, los zapatos desabrochados, mudos y sonrientes como estatuas de ángeles.

—Aquí sí pasa viento —dijo el Comunista.

—Ellos se dan calor —respondió José Antonio señalando con un gesto a los dos clochards.

—Ahora no, ahora no hace frío. En invierno se tumban sobre las claraboyas del Metro, para recoger las respiraciones de los otros, el sudor. Son buena gente, ya lo verás.

—¿Tienes hambre?

—No, ¿por qué?

—Yo tampoco. Dan bien de comer en el Foyer.

—Pues hay muchos que no quieren ir allí. Les da asco reunirse con los negros y los argelinos… Tenemos que ir una noche a robar fruta a Les Halles.

—¿A robar? —preguntó José Antonio.

—Bah, no te pescan nunca. Está casi permitido. Es el mercado, ¿sabes? De noche llegan los camiones y llenan toda la calle de cajas. Uno roba una manzana y no pasa nada. Tenemos que ir. A un tipo que yo conozco le entró el escorbuto por no comer fruta: está carísima. Entonces hemos descubierto esto. Cada semana nos damos un paseíto y nos hartamos. Eso no puede estar prohibido. Es una necesidad. Yo creo que ni los curas lo prohíben.

—Bueno, iremos un día.

—Yo ahora tengo que andar con cuidado. Si me piden los papeles, me hunden. Me envían a España y me la cargo. Yo voy poco por eso. Me traen alguna cosa Fernando y los otros.

—Yo te traeré también, no te preocupes.

—Cuando aprendas, no vayan a cogerte a ti. No pasa nada, pero es mejor que los «flics» no le fichen a uno.

Facundo se levantó y extendió los brazos hacia el río.

—Iremos a dormir, ¿eh? —dijo—. Mañana tengo periódicos también. Ya me voy hartando de eso. A ver si busco otra cosa. Lo tuyo es bueno.

—Ya veremos.

—Acaso puedes sacarnos una merluza. Nos íbamos a poner…

Subieron las escalerillas. El rey a caballo seguía en su sitio. La noche también, poblada de luces, de recuerdos. Quién sabe dónde estaban ahora Carolina y Marisol. Podían haber venido a París con él. Harían dos parejas. Charlarían y hasta podrían quedarse a dormir junto al Sena. No hacía frío. José Antonio se despidió de su amigo con un apretón de manos. «Hasta mañana.» Y luego comenzó a andar, a andar, siguiendo las calles por el plano que la pescadera le había regalado, un librito rojo con olor a mariscos, como en la playa de San Sebastián; Sobre su calle había marcado una cruz a bolígrafo. Metió la mano en el bolsillo para comprobar si tenía la llave. Sacó un cigarrillo y fue fumando, tarareando la oda árabe a la noche.