Los amigos de José Antonio no tienen nombre aún, no existen para él. En París se encuentra más solo que cuando su padre le llevó al colegio, más solo que en Madrid. Le habían proporcionado dos direcciones en alguna de las cuales podía encontrar españoles, trabajo y habitación: 53 rué de la Pompe y 101 boulevard Raspail. En la estación de Saint Lazare mira sobre un plano del Metro las indicaciones que la mujer le ha dado. ¿Dónde irá? Prefiere el ambiente estudiantil, internacionalizado, de la Alianza Francesa, a la Misión Española, refugio de obreros que se dicen turistas, de frailes y, seguramente, de exhortaciones a la vida «edificante». Así, pues, monta en el Metro con la bolsa en la mano y sale en la estación que la mujer le ha dado escrita: N-D. des Champs. Busca el número. Hay un patio con árboles, un quiosco de periódicos, un cartel que prohíbe la entrada a «todos los miembros ajenos a la Alianza». Él entra, sin embargo; lee las noticias escritas en encerados, los papeles clavados en la pared. Algunos jóvenes le cruzan, le adelantan. Llevan carteras, o bolsas de viaje, o cámaras fotográficas. Una muchacha vestida de india se le queda mirando como si fuera a preguntarle algo.
—Perdone, señorita… —dice él.
Ella se acerca.
—Yo acabo de venir…
—No comprendo francés —le responde.
—¿Inglés?
—Yes, I do.
—Quisiera informarme, informarme…
—Yo no sé nada. He llegado ayer. En esa ventanilla…
—Muchas gracias, muchas gracias.
En la ventanilla preguntan a José Antonio su nacionalidad y le entregan un pequeño folleto en español donde se comunican horarios y precios de las clases para extranjeros. Con él en la mano entra en un salón en cuyo fondo hay un corto mostrador. Algunos estudiantes están allí apoyados, bebiendo. En el salón hay grupos de chicos y chicas, con libros en la mano. Dos muchachos están hablando en castellano.
—Buenos días —dice José Antonio—. ¿Sois españoles?
—Ya ves —dice uno con cierta indiferencia.
—Es que yo acabo de llegar. Quería que me explicarais algunas cosas. No conozco a nadie en París.
—¿Qué quieres saber?
—Pues todo. ¿Es fácil encontrar trabajo?
—¡Uf, trabajo! —responde el otro—. No es fácil, no. Puedo darte direcciones, si quieres. Para limpiar oficinas, que es lo que hacemos todos. Luego ya podrás encontrar algo mejor. Éste, mira, se ha enchufado para vender periódicos…
—¿Y la cama?
—¿No tienes chambra?
—He llegado esta mañana, hace un rato. No tengo más que esto. —José Antonio balancea su bolsa repleta.
—Lo mejor —responde el primero— es que te inscribas en la Alianza, como hacemos todos. Por cincuenta francos puedes encontrar trabajo y habitación. Hay una oficina para eso: «Le Service Social».
—Bueno, ahí nunca hay nada —dice el otro—. Pero con un poco de suerte… Por lo menos —añade—, esto está lleno de españoles y siempre sale alguna cosa.
—Se podría ir a la Pompe, también —dice José Antonio.
—¿A la Pompe? —los dos ríen—. Eso está lleno de fascistas y de curas, que es peor.
—Dan trabajo, me han dicho.
—Lo que te dan es muchos consejos, muchos consejos. Y te explotan, si te dejas… A éste hay que adoctrinarle. Mira, ¿tú no conoces a los curas? Bueno. ¿Y a los fascistas? Entonces no te metas allí, te lo aconsejo. Acaso te dan trabajo en una fábrica, pero eso no vale la pena. Terminas hecho polvo. Pagan bien, pero te haces más bruto que un tío de Jaén. La Pompe es para ir a misa, a confesarse y darles francos a los curas. Puedes echar un vistazo y te convencerás. Yo sólo te digo esto: que tengas cuidado. Aquí cada quién está a lo suyo, y ellos más que ninguno.
—Yo no tenía muchas ganas de ver a los curas, es la verdad —replica José Antonio dulcemente. Ellos vieron en su voz una cruel ironía.
—¡Bravo, macho! Te harás el amo de París.
—¿Fumáis? «Celtas».
—¡«Celtas»! —los dos muchachos cogieron dos cigarrillos cada uno.
—¿Y qué hay que hacer para inscribirse?
—Tener pasaporte y dos fotos y cincuenta francos. ¿Tienes pasaporte?
—¡Claro!, ¿cómo iba a venir si no?
—¿Cómo? —contesta uno—. A nado, como yo. O corriendo por los Pirineos. Éste también tiene, es un fascista.
El otro ríe mientras fuma ávidamente su cigarrillo.
—Bueno —dice José Antonio—. Así da gusto. Ya somos amigos.
—Y yo os invito a un café, pero noir, ¿eh? Nada de á la créme. Me pagaron el viernes y aún me queda.
Se acercaron los tres a la barra, toman sus tazas y vuelven a colocarse en el salón, junto a una mesa alta y estrecha. El que ha pagado los cafés le explica a José Antonio que le han echado de la Universidad «por revoltoso», que no quisieron darle pasaporte. Entonces, se escapó. Y ahora espera que le den papeles como exiliado para seguir su carrera de Economía.
—¿Qué estudias tú?
—Filosofía.
—Como todos. Filosofía, Derecho y Económicas. No encontrarás uno de Caminos, no. Somos los proletarios de la Universidad: sin cama, sin trabajo, sin un céntimo… Ellos sólo vienen a París a divertirse, a regalar a las putas de San Denis el dinero que nos roban a nosotros. Cabrones… Yo trabajaba en Madrid, trabajo aquí y me mandarán al infierno a trabajar. Y ahí los tienes a ellos, con corbata y todo. Bueno, a nuestra salud —termina, brindando con la cucharilla en que ha recogido el azúcar depositado en el fondo de su taza.
—Algún día nos tocará a nosotros —responde José Antonio.
—Entonces… —dice el del brindis.
Se quedan un momento mirando a través de los cristales. El patio se va llenando de estudiantes que salen de clase. Se forman corros, hay chicos solitarios, fumando. Cada vez el patio está más lleno, más animado. Brilla el sol sobre los vestidos de las chicas. No hace calor.
—Mírala, qué buenona —grita el fascista—. Venid.
Los tres salen al patio y se acercan a una muchacha que habla con algunas más. El que la ha conocido la saluda con grandes gestos, le besa la mano ceremoniosamente.
—Ingrid, un feto de alemana. Pero se da bien —le dice a José Antonio—. Voilà un ami encore. ¿Cómo te llamas?
—José Antonio, Joseph Antoine, une espéce de falangiste. ¿Te enteras? —la muchacha sonríe, con su mano izquierda sobre la de José Antonio. El otro prosigue—: Bueno, yo voy a acompañarla. Ya nos encontraremos en el comedor, ¿eh?
—D’accord —responde el otro.
Quedan los dos solos, en medio de todos.
—Está como una cabra.
—¿Me ayudas a inscribirme?
—Vamos.
Los dos muchachos se acercan a la ventanilla. En pocos momentos le dan a José Antonio una carta amarilla. Ha escogido el turno de las doce y media, el más barato. Luego, entran en el llamado servicio social y miran los pequeños anuncios donde se ofrecen camas y trabajos. Casi todos son para chicas au pair. Las habitaciones cuestan alrededor de doscientos francos. José Antonio dice que no le queda ni para pagarla durante un mes.
—Podemos hacer una cosa. Me pagas cuatro francos y puedes dormir conmigo en un hotel. A mí me echaron de la habitación y estoy allí desde el viernes. Yo pago seis, pero siendo dos, pagamos a cuatro. No se está mal del todo. Hasta que encontremos una chambra decente… ¿Eres marica?
—¡Anda! —responde José Antonio.
—Pues vamos a ligar —dice el otro.
Salen juntos del servicio social y vuelven al patio. Pasan dos horas asaltando a muchachas rubias de grandes melenas caídas, a negras con moños levantados. Si alguna tiene un rostro español, el otro dice que con ésas vale más no intentarlo. Consiguen que dos yugoslavas les hagan caso. Cuando José Antonio dice que «ya están en el bote», vienen dos franceses, las besan y se las llevan. Ellos continúan saludando aquí y allá a gentes desconocidas, hasta que se cansan y se van al restaurante a esperar al exiliado. Atraviesan el parque de Luxemburgo, suben por una calle a la derecha del Panteón. Por todas partes hay estudiantes, hay sol. José Antonio habla con su nuevo amigo, sin darse cuenta de que está en París. Quiere encontrar trabajo. Le queda muy poco dinero, muy poco.
—Esto es el barrio Latino, abajo está el Sena. Es lo único que vale la pena de esta porquería de París —dice su compañero.