MY LITTLE DARLING!
(CUANDO LE BESÓ EN LA BOCA,
CON LOS OJOS HÚMEDOS)

Dificultades económicas momentáneas hicieron a José Antonio detenerse en París más tiempo del que tenía previsto. Una serie de circunstancias posteriores le obligaron, por así decirlo, a vivir en aquella ciudad como uno más de los miles de extranjeros que en ella viven.

Había llegado a finales de junio con quinientas pesetas ahorradas. En vez de pagar a la mujer de la pensión los quince días adelantados, según lo convenido, compró dos camisas de las que estaban de moda, unos zapatos veraniegos y un pantalón vaquero. Cambió su vieja maleta de lona por una bolsa azul, amplia y manejable, a otro de los que dormían en la pensión. De esta manera, las tres mil ochocientas de su salario le sirvieron, casi íntegras, para el viaje y los primeros días en París.

Algunos acontecimientos apresuraron su partida. Su trabajo como vigilante de obreros de la construcción llegó a hacérsele inaguantable. No tenía motivos especiales para odiarlo; era una especie de desazón cotidiana, un pequeño asco que cada mañana llenaba su sangre, cuando, provisto de las hojas impresas, iba en el Metro hasta las obras. Dedujo que una vida como la que estaba llevando carecía absolutamente de satisfacciones, carecía incluso de esperanza. A él le interesaba mucho la esperanza ahora. Dios había quedado atrás, en su monte solitario, Dios con la fe que se le debe y el amor que exige. Ante su alma se abría el mundo en su sentido más real y tentador: el mundo en que viven los hombres, con sus grandes ciudades y sus aldeas de miseria, con sus caminos abiertos, sus luces, sus árboles, sus noches y sus días, los ríos, las promesas, los amores. Una gran montaña bajo el cielo, cubierta de verdor. La esperanza, o el optimismo —su sustituto humano—, le mandaba subir hasta allí, unirse a los hombres de toda tierra y de todo corazón. Era un pájaro en su cerebro, una dulce obsesión que le impedía encerrarse en el círculo rutinario de sus obreros y sus raros clientes. Al fin y al cabo, él era todo lo joven que se podía ser, recién nacido para las cosas de aquí abajo. Madrid le sofocaba porque carecía de sentido vivir con poco dinero, sin tiempo ni amigos. El Pelao pretendió conducirle nuevamente hacia la Cariátide, pero José Antonio sentía una repulsión instintiva hacia ella, lo mismo que hacia su pasado onanismo. Y el Pelao fue quedando atrás, lo mismo que el Viejo y Luisín y otro José Antonio con quien había pasado muchas tardes antes de comenzar Humanidades, en el pueblo.

Fue Paula, sobre todo, la que le indujo a marcharse. Había una especie de gran secreto en el librito de pastas verdes, algún miedo oculto ante ese ancho monte que se erguía frente a él. ¿Sería agradable trabajar en Alemania, conocer —decía él, irónicamente— a sus abuelos húngaros? José Antonio carecía de eso que llamamos espíritu aventurero. Había luchado por su pasaporte, había imaginado mil veces la vida que le esperaba allá arriba, en el monte que desde el convento se veía «al otro lado». Pero uno no puede pedir que la realidad se ajuste a la imaginación: sería demasiado hermoso. Y, después de todo, José Antonio había comenzado a estudiar Lógica y en su cerebro luchaba ésta con los golpes impertinentes, contradictorios de su corazón. Uno debe atender también a los hechos reales, no sólo a la loca fantasía. Y los hechos reales con frecuencia se alejan demasiado de nuestras esperanzas. Seguramente en Alemania las cosas ocurrían como aquí, con obreros que piden huelgas y prostitutas que exigen más dinero. Pero en Hungría era diferente. Después de la Revolución, el pueblo —es decir, los hombres— eran dueños del poder, de su país, y, por consiguiente, dueños de sí mismos. Él hallaría un procedimiento para entrar allí y vivir con los hombres de su raza. Y si no eran de su raza, no tenía importancia. Los hombres son todos lo mismo; ocurre que en unos sitios hay menos humanidad que en otros.

José Antonio dijo a Paula que él era húngaro, huérfano de padres húngaros. Ellos murieron ya en España, pocos años hacía. Paula le contestó mirándole fijamente:

—Sí, tienes cara de húngaro.

El muchacho no preguntó en qué lo advertía ella. También él estaba seguro; así, pues, ¿para qué preguntar lo que ya se sabe? Serían sus ojos, o su pelo lo que le asemejaban a los hombres de su raza. O la sangre, tal vez; pero esto no podía saberse. Él mismo no estaba seguro de si era Budapest o Bucarest la capital de su propio país. Necesitaba descubrirlo, descubrirlo todo.

—Yo soy de raza gitana, ¿sabes? —dijo Paula.

—¿Hay gitanos rubios?

—Pues claro que sí. Además —confesó ella—, yo soy de frasco. Tengo el pelo como el tuyo, así de negro.

Era ya una mujer Paula. Treinta años, acaso. En su rostro habían quedado marcadas la tristeza y la miseria de una mujer solitaria, que trabaja y vive en pensión. Sus ojos castaños poseían la viscosidad, el brillo apagado y sombrío de las esperanzas incumplidas. Ella había intimidado con José Antonio porque en las pensiones es preciso crear amistades absurdas, charlar unos momentos antes de irse a la cama, darse los buenos días, pedirse un favor. Ella estaba sentada bajo el teléfono, con una revista en las manos. José Antonio había llegado del trabajo, sin deseos de perderse por las calles, para encerrarse en su habitación y perder el tiempo como mejor fuera posible.

—Acaso yo también soy húngara —dijo la mujer, hojeando su revista.

—«Vienen los gitanos; unos son de Hungría…» —tarareó José Antonio. Una canción que estaba de moda cuando a él le permitían escuchar canciones, antes del noviciado.

Ella sonrió.

—¿Cómo se dice eso en húngaro?

—Ya no me acuerdo. He vivido casi siempre en España. No recuerdo ni una sola palabra. Pero voy a regresar a mi país —terminó, con voz suave y segura.

—A mí me gustaría. Será bonito aquello. Más que aquí.

—Más que aquí, claro.

—Si yo pudiera ir… —dijo la mujer.

—Está lejos, no vayas a creer.

—Pero tú no tendrás miedo.

—¿Miedo yo? ¿A quién? Es mi país.

—Ahora son comunistas, me parece.

—Da lo mismo —dijo José Antonio.

—Pueden matarle a uno.

—Pero yo soy también comunista… Bueno, sólo un poco.

—Qué cosas dices —respondió Paula.

—¿Por qué? ¿Es malo eso?

—Fíjate —le contestó, como si afirmara.

—Ya tengo el pasaporte preparado —dijo José Antonio—. Lo he conseguido. Acaso me marche este mes, dentro de tres días.

—¿Me lo enseñas?

—No tiene nada que ver.

—Es que yo no he visto ninguno por dentro —respondió Paula, avergonzada.

—Bueno, ven.

Entraron los dos en la habitación del muchacho. Paula comenzó a leer detenidamente.

—Pero aquí pone que naciste en España.

—Está falsificado. Si digo que soy un húngaro no me dejan salir.

—¡Ah, claro!

Ella continuó leyendo.

—Y, además, no tienes permiso para entrar en Hungría. ¿Por qué no te quedas?

—¿Y qué hago yo aquí, eh? Hungría es mi patria. Ya me las arreglaré. Cuando diga que yo quiero vivir en mi tierra, que soy comunista, me dejarán en seguida. Luego no podré volver a España, claro, pero qué más da.

—¿No te gustaría volver? —preguntó Paula.

—No creo. Aquello debe de ser más bonito, mejor.

—Ya, pero…

Paula se había sentado en la cama, con un brazo hacia atrás, apoyado en el colchón. El otro lo mantenía sobre las rodillas. José Antonio miraba ahora su pasaporte, como buscando respuesta a todas aquellas cosas. Estaba de pie al lado de ella, tranquilo y serio.

—Es bonito un pasaporte —dijo ella.

—A mí me gustas más tú, ya ves —le contestó sonriendo el muchacho. Como si no hubiera dicho nada importante, como si fuera una leve observación sobre su propia firma («José-Antonio-Fernández»), sobre las pólizas, sobre la fotografía retocada.

Tal vez ella esperaba estas palabras para mirarle como le miró, tal vez quedó sobrecogida ante la sencillez con que él las dijo. José Antonio se sentó a su lado, lanzó hacia atrás sus brazos de manera que la mano derecha se apoyaba sobre la izquierda de la mujer. La besó en la sien y después en los labios. Ella no dijo ninguna palabra, no le rechazó. Esperó tranquila. José Antonio miraba la puerta, la gabardina colgada allí, un par de zapatos negros y viejos que había en el suelo.

—¿Por qué no vienes conmigo? —preguntó.

—Yo no puedo, ya sabes. Quédate.

Parece que aquella palabra de Paula fue un grito de adiós; al menos, así lo entendió él. Un adiós total de cuanto José Antonio poseía. De las pequeñas cosas y de las grandes cosas, de los años muertos y de la vida vivida. Una orden para que lo dejara todo de una vez para siempre, lo dejara como estaba, sin revolver más, sin hacer caso a la Lógica. Una mujer a quien uno besa en un momento de vaga tristeza, una mujer de cabellos teñidos, una mujer envejecida, poco hermosa, dice a un hombre que se quede, y el hombre entiende que debe marcharse sin esperar más, sin buscar más placer en ella, sin decir más palabras. He aquí cómo se encuentra sin buscarla la mejor fórmula de despedida. Se prepara uno para la despedida tanto como para el viaje, se organizan los últimos sentimientos, la última voz. Luego, todo resulta mal. Es mejor que alguien desee que uno permanezca. De este modo, el hombre se marcha con la conciencia tranquila de haber cumplido su deber, de haberse despedido dignamente.

José Antonio no volvió a ver a Paula. Entró tarde en casa, al día siguiente, a fin de no encontrarse con ella. Y por la mañana, dos días después de haber escuchado el definitivo adiós, antes de que los clientes de la pensión se hubieran despertado, salió con su bolsa de lona en la que había metido la poca ropa utilizable que tenía. En Cibeles tomó un autobús. Cerca de la estación automovilística de Alcobendas colocó la bolsa tras un árbol y se puso a un lado de la carretera. Levantaba el pulgar de su mano derecha, sonreía, se enfadaba, caminaba de un lado a otro, en un espacio de cinco metros, esperaba…

Poco después de mediodía estaba en Burgos. Compró medio kilo de chorizos, una botella de vino, queso y pan. Se sentó junto a la catedral a comer. Lucía un sol vivo. Aparcados en la plaza se veían muchos coches de matrícula francesa, pero coches que entraban, turistas que iniciaban su viaje. A él le interesaban más los otros, los que ya lo habían terminado. El viajante en máquinas de coser que le había llevado hasta allí le dijo que le sería fácil llegar hasta París. «En esta época hay muchos coches; siempre habrá alguno que coja a los autoestopistas.»

José Antonio, sin embargo, esperó hasta las seis de la tarde, apostado junto a un bosquecillo enfrente del cual se erguían los jardines y el lujoso edificio del «Hostal del Cid». También allí, junto al edificio, había automóviles con matrícula francesa. Y por la carretera pasaban algunos, con dirección a Madrid. En vano hacía él señas a los otros, en vano sonreía. Algunos le miraban con gesto sombrío, otros no le miraban, algunos se reían de él, otros le hacían un signo señalando la dirección opuesta. José Antonio se sentó a fumar sobre su bolsa de lona, urdiendo tras su cigarrillo una injuria cómica contra todos ellos: «¡Capitalistas, puercos!»

El que se detuvo, cuando él llevaba tres horas allí, era el más puerco de los capitalistas. Conducía un «Mercedes» antiguo, pero bien limpio y tapizado.

—Sacúdase los pies, no vaya a mancharme el coche —dijo.

José Antonio no sólo golpeó los zapatos sobre la carretera humeante, sino que sacó una toalla de la bolsa y limpió con ella las suelas. El otro no sonrió siquiera. Dentro del coche había cantos y músicas. Venía el sonido de la parte trasera, como ahuyentado por la velocidad.

—¿Y a dónde va usted?

—A París, de momento —respondió José Antonio.

—¿De momento? —el otro sonrió. Era tan joven como él. Vestía una camisa blanca, cerrada, con un pequeño cocodrilo verde dibujado sobre el pecho. No miraba a José Antonio, pero él supo que sonreía porque su mejilla se había contraído levemente.

—Luego iré hasta Hun…, hasta Copenhague.

—Hermosa ciudad. Yo estuve allí el verano pasado. ¿Y siempre en autoestop?

—Sí, no tengo dinero.

—Son ustedes temerarios —dijo el otro—. ¡Atreverse a viajar sin dinero! Y menos mal que siempre hay gente como yo. No me gusta viajar solo y suelo recoger a los autoestopistas. Uno se distrae.

—Sí, uno se distrae —contestó José Antonio—. Y siempre se agradece.

—Naturalmente.

El joven del «Mercedes» iba preguntándole. En pocos momentos José Antonio se dio cuenta de que debía mentir. Así, pues, a José Antonio le habían ofrecido, apenas terminada su carrera de periodismo, un puesto como corresponsal de agencia en los países escandinavos. Ahora iba a aprender un poco del idioma y de la vida de aquellos países.

—Le aconsejo que se vaya a Estocolmo. Allí la vida le será menos dura —le dijo el joven capitalista.

—También iré, por supuesto.

El joven capitalista sintió no poderle conducir hasta allá («Tengo una guapa amiga en Malmö»). «Me resulta usted una persona agradable y culta.» El joven capitalista era dueño de una recién inaugurada fábrica de productos químicos, en Vitoria. Allí tenía su casa. Por lo tanto, allí debería quedarse José Antonio hasta que algún otro pudiera llevarle más lejos. Todavía lucía el sol sobre la pequeña ciudad. Bebió un café para desadormecerse, puso a la espalda su bolsa y comenzó a caminar por la ciudad hasta encontrar el despoblado de donde arranca la carretera de San Sebastián, de París y de Copenhague. Cuando encontró un sitio adecuado al autoestop (en una novela moderna había leído algunas reglas), encendió otro cigarrillo y de nuevo comenzó a elevar su dedo pulgar, a la vez que seguía caminando, volviendo la cabeza atrás. Eran las ocho. Pronto iba a caer la noche. Pero la noche iba a caer cuando se encontrara en San Sebastián, según había decidido. Los coches eran escasos y ninguno paraba. El alto cielo fue ensombreciéndose al ritmo de sus pasos, tranquilamente, «lógicamente».

Era noche verdadera, con sus fantasmas en el camino y sus estrellas en lo alto. Sólo cada cinco o más minutos los faros de un coche iluminaban su cuerpo cansado, cegaban sus ojos. Ninguno se detenía. José Antonio no se desanimó por ello. Cuando su esperanza se reanimaba con el recuerdo de los jóvenes protagonistas de la novela que le había incitado a realizar el viaje en autoestop, recordó que una de las reglas que le habían dado era la de no pretender que un coche se detuviera de noche. Casi siempre resultaba inútil.

Apareció ante sí, al otro lado de la carretera, el esqueleto de un edificio enorme: restos de una rica mansión u origen de una nueva fábrica. José Antonio entró a tientas. Estaba vacía. Sus ojos se habituaron a las sombras. Tropezó con una puerta caída. Era larga, de madera. José Antonio se sentó sobre ella, sacó de la bolsa el pan, el vino y los chorizos y comió. Se oyó el ruido grueso de un camión. «Ése podría haberme llevado.» Terminó la botella y encendió un cigarrillo. Cantaban los grillos, monótonos y un poco tristes. José Antonio colocó sobre la puerta la bolsa de viaje, apoyó sobre ella su cabeza y dejó que sus piernas se extendieran en el vacío. Cerró los ojos.

«Pero la casa se va a derrumbar esta noche, de repente. Nadie se ocupará de ella. Una vieja casa que no sirve para nada. Sus dueños viven en el corazón de la ciudad, tienen televisor y frigorífico y puertas barnizadas. La casa caerá y vendrán hermosos lagartos a habitar entre la hierba que aquí nazca y serpientes tal vez y los pájaros del cielo, de quien Dios providentemente se ocupa. Acaso un mal olor se extienda sobre el campo y alguien pensará en el maldito perro que tuvo la idea de venir a morirse aquí, en las ruinas. De mi propio cuerpo nadie tendrá recuerdos. Ni la Policía. Unos creerán que estoy en un lugar, otros pensarán que estoy en otro. Pero nadie sabrá que he muerto sobre una puerta vieja y dura, tan lejos de todos. ¿Lejos de quién? Lejos de nadie, realmente, pues de nadie estuve cerca alguna vez. O quizá sí. De todas maneras son historias pasadas, habrá que olvidarlas… ¡Y ahora pasa un coche, maldita sea! El Viejo rezará por mí, eso es seguro. Aunque tampoco tendrá importancia, como tantas cosas. Si después he de ir a algún sitio, será al infierno, pero no sé por qué voy a tener que ir a algún sitio. Aquí se está bien, incluso bajo los techos y bajo los ladrillos. Oliendo a podrido, oliendo a cadáver el perro apaleado y escuálido. Lo triste sería notar el dolor, cuando la casa caiga. Si estoy despierto, oiré incluso el ruido. Voy a dormir y dejar que todo caiga sobre mí, sin que un músculo se altere, estoico. Epicúreo ahora con el vino en la cabeza y el buen regusto del chorizo. Después estoico. Y si alguien reza por mí será mejor para él, pues cumplirá su destino. A nuestro Dios no le interesa un tipo que muere bajo las ruinas, un tipo más entre todos. A Dios le interesan los pájaros y sus elegidos. Yo no soy de ésos. En el fondo, a Dios no le interesa nada. Verás por qué: a Dios lo hemos creado nosotros, a imagen de nuestras necesidades. Él se ocupa de lo que nosotros queremos que se ocupe. Él existe para que nosotros —yo no, los elegidos, los cobardes— puedan existir. Cosas de la imaginación, cosas que se piensan cuando no llega el sueño, cuando se teme morir, cuando hay hambre. Pero si uno dice que no le interesa nada, ni aquí ni allá, entonces a Dios tampoco le interesa nada, porque no existe. Él vive en cuanto creación personal del individuo, o bien, en cuanto error que el individuo admite para sentirse más cómodo sobre esta puerta de madera sin sueño que es la vida Yo no tengo dinero para pagar un hotel, para estar más cómodo; entonces digo que se vaya todo a la mierda, los coches y las creaciones personales de la fantasía. Lo que importa es vivir, buscar a los hombres, sentirse menos solo a su lado, sentirse hombre con ellos. Y seguir el camino que ellos siguen: el de la muerte. Pero eso más tarde, dentro de un rato, cuando la casa termine de caer. De momento, conviene no prestar atención a los ruidos de la carretera, conviene el sueño, que mañana será preciso pasar horas y horas esperando, sin cansancio, sin fantasía, con la espera de los hombres. Y si esa esperanza no sirve, se intenta otra. Hay muchos montes en la vida, como decía… ¿Quién? ¡Al diablo, a la mierda más mierda, a la puta miseria! Lo que hace falta es dormir y reposar, que mañana será otro día con sol y carreteras y casas que estén a punto de caer pero que no caerán jamás, como la vida, y como el sueño, como el sueño, como el sueño, como el sueño…»

El primer coche que paró, al amanecer, iba a pocos kilómetros de allí. José Antonio le agradeció su buena intención, pero siguió fijo en la carretera. A esta hora vienen muchos y cualquiera de ellos podría llevarle hasta San Sebastián, más allá incluso, hasta Francia. José Antonio apenas logró dormir sobre la puerta caída. Le dolía el cuerpo. Comenzó a correr por la carretera para desentumecerse, subió a una acacia y se dejó caer sobre la cuneta verde. Aún no había salido el sol. Jugó a saltar la bolsa con la pata coja, como de niño. Cuando un coche se acercaba, hacía grandes aspavientos. Buscaba agua para beber y lavarse: sentía la garganta áspera, sin duda a causa de los cigarrillos. Todavía no se había acostumbrado a fumar. El edificio en que había dormido se perdía a lo lejos, entre el vaho de la mañana estival.

Apenas le dio tiempo a levantar su mano ante un «Volkswagen» azul. Estaba distraído, contemplando la llanura y las montañas próximas. Pero el coche paró, a cien metros delante de él. Se encendieron dos lucecillas rojas. José Antonio se fijó, mientras corría con la bolsa colgando de su mano, que la matrícula era extranjera. Ocupaban los asientos delanteros dos muchachas. En los traseros había maletas, una guitarra…

—¿A dónde va usted? —le preguntó la que conducía.

—A San Sebastián. Si hicieran el favor de llevarme…

—Por supuesto que sí; suba.

La muchacha le hizo un hueco entre la guitarra y las maletas.

—¿Va cómodo?

—Sí, sí, gracias.

—Pues adelante, ¡up! —gritó ella. El coche arrancó y en un momento los árboles se iban perdiendo detrás de él.

La chica que conducía dijo, casi cantando:

We are lucky.

—¿Por qué? —preguntó José Antonio.

—¿Pero habla inglés? —le preguntó la otra.

—Sólo un poco, algunas palabras.

—Nosotras somos norteamericanas —comentó la misma.

—Pues hablan español muy bien.

—Hemos estado un año en Madrid, de profesoras —le dijo la conductora—. ¿Ha ido usted a Inglaterra?

—No, todavía no. Acaso este año; ahora voy a París.

—¡Oh, a París! Yo voy a Tours. Podemos ir juntos —respondió ella.

—Yo se lo agradecería…

—Pearl se queda en San Sebastián, pero yo sigo. ¡Iremos juntos!

No era una chiquilla, pero hablaba como si tuviera quince años. Era más alta que José Antonio, más fuerte que él. De rostro ancho y corto, sus ojos estaban llenos de vivacidad y humor.

—Lo pasaréis bien —dijo la amiga, también alta, pero delgada y angulosa.

—Seguro que sí —contestó la otra. Luego gritó a un camión al que no conseguía adelantar—: Damned!

—¡Pelao, hombre! —dijo José Antonio.

—¿No será usted mejicano, eh?

—No, soy español; bueno, eso parece.

—¿Y cómo se llama?

—José Antonio.

—Es bonito.

—A mí no me gusta. ¿Y tú? Es mejor que nos tuteemos, como en inglés.

—Yo me llamo Marisol.

—¿Marisol?

—Mi madre es mejicana y se llama así. ¿No te gusta?

—Mucho. Pero en inglés no sonará bien —dijo José Antonio.

—En inglés no, pero en castellano es precioso. D’you not find?

Yes, I do.

Los tres rieron: una risa amplia, joven. Marisol comenzó a contarle su viaje desde Madrid. Habían subido desde Lisboa a Santiago, para hacer, en sentido inverso, la ruta Jacobea, de moda por entonces. Habían bajado de León a Burgos y ahora querían visitar San Sebastián, antes de que Pearl se fuera a su país «entre los naranjos de California». Seguramente se quedarían en San Sebastián el día completo, bañándose.

—¿Tienes prisa? —le preguntaron.

—¡Oh, no! Me da lo mismo llegar un día que otro. No me espera nadie —contestó riendo.

—Entonces iremos despacio. Haremos turismo a la americana.

—Pero barato —dijo el muchacho.

—Nosotras nos repartimos la gasolina. Si puedes participar tú también…

—Bueno, supongo que tendré bastante dinero…

—Gasta poco. ¿Sabes cómo se llama el coche? Lola Montes. ¡Hala, Lola, viva tu mare y olé! —decía la muchacha. Pearl reía con sus grandes dientes blancos y verticales, equinos.

José Antonio se puso a cantar:

¡Que tienes Lola los faros

como lunas en conserva!

y las ruedas más veloces

que…, que…, que…, ¡ea!

Las dos muchachas batieron palmas. Marisol saltaba del asiento, con las manos en el volante.

Encoré, encore! —gritaba—. ¿Sabes francés?

—Otro poco. Eso sí —respondió José Antonio—, y ahora va por tristezas, que antes era por alegrías.

Ay, Lola Montes, la brava

con tu motor sin sosiego,

más rápido, ay, más rápido

que el vil corazón de un perro…

Marisol aceleró aún más.

—Cantas bien el flamenco —comentó.

—Me enseñaron en el colegio —dijo el muchacho, con voz de niña cursi que acude a un concurso radiofónico.

José Antonio no tenía una mala voz. Realmente, ahora se daba cuenta. En el colegio había aprendido a cantar salmos con voz monótona, a cantar algún kyrie de Palestrina. ¡Hacía cuatro meses que no cantaba José Antonio! Pero hasta San Sebastián pudo cantar nuevamente, cantar en todos los tonos y con todas las voces para divertir a las muchachas. Y ellas cantaron también, flamenco. Y luego se pusieron a cantar en inglés a dos voces, como les habían enseñado en el colegio. José Antonio acompañaba, con voz cavernosa, sin palabras. Sonaba bien. Y luego conocía el estribillo de una canción que ellas habían iniciado:

Go down, Moses…,

to let my people go…,

Un canto bíblico, un canto de libertad que los negros cantaban en los Estados Unidos.

—Tienes que copiarme esa canción —le dijo a Marisol.

—Bueno —contestó ella.

La playa de San Sebastián estaba llena de cuerpos y de gritos. Los tres ocupantes del «Volkswagen» tomaron café y bajaron a bañarse. Había niños que jugaban a la pelota, gente tumbada aquí y allá, bajo el sol. Marisol extendió dos grandes toallas, sacó del bolso de paja cremas y tarjetas postales.

—Estás muy blanco —dijo a José Antonio.

—Trabajando hasta ayer. Sólo he ido una vez a la piscina. Vosotras…

Ellas tenían una piel tostada, roja. Una hermosa piel del verano que comienza. Marisol estaba demasiado gorda: sus muslos y sus pechos rebosaban el traje de baño. Pearl, en cambio, resultaba demasiado flaca. «Desproporcionadas. In medio virtus», pensaba el muchacho. ¿Pero qué derecho tenía él a exigir que fueran hermosas todas las mujeres de la tierra? Marisol era risueña y vivaz; Pearl, más seca y fría. Él, por otra parte, tampoco poseía grandes virtudes. Estaban haciendo un viaje agradable, ¿por qué preocuparse de otros detalles?

Y allí estaba el mar, casi blanco. Una isla frente a ellos les impedía ver la lejanía. Algunas barcas se balanceaban suavemente, otras recorrían la bahía de una parte a otra, sin motivo. El mar, que se abría también detrás de los montes en los que habían construido un convento los benedictinos, hace muchos siglos. Pero desde todos aquellos montes, uno tras otro, uno siempre más alto que el otro, no podía verse el mar, por mucho que los jóvenes profesos lo desearan. Aquí, en cambio, estaba al lado de uno, rodeándole, atándole los pies. A José Antonio le parecía absurdo el mar, tan grande y tan fiero, según se decía. Resultaba humilde bajo el sol, pálido, con escasos brillos aquí y allá. Eran más bonitos los dos montes que recogían la playa y la ciudad; más pequeños y más pacíficos, pero más bellos. «Más humanos.» El mar, quizás hondo, quizá lleno de vida. Por encima sólo veía uno el agua lisa y blanca. Y por debajo había arena. Ser absurdo la arena, también. Clavas el pie, haces un hoyo con tus cinco dedos marcados, viene una onda mínima y todo queda borrado. «Corazón de arena, corazón de arena…»

A las seis de la tarde la isla-montaña partía en dos los rayos del sol. Los tres viajeros estaban cansados de perseguirse nadando. Marisol y Pearl habían escrito más de cinco tarjetas cada una.

—¿Tú no escribes? Tenemos más.

—A mis amigos no les gustan las tarjetas. Dicen que son frías.

—¿Y a tus hermanos, a tus padres?

—No tengo. Soy huérfano. (Huérfano como el mar, como todos.)

(Sorry.)

(Sorry.)

—No tiene importancia. Uno se acostumbra. Ya hace mucho tiempo…

Subieron a comer algo. Entraron en un bar. Compraron bocadillos de jamón.

—¿Qué van a beber los señores?

—Yo, vino.

—¿Tiene alguna bebida típica?

—Como no sea el chacolí.

—¿Y qué es eso?

—¿Qué es?

—Vino, es vino. Pero más agrio. ¡Es vino!

—Pónganos de eso a nosotras.

—A mí, a mí también.

Luego entraron en otro bar y pidieron bocadillos de jamón y vino agrio, ¡vino! José Antonio pagó la primera vez, Marisol pagó la segunda. En el bar había carteles de toros, de novenarios, de partidos de fútbol. Había hombres que cantaban, mujeres que tomaban, sentadas, una ensaimada y café con leche. Muchas botellas en todas partes, garrafones, embutidos.

—Ahora os invito yo —dijo Pearl.

Recorrieron viejas calles oscuras sin aceras. Atravesaron un puente bajo el que un río despedía un hedor a verduras corrompidas. Volvieron a la playa. En una terraza de cara al mar había grupos de señores viejos, grupos de señoras viejas, matrimonios, parejas jóvenes. Sentados cara al mar. Un aroma salado venía con el viento. Una mujer tenía sombrero de paja; las luces del bar iluminaban sus flores rojas, verdes y amarillas. Se sentaron los tres junto a una baranda metálica que les separaba de la arena, unos metros sobre ella.

—Para mí «Coca-Cola».

—Para mí «Coca-Cola».

—Yo, algo de limón.

—¿«Schweppes», señor?

—Da igual.

—Ahora os invito yo —dijo Pearl—. Podéis comer algo.

—Yo no tengo hambre.

—¿Tiene patatas fritas, a la española?

—Tenemos patatas fritas finas; chips, señorita.

—Bueno, tráiganos.

—Se está bien aquí, ¿eh? —dijo José Antonio.

—Oh, ¡España!

—¡España!

—(Yo no volveré más.)

José Antonio no quiso dormir en el hotel que ellas habían escogido, «con baño». Le pareció demasiado caro. («Estamos en plena temporada turística, comprenda; son precios legales.») Marisol condujo su coche a una calle oscura. El muchacho les ayudó a subir las maletas al hotel; luego, solo, regresó al automóvil, colocó su toalla ante la ventanilla derecha y se acurrucó sobre el asiento trasero, la bolsa como almohada. Tenía sueño y cansancio. Pensó que esta noche la casa no podía caerse sobre su cuerpo, aunque Dios mismo se lo propusiera. «Claro que para que Él pueda proponerse algo tenemos que imaginarlo antes nosotros.»

Se durmió.

Estuvo esperando a que bajaran del hotel las muchachas. Bebió un café solo y compró un panecillo aún caliente, que comenzó a comer apoyado sobre el automóvil. Bajaban las muchachas cuando él estaba a punto de subir a buscarlas. Pearl se había puesto un vestido nuevo. El tren de Pearl salía en seguida, de modo que debían darse prisa. Pearl besó a Marisol en las mejillas, luego besó a José Antonio en las mejillas. Desde la puerta del tren decía:

—¡Que tengáis buen viaje!

—Y tú, Pearl.

—Y tú, Pearl. No te olvides de llamar a Ernesto.

—¿Quién es Ernesto?

—Mi novio.

—¿Español?

—Por supuesto, español —respondía Marisol. El tren había comenzado a rodar. Pearl, cada vez más lejos, agitaba un pañuelo pequeñito y floreado, apenas visible. (Con lágrimas en los ojos y la boca entreabierta, quizá.)

—(Adiós, Pearl, adiós.) Es una chica muy maja —dijo José Antonio.

—¿Nos vamos a Francia o a la playa?

—Las dos cosas —respondió él—. Podemos ir esta tarde a bañarnos en una playa francesa, en Biarritz.

—¿En marcha? —gritó Marisol.

—Yo tengo que cambiar dinero.

José Antonio cambió todas las pesetas que llevaba. Marisol recogió también dinero a cambio de sus traveller’s. José Antonio había comprado más chorizos, queso y latas de sardinas. «En Francia cuesta el doble.» Se sentó en la parte delantera del coche, en el sitio de Pearl. Marisol, al atravesar la frontera, abandonó el volante, levantó las manos y dijo:

—Adiós, España, país maravilloso. See you later!

—¿Volverás? (La frontera está escrita sobre agua, no existe.) ¿Volverás?

—Claro que sí. En dos años. Ahora voy a ahorrar un poco para casarme.

—(Con Ernesto.)

Se desviaron de la carretera general, antes de llegar a Bayona, para buscar el mar. Pararon en una pequeña ciudad compuesta por chalets, pinos y barracas de feria. La playa estaba casi vacía; una pequeña playa entre los árboles y el mar. Nadaron durante casi una hora y luego se pusieron a comer pan y chorizo. Marisol comía más que él, bebía con más entusiasmo aquel vino que les quedaba de España. José Antonio se tumbó a secarse al sol. Ella hizo lo mismo. Se rozaban los brazos: el brazo grueso de la muchacha y el brazo duro de José Antonio. Él la acarició.

—Te agradezco que me hayas traído, Marisol.

—Yo te agradezco que vengas, también. Es mejor así.

—Sí, mejor.

José Antonio extendió su brazo y la mano le quedó sobre el muslo de la muchacha. Ninguno de los dos se movió. El sol les daba de lado, rojo y pálido.

—(Tienes una piel muy fina, qué raro.)

—(¿Por qué raro?)

—(No sé.)

—(Como todas.)

—(No, como todas no: más fina.)

Marisol se enderezó y bebió un trago de la botella.

—Se ha puesto caliente.

—Pero es bueno, ¿no?

—El vino siempre.

—Mejor que la «Coca-Cola».

—Voy a escribir una tarjeta a Ernesto. Lo hago todos los días.

—¿Y qué le dices?

—Nada, que estoy aquí. It’s enough.

Enough?

—Bastante.

—Ah, sí, se me había olvidado la pronunciación.

Marisol apoyó la tarjeta sobre sus rodillas y comenzó a escribir en inglés. Llenó la mitad del espacio blanco. Se dio cuenta de que no tenía sellos franceses.

—Vamos a comprarlos —dijo.

—Nos vestiremos.

La ciudad estaba engalanada como en ferias. Marisol preguntó a una niña por la dirección de Correos. Estaba allí, al lado, a la derecha.

—¿Cómo se llama la ciudad?

—Hossegor.

Escribió el nombre ante la fecha que ya tenía escrita. Depositó la tarjeta en un buzón y se dirigió a José Antonio con los brazos abiertos, como si quisiera darle un abrazo.

—¿Nos quedamos a dormir aquí?

—Es pronto aún —respondió el muchacho—. Podemos llegar casi a Burdeos.

Durmieron en un pueblecito plantado a ambos lados de la carretera. Su nombre no quedó grabado en ninguna tarjeta, no hubo necesidad de preguntarlo. Marisol buscó un hotel, esta vez sin baño. Los precios habían subido de manera extraña. José Antonio le había llevado el maletín y se sentó en la cama, mientras ella se iba lavando. Luego ella vino a su lado y él la besó.

—¿Tienes sueño?

—Estoy cansada de conducir, hecha polvo.

—Dormirás bien en esta cama.

Era grande, cómoda. José Antonio quedó pensativo.

—Dame las llaves.

—No se estará bien en el coche. ¿Por qué no pides una habitación?

—Son muy caras. Si pudiéramos pagar a medias ésta…

La chica sonrió.

—No puedo.

Él se encogió de hombros. Marisol se levantó y fue desnudándose lentamente, hasta quedar en combinación. A través de la tela fina se adivinaba su ropa íntima, su piel enrojecida. Se tumbó de través, mirando al suelo. José Antonio le acarició la espalda, suavemente, como en un sueño. La tela era fina también, como la piel, suave a los dedos. Dedos que tocan agua o niebla o viento frío. Estuvieron casi media hora en silencio, ella relajada sobre la colcha, él con las manos sobre su espalda, mirando distraídamente el papel pintado de la habitación. De pronto Marisol levantó la cabeza, besó a José Antonio en los labios.

—Perdóname, no puedo.

—Perdóname a mí. Yo tengo la culpa.

—No puedo —repitió ella.

—No te enfades conmigo. Don’t be angry, Marisol —dijo, mientras se acercaba a besarla—. Que duermas bien.

—Buenas noches —contestó ella.

Desayunaron ante la puerta del pequeño hotel, en unas mesas metálicas. Los campesinos se detenían un segundo a mirarles. Una camarera les había puesto una gran jarra de café con leche y, sobre una bandeja, tostadas y un platito lleno de mantequilla. Comieron hasta saciarse. Luego, comenzaron a fumar, mirando los pinos que se extendían hasta el infinito. Un sol lento iluminaba la callecita, hacía brillar el coche, se enredaba en el verdor de los árboles. «Me gustaría estar aquí hasta el fin de todo.»

Pero debían proseguir. Es la profesión del viajero: no dormir dos noches bajo el mismo techo. Y José Antonio se daba vagamente cuenta que había comenzado a hacerse viajero definitivo, sin asiento posible. Llegaría adonde debiera llegar, adonde las circunstancias le llevaran. «Yo soy yo y mis circunstancias», le enseñaron en el convento advirtiéndole que se trataba de una tontería. «Yo no soy yo, sino sólo mis circunstancias», pensaba él ahora. «Marisol y las cosas que pasan.» Claro que Marisol tenía un novio llamado Ernesto, que entendía el inglés y a quien, sin duda, ella amaba.

Comieron de las provisiones de José Antonio, tumbados en un prado cercano a la carretera. Después, mientras seguían hacia Tours, el ex fraile fue contando lentamente su verdadera vida, sin omitir que había vestido un hábito monacal, que se sentía algo triste por haber dejado de creer en Dios «tan estúpidamente»; sin omitir que ignoraba dónde y cuándo nació (y por qué), que él no sabía nada de la vida y tal vez por ello Marisol debía perdonarle. Tampoco él tenía la culpa. Era un vulgar niño, sin manos y sin voz. ¿Qué podía él hacer? A ella se lo contaba porque no volvería a verla, aunque el mundo fuera un pañuelo, según dicen los españoles. Se lo contaba para que le comprendiera y, principalmente, para que el viaje no resultara pesado.

—Me gustas como eres, así —dijo ella.

Llegaron a Tours al atardecer. Marisol fue preguntando hasta encontrar la casa en que vivía con una familia francesa una prima suya, en cuya compañía pensaba visitar Italia y el sur de Francia. La muchacha abrazó a Marisol gritando. Luego se fijó en José Antonio:

—¿Es Ernesto? —preguntó.

—No, José Antonio. Un autoestopista. Viene conmigo desde España.

La muchacha le tendió la mano.

Obligó a cenar a ambos y luego comenzó a preocuparse porque no tenían camas bastantes para dormir.

—Yo puedo dormir en el coche —le dijo José Antonio a Marisol. Ella lo tradujo al inglés para su prima.

Tu es fou, quoi! ¡Estás loco! Podemos arreglarnos. Verás… Tú duermes en mi cama —se dirigía a José Antonio— y Marisol que duerma conmigo. Así podremos hablar.

Ella era más joven que Marisol. Llevaba una gran melena rubia. Andaba a saltos, como si no pudiera contener su vitalidad. Los tres estuvieron hablando más de una hora. La dueña de la casa les escuchaba y les miraba con una especie de complacencia. José Antonio pidió que hablaran en francés. No comprendía el inglés de las chicas. Carolina dijo que ellos estarían cansados, que debían acostarse. Puso un disco de pasodobles como homenaje a José Antonio y se despidió. Le besó para decirle buenas noches en un español dulce, admirable. Olía su piel a pinos, a algo fresco. José Antonio se durmió muy pronto, apoyado en la almohada que también olía a pinos, a algo fresco.

El tiempo que José Antonio pasó en Tours le quedó más grabado en la memoria que el recuerdo del Viejo, de Maribelina o del Pelao. Durante el día siguiente, Carolina debía acudir a su trabajo de camarera en una base americana. Marisol y él ocuparon la jornada visitando la ciudad. Por la tarde, fueron hasta Chinon, donde Carolina les esperaba. Se sentaron ante una mesa, en el Club de soldados del U. S. Army. Carolina fue sirviéndoles primero pollo, luego patatas fritas y tomate, una empanada de carne, cerveza, whisky. Venía de vez en cuando hasta su mesa trayéndoles algo más, incansable. Unos pocos soldados esperaban el baile del week-end. Entretanto, bebían «Coca-Cola» en botes, elegían discos en la máquina automática, se golpeaban amistosamente. El baile comenzó. Unas pocas mujeres («las han traído de todas las partes del mundo», decía Marisol) se unían a los soldados, bailaban como cansadas, sin advertir que los demás las miraban, sin importarles, quizá.

Cuando Carolina hubo terminado sus horas reglamentarias, se sentó a la mesa de su prima y José Antonio. Tenía en la mano un puñado de dólares, el salario de la semana. José Antonio quiso pagar toda la cerveza, todos los platos, pero ella se opuso. «A mí me cobran más barato.» Pero éste no era ambiente para ellos, añadió. Y salieron los tres y entraron en el Club de Oficiales, donde existía la misma fiesta con hombres de smoking y mujeres en traje de cóctel. A Carolina la conocían. En un intervalo, uno de la orquesta, holandés, bajó a hablar con ella. Al enterarse de que José Antonio «era español» dijo que había estado mucho tiempo en Torrejón. Hablaba un castellano casi perfecto. Más tarde desde el pequeño escenario dijo en inglés:

—Puesto que hoy tenemos un invitado español, vamos a tocar algo en su honor.

Y la orquesta tocó España cañí con todo su brío centroeuropeo. José Antonio estaba abrumado. Un sargento de origen colombiano se ocupó de que bebiera «cuanto whisky cupiera en su estómago». Las dos muchachas le sacaban a bailar. Él tenía vergüenza de su pantalón vaquero, de su camisa ya sucia.

There is no light. Il y a pas de lumière —decía Carolina con los brazos alrededor de su cuello, la mejilla pegada a la suya, todo su cuerpo joven y hermoso unido al de él.

José Antonio daba vueltas, intentaba llevar un ritmo que ignoraba, abrazaba a Carolina, se sentía en un mundo ficticio y maravilloso. (Pero ya no estamos en un convento, José Antonio, no estamos en un convento. He aquí que has venido a parar al pueblo mejor preparado de la tierra para saborear el placer, un placer refinado, exigente, tradicional. Y he aquí que, dentro de este pueblo, hay otro joven, moderno, para quien el placer es un poco mecánico, un poco necesario y, también, fatigoso. La orquesta viste chaqueta roja, pantalón azul. La orquesta no tiene una flauta capaz de interpretar un concierto de Vivaldi. Tiene una buena trompeta, una buena batería. Aquí es preciso mostrarse desenvuelto y falto de toda modestia; la modestia, la misma que te enseñaron, puede ahora perderte. Aquí está todo preparado para que los hombres vivan de una manera determinada, de una manera dócil, habitual. No encontramos ya campanas, ni acetres, ni estolas, ni apéndices a Newton. Las cosas han cambiado de color, de ambiente. Y debes aceptarlo todo según te viene, ajustarte, bailar y bailar con todo el cuerpo unido al de una hermosa muchacha rubia, una joven muchacha capaz de amar y de llorar seriamente, ante la orden tiránica de su propio corazón. Ella no hará caso a ningún padre maestro, ella hará caso a su propia voz y a su propia sangre, según el Dios a quien ella adora ha dispuesto. No estamos en un convento, fray José Antonio; y debes medir tus pasos para que sigan la armonía, preparar bien las rodillas para un movimiento rápido. ¡El mundo, José Antonio! La vie, que dicen éstos.)

José Antonio venía en el centro; las dos muchachas le cogían del brazo, se apoyaban en él para saltar. Los americanos aplaudían aquella copla agitanada que salía de tres bocas distintas, pretendían lanzarles hispánicos olés. Y alguien, cuando se alejaban dentro del pequeño «Volkswagen», gritó:

—¡Viva España!

Las dos muchachas contestaron:

—¡Viva España!

José Antonio quedó callado, acariciando desde su asiento trasero el cuello de las dos muchachas, sin pensar en nada. Carolina iba conduciendo, saltando ante el volante, acercándose al parabrisas para mejor distinguir el camino. Mordió la mano que la acariciaba. José Antonio gritó y ella volvió la cabeza para besarle en la frente. Habían prometido preparar un buen programa para esta noche, la última que iban a pasar juntos. Los llevó ante uno de los castillos que se levantan entre el Loire y el Indre. No permitió que los otros dos pagaran la entrada. Era casi medianoche. Sobre el castillo, iluminado de mil colores y formas, caían músicas y voces extrañas, reencarnación de viejos diálogos reales que tuvieron lugar en aquel recinto. Los tres se sentaron en el pretil del lago verde sobre el que se asentaba el castillo. Carolina apoyó su cabeza sobre las piernas de José Antonio. Éste le acariciaba suavemente los labios. Abajo, el agua quieta cambiaba de color, la noche cambiaba de sitio ante el conjuro de las voces y la música. José Antonio no comprendía cuanto allí se hablaba, pero una calma ignorada, una especie de felicidad razonable le llegaba desde sus manos al corazón. Era bueno aquel vivir entre los hombres, turista de quien nadie se ocupa, hombre como el resto. Era bueno el color del agua, el color falso que los focos daban a árboles exóticos: ramas rojas, troncos amarillos. Se veían princesas con altas escarcelas, nobles barbudos, esclavos de nariz larga, caballos enjaezados y armas y grandes cálices de oro. Sin embargo, se trataba de un débil truco creado por técnicos de la ORTF. Era bueno el mundo tal como lo tenemos al alcance de los ojos, al alcance de los dedos que acarician labios juveniles y se dejan aprisionar por ellos. El mundo sin más, como está en esta noche, con un poco de falsa luz y un poco de música. Y después el agua sosegada y los árboles y las torres cilíndricas y los arcos de piedra y una ventana que se abre y de donde una reina muerta grita a su marido para que no se deje engañar por insidias cortesanas.

Les estaban ya esperando cuando regresaron a Tours. Eran las dos de la mañana. Una hermana de la dueña de la casa en que Carolina vivía salía para París, a esa hora, cuando el tránsito era menos intenso. A José Antonio le ofrecieron café. Colgaba de sus dedos la bolsa de viaje. Las dos muchachas le pidieron que les escribiera. Ambas regresarían a España alguna vez y se sentirían felices si volvían a encontrarle. Marisol tenía brillantes los ojos cuando le besó, un poco tristes. Las dos hermanas veían aquella despedida con cierta pena, sin comprender nada, sin pedir comprenderlo. A Carolina también le brillaban sus ojos azules cuando abrazó a José Antonio, cuando le besó en la boca con todo el fuego, con toda la vida de su cuerpo y le decía:

My little darling!

José Antonio se sentía muy cansado. La mujer iba hablándole lentamente, para que pudiera entender, de su hijo, de su trabajo en París, de su hermana y la chica americana tan gentille, de las aglomeraciones, de la catedral de Chartres, por la que iban a pasar dentro de un rato. La mujer pidió a José Antonio que recogiera la ceniza en algún sitio, pues su amigo, dueño del coche, no podía soportar que nadie fumara allí dentro. José Antonio fumaba sin cesar para demostrarse animoso y despierto. Sin embargo, habían ocurrido demasiadas pequeñeces aquellos días, demasiados descubrimientos para que él resistiera aún, para que soportara el recuerdo de lo que acababa de perder.

—Mi hijo —decía la señora—, siempre que viene de Tours se duerme. Yo vengo a esta hora, todos los week-ends. Si usted tiene sueño, puede dormirse. Yo dormí ya. No hace falta que me escuche.

Él no quería, pero se durmió. Despertó cuando amanecía, cuando ya las primeras casas que anunciaban París se perdían tras el coche. La mujer vivía en la banlieue, en las afueras. Metió el coche en el garaje y preparó, ya en casa, un sofá para que el joven español durmiera un tout petit peu, como ella pensaba hacer, hasta las ocho. A las ocho tomarían un pequeño desayuno y ella acudiría al trabajo. Irían juntos en el tren, hasta Saint Lazare. Él buscaría la casa de los «amigos que le esperaban». Ella esperaría también alguna noticia suya, pues eran buenos amigos y quizá se vieran de nuevo en Tours, al lado del agua y de los viejos castillos.