DEFENDERSE
¿QUÉ PUEDE HACER ÉL?

José Antonio, antes y después de la mañana en que dejó su hábito sobre la cama, arrugado, había pensado estudiar. No sabía a punto fijo qué. Deseaba estudiar porque era en él una costumbre, una ocupación. Siempre había estado metido entre libros, sin otro tipo de problemas que ahora le asaltaban. Sus estudios anteriores, al parecer, tenían poco valor, incluso considerando que había terminado un año de Filosofía (el jefe de estudios le había dado un certificado falso). En el Instituto a donde preguntó y presentó sus papeles le dieron una noticia desagradable. Le convalidaban cinco años de bachillerato, de manera que debía hacer sexto y la reválida superior si quería entrar en la Universidad. Esto llevaría, como poco, un año.

Por otra parte, oficialmente no era huérfano: debería pagar sus matrículas, pagar sus libros y sus diplomas. José Antonio no estaba preparado para estas cosas. Después de ocho horas de trabajo diario que le permitían vivir con cierta modestia, no podía comenzar a estudiar y gastar su dinero en pagarse profesores.

Fue madurando en su cabeza la idea del Pelao; decidió sacar un pasaporte y esperó un buen día para marcharse a trabajar a Alemania. De ese buen día no llegado dependía, sin duda, el porvenir del ex fraile, tanto como de Maribelina, de Partolini y de las Tres Gracias. Hubiera podido convertirse en un buen obrero, especialista incluso. Se hubiera casado cuando regresara a su país, rico y seguro de sí mismo. Tal vez fue eso lo que ocurrió al Pelao.

El trabajo le fatigaba cada día más. El lunes siguiente a su encuentro con la Cariátide no había acudido al trabajo por la mañana. Tampoco había acudido el otro vigilante. A ambos recriminó don Joaquín su poca seriedad, a ambos prometió despedirles si el hecho se repetía. Don Joaquín había dejado de ser amable y cordial, como en un principio fuera. Según se decía, los pisos estaban casi terminados y sólo uno había sido vendido. (La pareja de novios que había visitado a José Antonio no volvió a aparecer por la oficina; la dirección que dieron, se comprobó, por otro lado, era falsa.) El trabajo resultaba odioso a estas alturas, cuando el verano caía como bofetadas sobre cabezas y ojos. Madrid comenzaba a despoblarse, algunos obreros tomaron sus vacaciones. José Antonio no tenía derecho a ellas por haber sido contratado dentro del año en curso. Quienes quedaban en las obras se mostraban siempre cansados, renegaban más violentamente aún contra los patronos. Se hablaba de huelgas definitivas, de dificultades serias en las empresas. José Antonio y el Pelao fueron un domingo a una piscina pública. A pesar de que los periódicos habían demostrado con estadísticas y fotografías que dos tercios de los madrileños habían ido de veraneo, la piscina, lo mismo que las calles, las cafeterías y los merenderos de las afueras, estaban abarrotados de gente.

El Pelao había dicho a José Antonio que no podría ir a Alemania este otoño por razones militares. ¿Es que él había ya cumplido el servicio?

—Yo podía librarme hasta que soltaran a mi padre —continuó el Pelao sin esperar respuesta del otro—, pero sólo le quedan cuatro meses. Nada más salir él, me llamarían. Tú te habrás librado por huérfano, claro.

Entonces a José Antonio, desnudo sobre el cemento caliente, húmedos los cabellos, se le ocurrió realizar algo que deseaba durante mucho tiempo. Tal vez si conseguía que lo consideraran oficialmente huérfano no le obligarían a acudir al Ejército.

—Yo tengo prórroga —contestó a su amigo.

En realidad, su situación era mucho más complicada de lo que él pensaba. Y, al mismo tiempo, mucho más sencilla. Del convento, había traído consigo un certificado de nacimiento, un certificado seguramente falso, ya que nadie sabía dónde había nacido él realmente. Pero él tenía el certificado que había presentado cuando se hizo su primer carnet de identidad, durante el noviciado. Su padre le había enviado dos ejemplares. Así, pues, su padre le había inscrito en algún registro civil, como a verdadero y legítimo hijo, con fechas y lugar de nacimiento. Con este certificado y el carnet de identidad se presentó para que le hicieran el pasaporte. En el carnet había una fotografía suya con hábito, había escrito a pluma «religioso», después de la palabra «profesión». José Antonio dijo que iba a realizar estudios en Roma, con el permiso de sus superiores. Podía traerles el permiso por escrito, si lo deseaban. José Antonio escuchó la voz soñolienta de un hombrecillo que le decía:

—Sí, debe usted traerlo. Necesitamos verlo.

El «religioso» salió de las oficinas. El padre Maestro, naturalmente, no iba a darle un certificado falso. ¿A quién recurrir? El «religioso» había aprendido en tres meses algunos detalles de importancia para que las relaciones humanas se desarrollen debidamente: había aprendido a mentir, a fingir, a elogiar; a tener mano izquierda. Incluso a advertir en las palabras del hombrecillo soñoliento un detalle que habría de salvarle.

Pidió por teléfono cita con un fraile de su orden a quien había conocido casualmente en unos grandes almacenes, que le había preguntado la hora y había hecho ademán de interesarse por su salud tanto material como espiritual, pero sobre todo la segunda. El fraile bajó a la sala de visitas, un poco encorvado, sonriente.

—¿Ya no me conoce? —dijo dulcemente José Antonio.

—No me acuerdo bien, no.

José Antonio le contó su encuentro, haciendo resaltar delicadezas por ambas partes que no habían existido. El fraile creyó recordar y preguntó risueño qué buenos aires le traían por el convento. He aquí lo que el otro le contestó:

—Padre, no me he confesado desde que abandoné la Congregación. Tres meses. Quisiera confesarme con usted, con uno de los míos.

Al fraile le cegó el gozo que estas palabras destilaban. Llevó a su hermano a una capilla y comenzó a escuchar su confesión. Le impuso como penitencia el rezo de tres padrenuestros y efectuar una visita a Jesús Sacramentado. Después, bajaron ambos a la sala de visitas y se enzarzaron en un animado coloquio acerca de profesores, compañeros de curso, ambientes y tradiciones.

—Si le digo la verdad —explicaba el seglar—, estoy bastante arrepentido de haberme salido.

—¿Y por qué no vuelves? Podría arreglarse, hermano —respondió el otro con ojos brillantes.

—Sí me gustaría, sí. Pero antes me gustaría asistir a la boda de mi hermano. Hace cinco años que no le veo, fíjese. Está trabajando en Alemania. Y ahora se va a casar.

—¿Con una alemana? —preguntó un poco asustado el fraile.

—¡Por Dios, padre! —José Antonio sabía imitar al maestro—. Qué ideas se le ocurren. Con una española seria y buena cristiana.

—¡Pero eso no es problema! El próximo curso empieza en octubre. Podrás estar con él un mes y luego vuelves. Yo procuraré hablar con tus superiores. ¿No cometiste nada malo en el convento?

—Nada, padre. Fue un error, un error terrible.

—Entonces se arreglará. Puedes irte…

—Pero resulta difícil… —dijo el vigilante, tras haber dudado.

—¿No tienes dinero?

—Oh, eso sí. Me lo dará mi padre. Lo que pasa es, ¿sabe usted?, lo que pasa es que como soy seglar y estoy en edad militar; no quieren darme el pasaporte, ni siquiera para un mes… Ahora bien —dijo, como un predicador famoso—, ya he encontrado el medio de arreglarlo. Bastaría que alguien me ayudara.

—Si yo puedo…

—Acaso sí. No había pensado en esta posibilidad. Se me ocurre ahora. Es curioso… Ahora recuerdo lo que me dijo el de los pasaportes.

—¿Qué te dijo? —preguntó ansioso el fraile.

—Me vio el carnet de identidad y me preguntó si era religioso todavía. Yo le contesté que sí. Él me preguntó entonces si iba a estudiar al extranjero, ya que iba vestido de paisano. Yo le respondí también que sí. Me pidió el permiso de los superiores y le contesté que se me había olvidado. El hombre me miró arrepentido de causarme una molestia y dijo: «Es que necesito verlo, ¿sabe? Usted disculpará. Sólo es verlo. Pero sin él no puedo darle el pasaporte. Ya sabe que hay muchos en edad militar que intentan salir al extranjero. Yo debo obedecer las leyes. Usted me trae el permiso, le echo una ojeada y ya tiene su pasaporte. Puede traérmelo mañana.» Se dará cuenta —terminó José Antonio— de que no hay ningún problema.

El fraile pareció dudar un segundo. Luego dijo:

—Yo mismo puedo hacerlo. Claro, si no se quedan con él en los archivos.

—No se quedan con nada, ni con la partida de nacimiento.

—¿Estás seguro?

—Sí; me lo dijo él, padre —respondió José Antonio.

—Entonces te lo haré yo mismo. Pondré el sello del superior… Pero me lo devuelves para estar seguro de que no hay peligro.

—Mañana mismo se lo traeré.

Después que José Antonio besó la mano del fraile, ya en la puerta, le dijo:

—Por favor, padre, y no se olvide de ayudarme a volver a la Congregación.

El fraile tuvo motivo para estar intranquilo durante tres días. José Antonio no fue a visitarle. Pero al tercer día recibió en un sobre el certificado junto a una cuartilla en que alguien había escrito con grandes letras rojas una sola palabra: Gracias. El fraile no sabía qué pensar de este personaje a quien, verdaderamente, no conocía muy bien. Claro que él mismo había visto la fotografía del carnet, con el mismo hábito que colgaba de sus propios hombros. Por lo demás, sus palabras habían sido sinceras, su confesión contrita. El fraile trataba de entender todo esto y estuvo a punto de contárselo al padre superior. Pero no lo hizo.

José Antonio tampoco se lo contó a nadie. Tiene sobre la mesa su pasaporte de pastas verdes. Dentro, una fotografía reciente, de seglar, con ojos algo asustados, con los cabellos pegados con jabón, los labios apretados y la corbata roja.

—A veces no conviene que se enteren que uno es religioso, ¿sabe? En el extranjero no es como aquí. Me lo aconsejó el padre Superior.

Así le había dicho al hombrecillo de voz adormecida. Se ríe de él mientras pasa una a una las páginas limpias en cuya cabeza se lee «Visados (visas)» en dos líneas de letras diferentes. Se ríe del fraile también a quien, sin embargo, agradece su buena voluntad, su ingenuidad. Le engañó, es cierto. ¿Pero, quién no engaña? «Es ley de vida, padre, ley de vida. No es conveniente ponerse trágico, eso no sirve para nada, hermano. Nada de tragedias, se lo digo yo. Usted lamentará (si es buen sacerdote) que haya hecho una confesión sacrílega. Pero qué le vamos a hacer. Antes tenía escrúpulos, ya ve usted. El día que hice la primera comunión me confesé cinco veces. Hasta que, a la sexta, el cura me echó. Una vez había olvidado una mentira, otra que no obedecía a mi madre, otra vez que robé guindas en la huerta del tío Trinidad, otra vez que me había pegado con Luisín. ¿Y sabe usted lo más curioso del caso? Que la misma mañana de la comunión, media hora antes, me comí un dulce de los que mi madre había preparado para festejar el acontecimiento. Con lo cual fui a comulgar en pecado mortal, así como lo oye: no cumplí el ayuno eucarístico. Pero “la vida da vueltas como el corazón de una puta”, padre, palabra de honor. Uno cambia de pellejo como las serpientes. Y de alma y de todo. Qué le vamos a hacer. Si le cuento la verdad, dilecto hermano, no tengo pasaporte. Si en vez de contarle que una vez falté a la gula, tres veces a la modestia (hacia un escaparate, no hacia una mujer: hubiera sido más peligroso), más de tincó veces a la caridad con los pobres obreros que están a mis órdenes, una vez al respeto debido a los ancianos…; si en vez de contarle esto, le cuento que me he acostado con una puta, que he sido onanista una vez después de mi última confesión, que todos los viernes de Cuaresma he comido bocadillos de chorizo (son los más baratos, eh, padre), que últimamente no he ido ni a misa, si me confieso de esta manera, ¿qué hubiera pensado usted? ¿Me hubiera dado el permiso con el sello del convento? Yo no es que sea malo, pero o engañas o te engañan, como dice Paula. (Paula es la amiga de Martita, compañera de pensión de José Antonio, al cual no mira con malos ojos.) Por lo demás no tiene importancia si mi hermano no está en Alemania (o acaso sí, vaya usted a saber) o si mi padre (mi padre, ya ve dónde hemos ido a parar) va a darme dinero. Lo que importa es este chisme, aunque parezca mentira. Con él podré irme a Alemania, a Hungría a visitar a mis abuelos, a París. Claro, iré antes a París. Si es usted buen sacerdote, no sólo se sentirá triste por mi confesión sacrílega, sino que me perdonará también. Mi fin es bueno. Ya, el fin no justifica los medios, pero es en el convento y en los libros tomistas. De sobra sabe usted que nosotros vivimos en un mundo forjado por Maquiavelo, entre otros. O pisas o te pisan. Yo le agradezco que me perdone, como le agradezco el papel con su permiso. Le mandaré sellos desde Hungría como regalo. Y una cosa que quiero advertirle, querido hermano: una confesión sacrílega no va a ninguna parte, créame, sobre todo cuando uno no cree demasiado en ese Dios con que ustedes le han atragantado día y noche. No es que sea culpa suya personal, pero tampoco es mía. Es el destino, como decimos aquí. La Providencia, que dicen ustedes. Uno nace sin saber por qué ni dónde ni cuándo. ¿Qué puede hacer él? Defenderse. Me defiendo en francés, me defiendo en inglés. Pues igual debe uno aprender a defenderse en la vida y en la muerte y en los estados intermedios, anteriores y posteriores, si los hay…»