La primera mujer con quien José Antonio tuvo relación carnal fue con una prostituta cansada de la vida y de los hombres que dijo llamarse Adela, conocida por la Cariátide. El nombre se lo dio un estudiante en Arte antiguo, en vista de que siempre estaba en un rincón de su bar habitual, como una columna. Esto ocurrió ya entrada la primavera, cuando la sangre de los jóvenes se subleva y se exalta. Hacía casi dos meses que José Antonio pasaba lista a los obreros, de nueve a una. Recibía tres mil ochocientas pesetas de salario, ya que había aprendido a explicar a los clientes en qué parte de las obras quedaría la cocina, el hall y el cuarto de los niños. El que hacía su misma tarea en el edificio de pisos más caros que los suyos fue quien le indujo y le acompañó al bar donde la Cariátide buscaba a alguien con quien pasar la noche.
El arquitecto Luis Carlos tenía poca relación con José Antonio, ex fraile ya, porque a las tres semanas de vivir en Madrid le llegó un papel al firmar el cual sus votos quedaban anulados. El jefe inmediato de José Antonio se llamaba Joaquín Cordero, hombre grueso, amable, cordial y comprensivo. El otro que se encargaba de mostrar los pisos a los posibles clientes era más joven que José Antonio, un muchacho vivaz a quien todos conocían por Pelao. Al parecer imitaba perfectamente a «Cantinflas» y de tanto llamar Pelaos a sus vecinos, éstos le dieron el apodo. Ellos iban cada uno por su lado a pasar lista por la mañana y empleaban algunas horas de la tarde en una chabola de las obras en espera de que alguien se acercara. Tenían la misión de vigilar de paso a los obreros. José Antonio trabajaba en Vallecas y el Pelao no lejos de la casa de don Juan Manuel. Solían comer juntos cerca de la oficina central, donde Joaquín esperaba diariamente su informe. Luego, juntos, montaban en el Metro e iban a las obras.
Los obreros llamaban a José Antonio «el huérfano», le trataban de tú y le engañaron los dos primeros días. Procuraban hacerse buscar cuando el muchacho pasaba lista y se burlaban a sus espaldas. Era un trabajo fácil pero fastidioso. Los obreros le insinuaban si no estaría mejor entre ellos, colocando ladrillos o dirigiendo las carretillas llenas de arena, en vez de enchufarse de aquella manera con el arquitecto. Él les habla dicho que no tenía estudios, que venía del pueblo. Sus maneras un poco ingenuas y pueblerinas, por lo demás, confirmaban estas explicaciones.
Sin embargo, cuando se enteraron de que sólo ganaba «tres billetes y pico», menos que alguno de ellos, cambiaron de actitud hacia el vigilante. Un día soleado José Antonio se quedó a comer con ellos. Envuelto en papel traía unas rajas de mortadela barata. Las metió en un pedazo de pan y se sentó en el corro, mientras los demás sacaban de sus fiambreras huevos cocidos, chorizo y trozos de pescado frito. Le invitaron a vino. Le hablaron con sus palabras toscas de mujeres, de amos, de dinero, de comunismo. Ellos no estaban contentos. «Cuando vuelvan los míos», decía uno sin aclarar quiénes eran los suyos. Un sábado por la tarde, mientras algunos se paseaban cerca de las obras, con rostro desocupado y feliz, un peón tan joven como él le dijo que se estaba preparando una huelga gorda.
—Pero no diga una palabra, ¿eh?
—¿A quién? —preguntó José Antonio.
—Pues a don Joaquín y al contratista.
El otro se apoyaba en una barra de hierro. Vestía unos pantalones vaqueros y un jersey amarillo, rasgado en los codos y en el cuello.
—Es que me pagan muy poco —añadió.
—A mí también —respondió el vigilante.
—¿Entonces usted irá a la huelga?
—Ya veremos; acaso. Pero trátame de tú, como los otros.
—Yo soy el coordinador, ¿sabes? Pero no digas nada.
—No te preocupes, no diré nada. ¿Eres comunista?
—No, todavía no. Pero cuando pagan tan poco, a uno le dan ganas. Yo empecé el bachiller nocturno. Luego, me eché novia y tuve que dejarlo. Hice hasta tercero. En el Maeztu.
—Yo también quería hacerlo —respondió el vigilante—. Pero no se puede.
—¿Tienes novia también?
—No, novia no. Pero no queda tiempo para estudiar.
Al día siguiente a mediodía, José Antonio habló con Joaquín y le dijo que sus obreros pensaban hacer una huelga, que había algunos que eran medio comunistas. Joaquín le contestó riendo:
—Eso es más viejo que yo. Todos los días están diciendo lo mismo; no hay peligro. Si hacen una huelga, se les echa y se contrata a otros. Tenemos de sobra. No se atreven. Don Luis Carlos ya está al tanto de estas cosas.
No le agradeció su información, no le felicitó por ella. El vigilante creyó su deber advertírselo, incluso después de haber prometido al obrero guardar silencio. Esperaba también recibir una pequeña recompensa, un aumento, una mejora. Él, inconscientemente, estaba del lado de los amos. Amaba a los obreros según le habían enseñado en el convento: amar al hombre y despreciar su pecado. Su pecado era aquí la huelga, el comunismo, el engaño a sus legítimos amos. Tenía la obligación moral de luchar contra él, de defender a los mismos pecadores de su error propio. Pero halló que todo esto traía sin cuidado al jefe, que eran cosas de todos los días, que ya tenían pensadas las posibles soluciones si los obreros decidían declararse en huelga. Halló que ésta misma no era sino un deseo, no un proyecto. Los obreros continuaron trabajando como de costumbre, comiendo sus huevos cocidos y bebiendo su vino. E invitándole. Consideraban al vigilante su confidente, un amigo. Y José Antonio también les consideraba a ellos amigos, si bien su deber le obligara a veces a traicionarles. Pero ellos nunca supieron esta traición.
José Antonio les amaba verdaderamente, y amaba a Joaquín y a Luis Carlos y al Pelao y a cuantos se cruzaban en su camino diario. Se iba poco a poco cansando de ellos, es cierto, pero les amaba. Su trabajo era soso, aburrido. En principio le pareció agradable, según convenía a un filósofo que desciende al mundo cotidiano y simple del cemento y los camiones y las hojas impresas. En unas semanas terminó aborreciéndolo. Deseaba volver a sus libros, a su mesa, a sus libretas llenas de líneas escritas como pasatiempo y consuelo.
El Pelao, en cambio, con quien hablaba diariamente, se mostraba siempre jovial y satisfecho. Su espontaneidad le llevaba a inventarse insólitas aventuras que luego contaba con los ojos brillantes. Él quiso ser ingeniero, decía, pero su padre había muerto y desde los quince años debió mezclarse en este mundo oscuro del engaño, del salario mensual, de la coba y el ascenso. Poco a poco había llegado a este puesto que ocupaba, «no por enchufe». Y cuando don Joaquín fuera ascendido, sería nombrado jefe de las tres obras de las que aquél se encargaba. La tarde de un sábado se encontraron los dos vigilantes en la oficina general, para dar cuenta de los hechos ocurridos durante la semana. José Antonio había firmado una precontrata a una pareja de novios que protestaron de que las habitaciones dieran al patio, de que el comedor fuera tan reducido y no existiera ascensor. Al final, habían aceptado, provisionalmente, quedarse con el quinto C de la escalera izquierda. Era un éxito para el joven encargado y así lo demostró don Joaquín dándole unos golpes en la espalda y augurándole un buen porvenir en la empresa.
—¿Qué vas a hacer ahora? —le preguntó el Pelao.
—Nada.
—Podemos ir a tomar unos vasos.
José Antonio aceptó. Apenas salía de casa por temor a gastar dinero. Después de haber resistido un mes sin apenas comer, ahora aseguraba que quería ahorrar para pagar las matrículas de estudios. Había adelgazado hasta el punto de ponerse amarillento y débil como en su vida lo había estado. Pero ahora comía un poco mejor y la primavera había devuelto a su rostro un color vivo, aceitunado, como después de las vacaciones de verano en el convento. Con su salario no podía hacer grandes cosas, desde luego, pero le habían enseñado un arduo ascetismo espiritual que él supo tornar físico cuando las circunstancias le obligaron.
Fue con el Pelao a tornar unos vasos. Comieron juntos una tortilla y bebieron un litro de vino. El Pelao hablaba más que de costumbre, se contradecía respecto a sus conversaciones anteriores. Ahora, por ejemplo, su padre estaba preso por delitos comunes (por haberse llevado de la obra hierro y herramientas). Él nunca había pensado ser ingeniero, aunque le hubiera gustado. Lo que él pensaba realmente era marcharse a Alemania después del verano.
—Allí es vida, macho —golpeaba a José Antonio en el hombro—. Trabajas y ganas, que es lo bueno. En dos años, rico. Y luego, que hay cada tía como para cortarte el aliento. Que se dan, eh, que se dan; no como aquí. Echas el ojo a una y, hala, ya está. Sin pagar un céntimo. Como debe ser… Lo difícil es la lengua. Yo sé decir algunas cosas, ¿sabes? Le mandaré dinero a mi madre para que se defienda y el resto, ¡a la hucha!
—Yo también pensaba irme —mintió el otro—. Aquí no es vida.
—Que no es vida, hombre, que no —contestó el Pelao, como con tristeza. Y luego—: Si arreglas los papeles, nos vamos juntos.
Bebieron. El bar estaba lleno de hombres que bebían. Afuera, corría un viento cálido, con olor a hombres y a vida. La primavera se había desencadenado sobre la ciudad como un animal salvaje y hambriento. En esta hora inicial de la noche del sábado, las calles eran como una lluvia de risas y de palabras, un concilio de pájaros en torno al trigo olvidado en las eras. La ciudad era la misma de siempre. En las calles había mesas y familias sentadas, el clima era bueno, las luces iluminaban un polvo fino levantado quizá de la calzada, quizá de los hombres mismos.
Los dos vigilantes dieron un paseo por las calles céntricas, desde Cibeles hasta la Plaza de España. El Pelao seguía hablando y hablando sin escuchar los pensamientos de su amigo. Mientras ambos orinaban en los mingitorios, imitó a «Cantinflas», cosa que hizo reír a José Antonio, a dos hombres más y al guardián.
—¡Unos pelaos, eso es lo que son, unos pelaos, hombre! —decía.
Se despidieron a las doce y diez. José Antonio dijo que no se tenía en pie. («El vino, macho, el vino.») Quedaron en verse al día siguiente. A José Antonio le daba vergüenza de que el Pelao hubiera pagado diez duros por la tortilla y el vino, sin dejarle a él poner su parte.
—Mañana pagarás tú.
Al día siguiente, domingo, José Antonio no fue a misa por primera vez desde que se acordaba. Se levantó tarde porque «debía descansar de toda la semana». Comió en un pequeño restaurante de la calle Barbieri que había descubierto algún tiempo atrás. «Menú 9 ptas. Con abono, 8.» José Antonio usaba el abono semanal, pero aquel domingo pidió dos platos más de los incluidos en el menú.
—Un día es un día —le dijo al muchacho que le servía. Pidió también vino y, al final, dejó dos pesetas de propina.
Volvió a la pensión andando. Para hacer tiempo, comenzó a escribir al Viejo, de quien había recibido una breve carta cinco días antes. Mientras escribía recordó que no había ido a misa. «Por la tarde hay tiempo», pensó. Ningún domingo había faltado, desde que saliera del convento. Estaba seguro de que abandonar la misa era abandonarlo todo, era meterse en oscuros caminos de los que quién sabe si podría salir nuevamente. Lo mismo que las familias que dicen no creer en Dios y, sin embargo, guardan rigurosamente la abstinencia cuaresmal porque eso les ata de alguna manera a leyes superiores. Para José Antonio, que no pensaba en Dios ni en la iglesia, la misa significaba toda su vida pasada, una conciliación con la presente y, también, la razón de la futura. Pero aquel domingo de mayo José Antonio no tuvo tiempo de ir a misa y fue como si acercara las tijeras al hilo que aún le ataba a sus años pasados.
No terminó la carta que dirigía a fray Javier, el Viejo. Se acercó la hora en que debía encontrarse con el Pelao, y guardó las dos cuartillas escritas en el bolsillo de su gabardina.
Volvieron los dos vigilantes a comer una tortilla de patatas y beber un litro de vino. Salieron del bar poco después de las diez, contentos y locuaces. El Pelao comenzó a hablar de mujeres y preguntó a José Antonio si conocía a las «pájaras de la Telefónica». José Antonio le contestó que no. Sabía dónde estaba la Telefónica, pero a «ellas» no las conocía.
—Pues vamos a hacerles una visita, qué Dios —dijo el Pelao—. Nos divertiremos un rato y luego nos vamos a dormir, que mañana a las nueve…
Entraron en un bar bien iluminado, estrecho y largo, lleno de gente. La Cariátide estaba en un rincón del fondo, sentada. La falda le llegaba a medio muslo, pero una combinación azul celeste le cubría hasta más abajo de las rodillas abiertas. Tenía gesto cansado, no miraba a nadie. Una hora más tarde salía del brazo de José Antonio, humilde y orgullosa a la vez. Los dos vigilantes habían comenzado como todos comienzan, habían bebido dos copas de coñac, habían hablado y reído. La Cariátide les había suplicado «por todos los santos de la corte celestial» que no bebieran más. José Antonio ya no estaba seguro de sí mismo, llegó a decir que él era fraile, que él iba a cantar misa el día de Navidad. El Pelao se rió y dijo:
—¡No seas pelao, hombre! Más respeto.
—Yo también era monja —dijo Adela con un ademán vago.
Luego, terminó de contarle a José Antonio que, efectivamente, ella también había sido monja «con paracaídas», pero que lo dejó porque le gustaban los hombres. No todos los hombres, por supuesto, sino los hombres como él, jóvenes y de hermosa cabeza y ojos de niño inocente, «de los que no han roto un plato». Antes, ella amaba a los pobres y a los enfermos; ahora sentía inclinación por los sanos y los ricos. «La vida da vueltas como el corazón de una puta», añadió.
Cuando José Antonio fue a pagarle, sólo pudo entregarle doscientas pesetas y algunas pequeñas monedas que le quedaban en el bolsillo del pantalón. La Cariátide se rió y comenzó a registrarle los bolsillos. Encontró la carta sin terminar. «Fray Javier, el Viejo», leyó. Soltó una carcajada escandalosa.
—¿Vas a contarle a tu superior la aventura de esta noche? —preguntó.
—Sí, claro —le dijo José Antonio.
—Bueno, pero no vayas a decirle mi nombre. Acaso me conoce de alguna vez… El mundo es un pañuelo.
La Cariátide terminó de registrar los bolsillos de la ropa de José Antonio. No halló más dinero y comenzó a injuriarle. Pero con gesto cansado, sin brillo en los ojos, sin grandes muecas, como el que reniega de una lluvia repentina que le encontró en descampado. José Antonio estaba fumando, mirando al techo distraídamente. Se sentía cansado y vacío, sin ganas de moverse. La Cariátide le dijo que si pensaba pasarse toda la noche así. Él no contestó.
—La próxima, si quieres cumplir la pobreza cumples también la castidad, puerco —le dijo.
José Antonio lleva la corbata en el bolsillo, el pelo revuelto. Quiere fumar nuevamente, busca los cigarrillos que compró a mediodía, «de los más caros». No los encuentra en los bolsillos y se para a mirar el cielo lleno de estrellas y de resplandor. Todavía pasa gente por la calle mal iluminada, unos lentos y pensativos, otros llenos de prisa y como con temor. Todavía hay bares abiertos, con hombres y mujeres bebiendo copas de coñac, riendo. Se lleva la mano a la cabeza para desembarazarse de una idea inconveniente. Ahora piensa en el Dios de las estrellas y de las calles oscuras y de los cigarrillos americanos. Es evidente que Él ha creado todo esto, incluso las columnas en forma de mujer y las mujeres en forma de columna: las Cariátides, incluso los billetes de cien pesetas. No es fácil conciliar las hojas aromáticas de los eucaliptos que tanto admiraba el frailecillo opaco («¿pero cómo se llamaba, cómo se llamaba?») y los perfumes ásperos e hirientes que esta mujer («y ella también, ¿cómo se llamaba?») llevaba sobre el cuerpo. Es difícil admitir que Él haya creado la primavera y las noches de cansancio y las noches de luz y el cemento que mancha las manos.
José Antonio lleva en el bolsillo la corbata, arrugada quizás. Es un objeto que va a necesitar para presentarse ante don Joaquín, ante el arquitecto, ante el mismo Pelao. Ha ido perdiendo algunas otras cosas que no iba a necesitar ante los demás. A nadie le importa si cantará misa en Navidad. Son detalles de otro mundo, son matices etéreos, cosas que se escriben en los libros, seguramente. Él es él, limpiamente, como los otros. Cada uno es su cuerpo y su corbata y sus cigarrillos y algunos pequeños deseos y algunos proyectos. Antes, la misa y la Salve en latín formaban parte de cada individuo; sin ello no se podía ser, no se podía mirar cara a cara. Ahora, en cambio, uno puede mirar cara a cara, aunque no haya tenido suficiente dinero para pagar, aunque los pasos no sean rectos a causa del alcohol, aunque el botón superior de la camisa esté desabrochado. «Cosas sin trascendencia, vulgares», como diría Paco, fray Paco. Se echan de menos algunas cosas pasadas, se lamentan otras, pasadas también. Pero, con todo, unas y otras terminan olvidándose. «Olvidar es la ayuda que nos ofrece la vida para que la vivamos.» Esto lo dijo el que contaba la crónica de unos pobres amantes, José Antonio lo recordaba ahora. Había tomado la cita, la había copiado en la última página de su Diario (hasta llegar a ésa había muchas otras blancas aún, esperando verse llenas de hechos y de pensamientos). «Tendré que continuar el Diario», pensó. ¿Para qué? «Tendré que continuar viviendo», era la versión exacta de su pensamiento. ¿Y por qué no? El alma nunca mata al cuerpo. El alma muere y el cuerpo sigue viviendo: una conclusión de la enseñanza que sobre el pecado dan los libros de Teología. Por el contrario, si el cuerpo muere, el alma muere también. Mejor dicho, pasa a otra vida. «Si existe.» Si existe la otra vida. Hasta que no estemos seguros, tenemos la obligación de procurar conservar ésta, como tenemos la obligación de advertir al jefe de los programas de huelga, incluso si nos resulta poco agradable. José Antonio ha dejado de estar seguro de que esa otra vida existe. ¡Como si no hubiera bastante con ésta! ¿Qué quieren, pues, que sigamos por toda la eternidad pasando lista a los obreros y comiendo tortillas de patatas y visitando «pájaras de la Telefónica»? ¿Pero quién es el que quiere? «Ellos», el grupo a que José Antonio perteneció. «Nosotros» —él se incluía— no queremos nada de eso. Uno tiene que llegar cansado allá, sobrecargado, harto. Sólo quienes desprecian, quienes matan esta vida, desean otra, otra mejor y conforme a nuestros deseos. «Unos cobardes, unos pelaos, eso es lo que son», que diría nuestro amigo. José Antonio ahora piensa en Dios, mientras se acerca a la puerta de su pensión. Dios desvinculado del pecado, desvinculado de una vida posterior. Primero su Dios no tenía nada que ver con el amor que sus elegidos tenían por los hombres; ahora no tenía nada que ver tampoco con el resto de sus enseñanzas. En la noche estrellada, iluminada por el cielo y el neón, tenemos un Dios etéreo, grande e invisible; nos queda un hermoso Dios sin manos y sin boca para decir palabras y sin corazón para amar.
Pero José Antonio no se inquieta excesivamente por estas ideas que entran en su cabeza despeinada. Las acoge con demasiada indiferencia, como el gesto cansado de la Cariátide. Hubo un tiempo en que le pedían vigilar sus pensamientos y sus dudas. Admitir una duda podía ser pecado, lo mismo que pensar en una mujer con deleite era ya fornicar con ella. Ahora, en la pensión, no había un padre maestro ni un padre confesor que se ocuparan de todo esto. Había una mesilla, un teléfono, algunos periódicos, un botijo iluminado por la bombilla amarillenta y sucia. No había tampoco en la pensión una campana para despertarle a las seis y media, ni dos frailes que bendecían las puertas de las celdas antes de que los hermanos se abandonaran al sueño. Había cosas bien distintas que no es menester analizar porque un análisis filosófico de una camisa sucia, de una amiga de Martita, de un olor a pescado frito, sería tan absurdo como intentar averiguar si una puta, como ella aseguraba, había sido realmente monja de la Caridad.