Se despierta hambriento. La pensión huele a comida, a guisos de berza y garbanzos. Sale para lavarse y afeitarse.
—Puede ducharse si quiere —le dice la dueña en el pasillo—. ¿Quiere comer después?
—No, no tengo hambre.
José Antonio preguntó la hora. El reloj que le habían regalado sus padres era viejo y no marchaba bien. Un «Dogma» que alguien había traído de Marruecos, comprado por veinticinco duros.
—Las cinco menos veinte —contestó la mujer.
José Antonio se duchó con agua casi fría. Le caían hilos sobre sus hombros demasiado gruesos, demasiado carnosos. «Concupiscencia», pensó. Se afeitó cuidadosamente y volvió a lavarse la cara. Esta tarde tendría que hablar con grandes personas, quién sabe, y era preciso andar bien aseado. Dejó un poco de jabón sobre el pelo para que no le cayera sin orden, como de costumbre. La camisa estaba ennegrecida en el cuello, pero no se veía. Una vez que se hubo colocado la chaqueta azul, volvió a los servicios para arreglar la posición de la corbata. Pensaba en qué emplear el tiempo hasta las siete. Daría un vistazo a las calles, a la ciudad. Podía incluso entrar en un museo. Claro que eso depende de lo que cuesten. Con un duro puede uno comprar un bocadillo. Y un bocadillo es más importante que Velázquez, por mucho que se diga. Miró si en la cartera conservaba las señas de don Juan Manuel.
La dueña de la pensión estaba leyendo un periódico, en un ensanchamiento del pasillo. Había allí una mesa, dos sillones viejos, un teléfono colgado a la pared y un botijo sobre los baldosines rojos.
—¿Vendrá a cenar?
—No, no creo.
—¿Quiere pagar pensión completa o sólo la cama?
—¿Cuánto es completa?
—Quince duros —dijo ella.
—No, sería un lío tener que venir a comer. Me cae lejos. Sólo la cama, si le parece.
—Como quiera. ¿Y va a estar mucho tiempo?
—Sí, me gusta esto. Acaso más de un año.
—Bueno, pues nos alegramos —respondió la mujer—. Le haremos tarifa de estable. Son tres duros menos. Pero tiene que pagar por adelantado.
—¿Cuánto?
—Novecientas al mes.
José Antonio dudó un momento.
—Le pagaré quince días, si le hace. Cada dos semanas. Me viene mejor.
—Da lo mismo. Está incluido el lavado de ropa, así que si tiene algo, lo deja aparte.
—Ya veré. Muchas gracias —contestó él.
Y salió.
Había mucha gente por las calles a esa hora. Gentes lentas que se fijaban en los escaparates y en las otras gentes sentadas dentro de las cafeterías. Había coches que se perseguían y nunca se tocaban, como ángeles puros. Había por todos sitios carteles de colores, siempre con mujeres, igual que en la pequeña ciudad donde ponían Romeo, Julieta y las tinieblas. Viendo los carteles y los coches y las gentes uno puede sentirse libre y tranquilo; uno puede sentirse también solo, pero si no piensa en ello vale más. Al fin y al cabo, hay gente, que es lo importante. José Antonio salió a ver el mundo cara a cara, a mezclarse con el mundo.
El mundo tiene tantos significados como uno quiera darle. El mundo es la tierra, la gente, es la alta sociedad. El mundo, para José Antonio, que lleva en su alma la triple promesa de obediencia, castidad y pobreza, es el tercer enemigo del alma. Para defenderse de él precisamente no hace medio año prometió a Dios guardar pobreza. El mundo, pues, entendido como enemigo, es la riqueza y pecados que de ella nacen. Pero José Antonio no sólo no es rico, sino que apenas puede gastarse dos pesetas en cotufas para calmar el hambre, cerca del «Cine Callao». Las va comiendo por la calle, como un hombre sin dignidad. Ve que mucha gente entra en un gran edificio frente a él. Y él ha dejado de ser un hombre escogido, sacado del mundo. Él es uno de tantos, un Vicente. Entra con los demás y se pone a pasear frente a chicas que venden collares y juguetes y medias y máquinas de afeitar y corbatas y libros y mil cosas. Encuentra una escalera automática y sube a ella, con su paquete de plástico en la mano y el sabor salado del maíz en la boca. Nadie se ocupa de él, nadie le mira, nadie le pregunta o le pide modestia. Él, en cambio, mira a todos, analiza los precios y los paquetes que la gente lleva en la mano, estudia el funcionamiento de la escalera automática que ve por vez primera. Baja y vuelve a subir para mejor conocer la sensación de que la escalera mueva su cuerpo.
A su lado está la gente tal como él la había creído. No hay muchos hombres, es la verdad, pero las mujeres también son respetables, aunque hablen tanto y manoseen aquí y allá y le empujen a uno. Hay mujeres viejas vestidas con abrigos negros y sombreros. Buscan siempre lo más barato y parecen enfadadas cuando se acercan a pagar a la caja. Las hay jóvenes y hermosas, con rostros llenos de amor y de alegría. A alguien amarán, sin duda; alguien será la causa de su alegría. Hay, incluso, grupos de hombre y mujer, cogidos de la mano o del brazo, acercándose y alejándose como las olas del mar, hablándose, acariciándose con los ojos. Un hombre joven, tan joven como José Antonio quizás, ha besado en el pelo a una chica a quien acompaña. Ella sonríe. José Antonio sonríe también, sin darse cuenta. Y les sigue con los labios anhelantes, olvidado de su maíz preparado, de las chicas que venden y de todo lo demás.
Frente a ellos tres viene un religioso vestido con el hábito que él llevaba ayer por la mañana. (En realidad, ayer por la mañana él no se puso el hábito: lo dejó caer sobre la cama deshecha, arrugado.) José Antonio le sigue a él, ahora por ver si le conoce. No le conoce. De todas maneras, debería acercarse más y preguntarle algo, decirle que son hermanos, aunque no lo parezca. En efecto, allí todos son hermanos, todos se aman, los que compran y los que venden. Pero, aquilatando las cosas, ellos dos son más hermanos.
—¿Qué hora tiene, por favor?
—¿Eh? Ah…, las seis y diez —dice José Antonio asustado.
—Gracias —contesta secamente el fraile.
—¡Eh, padre! —dice José Antonio detrás de él.
—Diga.
—Yo quería…
—¿Deseaba usted una consulta espiritual? ¿Confesarse? —preguntó el fraile, como un comerciante que anunciara su mercancía.
—No, no era eso. Yo soy fraile como usted, me he venido ayer del convento. ¿Conoce al padre Sanz Ginés? —dice de un tirón.
—Claro que le conozco, fuimos compañeros de curso,—Era mi profesor —responde, un poco triste, José Antonio.
El fraile dijo que tenía mucha prisa. Le pidió algunas noticias sobre otros frailes, dijo sentirse satisfecho de haberle conocido y le dio su dirección para que el joven hermano fuera a verle cuando tuviera necesidad de alguna cosa, «lo mismo material que espiritual». José Antonio quedó mirando su espalda encorvada («ése es de los místicos»), su paso rápido y corto. La gente continuaba moviéndose, bullendo en torno suyo. La gente sonriente o triste, rica o pobre, gente de Dios, con su corazón capaz de amar y su cuerpo hecho para el placer y el dolor. José Antonio sentía ternura por todos ellos, seres como él, saciados o hambrientos. Estaba contento allí, en el gran comercio, mezclado, unido a los hombres que no han sido sacados del mundo sino metidos en él para que sean felices y se amen. Lástima de que no hubiera bancos para sentarse y poder admirar más cómodamente sus movimientos, sus palabras, oler su aroma y sentir en la piel el calor de sus cuerpos.
De pronto, José Antonio recordó que también él tenía prisa. En la puerta del comercio preguntó a alguien dónde estaba la estación del Metro más cercana y se dirigió allí. A las siete y diez salió a abrirle Martita, con la misma cofia y las mismas piernas delgadas.
—El señorito le espera —dijo sencillamente.
—Buenas tardes. He dormido hasta ahora en la pensión que me recomendó. Su amiga me dio saludos.
La muchacha caminaba delante de él, sin escucharle. Le condujo al salón, donde, sentado en el mismo sillón de esta mañana, con las piernas cruzadas y un cigarrillo en la mano izquierda, don Juan Manuel hacía tiempo. Le saludó cortésmente.
—Ya tienes trabajo. Todo arreglado. Ahora podemos ir a ver al arquitecto. Creo que es cosa buena. ¿Vamos? —terminó, levantándose.
—Como usted guste —respondió, acobardado, el otro.
No le dio tiempo a despedirse de Martita. Subió al coche de don Juan Manuel. Éste le había abierto desde dentro la portezuela. El pequeño coche arrancó. Ninguno de los dos hablaba. Llegaron a una calle principal y don Juan Manuel se dirigió por una que de allí arrancaba, con árboles y acera en el medio. Tardaron poco en llegar a la casa de Luis Carlos, el arquitecto, el amigo del amigo del Viejo. (El Viejo estaría estudiando a estas horas, acordándose de él, quizá.)
—Su trabajo —decía el arquitecto— consiste en pasar lista a los obreros en tres sitios distintos, por la mañana. Más que de tomar sus nombres, conviene que vaya por allí a distinta hora y vea cómo trabajan. Esto lo hará hasta que aprenda su trabajo por la tarde. Estará en mí oficina de venta de pisos, para enseñar a los visitantes las construcciones y hacerles una precontrata, si es preciso. De momento, podemos pagarle dos mil pesetas, considerando que por la tarde no trabaja, sino aprende. Cuando se desenvuelva bien y trabaje, le pagaremos el doble. De usted depende el tiempo que tarde en aprender. Si es usted despierto…
—En una semana… —se aventuró José Antonio.
—Muy poco me parece eso —replicó el otro—. En fin, ya veremos.
—Y, por favor, ¿suelen pagar cada mes o cada semana?
—Cada mes.
—Es que… —susurró José Antonio.
—No tiene dinero, ¿sabes? Ya te dije que era huérfano —dijo don Juan Manuel.
—Eso no es problema. Si necesitas, pides adelantos. Se te descontarán al final del mes. Puedes venir mañana… No, mejor será que empieces con el mes. El uno de marzo vas a esta dirección, a las nueve de la mañana. Este señor te dirá lo que tienes que hacer, ¿entendido?
—Sí, señor.
(José Antonio no sabía absolutamente nada de la vida de los hombres, cosa de la que él mismo estaba bien seguro. No sabía tratar a la gente, tener mano izquierda. No sabía que hay gente que habla con grandes palabras porque tiene miedo; gentes que se dicen superiores y obligan a sentirse inferiores a quienes les rodean; gentes de mal corazón y de corazón vacío y sin ninguna clase de corazón. Gentes de sangre negra, ricos y pobres. Que comen solomillo de ternera en el restaurante o judías con tocino en la cocina del hogar. Gentes de manos duras y sucias como las de los hombres que servían en el convento, los hombres que vivían en las casitas al otro lado del río. Algún tiempo tardaría fray José Antonio en saber todo esto y mucho más de la gente. Acaso el Viejo lo sabía ya y por esto le dijo que estaba equivocado. José Antonio se mostraba humilde cuando había hombres a su lado; era valiente él solo, en la calle o en el gran comercio o en la cama o en una cocina donde desayunaba chocolate. Cuando había gente era humilde y tenía miedo. Pero ya le han dado un trabajo en el que aprenderá todo esto. A partir de marzo, pasará lista a más de doscientos obreros que construyen casas baratas, un hotel de lujo y otras casas menos baratas. Allí podrá aprender a distinguir a unos de otros, a los que tienen miedo por sí mismos y a los que lo tienen porque los demás se lo imponen.)
Don Juan Manuel y José Antonio, éste detrás de aquél, bajaban las escaleras alfombradas de la casa del arquitecto. Iban a entrar en el coche del primero. José Antonio no sabía lo que debía hacer ahora. Don Juan Manuel se detuvo con las llaves en la mano y dijo:
—Había pensado dar una vuelta contigo esta noche para enseñarte Madrid, ya te lo dije. Pero esta mañana nos han anunciado un examen. Debo estudiar. Siento no poder acompañarte. Me hubiera gustado que me contaras algo de Javierchu.
—¿Tú conocías a Rosa?
—Sí, naturalmente.
—¿Y cómo era?
—Bah, una imbécil. Y además, fea. Javierchu estaba loco por ella, no sé por qué. Casi es mejor que se haya metido cura. ¡Pa casarse con eso!
—Él me había dicho…
—¿Qué vas a hacer tú ahora? —dijo don Juan Manuel al mismo tiempo.
—¿Yo? Iré a dar un paseo…
—Bueno, José Antonio, pues cuando necesites algo ya sabes dónde vivo. Toma mi teléfono. Me llamas cuando quieras.
El coche de don Juan Manuel arrancó como de un brinco. Se perdió en seguida. José Antonio estaba en la acera, mirándose las manos. Le había molestado que dijera aquellas cosas sobre Rosa. Seguramente, había mentido. Ya había mentido también con lo del examen. No quería estar con él. Pero era mejor, puesto que había sido capaz de pensar sobre Rosa de manera torcida. José Antonio ya tenía trabajo, ya no se moriría de hambre. ¿Qué necesidad tenía de volver a ver al señorito? Allí mismo rompió su tarjeta, en trocitos pequeños que fue extendiendo uno a uno sobre la calle, lentamente.
En Cibeles compró una postal que representaba el Palacio Real iluminado. Escribió: «Estoy en Madrid. He dejado el convento para siempre. Recibí vuestra carta. José Antonio.» La depositó en los buzones de Correos y siguió caminando, él solo, en medio de las gentes que venían de sus trabajos o iban a divertirse un rato, a tomar el aire fresco de la tarde.
Las grandes luces de la ciudad calmaban el alma del fraile. Un extraño ser con pantalón planchado y corbata y gabardina nueva y tres promesas sobre sí, tres promesas ya sin sentido. «No pecaré más», dijo él. Pensaba en la dispensa que llegaría de Roma. Bastaba una firma suya y el voto quedaría anulado. «De todas formas, no pecaré más», repitió. Era un sentimiento que le venía de aquellas luces, de aquella gente siempre en fiesta. (Era una gracia actual, realmente, si hemos de atenernos al lenguaje teológico.) Prometía no pecar más sin siquiera pensar que existía Dios y, por tanto, el pecado, ofensa de su Persona. Tres meses antes pensaba en Dios más de veinte veces al día. Ahora le resultaba un ser ajeno, fuera de esta realidad que uno ve, huele, toca por la calle. Sin embargo, no quería volver a pecar, sin analizar por qué, sin analizar nada. No le agradaban las mujeres que veía y tal vez de ahí nacía ese propósito. José Antonio no tenía sueño ni dinero. Oportunidad única, pues, para pasear y pasear en esta ciudad desconocida y grande, esta reencarnación de la Babilonia bíblica, como se asegura en el convento. Se acercó a comprar cigarrillos «de los más baratos». Le dieron «Celtas». Encendió uno y se arrimó a la pared para fumarlo allí recostado mientras algunos se quedaban mirándole, mientras algunos no le hacían caso. Dos muchachas jóvenes le miraron: gordas, vulgares. «Dios vale más que las mujeres», pensó él, sin tampoco especificar bien esta idea sobre Dios. «Ellas son realmente la muerte de las almas.» La frase había sido leída en algún viejo libro de espiritualidad, en el comentario al sexto mandamiento.
Eran casi las doce cuando regresó a casa. Había comprado un bocadillo de calamares y bebido un vaso de vino. En la cama continuó leyendo su novela Un héroe de nuestro tiempo, de Vasco Pratolini, hasta muy tarde, hasta que cayó dormido el antihéroe, el nuevo ser que se nos metía en el mundo sin conocer nada de él.