Era verdaderamente fácil encontrar la pensión. José Antonio preguntó por la amiga de Martita y la muchacha que le abría la puerta dijo:
—Una servidora.
Ella misma le presentó a la dueña y ambas le condujeron a la habitación número 7. Encalada en blanco, con una cama estrecha de madera y una mesa pequeña, a José Antonio le pareció una nueva celda conventual. El arca estaba sustituida por un armario de luna; la ventana daba a un patio sombrío. No había pinos ni eucaliptos ni montañas ni río al otro lado. Se oían voces y ruidos raros. José Antonio sacó de su maleta el pijama azul desvaído. No quiso hablar con las dos mujeres que le habían preguntado cosas sobre la vida, sobre su vida, sobre sus padres. Sabían que era amigo del señorito en cuya casa servía Martita, un amigo pobre que venía del pueblo. Pero ¿de qué se conocían ellos dos?
—Fue el verano pasado —respondió él.
—¿En San Sebastián?
—Sí, en San Sebastián. (Allí veraneaba don Juan Manuel, seguramente.)
José Antonio encendió un cigarrillo, el penúltimo del paquete. Contó el dinero que le quedaba en la cartera. Podría vivir casi un mes, sin contar los gastos de la comida. La comida no es un problema tan grave como pudiera creerse. Una vez en la cama, el fraile pensó que con pan y latas de sardinas podría arreglarse. En el convento había engordado más de la cuenta. Bajo el hábito no se advertía su vientre, pero él podía tocarlo ahora, lleno y móvil como la papada de un viejo gordo, como los pechos de una marquesa de Serafín. Adelgazaría y tal vez llegara a poseer un cuerpo ascético y agradable.
A estas horas el Viejo y Paco y los otros están en clase, atentos al profesor. No andan lejos los exámenes. El maestro está en su celda, leyendo las cartas que entregará a la hora de la comida. José Antonio no ha escrito a sus padres. Mañana les enviará una tarjeta en colores. No les dará su dirección para que le olviden antes. Tal vez la madre sufra. Le hubiera gustado tener un hijo sacerdote. Peor para ella. En el fondo, lo que quería era que se fuera de casa. Así, pues, al diablo su madre y su padre y los demás. No dará señales de vida. Si consigue un trabajo que le permita estudiar, algún día alcanzará un buen puesto y podrá reírse de todos.
En el convento se reza la Salve antes de que los frailes entren en sus celdas para tomar el bien merecido descanso. José Antonio hace más de un mes que no reza antes de dormir. Pero hoy se acuerda del Viejo y de Paco y del frailecillo gris y del nuevo profesor venido de Lovaina. Y entonces comienza a rezar la Salve en latín, que suena mejor y resulta más litúrgico. Al llegar a in hac lacrimarum valle recuerda que tiene poco dinero y se duerme.