El amigo del Viejo no había recibido la carta de éste. José Antonio subió hasta su casa en el ascensor, con la maleta al lado. Le abrió una muchacha vestida con delantal y cofia, de rostro serio y humilde. El fraile (aún era fraile, en cuanto que no le había llegado de Roma la dispensa de sus tres votos), el fraile preguntó por don Juan Manuel.
—¿Padre o hijo? —dijo ella.
—Hijo, creo.
—El señorito está todavía acostado. ¿Es urgente?
José Antonio dudó.
—Si quiere —prosiguió ella—, puede esperar a que el señorito se levante. Tardará una media hora.
—Bien, puedo esperar.
José Antonio fue conducido a una hermosa sala con sillones de cuero, y espejos y muebles elegantes. Se sentó en la esquina de un largo diván y, cuando la chica le dejó solo, encendió un cigarrillo mientras continuaba leyendo su novela. Don Juan Manuel apareció al cabo de más de una hora, con un hermoso traje, peinado y aromatizado con buen perfume. Era un hombre más joven que Javier, delgado y de pequeña estatura. Sus maneras y su voz resultaron al visitante postizas, afeminadas. Le tendió la mano con delicadeza.
—¿A quién tengo el honor?
José Antonio sintió repulsión ante la mano pequeña y débil.
—¿Ha recibido la carta de fray Javier anunciándole un amigo suyo?
—¿Fray Javier? ¿El cura? Pues no, no…
—Es que yo, ¿sabe?, estudiaba con él, en los frailes. Éramos, somos muy amigos. Yo colgué el hábito y él me prometió escribirle para…
—¡Vaya! —rió el otro—. Es lo que debería hacer él: colgar los hábitos, como usted.
—Tráteme de tú —dijo, humilde, José Antonio.
—¿Y cómo sigue Javierchu?
—Bien, él sigue bien. Llegará a sacerdote.
—¡Pobre! —comentó Juan Manuel con su voz fina y lenta.
—Yo, la cosa es que… Yo soy huérfano, ¿sabe? Y no sabía a dónde ir. Entonces él me dijo que tal vez usted podía encontrarme algún trabajo aquí, en Madrid. Con los amigos que tiene. Yo quisiera estudiar. Pero no tengo mucho dinero… bueno, en realidad, yo no tengo casi nada… Los frailes me dieron dos mil pesetas y lo gasté en ropa. ¡No iba a venir con los hábitos!
—No te preocupes —le cortó el hombrecillo—. Esto lo arreglo yo en media hora. ¿En qué quieres trabajar?
—No me importa. Si se puede en una oficina…
—Nada, hombre, esta misma tarde tendrás algo bueno. A mí me gusta la gente como tú. Que todos los curas se vayan a la mierda, y perdón. El mundo es de los valientes.
José Antonio estaba un poco asustado. No sabía qué responder, no sabía dónde colocar las manos. Ofreció un cigarrillo a Juan Manuel. Éste le mandó sentarse. Él mismo se colocó en un sillón, con las piernas cruzadas y la cabeza echada hacia atrás.
—Pues lo que yo digo. Hay que ser valiente para venirse a Madrid así como así, sin dinero y sin nada. ¿Conocías Madrid?
—No, nada.
—¿Y cómo diste con la casa?
—Cogí un taxi.
—Ah, claro. Mira, esta tarde te vendrás conmigo a dar una vuelta por ahí. Te tomo bajo mi protección, ¿eh? Yo debo ir a clase a las once. Estoy terminando, ¿sabes? ¿Ya desayunaste?
—No, llegué ahora.
Juan Manuel apretó un botón que estaba a su espalda. Un minuto después entró la muchacha con su cofia blanca.
—¿Deseaba el señor?
—Martita, vas a preparar un buen desayuno para nuestro amigo. Llega cansado del viaje y necesita reponer fuerzas. Bueno —añadió, golpeando las palmas, cuando la muchacha hubo salido—, ya verás cómo se arregla todo. Oye, tú, ¿crees en Dios?
José Antonio quedó cortado.
—Sí —respondió suavemente.
—Yo no; pero llegaremos a ser amigos. Además, ya cambiarás, ya. Escucha —dijo de repente—, yo voy a irme. No puedo llegar tarde a la escuela. Cuando desayunes, buscas una pensión y te acuestas. Aquí no tenemos camas, ¿sabes? Están los primos de Barcelona, Inés y Felipe. Ya los conocerás. Buscas pensión por ahí y descansas. Esta tarde, hacia las cinco… O no, mejor más tarde. A las siete vienes a verme y ya tendrás trabajo. ¿De acuerdo?
—Bueno, como quiera.
Don Juan Manuel se levantó de un salto. Salió y volvió a entrar con un abrigo al brazo y una cartera negra. Tendió nerviosamente la mano a José Antonio y dijo:
—Ah, que no sé cómo te llamas.
—José Antonio.
—José Antonio, ¿qué?
—Fernández, Fernández…
—Bien, pues lo dicho. Esta tarde a las siete. A mediodía llamaré a Luis Carlos. Es arquitecto. Él podrá darte algo. Hasta la vista.
—Adiós —murmuró José Antonio.
Quedó en pie, en la gran habitación de sillones y espejos y muebles elegantes. Buscó a alguien a quien hablar, a quien mirar. Estaba solo. En un espejo veía sus mejillas cubiertas de una barba apretada y negra. El pelo le caía sobre la frente. Se pasó la mano por la cabeza, para ordenarlo. El pelo quedó como en grumos, aquí y allá. La corbata se inclinaba un poco hacia la izquierda. La había colocado en el taxi, en el ascensor, ante la puerta. Sin embargo, no quedaba bien, Entró la muchacha cuando él pasaba su dedo índice por el botón superior de la camisa, liso y frío, viscoso.
—¿Quiere pasar? —le dijo.
—Gracias.
—El comedor está desarreglado. ¿No le importa desayunar en la cocina?
—No, no, en absoluto —contestó él.
—Le he preparado chocolate.
La cocina era azul claro, con muebles y estantes de metal. Se sentó en una silla blanca, incómoda, y la muchacha le acercó una taza de chocolate humeante que colocó al lado de una bandeja repleta de pedazos de pan tostado. Sobre la bandeja había también un cuchillo y un platito con mantequilla cortada como virutas de madera. José Antonio no había cenado la noche anterior por no gastar dinero. Comenzó a comer lentamente, con toda la delicadeza de que era capaz. La muchacha, a su lado, removía la vajilla.
—¿Son ricos los señores? —preguntó amablemente.
—Huy, todo lo que quieren. Usted no conocía a don Juan Manuel, ¿verdad?
—No, ¿por qué?
—Él me lo ha dicho. Dice que es usted huérfano y está solo.
—Sí —contestó él.
—Es una buena familia, no vaya a creer.
—Va a buscarme trabajo.
—¿Usted no es señorito? —preguntó ella.
—No.
—Don Juan Manuel me dijo… Se le nota que no. La maleta, ¿sabe?
—Soy huérfano.
—Pero coma, no le dé vergüenza. Coma todo lo que pueda. ¿Quiere mermelada?
—No, no es necesario.
—Ancle, tome, es inglesa.
José Antonio leyó la etiqueta. Era inglesa, en efecto: orange jam. Colocó un poco sobre un pedazo de pan.
—Es buena.
—Ya lo creo —respondió ella. Tomó un cuchillo y una tostada y comió—. Yo también soy huérfana. De padre sólo. Mi madre sirve en otra casa, en Serrano. Es triste ser huérfano, ¿verdad?
José Antonio no contestó. Estaba bebiendo el chocolate directamente de la taza. Una sensación agradable le bajaba por el pecho hasta el estómago, algo como una buena amistad.
—Le pondré más —dijo ella—. Parece que tiene hambre.
—Bueno. Si quiere…
—Entre nosotros no hay cumplidos.
—Gracias —contestó él.
—Debo quitar el polvo del salón. Vendré en seguida. Usted, ya digo, coma todo lo que quiera.
La muchacha salió. José Antonio extendió mantequilla sobre el pan y la cubrió de mermelada. Fue a mojarla en el chocolate, pero resbaló y cayó dentro de la taza. Paseó sus ojos cargados de sueño por aquella cocina limpia. Nunca había visto todos estos aparatos metálicos. Dentro de un armario a medias abierto se veían muchos vasos de todos los tamaños, con escudos y dibujos. Cuando regresó la muchacha y le preguntó si deseaba algo más, él respondió que no. En realidad, se había servido una tercera taza de chocolate y no quedaban más que dos tostadas en la bandeja.
—Oiga —preguntó a la chica—, ¿sabe usted de alguna pensión barata por aquí cerca?
—Cerca, cerca no. Pero conozco una bastante buena. Cobran treinta pesetas por día. Vive allí una amiga mía. Si quiere, llamamos por teléfono a ver si hay sitio. Está en Fuencarral. Voy a llamar.
La muchacha regresó al poco rato.
—Tiene sitio —dijo—. Ya verá cómo es buena, y, además, céntrica. Está allí mi amiga. Usted pregunta por ella. Ya le dije que era usted huérfano y que venía del pueblo. Verá cómo le tratan bien; hay gente joven muy divertida.
José Antonio estuvo a punto de decirle que ni era huérfano ni venía del pueblo, pero la chica le miraba con ojos joviales, llenos de ternura y compasión, le parecía. Era quizá más joven que él, delgada y alta. El delantal estaba sujeto por un imperdible al vestido gris en el centro del pecho. José Antonio vio sus piernas flacas, su cuerpo liso. No era bonita. En la cara poseía un brillo amable, algo que atraía.
—Se lo agradezco mucho —dijo.
—¿Sabe ir? —le preguntó ella tendiéndole un papel blanco cortado de un periódico.
—No conozco Madrid.
—Es fácil. Usted sale, baja a la izquierda todo seguido, todo seguido. Eso que está enfrente es el Retiro. Bueno, pues baja hasta el final, hasta que encuentre una estación del Metro. Coge el Metro hasta «Tribunal». La pensión está al lado.
La chica le señaló con el dedo sobre el papel, un dedo delgado cuya yema estaba abierta en mil rayitas negras. José Antonio cogió su maleta y tendió la mano a la chica.
—Ya nos veremos otra vez. Muchas gracias por todo —dijo.
—De nada —contestó ella—. Que siga bien.
La maleta cuelga del brazo de José Antonio, el fraile vestido de seglar, como un destino absurdo. Es grande y apenas pesa. Lleva dentro algunas libretas llenas de apuntes y de escritos personales, un diccionario de latín que ha comprado tres años hace, las obras de Antonio Machado, tres mudas completas, un jersey, dos pijamas y dos pantalones viejos. Los únicos zapatos que posee los lleva puestos. En el convento usaba unos que los frailes regalaban y que los estudiantes apodaban «vacas». Dejó los «vacas» bajo su cama, deformados e inútiles. Va mirando a un lado y a otro de la calle, caminando por el bulevar. Tras la tapia de la derecha hay árboles y ruidos de niños. A su izquierda se levantan casas señoriales, con terrazas y toldos subidos. El sol es débil aún. Los faldones de la gabardina le golpean las piernas como si quisieran herirle. Resultaba más cómodo el hábito, que llegaba hasta los pies y ocultaba las rodilleras remendadas, la culera postiza, los bajos del pantalón descosidos. Ocultaba el cuerpo con sus desproporciones y sus dobleces y la ropa sucia y los botones caídos.