¿A QUÉ CASA?
YA VEREMOS LUEGO

El Viejo había desaparecido. Le vio durante la misa, en el último banco. Fue a sonreírle, pero él tenía la cabeza bajo las manos, y los ojos cerrados. Le estuvo buscando en los intervalos entre una y otra clase, pero no le vio. En el recreo posterior a la comida consiguió hablarle. José Antonio no había cesado de sonreír en toda la mañana, consciente de que tenía un importante secreto que solamente él sabía. Y este secreto le pesaba y sentía deseos de comunicárselo al Viejo. José Antonio estaba contento. Sabía que un duro dolor caminaba por sus venas, pero lo soportaba y se mostraba alegre, más irónico que nunca.

—Viejo, tengo que pedir tu bendición —le dijo a Javier nada más verle.

—Vete al maestro.

—No, él se enterará a su debido tiempo. Quiero que lo sepas tú primero.

—¿Qué hay que saber?

—Me marcho.

—¿Que te marchas? ¿Dónde? —preguntó el Viejo.

—Eso no lo sé, por eso te lo decía. Quiero que me aconsejes.

—¡Toma!, y yo qué sé dónde vas a marcharte.

—Yo tampoco. Sólo sé que voy a marcharme del convento la semana próxima. Quería preguntarte a dónde podía yo ir.

El Viejo no sabía responder. El Viejo comenzó a llamarle loco, imbécil. El Viejo se ponía nervioso ante la risa cínica de José Antonio. Al fin creyó comprender.

—Bueno —dijo—, eso no es problema. Te daré la dirección de algún amigo de Madrid. Puedes pasar en su casa unos días hasta que encuentres algo seguro.

—Eso es lo que yo quería. Tú puedes escribirles hoy mismo y yo llegaré dentro de tres o cuatro días.

—De acuerdo, escribiré hoy mismo.

Un silencio.

—Supongo que volveremos a vernos alguna vez —susurró José Antonio.

—Desgraciadamente, cinco o seis veces por día durante muchos años.

—¿Cómo? ¿Pero no crees que voy a marcharme? —dijo el de primero.

—No.

—Pues ya lo verás, Viejo, ya lo verás. El martes o el miércoles, a todo lo más. Y si no quieres escribir a tus amigos, ya buscaré un sitio donde dormir. Y si crees que vamos a vernos todos los días, te equivocas. Y dijo el cuervo, nunca más. ¿Qué hago yo aquí, vamos a ver? Nada. Yo no quiero ser cura ni fraile ni santo sacerdote del Señor. Yo seré lo que salga. Seré cristiano en el mundo, como tantos otros. Estaré con los hombres, al lado de los hombres. Amaré a los hombres, y no como vosotros, que les odiáis. También en el mundo se puede ser bueno, ¿no? Lo que no quiero es vivir aquí encerrado, donde está prohibido hasta amarse…

—No digas tonterías —le cortó el Viejo—. Has tomado muy a pecho la carta de tu padre. ¿Qué valor tiene todo eso? Mira, yo he estado allí, yo lo conozco. Hay más mentiras que aquí, más prohibiciones que aquí, menos amor que aquí…

—¿Y Rosa?

—Cállate, por favor —gritó el Viejo—. Si quieres marcharte —prosiguió apenado—, vete. Yo creo que debes esperar un mes para pensarlo, por lo menos. Si luego sigues decidido, lo haces. Pero te advierto que te equivocas. No voy a decirte que Dios te castigará por abandonarlo, que vas a condenarte. Eso le toca al maestro y a los demás. Yo te digo que estás confundido. Crees que fuera hay mucho, hay mucho y luego vas y te encuentras con las manos vacías, como aquí. Sólo que sin Dios casi siempre.

El Viejo estaba profundamente enfadado y triste. Paco, cuando se enteró, fue a la celda de José Antonio y procuró convencerle de que lo que pensaba hacer era una locura, era una fiebre. Le preguntó si el libro que él le acababa de prestar tenía relación con ello. José Antonio le dijo que en absoluto, que lo venía pensando mucho tiempo antes de que él conociera el libro, que era algo sin remedio. Paco procuró disuadirle como pudo, en principio con bromas, luego seriamente. Pero Paco no conseguía que las razones que a él le convenían .fueran útiles a su amigo.

—Es un ataque repentino —murmuró.

—Que lo vengo pensando desde antes de Navidad, te digo. Yo no puedo cumplir los votos y antes que ser un mal sacerdote prefiero ser un buen seglar —ter-minó José Antonio, lo mismo que millares habían hecho y creído antes que él.

El Viejo confesó más tarde a Paco que él había rezado por José Antonio, que había hablado con él cuanto pudo procurando sacarle del error. Sin embargo, José Antonio les dijo el lunes que el miércoles por la mañana abandonaría definitivamente el convento de las montañas, y el valle y el río.

—¿Piensas irte a casa? —le dijo Paco.

—¿A qué casa? Ya sabes el negocio de mi madre. Me iré a Madrid a ver si puedo continuar estudiando.

—Pero no tienes dinero.

—Ya buscaré un trabajillo para defenderme.

—Escucha, José Antonio —le decía el Viejo—. Escribiré a un amigo para que te busque algo. Él es rico y podrá colocarte en alguna oficina o en cualquier parte.

—Gracias, Javier —dijo el de primero.

—Deberías quedarte, hombre; ahora viene la primavera y en seguida nos dan las vacaciones. Si vieras lo bien que se pasa.

—Bah, yo no quiero pasarlo bien. Déjalo. Me iré. Ya veremos luego.

—Me gustaría que tuviera suerte —añadió Paco.

—No es la despedida aún —rió José Antonio—. Ya tendremos tiempo de decirnos esas cosas, de ponernos tristes y de hacernos la recomendación del alma. Os prometo que iré a vuestra primera misa. Aunque esté muerto. Soy capaz de salir del infierno para volver a veros.

Los tres amigos sonrieron. Estaba anocheciendo. Tenían los tres la cabeza inclinada y los ojos húmedos.