UN PROCEDIMIENTO ERA AQUÉL

Un libro, un pecado semanal y una carta fueron el viento que arrojaba de la mesa los papelitos blancos. En efecto, José Antonio no volvió a leer una sola letra en la Academia. No volvió por allí. Paco había comprado un libro admirable en la vecina ciudad. Acompañaba al hermano bibliotecario, a quien el maestro había encargado de adquirir algunos libros nuevos para la biblioteca. Libros profanos. El maestro no quería que llegara el verano y los estudiantes se pasaran tres meses protestando de que en la biblioteca sólo había volúmenes de Filosofía y Teología. El maestro había preguntado aquí y allá, había pedido consejo de los profesores y había terminado por confeccionar una lista de obras clásicas en su mayoría, con alguna novela moderna que pasaba por católica. Paco se dedicó a mirar las estanterías, mientras el otro pedía sus libros. Y Paco ya iba dispuesto a gastar ciento cincuenta pesetas en algo que mereciera la pena. El librero conocía bien a los estudiantes: les proporcionaba obras prohibidas en el convento. Paco sacó un libro de cubiertas verdes y preguntó al hombre:

—¿Qué tal es esto?

—Acaba de llegar —dijo él—. Es una de las mejores novelas del siglo. Hasta ahora, el Estado no dejaba importarlas. Si quiere conocer la moderna literatura, se lo aconsejo.

—Nunca oí hablar de este señor —contestó Paco, dudando.

—Ya le dije que estaban medio prohibidos. Pratolini es de los jóvenes italianos que más pitan… Le advierto —siguió el hombre— que yo no he podido leerlo aún. Pero llevo vendidos cuatro en una semana… Me parece que es el último.

—¿Cree usted —preguntó Paco con ingenuidad—, cree usted que será peligroso?

—¡Hombre!, no es san Juan de la Cruz…

—Bueno, veremos a ver. Me lo llevo… Pero ya sabe, ni una palabra a los frailes.

Al librero siempre le decían esto. Aunque todos sabían que era discreto, solían advertírselo. El viejo decía que, naturalmente, les hacía el diez por ciento de descuento y quitaba del libro la etiqueta de su librería por si los superiores encontraban la obra prohibida.

Paco llevaba escondido bajo el hábito el libro de pastas verdes. Se lo enseñó a José Antonio, más que otra cosa para demostrarle de qué era capaz. Y José Antonio quedó fascinado por el título: «Crónica de los pobres amantes.» Le pidió a su amigo que se lo dejara. Aseguró que no tenía mucho que estudiar, que el maestro le había prohibido asistir a la Academia, que le gustaría emplear todo el tiempo libre leyendo una buena cosa y no pensando tonterías. Paco accedió. Al cabo de tres días, tiempo que empleó en mostrárselo al resto de sus amigos, el estudiante llamó a la puerta de José Antonio y le entregó el libro forrado con papel de periódico sobre el que había escrito: «Hacia la unión de las Iglesias.».

José Antonio no apagó la luz hasta que el hermano vigilante vino a avisarle. Aquella misma noche no necesitó ni sueño para sentir sobre su cuerpo los latigazos del placer. Es cierto que el fraile se confesó al día siguiente; es cierto que se arrepintió y prometió no volver a quebrantar el voto de castidad, pero ya su arrepentimiento no era doloroso ni trágico. José Antonio buscaba salir de la soledad por todos los procedimientos. Un procedimiento era aquél, otro era el libro, otro era la música. Los tres se encadenaban como Eneas y Dido, como la hiedra pecadora. Cada uno se aliaba al otro y el alma de José Antonio resultó ser un campo propicio. Un hombre solo, si se cree místico, piensa que camina en la noche de que hablan los santos, esa noche que Dios mete en el alma para una purificación mayor, una noche que debe pasar para que el glorioso amanecer de la contemplación llegue. Un hombre solo, si ha dejado de creerse místico, piensa que su soledad es inevitable, como la de cualquier otro, y procura alejarla, matarla con las armas que tiene a la mano.

Las armas del estudiante de primero eran frágiles y pocas. La amistad que encontraba en el convento quedaba diluida en mil egoísmos, el amor que allí existía no le servía para nada. Como, por otra parte, la noche del alma le parecía uno de tantos mitos conventuales, una obligada solución a sucesos evidentes, José Antonio decidió amarse a sí mismo más que a Dios, amar a los otros hombres, a los de fuera, más que a sí mismo.

La novela de Pratolini contribuía a esa postergación de Dios ante los hombres. La intensa vida de la vía del Como era la intensa vida que José Antonio soñaba, la vida cálida y aromática de los hombres, de las calles con basura y los zapateros chismosos y los vendedores de caramelos y los cuatro ángeles custodios que se besan en lo oscuro. Todo ello era misterioso. El fraile nunca había imaginado todos estos amores, todas estas alegrías y estas tristezas. Leyó el libro en una semana. Al Viejo le contó que valía mucho más que la Suma de santo Tomás, y el Viejo sonrió.

José Antonio volvió a cuidar sus cabellos y sus ropas, volvió a recoger en sus ojos el brillo fecundo de las cosas. Sus compañeros le admiraban por la vitalidad de su palabra y su gesto. Daba confianza su mirada amiga, su voz cercana. Él estaba solo —y esto ya no le preocupaba mucho—, pero procuraba que los demás se sintieran amados, incluso los «místicos», con su espalda curvada y sus brazos doblados entre sí como dos víboras, y sus ojos doblados hacia la tierra y su alma sombría y maloliente y raquítica.

El segundo pecado de José Antonio sucedió la noche de un sábado, antes de la cena. En los servicios del último piso, cerca de las clases y de la capilla. Ante el segundo pecado, el confesor le advirtió seriamente que «aquello» estaba convirtiéndose en hábito, que un religioso no podía «caer» de esta manera, que si no podía guardar su voto con la exactitud exigida valía más que volviera al mundo, donde un matrimonio posible sería capaz de hacerle feliz y alejarle de estas tentaciones.

Había hecho sol aquel día de febrero. Habían aparecido algunos pájaros en el patio de recreo y los frailes habían paseado dulcemente bajo los rayos amarillos, mientras los pinos parecían extender sus hojas puntiagudas a la luz. El día anterior por la noche había llegado un nuevo profesor, recién doctorado en la Universidad de Lovaina. Se le había encargado la dirección del coro monacal, en vista de sus dotes musicales. El maestro había permitido que se reuniera con los estudiantes en la sala de música, para charlar con ellos mientras les ponía algunos discos nuevos que él traía de Bélgica. La sala estaba llena. José Antonio se colocó en mi rincón, junto a Paco y el Viejo. A sus manos llegó la cubierta de un disco de Beethoven que el profesor joven había puesto. En la portada ponía el título de tres sonatas para piano, sobre el cuadro de un pintor flamenco que representaba a las Tres Gracias semidesnudas. El maestro no había creído necesario echar un vistazo a los discos, siguiendo su principio de que toda música sin letra no era peligrosa. Paco y José Antonio se admiraron de aquellos cuerpos gordos y poco estéticos.

Sic transit gloria mundi —dijo aquél—. Ya ves, tanto hablar de la belleza de la mujer. Parecen vacas.

El Viejo y el de primero estaban conformes con aquella observación. Sin embargo, José Antonio se sintió atraído por los pechos redondos de una de las Gracias, la más fea quizás. Eran, como los tres cuerpos, de un color naranja falso; los pezones eran dos puntitos negros levantados. Mientras el fraile se preguntaba si el pintor habría en efecto retratado tres mujeres de su época o bien había imaginado lo que no conocía, del tocadiscos surgían las notas rápidas de la Appassionata. Él no prestaba atención a la música ni a la voz del joven profesor. Media hora más tarde decidió subir a la capilla para, siguiendo el consejo del confesor, vencer la tentación con la ayuda de Jesús Sacramentado. Y entró en los servicios del piso alto, cerca de las clases y de la capilla.

El tercer pecado ocurrió el jueves de la semana siguiente, un día antes de que José Antonio recibiera la carta de sus padres.

El padre Maestro le llamó a su habitación para entregársela personalmente. El estudiante pensó cuando le comunicaron la orden que algo malo había ocurrido. Pero el maestro no le había encontrado el libro prohibido, ni había escuchado las confesiones del fraile, ni había observado sus pensamientos ante un disco de música clásica. El padre Maestro se mostraba extraordinariamente desenvuelto y afable. Sin duda, ocultaba alguna preocupación importante. Esta impresión se acrecentó en José Antonio cuando escuchó las primeras palabras del otro:

—Me alegro mucho de que me hicieras caso, fray. Ya sé que todo se ha arreglado, que has vuelto al buen camino, al menos en ese sentido. Me han dado muy buenas noticias sobre tu comportamiento: permaneces estudiando en tu celda («Me ha visto el libro»), acudes a la capilla con frecuencia («¡Mi pecado!»), en fin, te has corregido. Te he llamado en primer lugar para felicitarte…

José Antonio veía una cruel ironía en la voz del fraile. Sin embargo, el maestro era sincero.

—Te llamaba también —continuó con voz más suave— porque has recibido una carta, ésta, algo delicada. Llegó hace unos días y yo la he leído detenidamente, como ordenan nuestras reglas. Después de pensar mucho…

—¿De quién es? —dijo sobresaltado José Antonio, que involuntariamente había pensado en Maribelina.

—Es de tu padre. No, no hay nada grave. Después de pensar mucho, he decidido hablar contigo para que no tomes por lo trágico una cosa sencilla.

—Déjemela leer —dijo bruscamente—. ¿De qué habla?

—Tu padre te escribe —añadió el maestro con voz aún más dulce—, y ha hecho muy bien, para revelarte, ahora que eres un hombre y estás formado, un pequeño secreto que ni tú ni yo conocíamos. Hace irnos años hubiera sido un golpe terrible, pero hoy, que te has consagrado a Dios, no tiene importancia. Por lo demás, quedará entre tú y yo. Son cosas que vale más no airear…

—¿Ha muerto mi madre?

—Oh, fray, no es tan grave —el maestro extendió su mano como para acariciarle—. Es mucho más secundario…

—Bueno, pero deme la carta.

—Espera, te lo voy a explicar. Al parecer, tu madre no podía tener hijos cuando se casó. Es una desgracia que ocurre a muchos matrimonios cristianos. Yo diría que no es desgracia, puesto que la virginidad es una virtud altísima… —El maestro no sabía cómo seguir. «¿Qué tenía que ver la esterilidad en el matrimonio con la virginidad?», se preguntaba José Antonio, que había leído no hace mucho una obra teatral llamada Yerma. Sonrió ante el error del maestro—. Tu madre, pues —continuó éste—, no podía tener hijos, cosa que a tu padre, según dice, no le importaba mucho. Ella tuvo una crisis lógica en estos casos. —El fraile hacía unas pausas largas, se frotaba la boca y respiraba como si le faltara el aire—. En fin, decidieron adoptar a un muchacho de buenas referencias. Se informaron en las religiosas que dirigen el hospicio y llegaron a un acuerdo con ellas. Hacía unos días que un matrimonio extranjero les había dejado un niño porque les era imposible cuidarlo. Se dice que si el matrimonio había huido de Rusia o de Hungría. Lo que es seguro, según tu padre, es que huían del monstruo comunista. Era un matrimonio católico y, al parecer, estabas ya bautizado. De todas formas, ellos te bautizaron nuevamente para estar seguros de hacerte cristiano, según aconseja la Madre Iglesia. Ya ves que no debes preocuparte. Además, ya presentaste en el noviciado tus partidas de bautismo y de confirmación…

—¡Ahí va, yo no soy hijo de mi madre! —dijo José Antonio, divertido ante las dudas del maestro y ante su propia indecisión a creer toda aquella historia.

—¡Por Dios, fray —contestó aquél—, qué cosas dices! Tu madre era indudablemente una buena cristiana que huyó del peligro materialista.

—Cualquiera sabe… —dijo el estudiante.

—Es indudable, hermano. Tus padres, tus padres putativos, se informaron bien en las monjas.

—Bueno, quiero decir que me da lo mismo —puntualizó él.

—Sí, eso es —explicó el maestro—. Total, nuestro Padre común es Dios y nuestra Madre la Santísima Virgen. Qué importan los padres de este mundo, los padres carnales, ¿verdad?

—Verdad, padre, verdad. No importan nada.

—Así me gusta, que acojas la noticia inteligentemente… Mejor así, desligados de lazos carnales…; todo para Dios, para mayor gloria de Dios. A. M. D. G., como dicen los jesuitas.

—¿Sabe una cosa, padre? Cuando estaba en Humanidades yo traducía «Anda, mamá, dame galletas». Pero ahora, como no tengo madre… —José Antonio se reía.

—Qué bromista eres, fray —sonrió también el maestro.

Pero el estudiante se sentía por dentro triste y un poco más solo. Subió al piso de los de tercero y llamó a la puerta del Viejo.

—¿Qué hay?

—¿Sabes lo que me ha llamado el maestro?

—¿Qué?

—Hijoputa.

José Antonio se quedó mirando la cara arrugada del Viejo. Éste hacía muecas y por fin estalló en una risa muda.

—Se confundió. Sería más bien un autoelogio…

—Toma, cuando la leas me contestas, a ver cómo te sale —sonrió el de primero, entregándole la carta. Cerró él mismo la puerta y bajó, lentamente, a su celda.

Fray José Antonio Fernández se sentó ante su mesa alargada. Tenía aún en los labios la sonrisa con que había despedido a Javier. Se levantó para mirarse en el espejo. Su risa estaba allí, como clavada. Vio cómo sus hombros se elevaban, cómo sus ojos se tornaban húmedos y entrecerraban ante la luz excesiva.

—Tanto peor —dijo en voz alta y se arrojó en la cama para llorar.

Le despertaron unos golpes en la puerta. Se había quedado dormido. Salió.

—¿Pero vas a llorar por eso? No tiene importancia —decía el Viejo.

—Yo no lloro, ¿quién lo dice? —contestó José Antonio con los ojos enrojecidos y las huellas de las lágrimas sobre las mejillas.

—Van a tocar a coro.

—Voy a peinarme —respondió el de primero.

—Pero eso no tiene importancia, ¿eh?

—Qué va.

José Antonio esperó que el Viejo viniera a verle después de cenar. Esperó una hora, sin saber qué hacer. Estaban ya apagadas casi todas las luces. Se levantó a mirar por la ventana. La carretera era negra. El pueblecillo parecía una serrería o un depósito de cosas grandes. En lo alto de la montaña lucía débilmente el cielo. No se oía el río ni los animales nocturnos ni los ruidos de los vehículos. Todo estaba vacío. José Antonio se desnudó despacio, sin pensar en nada. Apagó la luz y se acostó. No tenía sueño; tenía ganas de dormir para mejor defenderse de todos aquellos pensamientos que le acechaban. Pensó que mañana las clases eran difíciles. Si le preguntaban estaba perdido. Bueno, tenía disculpa.

—Es curioso dormirse sabiendo que uno no tiene ni padre ni madre ni Dios que le proteja —se dijo, recordando que su tercer pecado no había sido confesado.

Le habían dicho que dormir en pecado mortal era la mayor tragedia del hombre. Una noche, y después otra, y otra, y uno se acostumbra y no hay posibilidad de salir de ese estado. Él iba a comenzar la segunda. Se dio cuenta de que, al menos, debería hacer un acto de contrición; pero no lo hizo. Ni siquiera tenía remordimientos. Su pecado le parecía tan vago como la posibilidad de que él fuera ruso o húngaro. ¿Y cómo son los húngaros? Su madre debía de ser morena, con hermosos ojos negros y una hermosa boca. Acaso era gitana; o una campesina; o se había casado con un juez de paz. O tal vez fuera falso todo y llegó al hospicio como todos los demás, nacidos de una falta de precaución de una pobre prostituta y un señorito cualquiera. Sus padres no tenían nada que ver en el asunto. No le hizo falta pensar si se iría de allí y comenzaría una vida distinta. Esto ya parecía obvio, irreparable. Una falsa madre (porque, de todas las mujeres, la única que ciertamente no era su madre era la que hasta entonces se hacía pasar por tal), una falsa madre le había inducido a hacerse sacerdote. «Desaparecida la causa, desaparece el efecto», se dijo. Y luego, mientras el sueño le cosquilleaba en la nuca, en una sonrisa.

—No me apellido Fernández.