QUE DEBEMOS AMARNOS

José Antonio había prometido no ver a Maribelina y estaba seguro de que era una tontería. Sin embargo, había demasiadas cosas que él no comprendía, que no eran razonables. Había un misterio sin sentido en aquel bolso que se caía, y en aquel paseo con Javier y en la risa de ella y en la voz. Él quería saber, quería escuchar aunque fueran las mismas vulgaridades que el Viejo le había narrado. Sus ojos y sus oídos podrían conseguir asegurarle de algo que presentía vagamente. Día a día, en su celda helada, decidía no verla y decidía verla un solo momento, y decidía hablar un rato a través de los prados. Se arrepentía y decidía no verla. Pero el misterio continuaba como un agua estancada y podrida, como la raíz segada de un eucalipto sombrío e irresoluble. Eran cosas del otro lado de su ventana empotrada, del otro lado de los claustros negros y de la iglesia y de la voz del órgano. Eran cosas como el sonido de aquella flauta, lejanas a él, desconocidas. Quizás un día pudiera acercarse a ellas y conocerlas y tomarlas sobre los dedos igual que un breviario y abrirlo y desentrañar con los ojos toda la intimidad oscura. Ni el mismo nombre de la muchacha le pareció familiar hasta que el Viejo le hizo ver su procedencia cristiana. Maribelina era diminutivo de Maribel, contracción de María Isabel, unión de los nombres de la Virgen y de la prima, madre de san Juan Bautista, a quien fue un día a visitar…

Ahora bien, el nombre no indicaba nada. Él, por ejemplo, no sabía de música ni era falangista. Ella, pues, no quedaba explicada en aquella palabra tan arreglada por los hombres. Tenía que haber algo especial, algo lógico en aquellos ojos y en aquella voz. ¿Estaba a su alcance averiguarlo? Él se dijo que sí. Él, José Antonio, había descubierto mil cosas desde que dejó el noviciado, mil cosas no soñadas. Un valle, una flauta, una historia como la de Javier, unas ideas que los profesores explicaban en clase, que los estudiantes comunicaban en las Academias. ¿Por qué no iba a poder entender lo que había detrás de aquel nombre, de aquel bolso caído?

Había sido bien idiota. Se reprochó a sí mismo haber creído que desde las cumbres de la contemplación divina su mirada podía reposar segura sobre los hombres y las cosas. Desde arriba sólo se veía algo difuso e irreconocible. Los hombres eran almas que había que salvar, las cosas no eran nada en absoluto o, en todo caso, parte intrascendente de la creación… Desde aquel sepulcro inhóspito que era su celda conventual no podía distinguirse nada concreto, nada exacto. De nada servía, pues, tanta filosofía abstracta, si no llegaba a ver claro dentro de cuanto le rodeaba. Y, por otra parte, él estaba seguro de que aquel Dios silogístico no era el verdadero, pues que no habitaba verdaderamente en el mundo por Él fabricado. De lo contrario, él, ellos sabrían por qué una muchacha quiere hablar con un fraile y por qué otra se muere rompiendo los recuerdos y por qué otras viven en algún sitio y por qué hay hombres felices y hombres desgraciados y no todos están en un convento. Tampoco en el convento eran todos felices o todos desgraciados. Nadie sabía la causa, aunque todos pretendieran eliminarla. Ni el padre maestro con sus consejos. Ni los confesores. Ni nadie, nadie. Y afuera tal vez se supieran estas pequeñas cosas, lo mismo que aquí se sabían otras que durante el noviciado él no hubiera imaginado. Entonces, él podría llegar a reconocerlo todo, a descubrirlo y encontrarlo en su propia realidad, sin argumentos ni sofismas ni ergos. Á saber el qué y el porqué.

Fray José Antonio Fernández no se había ocupado mucho hasta entonces por averiguar y comprender. Y de un golpe le asaltaban todas las preguntas como una lluvia tormentosa, le apretaban el corazón exigiendo una respuesta válida y definitiva. ¿Qué podía él hacer? En vano buscaba en los amigos algo sólido en que apoyarse. Ellos, incluso el Viejo, aseguraban no comprender gran cosa. Paco le decía que era una crisis de curiosidad, que él la había sentido, que, después de la Metafísica, todo tenía sentido y razón.

—¿Qué es la Metafísica? —preguntaba José Antonio.

—¿No te lo han enseñado en clase?

—Sí, pero yo quiero decir para ti, ¿qué es para ti?

—Pues nada, como para los demás. Se aprende a pensar, a razonar, a enfocarlo todo desde los principios. Y si sabes el principio de una cosa, sabes qué es esa cosa.

—¿Y cuál es el principio?

—¿Qué principio?

—El principio general, el último, el principio, principio.

—Hay muchos, digamos —trató de explicar Paco—. Pero el más último ya lo conoces: es Dios.

—¿Y desde ahí se puede llegar a todo?

—¡Toma!, es eso de los universales y de los singulares. Yo digo: «Mesa», sin especificar nada. Tú ya tienes la idea de algo, de algo abstracto. Luego puedes añadir: verde, grande, sucia, coja… Y ya sabes a qué atenerte.

—Pero yo digo «amor», ¿y qué?

—Eso… no se puede descender del universal, creo yo.

—Pero cada uno ama de una manera particular —decía José Antonio.

—Eso de los singulares no sirve para los nombres abstractos, yo creo. De todas maneras, no es tan difícil. Tú contestas: amor tierno, o animal, o amor de dilección y de predilección… En fin, en seguida vas a parar al principio. «Dios es amor», como decía san Juan. Y es todo. Llegas al principio y ya lo conoces todo.

—Pues yo no. Yo digo «Dios es amor» y me quedo sin saber cómo se ama la gente entre sí, cómo nos amamos nosotros, uno a otro.

—Eso es una tontería. Eso es querer saber como Dios. Nosotros sabemos que debemos amarnos como Él nos ama.

—Que debemos amarnos… —susurró el de primero—. Pero no el hecho, la realidad, lo que ocurre.

—Eso es orgullo —rió Paco—. Es sublevarse contra Dios.

—Yo he aprendido un montón de cosas desde que vine del noviciado…

—Pues claro.

—Y podré aprender todas las demás, las qué me interesan, como por ejemplo…

—Es una discusión bizantina —dijo Paco—. Si quieres saber más de lo que sabes, estudia, como dice el maestro. Y ya está.

Inútil preguntar, inútil estudiar. Todos terminaban confesando que, en el fondo, no sabían nada.

Y la mayoría afirmaban que tampoco les interesaba. Los mismos apuntes de Filosofía estaban llenos de cuestiones que nadie había descubierto, de lagunas que, por lo demás, no decían nada a José Antonio. Sus preguntas eran más reales, más cercanas, más sencillas. Fácil como decir: ¿Quién escribió esa música? Y siempre existía alguien que sabía responder. Su curiosidad le parecía al fraile no sólo lógica, sino hasta necesaria. La curiosidad era el principio de todo conocimiento. Eso lo habían explicado el primer día de clase. Uno se dirigía a un árbol y estudiaba su corteza y el tronco hecho de pequeños círculos y la forma de las hojas y el olor de la savia y el color de las flores. Y uno terminaba por decir: esto es un álamo, o una encina, o un olivo. El mismo Cristo había dicho: «Por sus frutos los conoceréis.» Y en el noviciado el maestro les enseñó algo, algo… Comenzó a hablar de Dios y explicó que para amarle era preciso conocerle, y de ahí la necesidad de la Teología.

—Tú no puedes amar a un señor que se llama Roberto Pérez sin conocerlo. Tú no puedes amar un objeto para inflar el balón si no sabes que existe. Lo mismo Dios. Nadie le ama sin conocerlo, por eso en el mundo se peca tanto. Nosotros…

Ahí, pues, comenzaba el programa. ¿Por qué, entonces, algunos confesores apodaban enfermiza a la curiosidad? Si él conocía a Maribelina, él podría amarla… El corazón de José Antonio se detuvo ante el precipicio. Él podría amar anchamente, como entre los hombres, como amaba a Dios. Bastaba conocer. Estaba clara la Filosofía y la Metafísica y cuanto quería saber. Unos días para estudiar cada cosa, estudiarla como fuera posible, y luego la amaría. O la odiaría. Si llegaba a saber que era mala, fea, inútil, coja, sucia, la odiaría. Él podía lanzarse tranquilo entre los hombres. Empezaba a entenderles, a amarles.

Sin saber cómo, sin buscarlo, halló que no deseaba amar ni odiar a Maribelina. No representaba para él otra cosa que algo hermoso y a medias perfecto. Por tanto, no sentía deseos de amarla particularmente. Ni de odiarla, ni de ocuparse de ella. Y así fue como decidió cumplir la palabra dada al Viejo. Se acercó a él y le dijo sencillamente:

—Viejo, gracias por haberme contado lo de Maribelina. No iré a verla.