¿Y FUISTE?

Paco no creyó toda aquella historia vanidosa y absurda. Javier la creyó y se sintió preocupado. José Antonio la creía apenas, a pesar de aquel sonido, poderoso como el río, que había llegado hasta sus propios oídos. Y no se preocupaba en absoluto, sino que procuraba ver el efecto que producía en los demás. Paco se burlaba de él, le golpeaba en el pecho y le decía:

—Eso quisieras tú, hermano, eso quisieras tú.

—Pero es verdad.

—¿Cómo dijo exactamente?

—«Nos veremos el seis, ¿eh?» No. «Podemos vernos después del rosario, el día seis, ¿eh?» No; bueno, una cosa así. Yo lo oí bien porque lo dijo en voz alta. Y terminó con la pregunta «¿eh?».

—Pues yo estaba al lado y no me enteré de nada —afirmaba Paco—. Eso quisieras tú. Imaginaciones. Habías bebido mucho.

—Ah, pero lo que se oye, se oye, ¿no?

La orquesta iba a comenzar un concierto especial. Con tres violines, una flauta, un laúd y algunos otros instrumentos de cuerda habían decidido interpretar un concierto de Vivaldi llamado La notte. No debía ser cosa fácil, pues el conjunto había pasado mañanas enteras ensayando. Y el pobre flautista se había privado de muchas horas de recreo para aprender su parte de solista. Se habían sentado estudiantes y profesores, sin orden. Los tres amigos estaban colocados en las últimas filas, hablaban hasta que el director de la Academia de Música se colocó en el pódium para leer una ficha sobre el compositor y dirigir a aquellos músicos un poco aterrados.

—Yo te creo —dijo Javier suavemente.

—Es verdad, palabra.

El flautista comenzó a soplar de una manera que hacía detenerse la sangre. Salía una música rara, escalofriante. Se veía una noche que llenaba la sala adornada de papelines, se veía una noche que entraba dulcemente en el valle. El flautista se fatigaba y se detenía a respirar con más frecuencia de la necesaria. El director no se movía cuando actuaba el solista. La noche fue llenándolo todo y, de pronto, algo se rompió en Sus entrañas, porque los violines rasguearon con cierta furia. Y toda la pequeña orquesta seguía la mano tendida del estudiante del pódium. Y luego la flauta volvía con su noche suave y luego la orquesta y luego la flauta, de manera que verdaderamente uno sentía que era de noche fuera, y alrededor y dentro; que la noche se había posado sobre el agua y los árboles y había conseguido meterse por los poros del cuerpo.

—Es verdad, palabra —dijo José Antonio.

—Pero no vayas a tomarlo en serio —contestó el Viejo.

—Ah, eso no.

Sin embargo, José Antonio no podía detener su pensamiento y veía a Maribelina bañada por aquella noche que una flauta inexperta trataba de explicar. Él se decía que si estuvieran juntos quizá la noche fuera como cuando los violines y el laúd y la orquesta toda se lanzaban sobre la flauta y la detenían y la mataban. Pero la flauta surgía siempre con su noche y su victoria. Y Maribelina le llamaba a gritos, de lejos, sin verle y sin tocarle. Y él la buscaba inútilmente sobre la cumbre lisa de una montaña cualquiera, desde donde podía verse el mar. Y volvían los violines a unirse y la flauta les encerraba en su noche, lenta, maravillosamente, de modo que el solista venció, fue vencido quizá, por aquellos sonidos admirables.

Los estudiantes le aplaudieron y le gritaron. Los profesores se levantaron y aplaudieron fríos y emocionados. Los de las últimas filas se subieron sobre las sillas y dijeron:

—¡Que se repita! ¡Que se repita!

Y todos los estudiantes gritaban:

—¡Que se repita! ¡Que se repita!

Y los profesores hacían con la cabeza signos afirmativos y graves.

El director de la orquesta se dispuso a hablar.

—Será mejor que demos la segunda parte. Fray Florencio tiene preparadas unas piezas para guitarra. Además, así podrán descansar los pulmones de fray Ignacio.

El llamado Ignacio sonrió detrás de su flauta y los demás sonrieron también. José Antonio estaba un poco triste.

—No debería terminar así —dijo.

—¿Por qué?

—¿No te has fijado? Al final vence la noche. La orquesta ha quedado como muerta. Deberían terminar todos juntos, de una manera alegre. Con el alba, o la salida del sol.

—Ahí está el genio de Vivaldi. Terminar como nadie quiere, sino como debe ser. La noche es así, hasta el final —contestó el Viejo.

—Pero resulta duro. Parece que el sonido de la flauta vence incluso al mismo que lo produce.

—Es el misterio del arte —respondió el Viejo.

El hombre de la guitarra no había ensayado tanto como el flautista. De cuando en cuando se oían notas discordantes, chirridos de las cuerdas. José Antonio se olvidó y estaba pensando en su encuentro con Maribelina. ¿Debía ir? Su voto de castidad le impedía todo trato con mujeres; ahora bien, por hablar con una chica no se quebrantaba el voto. Todos los frailes viejos lo hacían. Claro que él… Sería en todo caso una falta contra la obediencia, de menor importancia. ¡Se cometían tantas al cabo del día! Por lo demás, no iba a ocurrir nada grave: unas palabras, unas sonrisas. ¿Qué podía significar para su vida de religioso? Así, pues, iría. Deseaba conocer por qué ella le había dicho aquello, qué buscaba en él, qué iba a preguntarle. Él, por su parte, no tenía nada que decir. «Buenas tardes», o cosa así. Luego iba a quedar absolutamente callado, las orejas rojas, la garganta dolorida. Pero él iría. Había que buscar un medio para que los demás no se enteraran, sobre todo los superiores.

—¿Tú crees que debo ir? —preguntó.

—¿A dónde?

—A verla.

—Ah —respondió el Viejo—. No, yo creo que no.

No merece la pena.

—¿A ti no te gusta?

—No vale gran cosa.

—Rosa debía ser mucho más guapa.

—Deja; escucha eso.

Era difícil escuchar aquello. José Antonio tenía grandes voces interiores que escuchar, grandes preguntas, y respuestas terribles. En fin, no iría. El Viejo conocía mejor que él todo aquel asunto y pensaba que no debía ir. Decidido: no iría y ella se sentiría triste, quizá.

—Oye, Javier, ¿por qué no debo ir?

—Bueno, calla. Primero, porque faltas a la obediencia. Y luego, porque sería peor.

—¿Peor?

El Viejo no le contestó.

Los estudiantes aplaudían al de la guitarra. José Antonio aplaudió también, sentado, descifrando aquella palabra de Javier, y sin saber por qué unía las palmas.

—Tienes razón —dijo—. Va a ser peor. ¿No crees? Bah, es una lástima, pero no iré. Además —añadió un momento después—, no estoy seguro de que me lo dijera. Acaso lo imaginé yo…

—No, no lo imaginaste. Te lo dijo.

—¿Cómo lo sabes tú? —se exaltó.

—Porque yo sostenía la puerta el año pasado y también escuché lo mismo.

—¿Y fuiste?

—Sí. Pero escucha.

—¿Y qué pasó?

—Nada; escucha.

De nuevo la flauta abría la noche como un lienzo negro tendido sobre todas las cosas. Las notas lentas envolvían los ojos y la boca, y del hombre sólo quedaban sus brazos tendidos a una nada vacía. Él necesitaba ver a Maribelina y hablarle de la clausura o de los trabajos de los frailes, o de algo luminoso y claro.

—¿Qué pasó?, dime.

—Si me prometes que no irás, te lo diré.

—Prometido —dijo José Antonio, sin pensar.

—Pero cuando se termine esto. Falta poco.

El concierto terminó con toda su tristeza anterior. La flauta acallaba todo, ennegrecía todo. Y el flautista respiraba hondamente mientras le aplaudían, cansado de toda aquella amargura suave que llenaba el salón de actos.

—¿Cómo se llamaba el autor? —preguntó José Antonio.

—Como tú —contestó Paco.

—Pero de apellido.

—Vivaldi.

—¿Y es antiguo?

—Bastante, yo creo. Lo acaba de decir el director. ¿Nunca habías oído hablar de él?

—No.

—Pues es un tipazo, ¿eh? ¡Menudas cosas ha escrito! En la Academia hay un disco suyo que se llama Las Cuatro Estaciones. Es bárbaro. Tienes que oírlo.

—José Antonio Vivaldi… —murmuró el de primero.

—Antonio sólo. Antes no había falangistas —dijo Paco.

Salieron al patio de recreo, unos momentos, esperando la hora de Completas. La noche tenía algunas estrellas que sacaban destellos blancos de la nieve. La noche era distinta a la otra, más cálida, más humana. José Antonio no se atrevía a preguntar al Viejo delante de Paco, pero el mismo Javier comenzó a hablar:

—Te cuento la historia de Maribelina, si quieres.

Paco se rió un poco brutalmente.

—Pero me prometes no ir a verla, en serio.

—Sí, sí. Está prometido. Palabra —dijo José Antonio, seguro de sí mismo.

—El día de la Navidad Profana me pasó como a ti, más o menos. Y yo decidí ir a verla no sé por qué. Yo creía que se parecía algo a Rosa, por el pelo, ¿sabes? Hice una tontería, eso lo primero. Por eso no quiero que vayas tú.

—Bueno, no iré, pero, ¿qué pasó?

—Nada —afirmó el Viejo—. Ya sabes que el día de Reyes hay gente que tiene visitas. Tú te escapas tranquilamente y nadie te pregunta nada. Los frailes pueden pasearse por la carretera con sus familiares, como siempre. Yo salí, la encontré a la puerta de la iglesia y nos pusimos a pasear.

—¿Delante del convento?

—Hombre, tanto no. Éste no es tonto —dijo Paco.

—Nos fuimos por el camino que hay detrás, donde los prados. Allí había estudiantes, pero no se fijaban.

—¿Y qué te dijo? —preguntó ansioso el de primero.

—Ella venía con una amiga, otra distinta. Estuvimos hablando de tonterías, hasta las siete. Ella dijo que iban a ir al baile en el pueblo.

—¿Pero no te dijo nada interesante?

—Nada, ni una palabra. Es un poco tonta la chica. Yo no sé por qué fui. Menos mal que no me pescaron. Le expliqué qué estudiábamos y lo que hacíamos. Ella preguntó que si no nos sentíamos como en una cárcel y le contesté que a veces. Entonces me dijo que a ella le gustaría ser monja y estar como nosotros, al servicio de Dios, pero que eso de estar encerrados no le hacía gracia. Ya te digo que es un poco tonta.

—¿Y por qué dice siempre eso, todos los años?

—No conoces a las mujeres. Luego cuentan a las amigas que han encontrado a un fraile…

—A uno le enamoraron de verdad y se fue. Hace cinco o seis años.

—¿La misma?

—No creo —respondió Paco.

Sonaron las palmadas del P. Maestro. Los estudiantes se colocaron en fila para ir a coro. Javier se iba a separar de José Antonio, cuando éste le dijo:

—Tienes razón. No voy a ir. ¿Para qué?