Se colgaron papeles de colores, bambalinas, figuras sobre las paredes de la recreación y del teatro. Se formó una orquesta profana y comenzó a funcionar activamente una sucursal de la Academia de Artes. Se proyectaban algunas películas, se representaba teatro casi de vanguardia; se repartían pedazos de turrón y copitas de anís «La Asturiana», después de cenar. Los estudiantes se divertían bailando los valses que la orquesta desparramaba con grandes golpes de violín y piano; los estudiantes se sentían alegres porque Dios había vuelto al mundo y no era cosa de pensar en la Pasión o en la Filosofía. Existía un momento presente, audaz, huidizo. Todos lo aprovechaban tornando un poco más juguetona la piedad, un poco más musical la oración. Solamente los místicos más cerrados continuaban con sus cabezas bajas y sus brazos sobre el pecho.
El domingo siguiente a la Navidad, se celebraba una llamada por los frailes «Navidad Profana». Entre los profesores se conocía por «Navidad de la Confraternización». Ya desde el 23 nadie se ocupaba del precepto del silencio, de las severas leyes conventuales. Hasta el día 7 de enero había fiesta, fiesta jovial, amable, ruidosa. Incluso el P. Maestro deambulaba con su más límpida sonrisa, se mezclaba entre los estudiantes y contaba chistes de Otto y Fritz, para los que tenía una rara habilidad.
El P. Maestro conocía el peligro de la «Navidad Profana» y había procurado que solamente los más piadosos de entre los académicos de Arte, tuvieran parte activa en ella. José Antonio fue escogido como ayudante del director, es decir, una especie de secretario móvil y activo. A él y a Javier les llamó el maestro aparte para conocer los detalles del programa, para aconsejar, animar o prohibir, según el caso. Como principio, prohibió una parodia inocente que alguien pensaba hacer. Las imitaciones de los superiores eran siempre de mal tono. Permitió el belén escenificado, la presentación versificada que José Antonio pensaba declamar, la obra de teatro, dos chistes escenificados (otros dos fueron considerados contraproducentes), en fin, lo que él juzgó adecuado al espíritu religioso que debía impregnar aquél como los demás días. La parte más difícil estaba encomendada a José Antonio, y por ello recibió especiales palabras del fraile.
—Procúrame que la gente se sienta cómoda, eso lo primero. Que no se alboroten mucho, sobre todo los niños, y que el tono general no resulte chabacano. Tú les llevas a sus sitios, les sonríes…, pero no te detengas a hablar con ellos. Dos frays se encargarán de repartirles los programas y los obsequios. Tú sólo pórtate amablemente, con naturalidad y sin dar mal ejemplo. Ellos se fijan mucho y conviene que nos vean como somos en realidad: servidores de Dios… ¿De acuerdo?
—Sí, padre —dijo el primero.
—Fray Javier —añadió el maestro— te explicará bien lo que hay que hacer: él estuvo encargado de esto el año pasado. Tengo confianza en ti, en que todo lo sacaréis bien.
José Antonio estaba nervioso. No confiaba en sí mismo tanto como el maestro. Sabía todo lo que debía hacer, lo había repetido cien veces ante el espejo, en el patio de recreo. Pero estaba nervioso. Desde Nochebuena, el grado de contemplación a que había llegado se mantenía, pero mezclado de trivialidades que él consideraba propias de las celebraciones. Había llegado a sentirse tan feliz, a considerar todo aquello tan lógico, tan habitual, que no se daba cuenta de un interno cambio en la estructura de su espiritualidad. Y quizá nunca lo hubiera llegado a saber si la entrada violenta del Mundo no hubiera asesinado, en un pequeño intermedio inocente, aquel resurgir insólito de su alma vacilante.
A él le habían contado el desarrollo profano de la fiesta, los sucesos, incluso más íntimos, de años anteriores. Hasta alguien le explicó la historia de cierto fraile que, haría más de cinco años, se había fugado en aquella noche del domingo y no volvieron a verle más en el convento. Lo insólito de aquellos hechos impidió reflexionar a José Antonio sobre las posibles consecuencias que tendrían sobre su corazón. Se sentía fuera de sí por el importante papel que le habían ofrecido y no tenía tiempo para pararse a buscar incidencias hipotéticas.
Toda la mañana del domingo estuvo arreglando el salón de actos, colocando los magnetófonos y los decorados, ensayando su discursito, haciendo continuas entradas en la sala con desenvoltura y una agilidad no carente de cierta gracia monástica. El Viejo estaba siempre a su lado, afanoso y tranquilo, como un Dios seguro de que todo iba a resultar bien. Calmaba el nerviosismo de su amigo con una botella que ocultaba bajo la concha del apuntador.
El Mundo comenzó a llegar a eso de las ocho, en forma de dos matrimonios piadosos, uno ya anciano, el otro rodeado de hijos. José Antonio les esperaba a la puerta de la recreación, conforme a lo prescrito. Llevarlos allí era labor de frailes viejos en la casa, conocidos por gran parte de los visitantes.
—Buenas tardes —dijo José Antonio.
—Buenas tardes, hermano —respondió la mujer vieja.
—«¿Por qué me llamará hermano esta señora?» —pensó José Antonio—. Espero que pasen una velada agradable entre nosotros. Nos hemos esforzado… —decía en voz alta.
—Ustedes tienen la gracia de Dios para hacerlo todo bien —contestó la mujer—. Ay, si yo tuviera un hijo como usted. ¿Cuántos años tiene, hermano?
—¿Yo? Veintiuno y algo.
—Mi hijo sería como usted, pero murió de meningitis. ¿Cuántos tendría nuestro hijito ahora, Ernesto?
—Pues… treinta y ocho —respondió el marido.
—Él hubiera sido un fraile tan simpático como usted…
—No se preocupe, señora, no se preocupe… Dios le ha llamado a su gloria y así no tendrá más problemas.
—¿Pero ustedes tienen problemas?
—Ah, ya lo creo. ¿Usted sabe qué es la idea universal descendiendo sobre los singulares?
—No, no…
—Pues ya tiene usted un problema. Y más…, pero pasen y siéntense.
—Y dígame, hermano, sus problemas…
—Espere un momentito, por favor. Voy a colocar a estos niños y darles un caramelo para que no se asusten dé los frailes…
—Ay, pero qué simpático es usted…
El Viejo se acercó a José Antonio, en el pasillo.
—¡Pero estás loco! Como hables a todas las mujeres así, el maestro te echa mañana antes de oír misa, fíjate.
—¿Por qué?
—Te dijo que no hablaras mucho.
—Pero si ella me preguntaba…
—¡Claro!, todas van a preguntarte tonterías. Si respondes…
—Bueno, perdona. Me corregiré.
—¿Sabes que Paco nos ha traído una botella de «Licor 43»? Ven a probarlo.
—Un minuto —dijo José Antonio.
Y fray José Antonio Fernández corrió hacia la entrada, cogió en brazos al niño menor del otro matrimonio y dirigió al resto de la familia hacia las butacas de la tercera fila. El padre dijo:
—Gracias.
El fraile dio un caramelo a cada niño.
—¿Cómo se dice?
—Gracias —murmuró el pequeño.
—De nada, majo. —José Antonio le puso la mano sobre la cabeza y sintió un pelo blando, delicado.
Y pensó si eso sería pecar con el sentido del tacto, como cuando acariciaba los botones de las camisas, y las estrías del lapicero, o la superficie granulosa del breviario. Pero sentía dentro del Cuerpo los nervios en desorden y se lanzó hacia el escenario, separando las cortinas con la cabeza.
—Toma, bebe —dijo Javier.
—A tu salud.
—A la salud de la Navidad Profana —contestó el Viejo, mientras tomaba en sus manos la botella.
—Está bueno, ¿eh?
—Bebe otro trago.
José Antonio bebió. Se le llenó la boca de aroma que le cosquilleaba en las narices. Hizo ademán de toser, pero lo cambió por el de limpiarse los labios. Asomó por la abertura del telón. No había nadie en la puerta, Se sentó un momento en una mesa, balanceando las piernas. Estaba tan contento, como si al José Antonio de siempre le hubieran añadido el antiguo José Antonio de los cinco años, o un José Antonio futuro hecho de optimismo, de elegancia y de buenos modales. Los pequeños tragos le habían puesto fuera de sí.
—Come algo, no vayas a ponerte borracho y nos metas aquí dentro a las beatas —le decía Paco.
José Antonio cogió de la bandeja un polvorón de Estepa y lo tragó de una vez.
—Bocato di cardinale, ¿eh? —comentó.
—Teta de diosa, diría yo —respondió Paco; y al de primero no le pareció irreverente, pagana, la observación. Sonrió porque era ingeniosa.
—Eh, José Antonio, dos chicas. ¡Atención! —gritó el Viejo.
El fraile corrió a la puerta.
—Buenas tardes, señoritas.
—Buenas tardes, hermano.
—Van a tener que esperar un poquillo. El acto comenzará a las nueve. Pueden…
—Oh, no se preocupe. Ya lo sabíamos. Pero nos gusta esperar.
—¿Esperar qué?
—¿Cómo qué? —preguntó una muchacha gorda y de rostro colorado.
—Bueno, pasen, pasen. Les daré un buen sitio. ¿Delante?
—Sí, delante. Gracias.
José Antonio se quedó cortado cuando encontró al maestro en el escenario. Estaba a punto de pedir a Paco otro polvorón y vio al fraile con las manos metidas en las mangas anchas, risueño, curioso.
—¿Cómo va eso, fray?
—Perfecto, padre. Sólo han venido cuatro gat… Dos grupos. Y parece que se muestran satisfechos. No hacen más que preguntar a uno tonterías. ¿Qué quieren, que les explique la Ética?
—Anda, fray, no seas bromista. Simpatía y modestia, pero sin exagerar. Y no te detengas mucho con cada grupo. Ahora empezarán a entrar en bloque y deberás acomodarlos rápidamente.
—Sí, padre —respondió José Antonio al maestro.
—Ojo al bicho —decía el Viejo cuando aquél se hubo alejado—. Va a espiar desde cualquier rincón.
Un grupo de cinco personas esperaba a la puerta. «De las beatas de cada día, libéranos, Domine», meditaba el acomodador. Fue a ellas con pasos cortos y seguros. Les sonrió y se vio obligado a coger a una por el brazo, ya que apenas podía sujetarse sobre su bastón de plata. Le repelía aquel brazo huesudo. Las viejas le llamaban hermano con una voz melancólica y crédula. José Antonio bajó las tablas de las butacas, fue dirigiendo una a una a las mujeres, sin levantar los ojos, sonriendo como un ángel. «Así el maestro quedará contento.»
Volvió al escenario y, esta vez, consiguió que Paco le diera otro polvorón. Se acercó a Javier y le dijo, con un guiño:
—Teta de diosa, hermano. ¿Me dejas el «43»?
—No.
—¿Por qué?
—Si sigues así, terminas haciendo de alfombra. No te tienes.
—¿Cómo? ¿Yo? ¿Que estoy borracho, dices?
—Vaya, no te enfades. Pero yo debo pensar en todo, soy el director. Tú tienes que leer el poemita ese y con otro trago eres capaz de recitar el salmo 136. ¿Comprendido?
—Bueno, anda —respondió José Antonio, condescendiente—. Pero una cosa, como otra beata más vuelva a llamarme hermano… le pongo la zancadilla, fíjate.
—Ya discutiremos eso.
—¿Cuál?
—Eso de llamarte hermano.
—Pero yo no soy hermano de las beatas.
—Atiende a lo tuyo, ¿eh? —le gritó Paco.
Estaba vestido de hombre del Oeste, con un gran sombrero recosido y una pistola de madera colgada del cinturón de fraile. Él debía ser el protagonista de un chiste escenificado que, indudablemente, haría reír a los niños, a las beatas y a los profesores de Filosofía.
El de primero bajó y nuevamente saludó con su buenas tardes cálido, nuevamente se oyó llamar hermano, nuevamente repartió caramelos y sonrisas y buenos modales. Estaba contento de sí mismo, naturalmente, sin que por ello pensara en si ofendía a alguien, si manchaba su alma y si cumplía los tres votos. No pensaba más que en las beatas y en los matrimonios piadosos y en los niños de pelo negro peinado a raya y en los grupos de jóvenes que no le trataban de hermano. El salón iba llenándose poco a poco. Detrás de las cortinas de terciopelo imitado, casi veinte estudiantes se disfrazaban, comían, ordenaban los decorados y los pobres instrumentos dirigidos a los efectos especiales. A José Antonio comenzaron a dolerle las piernas de ir y venir, de inclinarse para bajar el asiento de las butacas, para acariciar a los niños. El maestro le había hecho una mueca aprobadora, cuando él mismo entraba con un señor de aspecto importante, quizás el alcalde del pueblo vecino.
Detrás de ellos llegó el padre superior acompañado por un hombre sin duda más importante, quizá de la ciudad, con una insignia de la congregación en la solapa.
José Antonio se había retirado a un lado. Ni el superior ni su acompañante le miraron. Ambos fueron a sentarse en la primera fila, reservada a profesores e invitados de honor. José Antonio se pasó la mano por los ojos, se recompuso el hábito y terminó por apoyarse en la pared, esperando. Vio a dos muchachas en el pasillo, dudando. Aunque no era su misión específica, se dirigió a ellas, de prisa.
—Por favor, ¿podría indicarme el teatro? —preguntó una de ellas.
—Con mucho gusto, señorita, Pero si van ustedes hacia allá, entrarán en clausura y cometerán un pecado gravísimo.
—Es ignorancia invencible —dijo ella.
—¿Cómo? Usted estudia Teología.
—Oh, qué va. Me lo dijeron el año pasado, que también me perdí.
—¿Y por qué no vino ningún fraile con ustedes? Hay dos o tres encargados…
—No sé —respondió la misma.
—Bueno, bueno, adelante. No podemos detenernos aquí.
—¿Y por qué no?
—Por qué no, por qué no… Pues porque el maestro no quiere.
—Qué lástima —la chica se dirigía a su amiga—. No me apetece entrar.
—Entonces, ¿a qué han venido?
—Pues a verles.
—Sólo se nos puede ver ahí dentro —afirmó José Antonio—. Y disfrazados. Unos de pastores, otros de reyes y otros de acomodadores…
—¡Oh! —hizo la muchacha. Sonaba bien su voz en aquella sequedad del claustro.
José Antonio pensó que sonaba bien su voz y que tenía un hermoso pelo. ¿Quizá sus orejas…? No se veían. Las dos muchachas llevaban abrigos con el cuello levantado, se sonreían como culpables de algo, hacían preguntas al fraile, preguntas que a él le resultaban sin sentido, pero que respondía amablemente. José Antonio Fernández hubiera querido que la muchacha llevara un bastón de plata para sujetarla por el brazo. Pero ella era más joven que él, quizás, y caminaba con aire de fiesta y de música y de polvorones de Estepa y de Licor…
—¿Va a ser bonito?
—Pues claro.
—¿Usted no trabaja? ¿De qué?
—Primero de acomodador. Luego de presentador. Después de técnico de sonido. Y luego…
—¿Luego?
—De fraile —dijo secamente José Antonio.
Atravesaban el pasillo y la cabeza del superior se había vuelto para contemplar la concurrencia. Sus ojos se habían encontrado, inexpresivos, con los del estudiante. No había indicación alguna en ellos, pero José Antonio tuvo una especie de escalofrío en la espalda. «De fraile», contestó. Y, de pronto, pensó qué trabajo de todos era el más serio, cuál era el verdaderamente suyo, por qué la voz de la chica sonaba tan bien en aquel claustro de condiciones acústicas desastrosas. Y sintió sed y, cuando las muchachas hubieron sido colocadas, se fue a los servicios. Bebió del grifo y dejó que el agua mojara su cuello y su frente. Regresó al escenario, por una escalera lateral, sin mirar siquiera la puerta del salón de actos.
—Estoy muerto —dijo.
—¡Eh, que ha venido, que ha venido! —gritaba Paco.
—¿Y a ti qué más te da? Dije que estaba muerto, pero no que haya resucitado.
—Tú, cállate. ¿La ves? La… quinta, en la fila de la columna. ¿Pero no la distingues? Estás cegato. —Paco hablaba con otro hombre del Oeste.
José Antonio se acercó a la rendija por donde los dos estudiantes miraban hacia el teatro.
—¿De quién hablas?
—De Maribelina. Oye, ¿pero no la acompañaste tú?
—¿A quién?
—A la del vestido verde, la quinta —señaló con la uña.
—Sí, hace un minuto.
—¿Y qué te dijo? ¿Te dio cita?
—¿A mí? Me preguntó que de qué trabajaba.
—Vaya una cosa. ¡Y pensar que nos hemos metido en un convento habiendo cosas como ésa por el mundo! Ay, Señor, cuán desgraciados nos hiciste al escogernos —se lamentaba Paco.
—Pues no es para tanto —dijo el acomodador.
—¿Que no? En tu vida te encontraste con una musa así.
José Antonio la miró atentamente a través del hueco entre el telón y la pared. Ella sonreía y hablaba con su amiga. Era bonito el vestido verde, y el pelo, sobre todo, caído hacia el cuello como una onda o como las alas de un pájaro. Si uno se lijaba sobre todo en el pelo, llegaría a lamentarse de haber sido escogido. Y si uno se fijaba en la risa, sobre todo, llegaría a lamentarse de haber sido escogido. Y si uno se fijaba en…, si uno recordaba la voz resbalando por los muros del claustro, resbalando como una llama amarilla, o bien como la nieve de las ramas de los pinos, si uno recordaba…
—José Antonio, que hay gente ~el Viejo le empujó hacia la puerta.
El acomodador volvió a sus «buenas tardes», a escuchar «hermano». La gente venía en grandes grupos y él debía acompañarles a todos y señalarles una butaca para cada uno. Y apenas tenía tiempo de acariciar a los niños y de sonreír a Maribelina, cuando volvía a la puerta del salón. Maribelina le sonreía a él y le hacía señas infantiles, cubiertas a todas las miradas, excepto a la de aquel fraile atareado y ruborizado que se movía como un atleta y erguía la cabeza de manera agradable.
Otra mujer vieja pretendió hablar con el hermano, pero no obtuvo respuesta y pensó que el acomodador de este año era muy antipático. Por lo demás, había sido colocada en la penúltima fila, lo cual la tornó colérica y prometió a su vecina aconsejar a los hermanos para que atendieran mejor a estos pequeños detalles mundanos de recibir las visitas.
Entraron finalmente los estudiantes, en grupos, desordenados, y se quedaron de pie en una especie de palco que corría del escenario a la puerta de salida, a un lateral de las butacas. Una valla de madera separaba las escaleras en que ellos se sentaban de la gente que había sido invitada, de manera que les era difícil verla y mucho menos, entablar conversación. José Antonio atravesó el teatro con cierta solemnidad y luego dio un brinco para subir al escenario. Se peinó un poco y esperó la orden de Javier para leer su poesía. Éste, a su vez, espiaba la disimulada seña del superior.
El estudiante presentador salió a escena con dos cuartillas en la mano. Miró a un lado y a otro. Antes de que se apagaran las luces pudo advertir el rostro dichoso de Maribelina, una muchacha vestida de verde que se sentaba la quinta en la fila de la columna. Y que sonreía. José Antonio pareció comenzar a leer las cuartillas. Luego, las dejó cuidadosamente sobre la tarima y comenzó a declamar con aspavientos anchos, grotescos:
¿No ven, en la asamblea, luces suaves
que estaban encendidas y se apagan…?
¿No ven la fiesta grande y la alegría
y la luna y la nieve que son blancas…?
¿No ven un fraile vestido de vaquero
y un vaquero leyendo la Escolástica…?
Continuó recitando endecasílabos. En un momento pensó improvisar una estrofa dirigida a la muchacha vestida de verde, que seguramente le sonreía en la sombra. Él sólo veía al superior, y al hombre de la ciudad y al P. Maestro. Y ellos sonreían.
¿No ven, es que no ven
sentados en el patio de butacas?
¿No ven, es que no ven…?
¡Pues compren gafas!
A la espalda del José Antonio exaltado, se corrieron las cortinas y apareció un enorme cartel. Bajo unos quevedos pintados de rojo se leían las letras: «óptica “el fraile”. Primer acto.» José Antonio se retiró, enceguecido. Desapareció el cartel y comenzó una farsa juguetona que el mismo Javier había escrito para hacer reír a las beatas, a los niños y a los profesores de Filosofía. Y quizá también a Rosa, en alguna parte de la vida o de la muerte.
Paco se mostró locuaz y más ingenioso que de costumbre durante toda la representación. Venía a sentarse al lado de José Antonio, que manipulaba como podía sobre los botones del magnetófono. Le fue narrando cuanto sabía de Maribelina, al parecer familia de alguno de los profesores, de quien la mitad de los estudiantes se creían enamorados.
—Es mona la niña, pero no es como para colgar los hábitos —añadió.
—Claro que no.
—Pero es una tentación, ¿eh?, una verdadera tentación.
—Para ti será.
—¿Para mí? Yo gasto bromas, pero me importa un rábano —dijo, serio, Paco—. Toma, come.
José Antonio cogió el pedazo de turrón que le ofrecía su amigo.
—Oye, ¿quieres que hagamos algo bueno?
—¿Qué?
—Hablar con ella. ¿Te atreves?
—Yo sí. ¿Y tú?
—Demonio, soy yo el que lo digo. ¡No voy a atreverme! Nos vamos los dos a abrir las puertas o algo así y le decimos cualquier tontería. Verás cómo se ríe… ¿Qué podíamos decirle?
—Yo no sé, la verdad.
—Bueno, espera, hay que pensar. Un piropo no, desde luego.
—No, tanto no.
—Mira, podemos decirle algo sencillo. Buenas noches o cosa así.
José Antonio se mostró de acuerdo. Paco se deshizo de sus disfraces y se sentó al lado del técnico en sonido. Ambos esperaron en silencio a que todo aquello acabara. La gente del pueblo vecino reía con placer, masticaba las almendras que dos estudiantes repartieron durante el descanso, comentaba aquel humor incomprensible de los hermanos. La gente del pueblo vecino amaba a los frailes, venía a veces a misa a su iglesia, se sentía tranquila teniéndoles a ellos a no más de dos kilómetros, como pararrayos de las iras de Dios. La gente del pueblo vecino aplaudía no sólo cortésmente cuando las representaciones acabaron y el padre superior se levantó el primero para indicar que la «Navidad de la Confraternización», la «Navidad Profana», había concluido un año más, con la esperanza de que el próximo…
Paco y José Antonio salieron por la puerta falsa del escenario y abrieron de par en par las grandes del salón de actos. Se acercaba el padre superior, mayestático. Les hizo un gesto afirmativo con la cabeza y, tras él, vinieron los profesores y las beatas y los niños mezclados, hablando. Cien ojos los acompañaban, desde el otro lado de la valla de madera. Y detrás venía Maribelina y su amiga, Maribelina riéndose, poniéndose el abrigo, dejando caer el bolso justamente en el umbral de la puerta que los dos frailes sostenían. Y Paco quedó cortado, olvidado de lo que pensaba decir. Y José Antonio recogió el bolso, enrojecidas las orejas, entrecerrados los ojos, asustado. Y ella, Maribelina, cogió el bolso de la mano del fraile, le rozaba los dedos y le decía riendo, a voces, a gritos:
—El día seis podemos vernos después del rosario, ¿eh?