Nevó en las montañas a mediados de diciembre. Los eucaliptos perdieron su aroma y sus últimas hojas. Sobre los pinos, la nieve se tambaleaba, multiplicada en caminitos blancos. Todo el valle se tornó silencioso. Sólo el agua rugía y asaltaba los troncos. Pero era una música intensa y como adormecedora. Entraba en las celdas conventuales y llenaba los claustros y de noche arrullaba los sueños de los frailes. A José Antonio le costaba trabajo dormirse. Sobre las paredes, en el espejo se reflejaba un resplandor blanco e hiriente que le mantenía con los ojos abiertos.
Las disertaciones en la Academia le ocupaban el tiempo. Dejó de interesarse por las clases, si bien continuara preparándolas y respondiendo acertadamente cuando el profesor le preguntaba. Pero ya no trabajaba por entenderlo todo, por asimilarlo. Leía una y otra vez los folios impresos, aprendía de memoria frases enteras en latín, silogismos escolásticos, argumentos difíciles. Pero no pensaba en ello.
Había una sencilla palabra sobre la mesa, en el banco de la capilla, en las jarras de plástico del refectorio, en el cajón del pupitre, sobre la nieve, en el badajo de la campana, en el agua del surtidor, atada en el espejo, dentro del breviario, inseparable de la tinta morada de los apuntes; una sencilla palabra idiota, clara, mortificante. Durante seis años le habían hablado de ello los profesores, los maestros, los confesores, los compañeros. Todos se la enviaban ligada a otras, nunca sola. Y ahora él veía la palabra sola, indescifrable, viviente. Decir «amor de Dios», «amor a Dios» era inteligible, era sensible y el corazón bebía este sonido conjunto y significaba algo evidente, algo necesario. Pero José Antonio ya no escuchaba, ya no veía el amor a Dios. Le hablaban de él, toda su vida estaba abocada a la realización de estas palabras, desde que ponía sus pies en el suelo helado hasta que escondía la cabeza bajo la almohada para no pensar. E incluso en la noche había algo que hablaba del amor a Dios. Incluso la nieve y el río y los árboles erizados de silencio y la carretera con dos grandes caminos negros y la voz monótona del surtidor monástico hablaban de Dios, del amor que debía entregarle cada objeto viviente.
Y él, de pronto, había dejado de escuchar el final de la frase y todo quedaba roto, sin sentido, absurdo.
Él encontraba «amor» y siempre los mismos signos, la misma postura inclinada de las letras, el mismo misterio insólito.
Los estudiantes no solían pasear. Algunas veces salían al patio a jugar con la nieve, pero nunca se aventuraron en la carretera; nunca volvieron a cruzar el pueblecillo de criados del convento, apagado bajo el frío, coronado de un humo negruzco producido por las ramas húmedas. José Antonio no volvió a hablar con el frailecillo opaco. Se juntó con un grupo de tercero, el grupo de los intelectuales, de los mundanos; el grupo de Javier, Paco, algunos otros que nunca habían pisado en otras Academias que la de Arte o Lenguas. Ellos hablaban siempre de cuestiones extrañas; discutían con silogismos, se mostraban generalmente contentos y llenos de vitalidad.
El fray Fernández de la cabeza hundida sobre el pecho se dejaba llevar por aquel torrente de ideas, de nombres, de misterios. Devolvió al maestro el libro de san Agustín sin haberlo terminado y no le dio explicación alguna. Dijo que en la Academia todo marchaba bien, que su vida espiritual continuaba como siempre. Leía otros libros que los de tercero le dejaban. Uno de sus amigos era bibliotecario y le dejaba escoger obras que no estaban al alcance de los demás. Aprendió música y comenzó a estudiar lenguas. El tiempo que empleaba en redactar su Diario lo aprovechaba para escribir en francés o en inglés. El fray Fernández de la cabeza hundida llegaba a la Navidad sin que sus viejos compañeros le conocieran. Su piedad era menos visible que antes, pero efectiva. Su palabra era sonora, su gesto un poco orgulloso. En seguida se destacó de los de su curso, con los que apenas hablaba.
Pero detrás de su aplomo inteligente, detrás de aquellos gestos serenos y no carentes de cierto espíritu monacal, José Antonio llevaba una palabra que le mordía el pecho y le envenenaba la sangre. En vano mostraba indiferencia cuando se pronunciaba ante él, en vano se decía a sí mismo que necesariamente debía añadirse «a Dios», como durante tantos años.
Había nevado sobre las montañas unos pocos días antes de Navidad. Una gran soledad nacía del valle y corría por aquellos claustros largos y anchos. Y entraba en las celdas de los estudiantes, a través de los muros gruesos, entraba e inquietaba las almas jóvenes e ignorantes. El amor era infinito, el amor de los hombres. Y cuando este amor no existía venía la soledad blanca y limpia a extenderse sobre el corazón como una senda sin fin. El Viejo le contó a José Antonio cómo solía pasar los domingos con Rosa, estos domingos de invierno y de nieve. Iban a la sierra la tarde del sábado y estaban hasta la noche del día siguiente, esquiando, bebiendo licores fuertes.
—¿Y no ibais a misa? —preguntaba José Antonio.
—No íbamos.
José Antonio no comprendía que alguien se sintiera feliz sin ir a misa al menos los domingos, pero el Viejo afirmó que así era, que él había sido muy feliz, entonces. El otro deseaba a veces conocer si esto era verdad, si las chicas vestían pantalones con franjas rojas y amarillas, en la sierra. Él conocía poco. Y el Viejo se sentía solo porque había perdido lo que tenía y José Antonio se sentía solo porque nunca había poseído nada. Y una enorme tentación se aliaba a aquella soledad y aquella palabra desconocida, una tentación en quien nadie reparó, ni el mismo fraile cuya piedad fue tornándose firme, sólida y un tanto incomprensible.
Él no podía luchar solo, pero nadie podía ayudarle. A través de los cristales de su ventana se veían coches con gente y camiones del carbón. José Antonio miraba todo y calculaba los ruidos y empezó a advertir que el mundo era grande, que había muchos hombres viviendo, moviéndose, día a día, como ellos, de manera distinta a ellos.
Al otro lado de la ventana había hombres que tal vez comprendieran la palabra amor, o que tal Vez buscaran realizarla, o la realizaran, o no se preocuparan en absoluto de ella… ¿Pero cómo era todo eso?, ¿qué había de cierto al otro lado, donde la carretera y el río y más allá de la cumbre de las montañas? ¿La palabra «amor»? ¿Una felicidad sin ir a misa? ¿Chicas con franjas de colores sobre las piernas y hombres que beben licores fuertes y pastores que tocan una flauta mientras las llamas de su hoguera tornan rojizos los muros de las cabañas? ¿Qué había, de cierto, al otro lado?
Sólo Javier y algunos otros se atrevían a explicarle. Estaban seguros de que era inteligente y sabría comprender. Los temas puramente mundanos de que se trataba en las Academias o en las reuniones de la recreación sólo servían para acuciar en José Antonio esta falta de algo, este hueco inútil a sus uñas tendidas. Antes de Navidad logró saber cómo cada uno procuraba olvidar esta carencia, vencerla. Aprendió todas las aventuras de los estudiantes, sus ocupaciones íntimas. Se explicó por qué se reunían a merendar bajo una escalera o simulaban mil enfermedades para visitar al médico del pueblo vecino.
Entre el último domingo de Adviento y Navidad, José Antonio Fernández creyó salir de la noche del alma e iniciar la dulce ruta de la contemplación divina. Creyó que Dios se le había desvelado, al sentirle sensiblemente, que ya no le quedaba más que marchar por ese camino llano. Desde aquella cumbre veía las anchas extensiones del mundo. Dios estaba a su lado y sus dedos, después de la Comunión diaria, se cerraban sobre un Ser tangible, bueno, real. Sin pretenderlo, comprendió que no era preciso añadir nada a la palabra amor. Ella sola explicaba todo, todas las formas, los matices. Amor sólo existía uno, indivisible, puro. El mismo que Dios traía al mundo naciendo en una cuadra, el mismo, quizá, que Javier había sentido por una muchacha llamada Rosa. Era fácil entender todo lo demás, la aparente soledad, la aparente tristeza. Un corazón humano puede estar enfermo, como lo había estado el suyo. Pero Dios nunca abandona a los que ha elegido. Los momentos malos pasados habían servido para advertirle que existía un riesgo, que el mundo existía. Pero desde la cumbre de Dios le parecía ver un mundo soso, sin atractivo, un campo de trabajo, no un campo de vida.
Fueron cinco los días que fray José Antonio Fernández se mantuvo en esta cumbre de Dios, entre el cuarto domingo de Adviento y el veinticinco de diciembre. Luego, era Navidad.