UNAS OREJAS MUY PEQUEÑAS; LOS OJOS CASTAÑOS Y LA BOCA…

Las primeras palabras que el de primero escuchó en la Academia de Artes Modernas le dejaron perplejo y molesto. No quiso contárselo al P. Maestro porque lo consideraba sin trascendencia, pero en su alma se asentó un pájaro negro que fue revolviéndole las vísceras, que le obligó a escribir páginas dramáticas en su libreta verde, que le despertaba y le miraba con ojos redondos, le mandaba pesar y tener cuidado con la marcha de su alma.

Se había rezado el «Veni, Sanete Spiritus», como al comienzo de las clases. El director, el Viejo de tercero, con su cabeza levemente cuadrada, manos ágiles y la voz dulce, dominante, se levantó en medio de los demás y comenzó a decir:

—El problema de la Carnalización del amor espiritual, el problema de las aberraciones que se dan en las casas religiosas, era el tema que íbamos a estudiar hoy. Naturalmente, es un tema delicado. Por eso se encargó del trabajo grueso fray Benito, hombre delicado si los hay —el Viejo le sonrió amistosamente—. Como siempre, el que no esté de acuerdo con lo que él diga, se levantará y le hará la crítica. Digo esto para los que nos visitan por primera vez…

José Antonio estaba intimidado. No entendía la sonrisa que el Viejo dirigía a Benito, una sonrisa blanca, de gente amable, una sonrisa que él no recordaba haber visto en Espiritualidad. Su director era seco y huesudo y a veces cerraba los ojos para hablar, llenando de énfasis sus presentaciones, su labor directiva.

Fray Benito era gordo y de cara redonda, surcada por finas venas rojas y moradas. Tosió un par de veces, sin levantarse de su silla y leyó:

Todo hombre, según afirman los psicólogos, tiene un complejo sexual que, en la mayoría de los casos, queda reducido a un complejo matrimonial. En muchos, las manifestaciones de estos complejos son semiocultas, poco violentas. En otros, por el contrario, su salud o su vitalidad les crean un estado fisiológico particular que influye poderosamente en su desenvolvimiento anímico. En las personas dedicadas por completo al cultivo de su espíritu, la sexualidad actúa de formas diversas y, a veces, bien por ignorancia, bien por desprecio, ocasiona en ellos desequilibrios difíciles de remediar. En nuestro caso, estos desequilibrios son la raíz de aberraciones de alto alcance que —y esto es lo más triste— permanecen incluso ignoradas de los propios interesados. La más importante de ellas es el homosexualismo en sus mil formas sutiles. Otra, a la que por hoy prestaremos atención, es la confusión entre amor divino y amor humano, espiritualización de éste y carnalización de aquél. Los ejemplos que se cuentan son tan numerosos como tristes. Yo diría que si cada uno de nosotros analiza seriamente su conciencia, encontrará manifestaciones de diversa intensidad de esta aberración. Lo que ocurre a veces en los noviciados es trágico. El amor a la Santísima Virgen suele ser puramente sensible, hacia una hermosa imagen, pequeña, adornada, próxima. Muchachos en los que la sexualidad estaba reprimida lógicamente, depositan sobre esta imagen toda su intensidad erótica. Más que un amor filial, existe una pasión típicamente…

A José Antonio le bullía la sangre de indignación. Estaba, dispuesto a levantarse y decir alguna palabra edificante, alguna frase que destruyera toda aquella exposición imbécil y perniciosa. Miró las caras de los «académicos», tranquilas y atentas. Buscó el argumento en su cabeza, pero ésta no respondía a los sentimientos de su corazón ofendido.

… una mujer no como las otras. Es decir, que el hombre joven deposita en esta mujer un afecto puramente humano y, con frecuencia, sexualizado. No suele tener consecuencias graves, si más tarde, con un enfoque teológico y espiritual serio, advierte uno esto y su amor de hombre hacía La Virgen no se mezcla con su pasión espiritual por una mujer hipotética, aniñada, que nunca encontrará en su vida religiosa…

«Esto es querer mandarnos no amar a la Virgen», pensó el nuevo.

Una gran culpa de que esto ocurra —decía Benito— la tienen los educadores y esos artistas que nos presentan como objetos de veneración sacra imágenes de mujeres que ellos han conocido y quizás amado. Basta estudiar un poco la historia de la pintura para saber que las madonnas italianas eran amigas de los pintores, que las Inmaculadas de Murillo eran retratos de su propia mujer o de muchachas sevillanas. Aquí podríamos añadir algunas notas sobre la buena labor que el arte moderno tiene en este sentido, pero sería apartarnos del tema…

…labor actual es cuidarnos nosotros mismos de no caer en esta aberración que, por razones diversas, muchos sentimos en el noviciado. Luego, educar en lo posible a nuestros hermanos, sin herirles ni hacerles ver mundos excesivamente amplios. Decirles que su amor a la Virgen es un amor carnal les escandalizaría. Más tarde, en nuestra labor sacerdotal…

El hecho de que hayamos recibido por decisión de Dios una vocación religiosa no quiere decir que vayamos a casarnos con la Virgen o con los santos. La gente suele decir que nos casamos con la Iglesia, haciendo ver que nuestro instinto, digamos matrimonial, se enfoca por esos cauces.

Benito ordenó sus cuartillas y dirigió a los «académicos» una mirada ingenua y como agradecida. Le habían escuchado en silencio, sin mover las sillas, sin toser, sin cuchichear. Algunos habían tomado notas. Benito dejó las cuartillas sobre su pupitre y continuó mirando a los compañeros.

—Bien —el director se puso en pie—. ¿Opiniones en contra?

Uno se levantó:

—Yo no opino en contra, pero creo que fray Benito ha generalizado demasiado. Estos casos son raros…

—¿Raros? —dijo éste—. ¿Quieres convencerte? Que levante la mano el que se considere incluido…

Y Benito fue el primero en levantar la mano, sin ruborizarse, tranquilamente. Sólo tres continuaron con sus brazos abandonados sobre la mesa. Eran los más viejos, los que habían llegado al noviciado después de haber estudiado el bachillerato lejos de los frailes, los que habían comenzado alguna carrera en la Universidad y lo habían dejado todo para seguir a Cristo.

El director dijo:

—Sí, tienes razón. Tú, que eres de Espiritualidad, ¿qué opinas?

José Antonio quedó petrificado. Contestó, hosco:

—Que tiene razón…, pero…

—¿Pero qué? —preguntó el lector.

—Acaso lo has llevado demasiado lejos. No hay que exagerar…

—Tú levantaste la mano.

—Sí —respondió José Antonio, ruborizado.

—No te preocupes: yo también. Y es por mi experiencia por lo que he hablado. Todo eso lo he sentido yo y ahora me doy cuenta de mi equivocación. Aquí sólo tratamos de remediar nuestros errores, no de ofender a nadie, y menos a la Santísima Virgen. Ella no tiene culpa de que muchos nos la cambien y sofistiquen… En cierto modo, es disculpable esto y me atrevería a decir que hasta lógico. Pero ya no somos niños. Ni novicios.

—Has hecho un buen trabajo, Benito —dijo el director—. A mí no me hubiera salido tan bien…

—Porque tú no has vivido esto —sonrió el otro.

—Es verdad, pero yo sé otras cosas… La semana próxima vamos a preparar fray Mateo y yo la continuación. Hablaremos sencillamente del amor humano en su sentido amplio, de nuestro amor a los hombres a través de Dios. Es difícil y tenemos que participar todos. Leed lo que podáis. Está el libro El valor divino de lo humano, que es interesante. Y, claro, santo Tomás… Ahora, leed las fichas.

Cuatro «académicos» leyeron una brevísima información de Corelli, Ford, Giotto y Dos Passos. Se leyeron despacio, con tiempo para que los demás tomaran nota de las fechas y las obras de cada uno. José Antonio no apuntó nada. Se consideraba un poco fuera de lugar; no comprendía bien todo aquel conjunto de cristianismo y de reflejo mundano. No comprendía la relación entre La Diligencia y las sonatas de iglesia y los soldados americanos y un Dios que estaba detrás de todas las cosas, como un filtro purificador, como un espejo, un río interno que saturaba los hombres, sus obras y los tiempos.

Los académicos rezaron en pie una acción de gracias y fueron saliendo en silencio. Llevaban todos un cuaderno y un bolígrafo y se sonreían como si fueran culpables de algún acontecimiento secreto y justo. Dos de ellos se quedaron ordenando las mesas y las sillas. Nadie dijo una palabra a José Antonio, nadie se ocupó de él ni le sonrió ni le hizo un gesto. Él se sentía solo, fantasma en medio de hombres reales, ridículo, un mono que hace muecas a los árboles y a los ríos. Procuró olvidar en su celda aquel largo discurso sobre el amor a la Virgen. ¿Cómo había levantado la mano? Él no había sentido todo eso, él no amaba a la Virgen de aquella manera grotesca. Él no había visto unos ojos hermosos en la imagen, unos labios rojos, unas manos apaciguadoras. ¿Y por qué había levantado la mano? ¿Por qué le había arrastrado el ademán lento y decidido de Benito, de los otros? Tuvo miedo del crucifijo, de una estampa en que la Virgen se parecía efectivamente a una adolescente guapa, a una virgen de carne y hueso, de las que usaban vestidos floreados y llevaban tacones altos y, al reír, enseñaban dientes blancos y musicales como las teclas del órgano. Pero la estampa sólo representaba un rostro alegre, cómplice. A él le había gustado siempre, la guardaba desde hacía dos años, la había colocado sobre la mesa, pegada con cinta adhesiva y cubierta por un plástico transparente. ¿Era la Virgen María o cualquiera otra virgen humana, no Madre de Dios, quizás una virgen pecadora, quizás una virgen que había pecado con el mismo escultor…?

José Antonio sacó de una carpeta las notas que había tomado en Espiritualidad. Las gracias actuales. Las gracias actuales venían de Dios en cualquier momento, cuando se necesitaban, incluso estando en pecado mortal. La gracia habitual era algo más grande, más… La gracia habitual era eso que él sentía en el alma, la presencia constante de Dios, ayudando, luchando, incluso contra él mismo. Pero las gracias actuales podían también descender sobre personas en pecado mortal. Lo habían dicho, bien claro, los maestros y el «académico» de hoy. Podían actuar sobre un alma corrompida, sobre esta Virgen, sobre esta virgen de rostro… ¡Un rostro tan hermoso! El fraile tomó un cuchillito abrecartas y rasgó el plástico. Tomó en sus manos la estampa y le dio vergüenza besarla como tantas veces. Le dio miedo no poder besarla ahora, saber que cometería un pecado acercando sus labios a aquella figurita bajo la que había escrito con letras góticas azules: «¡María, madre mía, niega por mí!» ¿Y por qué había puesto las admiraciones? ¿Y por qué era tan joven, siendo su madre? ¿Por qué él era más viejo, y podía sujetar la estampa como si fuera un lindo juguete y acercarla a los labios y rozar con ella sus sienes y a veces hacer una mueca risueña y rápida, una mueca que —él lo sabía— no era otra cosa que la expresión de su amor, la traducción muda de dos palabras confusas? ¿Y por qué decir «te quiero» podía entenderse, como Benito había dicho, como represión, como aberración, como…? Él no, nunca, nunca. Él amaba a la Virgen con mayúscula. ¿Levantó la mano, entre todos? Bien es cierto que sólo en Semana Santa solía pensar en una Virgen dolorosa, arrugada y envejecida, en una madre casi como la suya. Él pensaba en una Virgen como aquella de la foto, con un nombre que en hebreo significaba tantas cosas hermosas, y una mirada limpia y… Sí, había levantado la mano por sugestión.

En el recreo del crepúsculo se le acercó el Viejo, aquel fraile que quizá tuviera treinta años, o más, con el que un día hablara, dos meses atrás. Aquel que le pidió un trabajo para saber si escribía bien, aquel que ahora estaría peligrosamente urdiendo palabras en torno al amor humano y Dios y los hombres. Le saludó con una ternura desagradable y le felicitó por haberse decidido y luego, mirando los árboles negros, los árboles que ponían en movimiento todas las montañas de la tierra, añadió:

—Te mandó el maestro venir, ¿verdad?

—¿Quién te dijo eso? —preguntó José Antonio, agresivo.

—Pss… La Policía antiinformativa.

El otro le miró, le devolvió la sonrisa que en sus labios fue un destello de temor, de susto.

—Escúchame, José Antonio —pidió el Viejo tomándole por un brazo y llevándole a un banco de piedra que se extendía a lo largo de la fachada conventual—. Es un truco muy antiguo y todo el mundo lo sabe menos el maestro. Él nos envía a gente de confianza para que le cuente una versión negra de cada Academia. Lleva un año entero buscando argumentos para prohibirlas. Nosotros nos defendemos, ¿sabes? Cuando viene un tipo sospechoso nos ponemos místicos, tristes, le hacemos un vacío absoluto, y el informativo no vuelve a pisar por allí. Bueno, a ti puedo hablarte con confianza, ¿no?

—Sí, claro. Yo no me chivo, ya te lo dije.

—Pero el maestro te mandó venir.

—Sí.

—Como siempre —el Viejo inclinó la cabeza, entristecido—. ¡Este hombre! Oye, ¿no sientes frío en…? Podemos pasear, hace buena noche. La piedra del banco está helada.

—Bueno, como quieras —contestó José Antonio.

—Pues te iba diciendo… Ah, sí. Lo del maestro. No le sirve de nada, ya lo ves. Fíjate lo que propuso una vez. Mandó a uno de los nuestros la Espiritualidad! A uno de los más inteligentes, para que le contara si allí se contaban herejías. ¡Como si ellos fueran capaces de decir una herejía! Claro, el maestro recibió una información completa y positiva. Y quedó satisfecho… Pero nosotros tenemos que andar con cuidado. Son cosas distintas. Ellos —el Viejo marcaba la palabra— no nos entienden y pueden ver cosas que no existen. Habrás notado que hoy nadie te hizo caso…, excepto yo. Y no mucho. Es el vacío. Te aburrirías pronto. Pero yo quiero que no seas como los otros. ¿Recuerdas el día que merendaste bajo la escalera? Desde entonces tengo buen concepto de ti, como diría el maestro. Te había gustado el vino, me lo dijo el de Lenguas.

—Estoy arrepentido —susurró José Antonio.

—Ah, no te hagas el santo. Eso son tonterías. El que a uno le guste el vino no es pecado.

Soplaba un viento aromatizado, a ráfagas. Olía a resina y a flores silvestres, de eucaliptos. Los grandes árboles tiesos despedían siempre este aroma fresco, incluso en pleno invierno. Sus raíces se hundían por debajo del agua rápida, sus cortezas se abrían en tiras mostrando troncos blancos y grises. Las hojas duraban mucho tiempo, iban cayendo poco a poco como agujas perfumadas. Entre las montañas, la noche venía pronto, acompañada de ruidos, de humos. En lo alto se veían reflejos dorados y tenues. Los dos frailes recorrían el patio de recreo lentamente, se cruzaban con otros grupos. A ellos les llamarían a rezar. Algunos profesores continuaban allí, paseando y hablando de mil cosas no siempre aptas para los oídos estudiantiles. Ellos eran casi todos viejos, gastados, con semblantes tristes y solitarios. Pero a esta hora todos parecían un poco viejos y gastados y tristes y solitarios, incluso los de primero, con sus pasos cortos, sus manos a la espalda, su voz casi fría.

—Pero es tan distinto al noviciado… —dijo José Antonio.

—¿Y qué quieres, vivir siempre a la sombra del maestro y del cocinero, sin trabajar, sin preocuparte más que de tu alma? Eso está prohibido. La época de los monjes contemplativos ha pasado. Ahora es preciso luchar con los hombres y contra ellos mismos, es preciso aprender a entenderlos y hablarles en su propio idioma… O impedimos que Dios salga del mundo, o salimos nosotros también… Yo creo que no se ha entendido bien aquello de «no sois de este mundo». Claro que somos, hijos de la misma tierra que los otros. Cuando se comienzan los sermones con un «Hermanos…» no es sólo un pequeño recurso retórico, sino una verdad firme…

—A mí me gustaría —dijo el fraile joven— entender como vosotros las cosas, saber desenvolverme en la Academia.

—No te costará mucho trabajo, de verdad. No sé quién me dijo que ibas bien en Filosofía. Lo nuestro es la Escolástica aplicada a la vida. No discutimos sobre formas sustanciales, sino sobre realidades humanas.

—Voy a asistir a la Academia cada semana.

—Como quieras. Pero ten cuidado con el padre maestro. Ya sabes que a los demás no gustas mucho…

—¿A quiénes? —casi gritó José Antonio.

—A los mayores, sobre todo. Piensan que eres demasiado místico, demasiado «edificante». Te has tragado todos los tópicos como una sardina frita. Ya no estás en el noviciado. Aquí es distinto. No, no pido que vayas a cambiar en un día. Pero han pasado dos meses. Y tú no eres un chico de diecisiete años, eres el tercer mayor del curso…

—El cuarto.

—Da igual. A los veintidós años no se puede pensar como a los nueve. Y esto lo decía san Pablo, te acordarás.

—Sí, pero es difícil saber…

—Es difícil, difícil… —comentó el Viejo—. Pero hay que intentarlo. No basta rezar rosarios y el salterio cada dos por tres… Tú sabes que yo entré en el noviciado con veintisiete años. Entré porque se había muerto mi novia. Iba a casarme y se murió de accidente. Se llamaba Rosa y era muy guapa, ya lo creo. Pero ya ves. Por eso me hice fraile, porque todo se había terminado para mí. Detrás de ella no quedaba nada, no quedaba esperanza. Era una especie de altura desde donde yo veía las cosas y el mundo. Al morirse, fui a parar abajo del todo. Allí encontré a Dios, abajo, en el fondo. Ahora le agradezco que ella hubiera muerto.

—¿Y era muy guapa? —preguntó José Antonio.

—Sí, tenía unas orejas muy pequeñas, los ojos castaños y la boca de una manera extraña que parecía reírse de todos.

—¿Tú estudiabas?

—Quería ingresar en Caminos. Pero era un vago. Me dedicaba a escribir tonterías, a pintar, a pasar las horas muertas con ella. No miraba un libro… Y ya hace tres años y pico que me vine. A los seis meses de morir Rosa.

—Es una historia trágica.

—Qué va. Ha terminado bien, que es lo importante. Y yo espero que todo termine bien. No sabes lo que se siente cuando se muere alguien a quien amas tanto como a ti, o más. Yo había descubierto que el amor es infinito…

—¿El amor humano?

—El amor de los hombres. No hables del amor como algunos frailes de aquí. Ellos no lo conocen. El amor de los hombres es infinito y cada día se alarga y se alarga. Pero a mí se me rompió. Siempre se aprende algo. Yo ahora sé que también el amor de Dios es infinito. Y que no se puede romper jamás.

José Antonio no sabía qué responderle. Hubiera querido saber más cosas del fraile que andaba a su lado, preguntarle si era rico, si pensaba tener muchos hijos, si ella se parecía a una Virgen. Le hubiera gustado escuchar más cosas sobre ese amor infinito del que él apenas había oído hablar. Pero le daba miedo descubrir demasiado, mostrarse ingenuo ante el otro; le daba miedo poder desear una historia tan admirable como esta que le contaban.

—Yo iré a la Academia —dijo solamente.

—Bueno, no me tomes muy en serio. A veces me acuerdo de ella, sobre todo a estas horas. Algunas veces íbamos a Navacerrada en coche y pasábamos las noches de la primavera entre los pinos. Preparábamos café y jugábamos y oíamos la música de las montañas. Era casi como aquí. No puedo ver todos esos árboles sin acordarme de ella.

—¿Y no te sientes triste?

—Un poco —contestó el Viejo—. Me siento solo. Sé que Dios está conmigo, está con nosotros, pero es diferente. A ella la veías, la tocabas, la besabas, sentías su calor y su palabra. Dios a veces se siente en lo lejos y no te atreves a gastarle bromas, a tirarle del pelo o cosas así. Entonces te parece que estás solo. Pero yo sé que no, lo sé, lo sé —gritaba el Viejo.

José Antonio se dio cuenta de que el fraile no estaba seguro. Sus manos un poco crispadas parecían tocar aquel cabello desconocido y en sus dedos faltaba algo sensible; sus dedos querían tocar a ese Dios que le acompañaba, pero al borde de las uñas estaba aquel aire perfumado, aquellos ruidos del crepúsculo.

—Es mejor que la olvides —dijo.

—No puedo, a veces no puedo —corrigió el fraile.

—Pero tú eres como un convertido, como los Apóstoles. Tú darás más gloria a Dios que todos nosotros.

—No —respondió él con cierta sequedad.

—Has sido un valiente.

—Un cobarde acaso. Vine con Dios cuando estaba abajo; no antes.

—No te preocupes, Javier —dijo José Antonio tocando levemente el brazo del Viejo. Éste se sobresaltó al escuchar su nombre con aquel acento cálido.

—Olvida todo eso —contestó—. Estas historias hacen mal siempre. Tú eres un crío aún, no te han dado ocasión de vivir. Una cosa más que tienes que agradecer a Dios. A veces vale más no haber vivido…

—Yo creo que es mejor como tú.

Se oyó un repiqueteo que procedía de las entrañas negras del convento. Los grupos se deshicieron. Algunos estudiantes entraron cuchicheando; otros, recogidos sobre sí mismos. Javier caminó al lado de José Antonio y, al llegar a la puerta, le dijo:

—Buenas noches.

Después de la cena, el fraile de primero se encerró en su habitación. No había podido quedarse más tiempo en la capilla, como acostumbraba. Su inteligencia y su corazón se oponían en cuanto recordaba a una muchacha llamada Rosa, de orejas pequeñas y ojos castaños. Quizás el Viejo era un cobarde, un pobre hombre que se había encontrado sin sitio en el mundo y venía a encerrarse allí, como última solución. O quizá fue una llamada de Dios, una llamada poderosa y doliente a un hombre predestinado a grandes cosas. A él, el fraile José Antonio, le gustaría haber estado en el lugar del Viejo, sentir aquel vacío en las manos y aquel recuerdo de las noches felices. Él, sin embargo, tenía una historia bien vulgar.

Jugueteaba con la estampa de la Virgen y su cabeza se llenó de vientos furiosos. No podía resistir aquel rostro. Lo comparaba al de Rosa y llegó a convencerse de que se parecían. Las mismas orejas. Quizá los ojos de la estampa fueran más claros, pero él, después de todo, no había conocido a la novia de Javier. Estuvo a punto de besar la imagen, ahora con aquel amor complicado que le habían descubierto unas horas antes. Se asustó de sí mismo y rompió la estampa en pequeños pedazos irreconocibles. Luego quiso ver una vez más aquel rostro y comenzó a unir los papelitos. No consiguió componer de nuevo la faz virginal.

Se acercó al grifo. Mientras se lavaba las manos, veía ante el espejo un rostro enrojecido, de líneas duras; la barbilla era demasiado ancha y daba a toda su cara el aire de algo cuadrado y rígido. La nariz grande y huesuda le pareció fea. Pero sus ojos eran dulces, un poco inclinados hacia las sienes, como caídos. Y en sus ojos aquel rostro hermético se convertía en el de un niño abandonado, a través de las pupilas que buscan tranquilamente un lugar de reposo. La cabeza redonda y poderosa llenaba la parte sombría del espejo. El pelo negro y revuelto, la frente abierta. Se tocó con los dedos la nuca que caía delicadamente sobre el cuello. «Tendré que cortarme el pelo —pensó—. Y arreglarme la coronilla.»

Al colgar la toalla detrás de la puerta, tintineó el cilicio con un ruido metálico, agrio. José Antonio lo tomó en las manos y lo tiró debajo de la cama. Ya no reverenciaba aquella red de alambres mortificadora, para él motivo de pecado, escándalo de sí mismo. Dudó ante las cuerdas anudadas y terminó por lanzarlas al mismo sitio, entre el moho y la sombra del suelo. Estaba muy triste por todo aquello; no sabía si permanecer sentado, o cruzar la habitación de una esquina a otra, o acostarse, o mirar la noche y escuchar los saltos del agua. Sintió en sus dedos ese hueco inmenso que advirtiera en el Viejo, un deseo de agarrar, de tener para sí. Él no tenía nada. Se metió violentamente bajo las sábanas amarillentas y no sabía si pensar en Dios o en Rosa. Y rezó a Dios por el alma de Rosa, como el que grita en un pozo el nombre de alguien que no existe.