UNA BOBADA
ES UN POBRE HOMBRE

La boca le sabía mal, por la mañana. Estaba llena de saliva seca. Se acordó de las patatas saladas y luego se acordó del cilicio, cuando lo vio en el suelo. Corrió al espejo para mirarse los ojos. Sus ojos castaños brillaban, llenos de pequeños triángulos más claros; la pupila era pequeña y él mismo estaba allí dentro. Sus ojos estaban limpios, como lavados por agua milagrosa. Se los restregó con los puños y volvió a mirarse cuidadosamente. La esclerótica era azulada, las largas pestañas tiesas; el párpado inferior era una línea como de hielo claro. No tenía ojeras. Un momento creyó que todo había sido un sueño y se sintió tranquilo. Mientras deshacía la cama para airearla, saltaba y se sentía lleno de salud y de vitalidad. Pero en las sábanas había algunas manchas oscuras y el corazón de fray José Antonio Fernández latió rudamente y pareció querer detenerse de golpe.

¿Cómo era posible? Recogió el cilicio y lo apretó entre sus manos. Se hizo sangre en las palmas. ¿Cómo era posible? Recordó la plática que el maestro de novicios les dijera sobre el sexto mandamiento. El fraile había hablado de hospitales, de manicomios, de enfermedades. Narró pacientemente lo que le habían mostrado en un sanatorio de los hermanos de San Juan de Dios. Hombres revueltos en sus excrementos, chillando como pájaros, atados a las camas, blasfemando y desechando toda palabra amable, todo deseo de ayuda. Hombres consumidos, los músculos rotos, los ojos de fuego, el rostro trazado y descompuesto, las manos ateridas e inútiles… ¿Cómo era posible?

El maestro había tenido cuidado de advertirles que eso era el último escalón, la última etapa. Hasta llegar allí se pasaba por una podredumbre lenta y victoriosa, una carcoma voraz que terminaba con toda la fuerza, con la salud y el empuje y la decisión.

José Antonio hubiera creído que no tendría valor ni para levantarse de la cama, que cualquiera podría ver en sus ojos las huellas macabras del pecado. Sin embargo, su cuerpo era una armonía de vigor y juventud. El brillo de sus ojos, la tersura de su frente, la vitalidad que sentía en los brazos y en la cintura le parecieron obra del diablo. Estaba aturdido. ¿Cómo era posible? ¿Había sido un sueño o bien el maestro no había dicho la verdad, toda la verdad? José Antonio sentía la sangre alegre, purificada.

En la capilla trataba de entender aquello. Y vio al confesor, recibiendo uno tras otro a los estudiantes. Ellos se ocultaban entre sus brazos, cuchicheaban unos minutos y luego se inclinaban a recibir la absolución. El fraile José Antonio Fernández se acercó y quiso haber estado más tiempo explicando que él no podía entenderlo, que necesitaba una buena explicación. Pero el confesor se enfadó de que, en cierta manera, le considerara a él culpable por haberle permitido utilizar el cilicio durante la noche; el confesor le habló severamente de su caída, precisamente cuando acababa de hacer sus votos; precisamente, entonces, la primera vez; precisamente en aquel momento; pero al confesor no se le ocurrió consolarle siquiera, decirle que no era culpable porque estaba semidormido, explicarle que era un suceso lógico en la naturaleza, un suceso digno e, incluso, positivo. Él se sentía culpable y culpaba al joven hermano por haber quebrantado sus votos, su promesa recién hecha.

José Antonio se dejó llevar. Una tristeza honda le llenaba la garganta y, cuando volvió a su sitio, se cubrió la cabeza con las manos para llorar. Rezó mentalmente el Miserere: «Nam iniquitatem meam ego agnosco et peccatum meum coram me est semper», y con un poco más de esperanza, el De Profundis: «Si delictorum memoriam servaveris, Domine, Domine, quis sustinebit?» Inmóvil, apenado, permaneció hasta el momento de la Comunión. Se limpió los ojos y se puso en la fila que se acercaba al altar. Regresó con una brasa sobre la lengua árida, un pequeño círculo blanco que era Dios ardiente en su amor y en su cólera. José Antonio sentía en su pecho aquella especie de burbujas aromáticas, una anestesia dulce que aprendió a gustar durante el noviciado. Era verdaderamente Dios dentro de él, mezclado, inseparable. No osaba pensar, no se atrevía a rezar. Estaba quieto, adorando a un Dios claro y sencillo que venía a él, unas horas después de haber sido violentamente expulsado de aquel alma. Se sabía culpable y perdonado. Se decía que aquello no volvería a ocurrir y agradecía la oportunidad de arrepentirse, de olvidarlo, de volver atrás, a los días dichosos en que pasaba horas y horas ante el Santísimo sin rezar, sin pensar, adorando, a veces con un agüilla sobre las pestañas, como el rocío de su propio corazón.

No sólo volvió José Antonio a aquellos momentos de dicha íntima, sino que consiguió convertirlos en estado habitual. Un éxtasis permanente, una unión inacabable, una sensación de que Dios estaba en su propio cuerpo, sin cansarse, sin molestarse.

El amplio muchacho que era fray José Antonio se convirtió para unos en un personaje odioso y para otros en un hermano ejemplar. Aprendía y comprendía la filosofía sin mucho trabajo. Estudiaba no más de tres horas diarias, por la tarde, tiempo en que podía preparar las clases del día siguiente con toda exactitud. Luego escribía una especie de Diario espiritual, emotivo, cálido. Leyó a Isaías y a san Juan de la Cruz. Los escritos de éste le llevaron a una transparente vida de san Francisco de Asís. En ambos encontró algo que hasta entonces le había resultado indiferente. Comenzó a amar las montañas, y los senderos de piedra, y la forma caprichosa de los árboles, unos curvos y llenos de mil ramas, otros rígidos y duros. Contemplaba las montañas con ternura, abría la ventana de su celda a mediodía para ver la luz del sol caer plácidamente por las laderas hasta crear un cristal sobre el río.

Un frailecillo opaco solía acompañarle en el paseo semanal, escuchaba sus efusiones líricas, le señalaba los arbustos, las raíces, las rocas que siempre tenían formas humanas.

—Fray José Antonio, qué grande es Dios para crear todo esto —decía.

—Y el alma humana, donde Él quiere habitar.

—Pero también Él está en la naturaleza, llenándolo todo, dándole sentido, purificándolo.

—Los hombres no lo ven —comentaba José Antonio—. Los hombres no lo ven… Y yo no me había fijado antes. Somos limitados.

—Sólo somos limitados en una cosa, ¿sabes cuál?

—¿Cuál?

—En la capacidad de pecar —respondía el frailecillo—. Dios nos deja libres para eso, nos deja llegar hasta el límite. Lo he leído en un libro.

—¿Pero después del límite?

—¿Después? La nada.

—Eso es una herejía, hermano. Después, el Cielo o el Infierno. El que se aprovecha de esta ilimitación está perdido para siempre. No puedo comprender cómo Dios dejó a los hombres esa libertad…

—Dios siempre es incomprensible y grande en sus designios —contestó el otro, sin acertar a reconocer la obra donde había leído la frase.

Caminaban al lado, los hábitos subidos para evitar el barro, inclinados hacia delante mientras escalaban las montañas. José Antonio procuraba mantener siempre conversaciones edificantes, no ceder un palmo a palabras mundanas. Por eso buscaba al frailecillo opaco y piadoso. Los otros solían discutir incluso de política y de sociología, cosa que a ellos dos les entristecía. No hablaban con los campesinos como la mayoría, bajaban la vista si por la carretera marchaba una mujer en bicicleta, atravesaban el pueblecillo con el mismo desinterés que un potentado atraviesa entre sus peones. Solían sentarse en unas rocas, bajo los árboles, de manera que no pudieran ver la carretera. Allí hablaban de las delicias de Dios, de sus proyectos para el día de mañana, de lo que podían hacer en la Academia de Espiritualidad a la que ambos pertenecían. Un día se les acercó uno de tercero con el que José Antonio había estado merendando.

Voilà les mystiques.

Le miraron confusos.

—¿Cómo? —dijo el otro—. ¿Pero no sabéis francés?

—Yo no, un poco —contestó José Antonio.

English?

—Tampoco.

—Pues estamos buenos. Hay que aprender las lenguas de los hombres, hermanos. ¿Cómo vais a llevarles al Cielo?

—Primero hay que aprender la lengua de Dios —dijo el frailecillo.

—A la vez, hermanos, a la vez. Ya sabéis que hay una Academia de Lenguas, permitida por los superiores.

—Somos de Espiritualidad.

—Ya se os nota, ya… Ah, José Antonio, estamos preparando una gordísima, ¿sabes? El jardinero ya le entregó la materia a nuestro amigo. Y tenemos un tas de choses. ¿Vendrás?

—No —dijo él—. No quiero saber nada de eso.

—¿Te has chivado?

—Yo no soy de ésos tampoco. Pero no quiero ir.

—Pues tú te lo pierdes. Bye, bye, boys!

Dio un brinco y se perdió tras las rocas. José Antonio se puso de mal humor.

—¿Qué te pedía? —preguntó el frailecillo.

—Una bobada. Quiere que vaya a su Academia y trata de convencerme. Es un pobre hombre.

—Pero sabe mucho, ¿eh? —contestó el otro—. Es de los más listos de tercero. Habla francés, inglés y un poco de alemán. Quería estudiar chino, fíjate, pero no le dejan.

—¿Y para qué sirve eso? «Aunque hablara todas las lenguas de los hombres, si no tengo caridad, de nada sirve.»

—Él quiere ser misionero en África, y las lenguas hacen falta.

—La caridad basta, lo decía san Pablo.

—Sí, Dios ayuda siempre —sentenció el frailecillo.

Y ambos contemplaron juntos la luz tamizada de la tarde, la luz en gránulos que el otoño iba abandonando dulcemente sobre todo el valle verde, sobre el río blanco y la carretera blanca, abajo.