APRETÓ BIEN LA CUERDA SOBRE LOS ALAMBRES

A José Antonio parece que no iba a costarle mucho trabajo. Más inteligente y sensible que lo ordinario, si bien ambos valores temperamentales estuvieran muy ocultos por las muchas virtudes que le habían inculcado, era capaz de mantenerse unido a las enseñanzas noviciales, no como a una tabla en una mala noche de naufragio, sino como a algo a que se echa mano cuando es menester. A él nadie se ocupó de decirle que desarrollara tales o cuales valores humanos. Nadie le dijo que aprendiera a escribir, que leyera, que se educara. Como al resto, le habían enseñado a ser íntimamente pobre y absolutamente obediente. Ni la pobreza ni la castidad le habían provocado nunca quebraderos de cabeza. Jamás había poseído algo valioso. En cuanto a las mujeres, sólo su nombre le ocasionaba un cierto malestar que servía para mantenerle alejado de todo lo relacionado con ellas.

Tenía un defecto que el maestro le había hecho ver y que, desde entonces, José Antonio luchaba por eliminar. Era orgulloso, es decir, carecía de la humildad necesaria en el estado religioso. Si no se corregía le iba a ser muy difícil cumplir el voto de obediencia. Otra pequeña imperfección, que el maestro juzgó carente de peligrosidad, era una especie de propensión a soñar, a imaginar objetos irreales, a recrear pequeños mundos prolijos sometidos a su estado de ánimo: podían ser grandes hazañas apostólicas, un paseo por la selva o, más sencillamente, una tarde leyendo una novela, ante un vaso de coñac, fumando un cigarrillo y escuchando alguna música. A nadie solía contar él estos ratos íntimos y ni les daba mucha importancia. En algo había de emplearse el tiempo libre.

Fray José Antonio Fernández, por lo demás, se encontraba bien allí donde las circunstancias le habían puesto. Su padre buscaba cuando él tenía diez años el procedimiento para que no estuviera en casa. Y fue su madre quien lo encontró cinco años más tarde. Le llevaron a un colegio, y después a un noviciado, y después a un convento donde unos cien muchachos estudiaban la Filosofía y algunas otras cuestiones de menor alcance. Ahora, pues, se levantaba cuando llamaban a su puerta, a las seis y media, asistía a los oficios religiosos obligatorios, acudía con alguna frecuencia a la capilla, sin que nadie se lo ordenara. Tenían mucho tiempo antes de comenzar las clases y él lo empleaba hablando con los demás, jugando a la pelota de pala, sintiéndose con remordimientos o satisfecho. A juzgar por lo que se veía, continuaba lo mismo que en el noviciado: ni excesivamente piadoso ni distraído; un término medio muy aceptable. Los educadores, por otra parte, conocían buenas historias suyas y no se ocuparon mucho de él. Era de los que se mantenían en el primer grupo, serenamente.

Pero José Antonio se mantenía en el primer grupo por inercia, porque nadie le había puesto en trance de abandonarlo. Y cuando le pusieron, lo abandonó.

Fue un día de fiesta. Se había celebrado la misa del Espíritu Santo pidiendo luces para el curso que se iniciaba. Los estudiantes nuevos estaban contentos de comenzar a estudiar. Los viejos estaban un poco habituados a estas celebraciones y no daban importancia al asunto. Se leyeron programas, se dieron consejos y se pidió que la gente riera. En la comida, les pusieron vino, un vino especial. Y José Antonio vio cómo uno de tercero llenaba una bota con los vasos de unos cuantos a quienes no satisfacía. Lo hizo después de que todos hubieron salido, con tranquilidad. El nuevo estaba en la puerta y le vio y, más tarde, en el patio, se acercó a preguntarle para qué hacía eso.

—Qué preguntas. ¿Ponen vino todos los días?

—No, ¿por qué? —se admiró José Antonio.

—Pues por eso mismo. Con la bota se puede echar un traguín cada noche y así te dura. Y se puede organizar una merienda en toda regla, con chorizo… ¿Tú eres informativo?

—¿Cuál? —preguntó el fraile.

—Si le cuentas las cosas al maestro.

—Ah, no. Ya no soy un crío para chivarme —afirmó José Antonio.

—Ya lo veo. Eres mayor que yo. ¿Quieres venir a merendar?

—¿Cuándo?

—Ya te avisaríamos.

—¿Y quién va?

—Pareces el padre Blanco preguntando. Tres de tercero, uno de segundo y tú, si no eres gili

—Bueno, iré —dijo José Antonio, a quien le molestaba la aplicación, en caso negativo, de aquella palabra increíble.

Le avisaron el viernes siguiente. Él intentó poner reparo por ser un día especialmente dedicado al ayuno. Pero los otros le enseñaron una bolsa de plástico y José Antonio les acompañó. Fueron a ocultarse bajo la escalera principal. Estaba un poco oscuro, pero había cajones para sentarse y, sobre los cajones, trozos de periódicos. Era un escondrijo que los otros tenían preparado. Se oían los pasos de cuantos marchaban por la escalera, quizás el mismo padre maestro, se oían las voces de un lego y un murmullo cercano. Los estudiantes estaban en sus celdas. José Antonio tenía un miedo atroz. Preguntaba con los ojos, advertía del peligro.

—¿Es la primera vez…?

—¿La primera? Anda éste. Lo que tienes que aprender, hermano. Aquí venimos por lo menos una vez a la semana.

—¿Y nunca os pillan?

—Ya ves —dijo el de segundo, que se había manchado la barbilla de chocolate.

—¿Y cómo tenéis todo esto?

—Paco es amigo del cocinero y se lo da.

El llamado Paco hizo un gesto afirmativo y apretó la bota a pocos centímetros de sus labios. Se oyó el murmullo del hilo de vino. Paco chascó la lengua y dijo:

—¡Está como Dios!

—Si es una blasfemia… —dijo, muerto de miedo, el de primero.

—¡Qué sabes tú! —le contestó alguien—. Aún no has estudiado Filosofía. Al contrario, es una muestra del alto concepto que tenemos de Dios. Al comparar con Él este vino, que está buenísimo, ¿eh?, indicamos que…

—Anda, calla, calla. ¿No quedan más anchoas?

—El Bartolo sólo quiso soltar una caja. ¡Hay que fastidiarse!

—Yo —dijo el que había sacado el vino— he pedido a casa dos botellas de coñac. Se las mandan al jardinero, yo le regalo una y la otra nos la limpiamos en cinco o seis reuniones.

—¡En seis! Con dos hay bastantes —dijo Paco.

—Que tú estás pecando contra el quinto, creo yo…

—¿Hace mucha gente esto? —se aventuró José Antonio.

—Mira éste. El que puede sacarle al Bartolo asunto, o el que tiene visitas y le dan. O los ricos que van a comprarlo. Total, el cuarenta por ciento.

—Yo no sabía…

—Ya estudiarás Filosofía, ya. Echa un trago, anda.

José Antonio cerró los ojos, mientras el vino le hería en la garganta. Era buen vino, ciertamente. Se detuvo para comunicárselo a los otros y volvió a beber. El vino le bajaba por el pecho y tenía fuego ronco que fructificaba dentro del estómago y corría por la sangre como un himno de Pascua. El de primero dejó con solemnidad la bota sobre un cajón, se sacudió las manos y dijo:

—Yo me apunto al grupo, ¿eh? Ya procuraré sacar algo y aportar…

—Pero nada de publicidad. Tú no conoces a los informativos y como el maestro se entere nos la cargamos.

Estaban terminando de merendar. Quedaba sólo pan y un pedazo de chorizo arrugado y fino. José Antonio no había comido mucho y tomó el chorizo y lo mordió directamente. Estaba ya acostumbrado a no merendar, pero hoy se daba cuenta de que era algo agradable. Miró a los otros cuatro, sonrió y se recostó contra la pared. Se filtraban rayos de luz de todas partes y el cuartucho parecía falso, pero acogedor. Los ruidos, a través de la vieja madera, eran dulces y como armoniosos. Los frailes siempre andan con cierto ritmo y escucharles desde allí abajo ya no produjo miedo a fray José Antonio, sino tranquilidad y sosiego.

Regresaron cada uno a su celda. Paco y el de segundo salieron los primeros, hacia la capilla. Los otros oyeron sus pasos suaves. Uno raspó sobre la madera, como si se riera de que nadie les veía.

José Antonio cerró la puerta con precaución y el brillo metálico del cilicio le hirió los ojos.

Se sentó ante los apuntes de Cosmología. Estuvo dos horas mirándolos, haciendo figuritas en los márgenes, completando las letras que la multicopista no había marcado. Por primera vez desde que había profesado, perdía dos horas de estudio. Mañana podían preguntarle en clase. Mañana podían saber que él se había pasado de grupo, que había olvidado sus promesas y sus decisiones. Ya no le diría el maestro «buen muchacho», sino «a éste ya le conocemos». Pero José Antonio sentía una fiesta dentro de la cabeza, una fiesta loca y absurda, dolorosa: monigotes que saltaban a pértiga y muñecos animados que no anunciaban botellas de coñac, sino que decían misa pontifical en una catedral gótica, del isabelino. Estaba dormitando sobre la tinta morada en que trataban de explicar el sistema de los mundos, desde Copérnico a nuestros días. Se despertó sobresaltado y leyó al azar: «Si este poder existe, lo cual está demostrado, debe aumentar en razón inversa al cuadrado de las distancias. Basta, pues, examinar el camino que haría un cuerpo grave cayendo sobre la tierra de una altura mediana, y el camino que haría en el mismo tiempo un cuerpo que cayera de la órbita de la luna. Para conocerlo es suficiente tener la medida de la tierra y la distancia de la luna a la tierra.» El texto se encontraba en un apéndice n.º 3 a Newton, al final de los apuntes. José Antonio se pasó la mano por los cabellos y luego se levantó a peinarlos y mojarse la cabeza. Faltaba media hora para ir a cenar. Salió, subió a la capilla y se arrodilló en un rincón.

Fray José Antonio tuvo vergüenza de sí mismo, se reprendió ásperamente por haber caído en aquella tentación y prometió a Dios remediar con un sacrificio especial aquel placer que había sentido. «Y no fue un placer, Señor, ni siquiera fue un placer. Ir contra lo mandado, faltar a la obediencia, hacerse el valiente. ¿Y qué placer? El vino no valía gran cosa, el chorizo estaba rancio, debajo de la escalera olía mal… Así son todos los placeres de los hombres… ¡Una mentira! ¡Una mentira! ¿Me oyes, Señor? Sólo en ti se encuentra la verdadera felicidad y yo la he encontrado y no volveré a perderla nunca.»

Estaba el padre confesor sentado en un sillón, leyendo. José Antonio se acercó y confesó su pecado. El sacerdote le consoló y le dijo que rezara tres padrenuestros. José Antonio pidió le mandase algún sacrificio importante. El confesor le dijo que podía dormir con el cilicio puesto, pero que no se lo imponía como penitencia. Y luego le absolvió y continuó leyendo su libro sobre Ecumenismo.

José Antonio Fernández cenó mal. Se sirvió muchas patatas porque estaban saladas y apenas probó los calamares que Bartolo había aderezado sabiamente. El postre se lo dio al que estaba a su izquierda. Con mi gesto le indicó que le producían náuseas las natillas.

Comenzaba a desnudarse cuando llamaron a su habitación. Era Paco, con una sonrisa triunfante.

—¿Qué tal? —preguntó. Y antes de que le contestara—: ¿Sabes? Podremos hacer una gorda. El músico va a tener visita.

—Déjame en paz ahora —contestó José Antonio, cerrando la puerta.

Colocó el cilicio bien apretado alrededor del muslo derecho. De esta manera le molestaría más, ya que siempre dormía de ese lado. El cilicio estaba construido de alambre, por un lego especialista. En su parte externa era liso. Puesto sobre la mesa, parecía una red larga y estrecha, anudada con arte. En el interior quedaban todas las puntas del alambre cortado, puntas romas para que tardaran en entrar dentro de la carne, duras y brillantes, como dientes salvajes. Todos los novicios recibían uno y lo usaban voluntariamente. Los confesores y el maestro solían hacer su alabanza constantemente; y los muchachos se lo ataban a los muslos o a la cintura, generalmente durante el intervalo entre el toque matinal de campana y la hora de la limpieza. Atarlo a los muslos era más peligroso, pues, si estaba flojo, resbalaba, y se hacía el ridículo ante los demás. Los que lo ponían en el muslo eran los más decididos. Al andar paralizaba los músculos y nacía un dolor punzante y largo. Los de la cintura se inclinaban mucho en las genuflexiones, se movían para que el alambre rasgara la piel fina y blanca. Pocos había que no se lo anudaran al menos los viernes, para compartir con Cristo los dolores de la pasión. Y había que ser valiente y duro para aguantarlo con constancia.

José Antonio apretó bien la cuerda sobre los alambres, para que no se soltara durante la noche. Y se acostó y tardó en dormirse. Y se creía despierto, pues una parte de su cuerpo sufría. Se llevó las manos una y otra vez a la parte dolorida. Estaba acostado sobre el lado izquierdo, sin conseguir mantener los brazos cruzados. Y sus manos, en sueños, fueron desatando el cilicio y, de pronto, sintió un relámpago por todos los nervios del cuerpo y se despertó sobresaltado. Tardó en darse cuenta de que, por primera vez en su vida, había sentido un placer sexual auténtico. Lleno de miedo se levantó, bebió tres vasos de agua y se acostó nuevamente, intentando olvidarlo todo bajo la blanca almohada que cubría su hermosa cabeza.