Para unos resultó desilusionante el pueblo, para otros lleno de edificación. José Antonio paseó sus ojos mientras esperaba que le bajaran la maleta del autobús y agradeció a Dios casi inconscientemente que el pueblo fuera pueblo y no ciudad, que no hubiera gente esperándoles, que todo pareciera hecho por y para el convento. Se sentía más seguro, más oculto cuando el mundo quedaba reducido, como allí, a unas cincuenta casas de piedra tosca, a dos calles empinadas y estrechas, a dos cadenas de montañas que encerraban el conjunto en una paz sombría y amenazante.
El convento se levantaba unos metros sobre la carretera. Frente a él, un río vivo y, al otro lado, las casas de los habitantes del pueblo, en su mayoría servidores del convento. Tanto el convento como las casas estaban edificados en plano inclinado sobre la falda de las dos montañas, levemente caídos hacia el río, como agarrados a los castaños y a los eucaliptos que subían hasta las cumbres.
José Antonio, como algunos de sus compañeros, nunca había visto las montañas tan de cerca. Eran poco más de las cinco de la tarde y el sol estaba ya oculto. Resplandecía una franja de cielo muy alto, y el verde oscuro de la vegetación ensombrecía levemente todo el valle. El fraile sintió un dolor en los ojos. No se podía mirar a lo lejos, no se podía decidir si aquel punto lejano sería un árbol o un hombre o la torre de un pueblecito perdido. El fraile había soñado a veces, antes de ser novicio, imaginando hombres y vidas a través de la llanura, imaginando purezas y sacrificios. Ahora se consideró equivocado.
Un día había creído que la llanura era obra divina y las montañas obras mundanas, algo artificial construido para ocultarse, para pecar en la sombra. Hoy pensaba que Dios había fabricado las altas montañas para que los hombres se sintieran más en sus manos, para que consideraran que el mundo era ancho y posible. En aquel valle sólo se podía adorar a Dios.
Le dolían los ojos al fraile, llenos de oscuridad y de cercanías, pero su alma se sintió satisfecha y afortunada de poder vivir encerrado por las grandes masas de piedra gris, bien dentro del corazón mismo de Dios, sin hombres, sin ciudad.
—Parece una cárcel —dijo uno de los novicios más pequeños.
—Pero es bonito —le contestó alguien—. Fíjate en esos senderos que suben hasta arriba, hasta aquella casa de la cumbre. Podremos pasear por allí, hasta ver lo que hay al otro lado.
—Acaso el mar.
—¿El mar? Queda a veinte kilómetros —dijo el padre guardián.
—¿Y no se ve desde allí arriba? —preguntó el novicio pequeño.
—No, no se ve.
—¿Y qué se ve entonces?
—Pues nada, otros montes como éstos, hasta el infinito.
—A mí no me gusta.
—Tú eres castellano, ¿eh?
—Sí.
—En Castilla todo es sol y aire, todo es mundo que entra en el alma. Aquí se está más tranquilo —respondió el guardián.
—Si se viera el mar…
—¿Y para qué quieres el mar? —dijo José Antonio.
—No sé. Yo no he visto el mar, pero debe de haber barcos y gente y el agua cuando las mareas. A mí me gustaría. Nunca lo he visto.
—Ni yo, pero no me importa. Si estuviéramos junto al mar, no sería fácil estudiar a Santo Tomás, yo creo.
—¡Éste ya piensa en estudiar! Hasta octubre no se empieza, hermano.
Un padre famoso les había dado una conferencia sobre todas las cosas de la congregación, al comienzo del noviciado. Les había pintado superficialmente este gran convento cuadrado, de piedra de sillería, a dos kilómetros de una importante villa minera, casa llena de historia y de grandes hechos, donde todos los frailes habían estado al menos una temporada. Su biblioteca era importante, ya que encerraba una abundante colección de manuscritos benedictinos de la Edad Media. Ellos habían sido los dueños del convento hasta que una guerra hizo que pasara a manos de un barón, quien luego lo vendía a los frailes que hoy vivían con él.
Era sólido e inhumano. Paredes espesas, ventanas ínfimas, enormes claustros oscuros que daban a dos patios, en uno de los cuales había un surtidor de agua, un abeto y algunas figuras de boj. El otro estaba vacío y estéril. Las celdas de los frailes eran grandes y las clases donde estudiaban, alargadas, con algunas imágenes santas sobre los muros blancos. Siempre era preciso tener encendida la luz eléctrica, andar pegado a los muros, como fantasmas, hablar en voz baja, pues el eco se extendía igual que la mano de un agonizante.
Los nuevos profesos fueron entrando en sus celdas. La de José Antonio era la cuarta de la planta baja, una habitación que daba a la carretera y al río y a las casuchas del pueblo. La mesa era alargada, grande. El lecho, pequeño y duro. La ventana se levantaba a igual distancia del suelo y del techo, empotrada en el muro, sólida. Parecía más bien una claraboya o una atalaya, algo, en fin, lejano: no una ventana propiamente dicha.
José Antonio colocó su ropa en un arca de madera, arrinconó la maleta y fue a lavarse las manos. El agua estaba helada, transparente y fina. Le habían dejado allí un trozo de jabón sin olor, sin marca. Se peinó lentamente y decidió bajar al patio donde los demás estudiantes esperaban encontrar a los amigos que habían dejado dos años hacía, en Humanidades. Se oían voces y ruidos de carreras y los golpes aislados de una pelota sobre un muro de cemento.
Él no tenía grandes amigos entre los estudiantes y tampoco muchas cosas para contarles. Les preguntaría cómo se vivía allí, el horario, las dificultades mayores que habían encontrado en esta vida distinta. José Antonio había engordado cinco kilos en el noviciado y el vientre le abultaba un poco bajo el hábito. Terminó de arreglar la habitación, colgó el cilicio de alambre puntiagudo que solía ponerse en los muslos, las disciplinas de cuerda áspera como hierro con las que castigaba cada noche sus espaldas, al rezo del Miserere, en un clavo detrás de la puerta para que sólo él pudiera verlos constantemente, besó los pies del crucifijo, una imitación de tallas románicas, y descendió por las amplias escaleras, al lado de un fraile viejo que no le miró siquiera.
Se unió a un grupo que formaban tres compañeros suyos y algunos filósofos.
—Mira, éste es poeta —dijo un novicio.
—¡Estupendo! Aquí hacen falta poetas, ¿sabes? Yo soy director de la Academia de Artes Modernas. Espero que vendrás.
—¿Cómo es eso? —preguntó José Antonio.
—¿No conoces las Academias? Empezaron a funcionar el año pasado. Antes no dejaban… Y ahora dicen que piensan prohibirlas si no se arreglan algunas cosas. Pero no creo. Hay siete, me parece. De Música, de Apostolado Moderno, de Liturgia, de Ciencias e Investigación, de… Bueno, siete. A la mía es a la que viene más gente…, pero es la más peligrosa, también.
—¿Peligrosa? —dijo José Antonio.
—Hubo algunos que se dedicaron al arte por el arte y el maestro de Estudiantes les prohibió venir a la Academia. Dos de ellos se salieron… Es peligroso…
—¿Y es que…?
—¿Que qué? —hizo el Viejo, un hombre de casi treinta años, de rostro cuadrado y ojos sensibles, húmedos.
—¿Se olvida la piedad y la edificación y el noviciado y se hacen poesías porque sí, sin estar dirigidas a nadie…?
—Ah, eso no es lo malo. A veces las dirigen a personas que… más vale no hablar.
José Antonio comprendió. Se puso algo triste. Era difícil creer aquel pensamiento que le vino como un aire infectado. En el noviciado ni se mencionaban aquellas cosas.
—Mira —cortó el Viejo—. Me dejas algunas cosas que hayas hecho y, si vales, te nombro delegado de tu curso.
—No tengo muchas, ¿sabes?
—¿No escribes cuentos o artículos?
—Pues no…, la verdad. Algunos versos, pero pocos.
—Ah, no importa. Tú escríbeme algo y quién sabe si tienes madera.
—Es el mejor del curso para eso —dijo el compañero de José Antonio.
—Bueno, ya veremos, ya veremos…
Fray José Antonio se distrajo durante el rezo del rosario en comunidad. Al final se dio cuenta de que tenían razón el maestro y su confesor. «Una vez que llegues allí, cambiará todo y rezarás sin devoción y te vendrán malos pensamientos.» Y eso le ocurría el primer día. Y lo peor es que se daba cuenta después, cuando no había remedio. Advertía que había estado pensando en el arte por el arte, una fórmula hasta entonces ignorada, en el destinatario de aquellos poemas que habían acabado con la vocación de dos profesos. Recordaba que había pensado en el trabajo que iba a escribir esa misma noche para enseñárselo al Viejo y no recordaba las avemarías ni los misterios que habían tocado hoy.
—Volveré a rezarlos esta noche —se dijo.
Pero de noche, antes de acostarse, pasó dos horas escribiendo sobre «Importancia de la literatura en el apostolado». Y se arrepintió cuando estaba a punto de dormir, y se levantó y se golpeó la espalda desnuda dos veces veinte veces, según le dijera el maestro, deteniéndose en cada versículo del salmo 50. Y los dolores dé su piel marcada por líneas rojas le parecieron buenos y se durmió en el Señor, con las manos cruzadas al pecho, las piernas encogidas y una especie de música que llegaba de los castaños, una música que él no podía oír, ni, quizá, lo deseaba.