APRECIACIÓN PURAMENTE PERSONAL

José Antonio estaba arrepentido. Podía haber aprovechado mejor el día, podía haberse quedado solo en la ciudad crepuscular, investigando aquellas pocas cosas agradables que, según el P. Maestro, existían. La luz de su celda daba un tinte enfermizo a las paredes y hasta la ventana llegaban, sin atreverse a entrar, los ruidos pequeños de una felicidad vaga, las palabras, y el grito de pájaros miedosos y el frenazo de un vehículo y pasos y palabras y pasos y risas, también, a veces. El fraile cerró las contraventanas, de manera que no llegara hasta allí destello alguno y se sentó ante su mesa. Sobre una cuartilla cuadriculada hizo dos o tres rayas con la pluma. Aún debía de faltar más de una hora para la cena.

Como otras veces había escrito poemas en latín u oraciones, dejó ir el punto plateado, apenas sin impulso de su mano. Copió: «Ejercicio de redacción de fray José Antonio Fernández.» Tachó el fray, para mejor traer el tiempo en que dos veces por semana entregaba al profesor de literatura su trabajo, cuando aún vestía de seglar y no tenía camisa de botones tan finos.

Escribió:

El amor filial debe estar despegado de todo sentimiento carnal o físico, de manera que el hijo vea en sus padres a los representantes de Dios a través de los cuales el Creador Divino le comunicó la vida. No debe amarse en ellos su riqueza, su simpatía, su belleza o sus dones puramente humanos… Para el hombre consagrado a la vida religiosa este amor debe estar inserto en el amor total a Dios, de modo que no pueda hablarse de dos amores, sino de uno solo, perfecto e inagotable. Yo no amo a mis padres como los demás jóvenes del mundo, sino que, amando a Dios, cumplo ya el cuarto precepto del Decálogo, implícitamente. Por tanto, no debo sentir…

Releyó y rompió la hoja. El profesor hubiera dicho que en la redacción sobra toda apreciación puramente personal. Al lector no le interesa cómo el autor ama a sus padres. José Antonio guardó la pluma en la maleta y abrió la ventana. Le llegaron los ruidos de la estación de ferrocarril. Los novicios partían mañana a las siete, los veintiséis y un padre de la comunidad que se encargaba de los billetes. La ciudad medieval quedaría perdida en la llanura. El convento donde los futuros sacerdotes estudiaban Filosofía se hallaba lejos de allí, en el Norte, donde hay montañas y ríos y árboles frondosos.

Él creyó que desearía viajar en tren. Debía de ser bonito. Hacía un año y diez días que no sentía el olor de humo y el ruido armonioso sobre los raíles. Antes de que él terminara la carrera, habría muerto el P. Maestro y quizás el padre Superior y hasta el sacristán y el portero. Lo pensó sin lamentarse de que ello pudiera ocurrir. La voluntad de Dios es infinita y una simple oposición sentimental puede ser pecado, imperfección cuando menos. Así, pues, si ellos morían, legarían a la visión del Omnipresente. Y si él moría, igual. Pero debía partir mañana junto a los otros y dejar la ciudad y la celda y la luz amarillenta y la cama y el crucifijo y los pequeños ruidos que temían entrar, siempre temían entrar.