Toda la ciudad se volvió fiesta aquel día, se hizo más medieval, más bucólica y más cristiana. Había veintiséis grupos de gente alegre y endomingada, con su religioso en medio, andando lentamente, volviendo la cabeza, prestando atención a los pocos vehículos que ocupaban la calzada. Los habitantes estaban un poco acostumbrados a sucesos como aquél y no se molestaban mucho en distinguir unos de otros, los guapos y los feos, aquellos a quienes el hábito les iba bien y aquellos a quienes el hábito les iba mal. Durante un año habían visto a centenares de ellos en sus salidas a visitar al dentista, en sus paseos del jueves, en sus procesiones del primer domingo de mes. Y eran tan parecidos ellos que las gentes de la ciudad hubieran jurado que en el convento no había veintiséis sino trescientos novicios.
Ahora que habían profesado, que iban a comenzar a estudiar los difíciles silogismos filosóficos, ahora que tenían los votos y eran frailes como los demás, la gente no les miraba, salvo algunas muchachas jóvenes, alguna mujer vieja y los taxistas en espera de clientes.
Los grupos comenzaron a recorrer la ciudad como si fuera un laberinto opaco, los frailes con los ojos en las aceras, las madres llorosas y el resto de la familia embarazados. Lo primero que la madre de fray José Antonio dijo fue lo siguiente:
—¡Ay, hijo mío!
Y comenzó a llorar. Él la golpeó amistosamente en un brazo y comenzó a explicar a su padre los acontecimientos de todo un largo y sombrío año, los acontecimientos que no pueden decirse en las cartas, vigiladas por el maestro; que nadie sabe imaginar. El padre era hombre sensato e inteligente. No era curioso y no mostraba mucho interés por lo que su hijo le decía. De vez en cuando le pedía un detalle, pero nunca se excedió. La madre dijo:
—Ya eres un hombre, hijo.
—¿Ahora lo ves? —contestó éste—. Hace mucho tiempo. Ahora soy un hombre seguro, un hombre en su camino. ¿Te gusta?
Ella no contestó. Acercó a sus ojos el pañuelo bordado de flores.
—¿Y qué era eso que leíais todos? —dijo el padre.
José Antonio creyó que era una irónica observación a su lamentable error. Pero el padre estaba mirando un escaparate donde se exponían muebles metálicos.
—Pobreza, castidad y obediencia —contestó el fraile—. Leíamos la promesa en latín porque es más litúrgico.
—Y ahora tenéis que cumplirlo, claro.
—Todos tenemos que cumplirlo, nosotros y los del mundo. Pero nosotros nos obligamos bajo pecado mortal.
—O sea que nada de dinero, nada de mujeres y nada de… de…
—Decisiones personales —dijo José Antonio. Se sentía seguro de sí mismo, incluso si le hablaban de dinero y de mujeres con aquel tono paterno que velaba algo.
—Es difícil eso, ¿eh?
—Bah, Dios ayuda.
—Pero con todo.
—Y hay que poner algo de nuestra parte.
—¿Estás contento, hijo? —preguntaba la madre.
—Fíjate. Ya estoy seguro en el mundo… Bueno, no en el mundo este, sino en el de Dios. Rezaré mucho por ti.
—Sí, sí —dijo ella.
—Os ayudaré de esta manera. Diré misas…
El padre había quedado rezagado, mirando una cartelera de cine. Se acercó a los dos y explicó:
—También es malo eso de no poder ir al cine. Antes te gustaba.
—¡Antes! —José Antonio se encogió de hombros—. Hace seis años… Además, nosotros no hemos prometido no ver cine. No está prohibido.
—Pero no cosas como ésas.
José Antonio volvió la cabeza y encontró el rostro adolescente y risueño de una chica rodeada por letras negras: «Romeo, Julieta y las tinieblas.»
—No sé por qué no —dijo—. Eso es exagerar.
—Oye, Julia, ¿entramos a beber algo? Hace calor.
—¿Tú puedes, hijo? —preguntó la madre.
José Antonio miró el interior y la terraza del bar sin decidirse. Había hombres y mujeres sentados, hombres y mujeres fumando, mujeres enseñando a veces las rodillas y hombres que golpeaban frecuentemente las manos de las mujeres que estaban a su lado. También había niños.
—No, es demasiado público.
—¿Y vamos a pasear todo el día así? Podemos charlar tranquilos, sentados en cualquier parte.
—O vamos a comer ya. Son las dos. Habrá un restaurante bueno, donde no haya demasiada gente. Hoy tenemos permiso.
—Eso es lo mejor —dijo el padre.
Subieron unas escaleras y encontraron una habitación hermosa, con flores de papel sobre las mesas, sillas tapizadas en skay gris, luces de color naranja y un aparato de televisión encendido. Sólo había tres comensales: dos hombres que hablaban en la misma mesa y una muchacha cuyo rostro estaba oculto por su bolso, colocado al lado de una jarra de agua. El padre hizo un gesto de interrogación y José Antonio contestó:
—Es tranquilo.
Se sentaron. Un camarero se inclinó ante los tres.
—¿Tú qué quieres, hijo?
—El reverendo tiene merluza, ternera a la cazuela, en filete o chuleta, paella…
—¿Gambas?
—Sí, señor.
—Bueno, gambas para los tres con entremeses abundantes y después… ternera a la cazuela. Y merluza. Y melocotones en almíbar de postre —concluyó el padre. Luego, hacia su hijo—: Seguro que no coméis tan bien en el convento.
—Hasta ahora no —sonrió—, pero desde ahora…
El padre sonrió también, y la madre. Estaban contentos los tres. Era una lástima que no hubiera más hermanos. A José Antonio le hubiera gustado ver chicos como él y contarles historias agradables de la vida religiosa para que siguieran sus pasos, antes de que fueran corrompidos por el mundo. No deseaba hermanas sino hermanos. Les iba a convencer, él. A su padre no era posible, pues no era hombre muy metido en la iglesia y, por lo demás, siempre le había importado un bledo el que su hijo se fuera a los frailes o a la Legión. Respecto a su madre, José Antonio ya había dicho que rezaría por ella. Era cuanto podía hacer. Y si era muy pobre, pediría permiso al superior para enviarle un poco del dinero que ganara con los sermones y con los libros que iba a…
—¿Y dónde está la pluma? —dijo, con los ojos brillantes.
El padre la sacó con cierto orgullo del bolsillo interior de la chaqueta y la dejó sobre la mesa. El fraile la abrió, miró el punto luminoso que destacaba su color de plata sobre la negrura tersa de la armadura. Cogió una servilleta de papel y escribió en tres líneas «Fac ut ardeat cor meum in amando Christum Deum ut sibi complaceam».
—¿Qué es eso? —preguntó el padre.
—Una oración.
—¿Una oración de curas? Es latín eso, ¿no?
—¿Qué quiere decir? —la madre inclinó la cabeza hasta tocar el cuello blanco de su hijo. Éste se inclinó imperceptiblemente al lado contrario.
—Es de un himno a la Virgen muy antiguo. Se traduce: «Haz que mi corazón arda en el amor de Cristo Dios para que sólo a Él agrade.»
—Es bonito, pero creí que lo habías inventado tú.
Fray José Antonio entrecerró los ojos para pensar muy de prisa que él haría cosas mejores, que él escribiría himnos a cuyo lado el de Jacopone de Todi quedaría eclipsado. Acarició la pluma con delectación mórbida. Él no odiaba en absoluto al fraile franciscano, pero Dios le daría luces para escribir cosas hermosísimas sobre la Virgen, madre de todos los hombres, amiga y cuidadora de los veintiséis profesos de una oscura ciudad sumida en el último calor de setiembre y de todos los demás que a Ella quisieran acercarse. Él no sentía otro orgullo que el de haber acertado, el de haber escogido el buen camino por donde uno puede andar seguro, sin temor a la noche y a los árboles. Un azar, la gracia de Dios, le habían puesto en este estrecho y difícil camino, para el que los pies de los hombres eran excesivamente débiles, excesivamente frágiles. Pero fray José Antonio no creía en esta dificultad. Nunca se sintió cansado, nunca tuvo dudas, nunca le fue preciso luchar demasiado con el demonio y consigo mismo. El mundo no se veía. El mismo P. Maestro, por lo demás tan exigente, le había pronosticado una vocación dura y limpia, inagotable. Alguna oscura predestinación le había llevado hasta allí, ante unas pobres gambas muertas junto a pedazos de jamón, y le llevaría mucho más lejos aún, donde no hubiera gente sentada en la terraza del bar, ni panaderos blasfemos ni niños que gritan.
El padre de José Antonio comía con los ojos fijos en el televisor, mientras él soñaba sobre una pluma negra de escaso valor y su madre intentaba mirarle más allá de las pupilas. El fraile había visto muy pocas veces la televisión y quedó admirado al fijarse en las cosas raras que allí sucedían. Cuando los muñecos animados se ocultaron detrás de una enorme botella de coñac y ésta desapareció para dar lugar a que una muchacha cantara y bailara de manera extraña, José Antonio bajó los ojos hacia la salsa amarillenta que envolvía los pedazos de ternera. Comió sin prestar mucha atención a los manjares.
El padre seguía las evoluciones insólitas de la muchacha y llevaba el ritmo de la música golpeando el tenedor sobre el plato. Su mujer y su hijo estaban nerviosos. Y estuvieron nerviosos toda la tarde, porque el padre quería ir al cine o ir a algún sitio y madre e hijo deseaban pasear junto al río, en las afueras, donde había un pedazo de muralla romana de mucho valor histórico, según se decía, donde cantaban los pájaros y el sol se veía venir desde lejos, en un largo beso. Y donde no había hombres en los bares, ni mujeres con la falda sobre la rodilla, y taxistas y curiosos. Y donde no había niños.
Todo esto cansó al padre y decidió que debían partir en el tren de las ocho y cuarto, en vez de en el de medianoche. El padre explicó que sólo le habían dado un día de permiso en la oficina y no era cosa de pasar la noche viajando e ir a trabajar a las nueve. Además, ya habían visto que él estaba bien —que era lo importante— y contento y podían marcharse tranquilos.
—Nosotros debemos entrar antes de las nueve y media, para la cena en comunidad y las Completas —dijo José Antonio.
La madre lloró en la despedida. El hijo se sentía molesto y deseaba terminar cuanto antes. Salió de casa seis años hacía; había regresado quince días cada dos veranos, apenas conocía a aquellas dos personas que estaban a su lado y le daban consejos incoherentes. Y él pensó que no había salido de casa seis años atrás, sino que nunca había estado en ella. Le parecía sentir que toda su vida había transcurrido bajo el cobijo directo de los admirables techos de Dios.
Su madre intentó apretarle entre sus brazos, a la puerta del convento, y juntar su boca a la mejilla consagrada, pero fray Antonio tuvo vergüenza y un poco de asco al sentir las miradas de los demás y el aliento cálido y roto de aquella mujer pequeña, delgada, desconocida. La besó en la frente y estrechó la mano de su padre. Ellos quedaron mirando su andar erecto, ascético, su cabeza tan bien formada, las orejas pequeñas, los pliegues sin gracia de la tela del hábito, el polvo que sus zapatos levantaban a las primeras sombras del crepúsculo, la gran puerta ojival que se abría a negros claustros y noches negras y misterios difíciles de entender por aquellos dos seres cansados y algo tristes. La hermosa cabeza luchó un momento contra el aire sombrío y luego se fundió en él, y la cabeza dejó de existir para los dos seres cansados y algo tristes.