¡VAMOS!

El P. Superior era la antítesis del P. Maestro. Era gordo, sonriente, llevaba gafas y, a veces, cuando hablaba, hacía circunferencias aéreas con los pulgares de las manos, mientras mantenía éstas semicruzadas sobre el vientre. Pero en las ocasiones solemnes se guardaba muy bien de semejantes libertades. En las ocasiones solemnes sabía ponerse solemne y en su lugar. Cuando los novicios se colocaron en semicírculo alrededor del altar mayor, él subió con cierta pompa las escaleras y fue a sentarse ostentosamente en un amplio sillón tapizado de rojo. Se santiguó lentamente y comenzó a hablar.

Detrás de los veintiséis muchachos había una multitud ansiosa. Gente de la ciudad, gente piadosa y habitual en la iglesia, y los familiares de los novicios: hombres de campo y hombres de ciudad y militares y hombres de aspecto rico y de aspecto pobre y orgullosos y asustados; mujeres llorando silenciosa o abiertamente; jóvenes dignos y serios. Había niños también.

A ellos se les veía de espalda, inmóviles, con la cabeza inclinada. Y sobre cada cabeza se posaban los ojos de una madre o de una mujer curiosa o de un hombre que había entrado allí a confesarse y se encontraba con una ceremonia insólita. Pero a ellos se les veía de espaldas y sólo el P. Superior podría decir si lloraban o sentían emoción o estaban distraídos. Pero eso de fijarse en los novicios era cosa del P. Maestro. El Superior hablaba y hablaba, sin dirigirse concretamente a nadie, adornando su voz aguda con gestos de cabeza o de manos, anchos, paternales.

Y, de repente, cesó de hablar, de manera que cualquiera pudiera sobresaltarse. Miró a su alrededor; el sacristán depositó un libro negro sobre sus manos y se retiró con grandes muecas de devoción y acatamiento. El Superior miró otra vez a su alrededor, hizo un ademán que significaba algo como «¡vamos!» y esperó, sentado, la mirada perdida en la multitud, insensible, estático, inhumano.

El novicio mayor se acercó, se arrodilló ante sus piernas, leyó con voz fuerte un texto latino y tornó a su sitio ruborizado e indeciso. Luego el segundo. Y luego el tercero. Y luego el cuarto: Fray José Antonio Fernández, quien prometió a Dios pobreza, castidad y obediencia durante tres años, quien invocó a Dios, a la Virgen y al Santo Patrono como testigos y protectores, quien se equivocó tontamente cuando estaba a punto de terminar y toda la multitud de hombres, de mujeres, de frailes y de ángeles pudieron ver sus orejas enrojecidas. José Antonio regresó a su puesto, y luego se acercó al Superior el quinto y el sexto y el séptimo.

Cuando los veintiséis terminaron de leer el texto latino, de prometer pobreza, castidad y obediencia, los cuatro mayores colocaron cariñosamente sobre sus hombros una imagen de la Virgen de Fátima y se hizo una procesión en el interior de la iglesia, con gentes que decían: «Mira, es ése», y con cantos y niños que lloraban y el ruido de un panadero que en la calle gritaba blasfemias a su caballo.

Los novicios volvieron a colocarse en sus puestos. José Antonio se palpó disimuladamente el hombro, pues la imagen era pesada con sus flores y sus lucecitas de colores y el gran manto que la nueva promoción le regalaba. Y el Superior se levantó, dio una palmada, hizo una genuflexión y se retiró a la sacristía.