Media hora después, Alma empezó a hablar. Estábamos a once mil metros de altura, sobrevolando alguna región desconocida de Pensilvania u Ohio, y siguió hablando sin parar hasta Albuquerque. Hubo una breve pausa cuando aterrizamos, y luego la historia prosiguió después de que subiéramos a su coche para emprender las dos horas y media de viaje que nos separaba de Tierra del Sueño.
Atravesamos el desierto por una serie de carreteras generales mientras la tarde daba paso al crepúsculo y luego al anochecer. Según recuerdo, no concluyó su relato hasta que llegamos a la verja del rancho; e incluso entonces no había acabado del todo. Estuvo hablando durante casi siete horas, pero no había habido tiempo para contarlo todo.
Al principio no hacía más que saltar de una cosa a otra, yendo y viniendo entre el pasado y el presente, y tardé un tiempo en orientarme y establecer la cronología de los acontecimientos. Todo estaba en su libro, afirmó, todos los nombres y las fechas, todos los hechos esenciales, y no había necesidad de volver sobre los detalles de la vida de Hector antes de su desaparición; no en aquella tarde del avión, en todo caso, no cuando tenía la oportunidad de leer el libro por mí mismo en los días y semanas siguientes. Lo importante era lo que había marcado el destino de Hector como hombre oculto, los años que había pasado en el desierto escribiendo y dirigiendo películas que nunca se habían mostrado al público. Esas películas eran el motivo de que yo estuviese ahora viajando con ella a Nuevo México, y por interesante que quizá hubiera sido saber que el nombre de pila de Hector era Chaim Mandelbaum —y que había nacido en un vapor holandés en pleno Atlántico—, no constituía un dato de verdadera importancia. Daba lo mismo que su madre muriese cuando él tenía doce años y que a su padre, ebanista desinteresado de la política, casi lo matara de una paliza una turba antibolchevique y antisemita en la Semana Trágica de Buenos Aires de 1919. Eso produjo la marcha de Hector a Estados Unidos, pero su padre ya llevaba algún tiempo instándole a que emigrara, y la crisis de Argentina simplemente aceleró la decisión. No tenía sentido enumerar las dos docenas de empleos que tuvo tras llegar a Nueva York, y aún menos hablar de lo que le ocurrió cuando llegó a Hollywood en 1925. Yo sabía bastante sobre sus primeros trabajos de figurante, constructor de decorados y a veces intérprete de pequeños papeles en montones de películas perdidas y olvidadas para que volviéramos a detenernos en ello. Su experiencia en la industria cinematográfica había terminado amargándole, afirmó Alma, pero aún no estaba dispuesto a renunciar, y hasta la noche del catorce de enero de 1929, lo último que se le podría haber pasado por la cabeza era que alguna vez tendría que marcharse de California.
Un año antes de su desaparición, Brigid O’Fallon le hizo una entrevista para Photoplay. La periodista llegó a casa de Hector en North Orange Drive un domingo a las tres de la tarde, y a las cinco estaban los dos tirados por el suelo, rodando sobre la alfombra y buscándose mutuamente los pliegues y recovecos del cuerpo. Hector tenía tendencia a comportarse así con las mujeres, aseguró Alma, y aquélla no era la primera vez que ponía sus dotes de seducción al servicio de una rápida y decisiva conquista. O’Fallon, una brillante católica de Spokane recién licenciada en Smith, emigrada al Oeste para hacer carrera en el periodismo, sólo tenía veintitrés años. Daba la casualidad de que Alma también se había licenciado en Smith, y gracias a sus amistades de allí consiguió un ejemplar del anuario de 1926. La foto de O’Fallon no llamaba mucho la atención. Ojos un poco juntos, observó Alma, barbilla demasiado ancha y un pelo a lo paje que no le favorecía en nada. Pero tenía algo efervescente, una chispa de malicia o humor acechando en la mirada, un vivo impulso interior. En una fotografía de una representación de La tempestad, puesta en escena por el teatro universitario, aparecía O’Fallon caracterizada de Miranda con una leve túnica blanca y una sola flor blanca en el pelo, y Alma afirmó que estaba encantadora en aquella pose, pequeña y menuda, chispeante de vida y energía: la boca abierta, un brazo extendido hacia delante, declamando unos versos. Como periodista, O’Fallon escribía en el estilo de la época. Sus frases eran mordaces e incisivas, y poseía un don para salpicar sus artículos de ingeniosos apartes y sutiles juegos de palabras que contribuyeron a su rápido ascenso en las filas de la revista. El artículo sobre Hector era una excepción, mucho más serio y con mayor admiración hacia el sujeto de la entrevista que cualquier otro reportaje suyo que Alma hubiera leído.
En cuanto al marcado acento extranjero, sin embargo, no era más que una leve exageración. O’Fallon cargó un poco las tintas para conseguir un efecto cómico, pero así era esencialmente como Hector hablaba en aquella época.
Su inglés fue mejorando con el tiempo, pero en las años veinte aún parecía que acababa de bajarse del barco. Por mucho que hubiera empezado en Hollywood con buen pie, la víspera de su llegada no era sino un extranjero más, perplejo, parado en el muelle, con todo lo que poseía en el mundo metido en una maleta de cartón.
En los meses siguientes a la entrevista, Hector siguió retozando con toda una serie de actrices jóvenes y guapas.
Le gustaba que lo vieran en público junto a ellas, le encantaba irse a la cama con ellas, pero ninguna de aquellas aventuras duraba mucho. O’Fallon era más inteligente que las demás mujeres que conocía, y cuando Hector se cansaba de su último juguete, invariablemente llamaba a Brigid para decirle que quería volver a verla. Entre principios de febrero y últimos de junio, fue a su apartamento un promedio de una o dos veces por semana, y hacia la mitad de ese periodo, durante la mayor parte de abril y mayo, pasaba a su lado al menos una noche de cada tres.
No cabía duda de que se había encariñado con ella. A medida que pasaban los meses, se fue creando entre ellos una confortable intimidad, pero mientras Brigid, menos experimentada, tomaba aquello como una muestra de amor eterno, Hector nunca se engañó a sí mismo pensando que eran algo más que buenos amigos. La veía como su compañera, como su pareja sexual, como su aliada fiel, pero eso no suponía que tuviese intención de proponerle matrimonio.
Ella era periodista, y debía saber lo que hacía Hector las noches que no dormía en su cama. No tenía más que abrir los periódicos de la mañana para seguir sus hazañas, para que le saltaran a la vista las insinuaciones sobre sus últimos escarceos y enamoramientos. Aunque la mayoría de las historias que leía acerca de él eran falsas, había pruebas más que suficientes para suscitar sus celos. Pero Brigid no era celosa; o al menos no lo demostraba. Cada vez que Hector la llamaba, lo recibía con los brazos abiertos. Ella nunca mencionaba a las otras mujeres, y como no lo acusaba ni le hacía reproche alguno ni le pedía que cambiara de vida, el cariño que Hector sentía por ella no hacía sino aumentar. Ése era el plan de Brigid. Le había entregado su corazón, y antes que obligarlo a tomar una decisión prematura sobre su vida en común, decidió ser paciente. Tarde o temprano, Hector dejaría de andar saliendo por ahí. Algún día perdería el interés por correr frenéticamente detrás de las faldas. Se aburriría, se olvidaría de todo aquello, vería la luz. Y entonces ella estaría allí, para él.
Eso tramaba la lúcida e ingeniosa Brigid O’Fallon, y durante una temporada pareció que acabaría atrapando a su hombre. Envuelto en sus diversas disputas con Hunt, luchando contra la fatiga y la tensión de tener que realizar una nueva película cada mes, Hector se sentía cada vez menos inclinado a desperdiciar la noche en clubs de jazz y bares clandestinos, a malgastar sus fuerzas en seducciones inútiles. El apartamento de O’Fallon se convirtió en un refugio para él, y las apacibles noches que allí pasaban juntos le ayudaban a mantener en equilibrio la cabeza y la entrepierna. Brigid poseía un agudo sentido crítico, y como entendía más que él sobre la industria cinematográfica, Hector respetaba mucho sus opiniones. Fue ella, en realidad, quien sugirió la prueba para que Dolores Saint John hiciera el papel de hija del sheriff en El utilero, su siguiente comedia. Brigid llevaba unos meses estudiando la carrera de Saint John, y en su opinión aquella actriz de veintiún años tenía posibilidades de convertirse en algo grande, otra Mabel Normand o Gloria Swanson, otra Norma Talmadge.
Hector siguió su consejo. Cuando Saint John entró en su despacho tres días después, ya había visto un par de películas suyas y estaba decidido a ofrecerle el papel. Brigid tenía razón en cuanto a las dotes interpretativas de Saint John, pero nada de lo que ella había dicho ni de lo que él había visto en el trabajo de la actriz le había preparado para el irresistible efecto que le causó su presencia. Una cosa era ver la actuación de alguien en una película muda, y otra muy distinta estrechar la mano de esa persona y mirarla a los ojos. Otras actrices quizá resultaban más impresionantes en el celuloide, pero en la vida real de sonido y color, en el mundo de carne y hueso, de tres dimensiones, de cinco sentidos, cuatro elementos y dos sexos nunca había conocido a una criatura como aquélla. No era que Saint John fuese más bella que otras mujeres, ni tampoco que dijera nada excepcional en los veinticinco minutos que estuvieron juntos aquella tarde. Para ser enteramente francos, parecía un poco sosa, de una inteligencia no superior a la media, pero tenía cierto aire salvaje, una energía animal que discurría bajo su piel e irradiaba de sus gestos, y a Hector le resultaba imposible dejar de mirarla. Los ojos que le devolvían la mirada eran del más pálido azul siberiano. Tenía la piel muy blanca, y sus cabellos pelirrojos tenían un matiz oscuro, tirando a caoba. A diferencia de la mayoría de las norteamericanas de junio de 1928, llevaba el pelo largo, en una melena que le caía hasta los hombros. Hablaron durante un rato sobre nada en particular. Luego, sin preámbulo alguno, Hector le dijo que el papel era suyo si lo quería, y ella aceptó. Nunca había trabajado en una comedia burlesca, le dijo, y aquel desafío le hacía mucha ilusión. Luego se levantó de la silla, le estrechó la mano y salió del despacho. Diez minutos después, con la cabeza aún llena de la ardiente imagen de su rostro, Hector decidió que Dolores Saint John era la mujer con la que iba a casarse. Era la mujer de su vida, y si al final resultaba que no le quería, entonces no se casaría con nadie.
Desempeñó hábilmente su papel en El utilero, haciendo todo lo que Hector le indicaba e incluso contribuyendo con algunas florituras de su parte, pero cuando él trató de contratarla para su siguiente película, ella puso ciertos reparos. Le habían ofrecido el papel principal en una película de Allan Dwan, y la oportunidad era sencillamente demasiado grande para que pudiera rechazarla.
Hector, que supuestamente tenía un toque mágico con las mujeres, no llegaba a parte alguna con ella. No encontraba palabras para decir lo que sentía en inglés, y siempre que estaba a punto de declararle sus intenciones, se volvía atrás en el último momento. Temía asustarla si se expresaba mal, destruyendo sus posibilidades para siempre.
Mientras, seguía pasando varias noches a la semana en el apartamento de Brigid, y como nunca le había hecho promesas, como era libre de amar a quien le diera la gana, no le dijo nada acerca de Saint John. Cuando se acabó el rodaje de El utilero a finales de junio, Saint John fue a rodar exteriores en los montes Tehachapi. Trabajó cuatro semanas en la película de Dwan, y en ese tiempo Hector le escribió sesenta y siete cartas. Lo que había sido incapaz de decirle en persona, encontró al fin el valor de expresarlo por escrito. Se lo repitió una y otra vez, y aun cuando se lo decía de manera diferente cada vez que le escribía, el mensaje era siempre el mismo. Al principio, Saint John se quedó perpleja. Luego se sintió halagada. Después empezó a esperar las cartas con impaciencia, y al final comprendió que no podía vivir sin ellas. Cuando volvió a Los Ángeles a principios de agosto, le dijo a Hector que la respuesta era sí. Sí, le quería. Sí, se convertiría en su mujer.
No fijaron fecha para la boda, pero hablaron de enero o febrero: tiempo suficiente para que Hector cumpliera el contrato con Hunt y pensara en lo que haría después. Había llegado el momento de hablar con Brigid, pero siempre terminaba aplazándolo, nunca llegaba a decidirse del todo. Se quedaba trabajando hasta muy tarde con Blaustein y Murphy, le decía, estaba en la sala de montaje, iba a localizar exteriores, no se encontraba muy bien. Entre principios de agosto y mediados de octubre, inventó docenas de excusas para no verla, pero seguía sin decidirse a romper del todo con ella. Incluso en lo más álgido de su encaprichamiento con Saint John, siguió visitando a Brigid una o dos veces por semana, y cuando cruzaba el umbral del apartamento, volvía a sumirse en los cómodos hábitos de siempre. Bien podría acusársele de cobardía, desde luego, pero también podía afirmarse con la misma facilidad que era una persona que se encontraba en un conflicto. Quizá se estaba pensando mejor lo de casarse con Saint John. A lo mejor no estaba dispuesto a renunciar a O’Fallon. Tal vez se sentía desgarrado entre las dos mujeres y creía necesitar a ambas. El sentimiento de culpa puede hacer que alguien obre en contra de sus intereses, pero el deseo también puede conducir a lo mismo, y cuando la culpa y el deseo se mezclan a partes iguales en el corazón de un hombre, puede que ese hombre empiece a comportarse de manera extraña.
O’Fallon no sospechaba nada. En septiembre, cuando Hector contrató a Saint John para que desempeñara el papel de su mujer en Don Nadie, le felicitó por la inteligencia de su elección. Incluso cuando se filtraron rumores desde el estudio sobre la especial intimidad que existía entre Hector y su protagonista femenina, Brigid no se alarmó de manera indebida. A Hector le gustaba coquetear.
Siempre se encaprichaba de las actrices con quienes trabajaba, pero una vez que el rodaje terminaba y todo el mundo se iba a casa, se olvidaba rápidamente de ellas. En este caso, sin embargo, las historias persistían. Hector ya había pasado a Doble o nada, su última película para Kaleidoscope, y Gordon Fly murmuraba en su columna que estaban a punto de sonar campanas de boda para cierta sirena de larga melena y su cómico y mostachudo galán. Estaban entonces a mediados de octubre, y O’Fallon, que hacía cinco o seis días que no veía a Hector, llamó a la sala de montaje y le pidió que fuese a su apartamento aquella misma noche. Nunca le había pedido nada por el estilo, de manera que él canceló sus planes de cenar con Dolores y, en cambio, fue a casa de Brigid. Y allí, enfrentado a la cuestión cuya respuesta había aplazado a lo largo de los dos últimos meses, acabó diciéndole la verdad.
Hector confiaba en algo decisivo, un estallido de furia femenina que le enviara trastabillando a la calle y terminara de una vez para siempre con la historia, pero cuando le confesó la noticia Brigid se limitó a mirarlo, respiró hondo y le dijo que era imposible que estuviese enamorado de Saint John. Era imposible porque la quería a ella.
Sí, convino Hector, la quería y nunca dejaría de quererla, pero el caso era que iba a casarse con Saint John. Brigid rompió a llorar entonces, pero siguió sin acusarlo de traición, no mencionó sus propias virtudes ni gritó encolerizada por la horrible manera en que la había engañado. Se engañaba a sí mismo, además, y cuando comprendiera que nadie le querría jamás como ella, volvería otra vez.
Dolores Saint John era un objeto, afirmó, no una persona. Era un objeto luminoso y embriagador, pero bajo la piel era grosera, superficial y estúpida, y no merecía ser su esposa. Hector habría debido replicar en aquel momento.
La ocasión le exigía lanzar alguna observación hiriente y brutal que destruyera para siempre las esperanzas de Brigid, pero el dolor y la devoción de aquella mujer eran emociones demasiado intensas para él, y al verla hablar con aquellas frases breves y entrecortadas, fue incapaz de hacer algo así. Tienes razón, contestó. Probablemente no durará más de un año o dos. Pero tengo que pasar por ello. Tiene que ser mía, y después todo se arreglará por sí solo.
Acabó pasando la noche en el apartamento de Brigid.
No porque pensara que les serviría de algo, sino porque ella le rogó que se quedara por última vez, y fue incapaz de negárselo. A la mañana siguiente, él se marchó sigilosamente antes de que ella despertara y, desde aquel mismo momento, las cosas empezaron a cambiar para él. Concluyó su contrato con Hunt, empezó a trabajar con Blaustein en Punto y raya, tomaron forma sus planes de boda.
Al cabo de dos meses y medio, seguía sin tener noticias de Brigid. Encontraba su silencio un tanto molesto, pero lo cierto era que estaba demasiado preocupado con Saint John como para pensar demasiado en el asunto. Si Brigid había desaparecido, sólo podía ser porque era una persona de palabra y demasiado orgullosa para interponerse en su camino. En el momento en que le declaró sus intenciones, ella se había alejado para dejarle que se hundiera o saliera a flote por sí solo. Si salía a flote, probablemente no volvería a verlo más. Si se hundía, quizá apareciese en el último momento para intentar sacarlo del agua.
Hector debió de sentir menos cargo de conciencia al pensar así de O’Fallon, tomándola por una especie de ser superior que no sentía dolor alguno cuando le clavaban puñales en el cuerpo, que no sangraba cuando la herían.
Pero a falta de hechos comprobables, ¿por qué no acomodar la realidad con el deseo? Quería creer que le iban bien las cosas, que seguía valerosamente con su vida. Se dio cuenta de que sus artículos habían dejado de aparecer en Photoplay, pero eso probablemente quería decir que se había ido de la ciudad o tenía trabajo en otra parte, y de momento se negó a investigar posibilidades más sombrías.
No fue hasta que ella emergió de nuevo a la superficie (echándole una carta por debajo de la puerta en Nochevieja) cuando comprendió lo horriblemente que se había equivocado. En octubre, dos semanas después de que la abandonara, se había cortado las venas en la bañera. Si no hubiera sido porque el agua se filtró al apartamento de abajo, su casera no habría abierto la puerta, y no habrían encontrado a Brigid hasta que hubiera sido demasiado tarde. La llevaron en ambulancia al hospital. Se recuperó al cabo de dos días, pero mentalmente estaba deshecha, le escribía, lloraba a cada momento y manifestaba un comportamiento tan incoherente, que los médicos decidieron mantenerla en observación. Lo que condujo a una estancia de dos meses en un pabellón psiquiátrico. Estaba dispuesta a pasar allí el resto de su existencia, pero sólo porque ahora su único propósito en la vida era encontrar la forma de suicidarse, y daba igual el sitio donde la pusieran. Entonces, justo cuando se disponía a hacer un nuevo intento, ocurrió un milagro. O mejor dicho, descubrió que ya había ocurrido un milagro y que hacía dos meses que vivía bajo su influjo. Cuando los médicos le confirmaron que se trataba de un hecho real y no de un producto de su imaginación, ya no deseó morir. Había perdido la fe años atrás, continuaba. No se confesaba desde el instituto, pero cuando la enfermera llegó aquella mañana para darle los resultados del análisis, sintió como si Dios hubiese puesto su boca sobre la suya y le hubiera insuflado de nuevo la vida. Estaba embarazada. Había ocurrido en el otoño, la última noche que pasaron juntos, y ahora llevaba el hijo de Hector en las entrañas.
Cuando le dieron el alta del hospital, dejó el apartamento. Tenía ahorrado algo de dinero, pero no lo suficiente para seguir pagando el alquiler sin volver al trabajo; y eso era imposible, porque ya había renunciado a su empleo en la revista. Encontró una habitación barata por ahí, proseguía la carta, un cuarto con una cama de hierro, un crucifijo de madera en la pared y una colonia de ratones viviendo bajo el entarimado, pero no iba a decirle ni el nombre del hotel ni tampoco el de la ciudad donde se encontraba. Sería inútil que saliera a buscarla. Se había registrado con nombre falso, y trataría de pasar inadvertida hasta que su embarazo estuviera un poco más avanzado, cuando ya no fuera posible que él intentara convencerla para que abortase. Había tomado la decisión de que el niño viviese, y tanto si Hector estaba dispuesto a casarse con ella como si no, estaba resuelta a ser la madre de aquella criatura. Su carta concluía: El destino nos ha reunido, querido mío, y adondequiera que yo vaya, tú siempre estarás conmigo.
Luego, más silencio. Pasaron otras dos semanas y Brigid cumplió su promesa de mantenerse oculta. Hector no mencionó a Saint John la carta de O’Fallon, pero sabía que sus posibilidades de casarse con ella ya eran mínimas.
No podía pensar en su futura vida en común sin pensar también en Brigid, sin atormentarse con imágenes de su ex amante embarazada, encerrada en un hotel de mala muerte en algún barrio ruinoso, hundiéndose lentamente en la locura mientras su hijo iba creciendo en su seno. No quería renunciar a Saint John. No quería renunciar al sueño de acostarse con ella todas las noches y sentir aquel cuerpo suave y eléctrico contra su piel desnuda, pero un hombre ha de ser responsable de sus actos, y si aquel niño debía nacer, no podía sustraerse a su obligación. Hunt se suicidó el once de enero, pero Hector ya no pensaba en Hunt, y cuando oyó la noticia al día siguiente, no sintió nada. El pasado carecía de importancia. Sólo el futuro contaba para él, y el futuro se llenaba súbitamente de interrogantes. Iba a tener que romper su compromiso con Dolores, pero era imposible hacerlo hasta que Brigid volviese a aparecer, y como no sabía dónde encontrarla, no podía hacer nada, no podía moverse del sitio donde el presente le había varado. A medida que pasaba el tiempo, empezó a sentirse como si le hubieran clavado los pies al suelo.
Al anochecer del catorce de enero, a las siete, terminó de trabajar con Blaustein. Saint John le esperaba a las ocho para cenar en su casa de Topanga Canyon. Hector tenía que haber llegado mucho antes, pero por el camino tuvo problemas con el coche y cuando finalmente cambió la rueda de su DeSoto azul, había perdido tres cuartos de hora. De no haber sido por el pinchazo, el acontecimiento que alteró el curso de su existencia nunca se habría producido, porque fue precisamente entonces, en el momento en que se agachaba en la oscuridad justo a la salida de La Cienega Boulevard para levantar con el gato la parte delantera del coche, cuando Brigid O’Fallon llamaba a la puerta de Dolores Saint John, y al terminar Hector su pequeña tarea y volver a sentarse frente al volante, Saint John disparó accidentalmente una bala del calibre treinta y dos en el ojo izquierdo de O’Fallon.
Eso es lo que dijo, en todo caso, y por la perpleja y horrorizada mirada con que lo recibió nada más pasar por la puerta, Hector no vio motivo alguno para dudar de su palabra. No sabía que la pistola estaba cargada, afirmó ella. Se la había dado su agente tres meses atrás, cuando se mudó a aquella casa aislada del valle. Debía servir para protegerla, y cuando Brigid empezó a decir toda clase de tonterías, despotricando sobre el niño de Hector, las muñecas cortadas, los barrotes en las ventanas del manicomio y la sangre de las heridas de Cristo, Dolores se asustó y le pidió que se marchara. Pero Brigid no se iba, y unos momentos después acusó a Dolores de haberle robado a su hombre, amenazándola con absurdos ultimátums y llamándole demonio, furcia asquerosa y puta barata. Sólo seis meses antes, Brigid había sido una amable periodista de Photoplay, de encantadora sonrisa y agudo sentido del humor, pero ahora se había vuelto loca, era peligrosa, iba y venía dando tumbos por el salón, gritando a pleno pulmón, y Dolores ya no la soportaba un momento más. Entonces fue cuando se acordó del revólver. Estaba en el cajón central del escritorio de tapa corrediza, a menos de tres metros de donde ella se encontraba, de manera que dio unos pasos y abrió el cajón del medio. No había pretendido apretar el gatillo. Sólo pensaba que nada más ver el revólver Brigid se asustaría lo suficiente para marcharse.
Pero cuando lo sacó del cajón y levantó el brazo, se le disparó en la mano. No hizo mucho ruido. Sólo un pequeño «pum», dijo Dolores, y entonces Brigid dejó escapar un extraño gruñido y cayó al suelo.
Dolores no quiso pasar con él al salón (Es demasiado horrible, dijo, no puedo mirarla), de modo que fue él solo. Brigid yacía boca abajo en la alfombra, frente al sofá.
Su cuerpo no se había enfriado, y le seguía saliendo sangre de la nuca. Hector le dio la vuelta y cuando le miró la cara destrozada y vio el agujero en el sitio donde había tenido el ojo izquierdo, se le cortó la respiración. No podía mirarla y respirar al mismo tiempo. Para volver a tomar aliento, tuvo que apartar la vista, y, una vez hecho eso, le fue imposible mirarla otra vez. Ya no había nada en ella.
Todo había desaparecido. Y el niño también, muerto y bien muerto en sus entrañas. Finalmente, se puso en pie y fue al pasillo, donde encontró una manta en un armario.
Cuando volvió al salón, la miró por última vez, sintió que le faltaba de nuevo la respiración, abrió la manta y cubrió con ella el menudo y trágico cuerpo.
Su primer impulso fue llamar a la policía, pero Dolores tenía miedo. ¿Qué pensarían de su historia cuando le preguntaran por el revólver, dijo ella, cuando la obligaran a repasar por duodécima vez la inverosímil secuencia de acontecimientos y le hicieran explicar por qué una mujer de veinticuatro años, embarazada, yacía muerta en el salón? Aunque la creyeran, aun cuando estuvieran dispuestos a aceptar que el revólver se le había disparado accidentalmente, el escándalo sería su perdición. Acabaría con su carrera, y con la de Hector también, por añadidura, ¿y por qué había de sufrir por algo que no había sido culpa suya? Tenían que llamar a Reggie, dijo —refiriéndose a Reginald Dawes, su agente, el mismo cretino que le había dado el revólver—, y dejar que él se ocupase del asunto.
Reggie era listo, se sabía todos los trucos. Si se lo contaban, seguro que encontraría un medio de salvarles el pellejo.
Pero Hector sabía que él ya no tenía salvación. Si hablaban, los esperaba el escándalo y la humillación pública; si no decían nada, sería aún peor. Podrían inculparlos de asesinato, y una vez que el asunto fuese a juicio, ni una sola persona en el mundo creería que la muerte de Brigid había sido un accidente. Había que elegir entre dos males.
Era Hector quien decidía. Tenía que resolver por los dos, y no existía una opción buena y otra mala. Olvídate de Reggie, le dijo. Si Dawes se enteraba de lo que había hecho, ella le pertenecería. Se pasaría la vida arrastrándose a sus pies con las rodillas ensangrentadas. No podía haber nadie más. Era o coger el teléfono y llamar a la poli, o no hablar con nadie. Y si decidían esto último, entonces tendrían que ocuparse ellos mismos del cadáver.
Era consciente de que ardería en el infierno por decir aquello, y también de que nunca volvería a ver a Dolores, pero lo dijo de todos modos, y entonces se decidieron y lo hicieron. Ya no era cuestión de lo que estaba bien y mal.
Sino de evitar males mayores dadas las circunstancias, de no destruir otra vida para nada. Cogieron el Chrysler de Dolores y fueron a la montaña, a una hora al norte de Malibú, con el cuerpo de Brigid en el maletero. El cadáver seguía envuelto en la manta, que a su vez habían enrollado en una alfombra, y en el maletero llevaban también una pala. Hector la había encontrado en la cabaña del jardín, detrás de la casa de Dolores, y ésa fue la herramienta que utilizó para cavar la fosa. Al menos le debía eso, pensó. La había traicionado, después de todo, y lo extraordinario era que Dolores siguió teniendo confianza en él. Las historias de Brigid no habían surtido efecto en ella. Las había descartado, calificándolas de delirios, enloquecidas mentiras contadas por una mujer celosa y desquiciada, y aun cuando le hubiesen puesto la prueba justo debajo de su bonita nariz, se habría negado a aceptarlo. Quizá fuese vanidad, desde luego, una vanidad monstruosa que sólo veía del mundo lo que quería ver, pero también podía ser amor verdadero, un amor tan ciego que Hector apenas podía imaginar lo que estaba a punto de perder. Ni que decir tiene que jamás supo lo que era. Cuando volvieron de su escalofriante misión en la montaña, Hector regresó a su casa en su propio coche y no volvió a verla más.
Entonces fue cuando desapareció. Salvo por la ropa con que iba vestido y el dinero que llevaba en la cartera, lo dejó todo y a la mañana siguiente, a las diez, subió a un tren en dirección norte con destino a Seattle. Estaba completamente convencido de que lo atraparían. Una vez denunciada la desaparición de Brigid, no pasaría mucho tiempo sin que alguien estableciese una relación entre ambas ausencias. La policía querría interrogarle, y a partir de ese momento empezarían a buscarlo en serio. Pero Hector se equivocaba en eso, igual que se había equivocado en todo lo demás. El desaparecido era él, y de momento nadie sabía siquiera que Brigid se había ido de la ciudad. Ya no tenía trabajo ni dirección fija, y cuando no volvió a su habitación del Fitzwilliam Arms en el centro de Los Ángeles durante el resto de aquella semana de principios de 1929, el recepcionista hizo que bajaran sus pertenencias al sótano y dio su habitación a otro inquilino. No había nada extraño en eso. La gente desaparecía a todas horas, y no se podía tener una habitación vacía cuando otra persona estaba dispuesta a pagar por ocuparla. Aunque el recepcionista se hubiese preocupado lo suficiente para ponerse en contacto con la policía, los agentes no habrían podido hacer nada de todos modos. Brigid se había registrado con un nombre falso, ¿y cómo podía buscarse alguien que no existía?
Dos meses después, su padre llamó por teléfono desde Spokane y habló con un inspector de Los Ángeles llamado Reynolds, que siguió trabajando en el caso hasta que se jubiló en 1936. Veinticuatro años después, se exhumaron finalmente los restos de la hija del señor O’Fallon.
Una excavadora los desenterró en un solar donde iban a construir una nueva urbanización al pie de los montes Simi. Los enviaron al laboratorio forense de Los Ángeles, pero los papeles de Reynolds se encontraban por entonces en el fondo de un cúmulo de expedientes archivados, y ya no fue posible identificar a la persona a quien habían pertenecido.
Alma sabía lo de los restos porque se había empeñado en descubrirlo. Hector le había dicho dónde estaba la fosa, y cuando visitó la urbanización a principios de los años ochenta, habló con las suficientes personas como para confirmar que la habían encontrado en aquel sitio.
Para entonces, Saint John también llevaba ya mucho tiempo muerta. Tras volver a casa de sus padres en Wichita después de la desaparición de Hector, hizo una declaración a la prensa y se dedicó a llevar una vida retirada. Año y medio después, se casó con un banquero de la localidad llamado George T. Brinkerhoff. Tuvieron dos hijos, Willa y George. En 1934, cuando el mayor de sus hijos aún no había cumplido tres años, Saint John perdió el control del coche una noche de noviembre, cuando volvía a casa bajo una lluvia torrencial. Se estrelló contra un poste de teléfono, y el impacto de la colisión la lanzó a través del parabrisas, que le seccionó la arteria carótida y el cuello. Según el informe policial de la autopsia, murió desangrada sin haber recobrado el conocimiento.
Dos años más tarde, Brinkerhoff volvió a casarse.
Cuando Alma le escribió en 1983 para pedirle una entrevista, su viuda contestó que había muerto de insuficiencia renal el otoño anterior. Los hijos vivían, sin embargo, y Alma habló con los dos; uno estaba en Dallas, Texas, y el otro en Orlando, Florida. Ni uno ni otro aportaron gran cosa. Eran muy jóvenes en la época, dijeron. Conocían a su madre por fotografías, y no guardaban recuerdo alguno de ella.
Cuando Hector llegó a la estación central el quince de enero por la mañana, su bigote ya había desaparecido. Se había disfrazado eliminando su rasgo más reconocible, trasformando su rostro en otro distinto mediante una simple sustracción. Los ojos y las cejas, la frente y el pelo lacio y brillante peinado hacia atrás también habrían sugerido algo a una persona que conociera sus películas, pero no mucho después de comprar el billete, Hector también halló la solución a ese problema. Y al mismo tiempo, añadió Alma, también encontró un nuevo nombre.
No se podía subir al tren de las nueve y veintiuno para Seattle hasta al cabo de una hora. Hector decidió matar el tiempo en la cantina de la estación, tomando un café, pero en cuanto se sentó frente a la barra y empezó a respirar el olor a panceta y huevos friéndose en la plancha se sintió invadido por una oleada de náusea. Acabó en los servicios, encerrado a cuatro patas en uno de los cubículos, vomitando el contenido de su estómago en la taza del retrete. Sus entrañas lo arrojaban todo, en amargos fluidos verdosos y parduzcos coágulos de alimentos sin digerir, una trémula purga de vergüenza, miedo y repulsión, y cuando se le pasó el ataque se dejó caer al suelo y permaneció allí un buen rato, luchando por recobrar el aliento.
Tenía la cabeza apoyada contra la pared del fondo, y desde aquel ángulo se encontraba en posición de ver algo que de otro modo habría escapado a su observación. En el codo de la cañería curva que había justo detrás de la taza del retrete, se habían dejado una gorra. Hector la retiró de su escondite y descubrió que era una gorra de obrero, una sólida y resistente prenda de lana con una visera corta en la parte delantera: no muy diferente de la que él había llevado una vez, en su época de recién llegado a Estados Unidos. La volvió del revés para ver si había algo dentro, si no estaba demasiado sucia ni olía demasiado mal para ponérsela. Entonces fue cuando vio el nombre del dueño escrito con tinta en la parte de atrás, en la banda de cuero del interior: Herman Loesser. Le pareció un buen nombre, quizá incluso excelente, y en todo caso un nombre no peor que cualquier otro. ¿Acaso no era él Herr Mann? Si decidía llamarse Herman, podía cambiar de identidad sin renunciar enteramente a ser quien era. Eso era lo importante: liberarse de sí mismo para los demás, pero tampoco olvidarse de quién era. No porque quisiera recordarlo, sino precisamente porque no quería.
Herman Loesser. Unos lo pronunciarían Lesser (menor) y otros dirían Loser (perdedor). En cualquier caso, Hector pensó que había encontrado el nombre que merecía.
La gorra le quedaba bastante bien. Ni muy suelta ni demasiado ajustada, y cedía lo suficiente para que pudiera echarse la visera sobre la frente y disimular el sesgo característico de sus cejas, ensombreciendo la intensa claridad de su mirada. Tras la sustracción, por tanto, una adición.
Hector menos el bigote, y Hector más la gorra. Ambas operaciones le anulaban, y cuando aquella mañana salió de los servicios se parecía a un hombre cualquiera, nadie en particular, el vivo retrato de Don Nadie.
Vivió seis meses en Seattle, pasó un año en Portland y luego volvió al norte de Washington, donde permaneció hasta la primavera de 1931. Al principio, sólo le movía el terror. Hector creía que le iba la vida en aquella huida, y en la época inmediatamente posterior a su desaparición sus ambiciones no eran muy distintas de las de cualquier delincuente: si eludía su captura veinticuatro horas más, daba la jornada por bien empleada. Por la mañana y por la tarde leía lo que decían de él los periódicos, siguiendo la evolución del asunto para ver si estaban sobre su pista.
Lo que escribían le dejaba perplejo, le asombraban los escasos esfuerzos que habían hecho por conocerle. Hunt era un personaje de mínima importancia, y sin embargo todos los artículos empezaban y terminaban con él: manipulaciones bursátiles, inversiones ficticias, los negocios de Hollywood en todo su corrompido esplendor. Nunca mencionaban el nombre de Brigid, y mientras no volvió a Kansas nadie se había preocupado de hablar con Dolores.
Día tras día menguaba la tensión, y al cabo de cuatro semanas sin avances la prensa hablaba cada vez menos del asunto y su pánico empezó a calmarse. Nadie sospechaba de él. Podría haber vuelto a su casa si hubiera querido.
Con sólo coger un tren para Los Ángeles, habría reanudado su vida exactamente donde la había dejado.
Pero Hector no fue a parte alguna. No había nada que le apeteciera más que estar en su casa de North Orange Drive, sentado con Blaustein en el porche, bebiendo té con hielo y dando los últimos toques a Punto y raya. Hacer cine era como vivir en un delirio. Era el trabajo más duro y exigente que se hubiera inventado jamás, y cuanto más difícil resultaba, más estimulante lo encontraba. Estaba aprendiendo cómo funcionaba todo, dominando poco a poco las sutilezas del oficio, y tenía la certeza de que con algo más de tiempo se le podría haber dado muy bien. Ésa había sido siempre su única ambición: ser uno de los buenos. Sólo eso había deseado, y eso era precisamente lo que ya no se permitiría hacer más. Uno no vuelve loca a una chica inocente, ni la deja embarazada, ni sepulta su cadáver a dos metros y medio bajo tierra para luego seguir su vida como si no hubiera pasado nada. Quien hiciera lo que él había hecho merecía un castigo. Si el mundo no se lo imponía, entonces tendría que hacerlo él mismo.
Alquiló una habitación en una pensión cerca del mercado de Pike Place, y cuando se le acabó finalmente el dinero de la cartera, encontró trabajo en una pescadería de la plaza. Levantándose a las cuatro de la mañana, descargaba camiones entre la niebla que precede al amanecer, levantaba cajas y barriles mientras la humedad de Puget Sound le agarrotaba los dedos y le calaba hasta los huesos. Luego, tras una breve pausa para fumar un cigarrillo, colocaba cangrejos y ostras sobre lechos de hielo picado, antes de que la luz del día diera paso a las ocupaciones repetitivas de la jornada: el ruido metálico de los caparazones al caer en el platillo de la balanza, las bolsas de papel marrón, las ostras que abría con su corta y mortífera cimitarra. Cuando no trabajaba, Herman Loesser leía libros de la biblioteca pública, llevaba un diario y no hablaba con nadie a menos que fuera absolutamente necesario. Su objetivo, explicó Alma, era padecer al máximo todos los rigores que se había impuesto, crearse la mayor incomodidad posible. Cuando el trabajo se le hizo demasiado fácil, se mudó a Portland, donde encontró trabajo de vigilante nocturno en una fábrica de barriles. Tras el clamor del mercado cubierto, el silencio de sus pensamientos. Sus decisiones no seguían pauta alguna, observó Alma. Su penitencia era una obra en continuo desarrollo, y los castigos que se imponía a sí mismo cambiaban en función de lo que en un momento dado considerase como sus mayores carencias. Ansiaba compañía, deseaba estar de nuevo con una mujer, quería cuerpos y voces a su alrededor, y por eso se amurallaba en aquella fábrica vacía, esforzándose por aprender los aspectos más sutiles de la abnegación.
La Bolsa se hundió mientras él estaba en Portland, y cuando la Compañía de Barriles Comstock fue a la quiebra a mediados de 1930, Hector se encontró sin trabajo.
Por entonces había leído de cabo a rabo varios centenares de libros, comenzando por las novelas clásicas del siglo XIX de las que siempre hablaba todo el mundo pero que él nunca se había molestado en leer (Dickens, Flaubert, Stendhal, Tolstoi), y luego, cuando creyó que había adquirido práctica, empezando otra vez desde cero con idea de instruirse de manera sistemática. Hector no sabía casi nada. A los dieciséis años dejó el colegio y nadie se había preocupado nunca de decirle que Sócrates y Sófocles no eran el mismo individuo, que George Eliot era una mujer o que La divina comedia era un poema sobre la otra vida y no una comedia de enredo en la que todos los personajes acaban casándose con la persona que les conviene. Siempre había vivido acuciado por las circunstancias, y nunca había tenido tiempo para preocuparse de esas cosas. Ahora, de pronto, disponía de todo el tiempo del mundo. Encarcelado en su Alcatraz particular, pasó sus años de cautividad adquiriendo un nuevo lenguaje para meditar en las condiciones de su supervivencia, para entender el continuo e implacable dolor de su espíritu.
Según Alma, el rigor de su formación intelectual lo fue transformando poco a poco en una persona diferente.
Aprendió a distanciarse de sí mismo, a considerarse en primer lugar como un hombre entre los hombres, luego como un conjunto aleatorio de partículas de materia, y finalmente como una simple mota de polvo; y cuanto más se alejaba de su punto de partida, afirmó ella, más cerca estaba de la grandeza. Le había enseñado sus diarios de la época, y cincuenta años después de aquellos acontecimientos, Alma pudo asistir directamente a la desesperación de su conciencia. Nunca más perdido que ahora, me recitó ella, evocando un pasaje de memoria, nunca tan solo y tan inquieto; pero nunca tan vivo. Escribió esas palabras menos de una hora después de marcharse de Portland. Luego, casi como una ocurrencia de último momento, volvió a ponerse a escribir, añadiendo un párrafo al final de la página: Ahora sólo hablo con los muertos. Sólo en ellos confío, son los únicos que me comprenden. Como ellos, vivo sin futuro.
Corría el rumor de que había trabajo en Spokane. Al parecer las serrerías buscaban gente, y se decía que contrataban leñadores en algunos campamentos del Este y el Norte. A Hector no le interesaban esos trabajos, pero una tarde, poco después del cierre de la fábrica de barriles, oyó hablar a dos tipos sobre las oportunidades que se presentaban allá arriba y se le ocurrió una idea, y una vez que le empezó a dar vueltas a la cabeza, ya no pudo resistirlo.
Brigid se había criado en Spokane. Su madre había muerto, pero su padre aún vivía, sin contar con sus dos hermanas pequeñas. De todas las torturas que Hector era capaz de imaginar, de todos los dolores que podía infligirse a sí mismo, ninguno era peor que la idea de ir a la ciudad donde vivía esa familia. Si llegaba a ver al señor O’Fallon y a las dos chicas, sabría cómo eran, y entonces, cada vez que pensara en el daño que les había causado, sus rostros acudirían a su mente. Se merecía ese padecimiento, pensó. Tenía la obligación de integrarlos en la realidad, de hacer que en su memoria fueran tan reales como la propia Brigid.
Conocido aún por el color de pelo de su infancia, Patrick O’Fallon poseía y regentaba una tienda de artículos deportivos llamada El Pelirrojo desde hacía veinte años.
La mañana en que llegó, Hector encontró un hotel barato a dos manzanas al oeste de la estación de ferrocarril, pagó una noche por adelantado y luego salió a buscar la tienda.
Tardó cinco minutos en encontrarla. No había pensado en lo que iba a hacer cuando llegara allí, pero se le ocurrió que lo más prudente sería quedarse fuera y tratar de ver a O’Fallon a través del escaparate. No sabía si Brigid había hablado de él en alguna de las cartas que escribía a su casa. Si así era, la familia sabría que hablaba con un marcado acento español. Pero lo más grave sería que en 1929 habría prestado especial atención a su desaparición, y como ya habían pasado casi dos años de la propia desaparición de Brigid, podrían ser los únicos en todo el país en haber establecido una relación entre ambos casos. No tenía más que entrar en la tienda y abrir la boca. Si O’Fallon conocía la existencia de Hector Mann, lo más probable era que empezara a sospechar al cabo de tres o cuatro frases.
Pero a O’Fallon no se le veía en parte alguna. Con la nariz pegada al cristal, haciendo como que examinaba un juego de palos de golf expuesto en el escaparate, Hector veía con claridad el interior de la tienda, y en la medida en que podía estar seguro desde su ángulo de visión, dentro no había nadie. Ni clientes ni empleados detrás del mostrador. Todavía era temprano —poco más de las diez—, pero el letrero de la puerta decía ABIERTO, y en vez de quedarse en la calle llena de gente y correr el riesgo de llamar la atención, Hector abandonó su plan y decidió entrar. Si descubrían quién era, pensó, ya vería lo que pasaba.
La puerta se abrió con un tintineo y el entarimado crujió bajo sus pies cuando se acercó al mostrador del fondo. El local no era grande, pero los estantes estaban repletos de artículos, y parecía haber todo lo que un deportista pudiera desear: cañas de pescar y carretes, aletas de goma y gafas de agua, escopetas y rifles de caza, raquetas de tenis, guantes de béisbol, balones de fútbol y de baloncesto, hombreras y cascos, zapatos con clavos y botas con tacos, tees de todas clases, juegos de bolos, pesas y pelotas de gimnasia. Dos hileras de columnas regularmente espaciadas a todo lo largo de la tienda sustentaban el techo, y en cada una había una fotografía enmarcada de O’Fallon el Pelirrojo. Se las habían tomado de joven, y todas le mostraban entregado a alguna forma de actividad atlética.
Llevando un equipo de béisbol en una, de fútbol americano en otra, pero la mayoría de las veces corriendo en competiciones con el breve atuendo de un corredor de fondo. En una foto, el cámara lo había inmovilizado en plena zancada, con los pies en el aire, dos metros por delante de su competidor más próximo. En otra, estrechaba la mano a un individuo vestido con frac y sombrero de copa, recibiendo una medalla de bronce en los Juegos Olímpicos de Saint Louis de 1904.
Cuando Hector se acercaba al mostrador, una mujer joven salió de la trastienda, secándose las manos con una toalla. Iba mirando al suelo, con la cabeza inclinada hacia un lado, pero aunque no llegaba a verle la cara, había algo en su forma de andar, en la caída de sus hombros, en la manera de pasarse los dedos por la toalla que le dio la impresión de estar viendo a Brigid. Por espacio de unos segundos, fue como si los últimos diecinueve meses no hubiesen existido. Brigid ya no estaba muerta. Había salido de la fosa, abriéndose paso con las uñas a través de la tierra que él había arrojado con la pala sobre su cuerpo, y allí estaba ahora, intacta y respirando de nuevo, sin el agujero donde había tenido el ojo, trabajando de ayudante en la tienda de su padre en Spokane, Washington.
La mujer siguió andando hacia él, deteniéndose sólo para dejar la toalla sobre una caja de cartón sin abrir, y lo asombroso de lo que ocurrió a continuación fue que incluso cuando ella levantó la cabeza y le miró a los ojos, la ilusión persistió. También tenía la cara de Brigid. Era la misma mandíbula y la misma boca, la misma frente y la misma barbilla. Cuando le sonrió un momento después, vio que también era la misma sonrisa. Sólo cuando estuvo a metro y medio de él empezó a notar alguna diferencia.
Tenía el rostro cubierto de pecas, lo que no podía decirse de Brigid, y los ojos de un verde más oscuro. También los tenía más separados, un poco más retirados del puente de la nariz, y esa minúscula alteración de los rasgos realzaba la armonía general de su rostro, haciéndola un poco más bonita de lo que había sido su hermana. Hector le devolvió la sonrisa, y cuando ella llegó al mostrador y le habló con la voz de Brigid, preguntándole si podía servirle en algo, él ya no tenía la sensación de que estaba a punto de caerse redondo al suelo.
Buscaba al señor O’Fallon, dijo él, y se preguntaba si sería posible hablar con él. No hacía esfuerzo alguno por disimular su acento, pronunciando la palabra señor con una exagerada vibración en la erre, y entonces se inclinó hacia ella, observando su rostro en busca de alguna reacción. Nada ocurrió, o mejor dicho, la conversación prosiguió como si nada hubiera pasado, y en ese momento Hector comprendió que Brigid había mantenido en secreto su relación con él. Se había criado en una familia católica, y debió de mostrarse reacia ante la idea de dejar que su padre y sus hermanas se enterasen de que estaba acostándose con un hombre prometido a otra mujer y de que ese hombre, cuyo pene estaba circunciso, no tenía intención de romper su compromiso para casarse con ella. De ser así, probablemente tampoco se habrían enterado de que estaba embarazada. Ni de que se había cortado las venas en la bañera; ni de que había pasado dos meses en un hospital soñando con formas mejores y más eficaces de suicidarse. Incluso era posible que hubiese dejado de escribirles antes de que Saint John apareciese en escena, cuando aún tenía plena confianza en que todo iba a salir como ella esperaba.
Para entonces los pensamientos de Hector iban a galope tendido, precipitándose en todas direcciones a la vez, y cuando la mujer de detrás del mostrador le dijo que su padre estaba fuera de la ciudad, que se había ido a hacer unas gestiones a California y no vendría hasta la semana siguiente, Hector supo sin ningún género de dudas de qué gestiones se trataba. O’Fallon el Pelirrojo había ido a Los Ángeles a hablar con la policía sobre la desaparición de su hija. A instarles a que hicieran algún avance en una investigación que venía alargándose desde hacía ya demasiados meses, y a decirles que si no estaba satisfecho con sus respuestas, contrataría a un detective privado para que emprendiera la búsqueda desde el principio. A la mierda los gastos, probablemente dijo a su hija antes de marcharse de Spokane. Había que hacer algo antes de que fuese demasiado tarde.
La hija explicó que se ocupaba de la tienda hasta la vuelta de su padre, pero si Hector deseaba dejar su nombre y su número, le daría el recado cuando volviese, el viernes siguiente. No es necesario, repuso Hector, el viernes vendría él personalmente, y entonces, por simple cortesía, o quizá porque quería causarle buena impresión, le preguntó si la habían dejado a ella sola a cargo de todo.
La tienda parecía demasiado grande para que se ocupara de ella una persona sola.
Tenía que haber tres personas, contestó ella, pero el subgerente se había puesto enfermo aquel día y la semana anterior habían despedido al mozo de almacén por robar guantes de béisbol y venderlos a mitad de precio a los chicos de su barrio. Lo cierto era que se sentía un poco perdida, añadió. Hacía siglos que no ayudaba en la tienda, ya no sabía la diferencia entre un putter y una madera, apenas era capaz de utilizar la caja registradora sin equivocarse veinte veces de tecla y liarse en la cuenta.
Era una charla muy agradable, muy abierta. Le hacía partícipe de aquellas confidencias sin pensárselo dos veces, y a medida que proseguía la conversación, Hector se enteró de que había estado fuera los últimos cuatro años, estudiando pedagogía en algún sitio que ella llamaba State y que resultó ser la Universidad del Estado de Washington, en Pullman. Se había licenciado en junio, acababa de volver a casa a vivir con su padre y estaba a punto de empezar su vida profesional como maestra de cuarto curso en el colegio de enseñanza primaria Horace Greeley. Tenía una suerte increíble, le aseguró. Era el mismo colegio al que había asistido de niña, y tanto sus dos hermanas mayores como ella habían tenido a la señorita Neergaard de maestra en cuarto curso. La señorita Neergaard había dado clase allí durante cuarenta y dos años, y le parecía casi un milagro que su antigua maestra se jubilase justo cuando ella empezaba a trabajar. En menos de seis semanas, estaría de pie en la tarima del aula en que se había sentado diariamente cuando era una colegiala de diez años, ¿y no era extraño, concluyó, no era curioso ver las vueltas que daba a veces la vida?
Sí, muy curioso, convino Hector, muy extraño. Ahora sabía que estaba hablando con Nora, la pequeña de las hermanas O’Fallon, y no con Deirdre, la que se había casado a los diecinueve años y vivía en San Francisco. Después de estar tres minutos con ella, Hector decidió que Nora era completamente distinta de su hermana muerta.
Sin duda se parecía a Brigid, pero no tenía nada de esa tensa energía de quien se lo sabe todo, nada de su ambición, nada de su inteligencia rápida y nerviosa. Aquélla era más tierna, más ingenua, estaba más a gusto consigo misma. Recordó que una vez Brigid se había descrito a sí misma como la única de las hermanas O’Fallon con sangre de verdad en las venas. Lo de Deirdre era vinagre, y Nora sólo tenía leche tibia. Ella era quien merecía haberse llamado Brigid, añadió, en honor de Santa Brígida, patrona de Irlanda, porque si había una persona destinada a entregarse a una vida de sacrificio y buenas obras, era su hermana pequeña, Nora.
Una vez más, Hector estuvo a punto de dar media vuelta y marcharse, y de nuevo hubo algo que lo retuvo.
Otra idea se le había metido en la cabeza: un loco impulso, algo tan arriesgado y autodestructivo, que le dejó atónito incluso el mero hecho de haberlo pensado, por no hablar de que creía tener valor para llevarlo a cabo.
Quien nada arriesga, nada gana, dijo a Nora, sonriendo a modo de excusa y encogiéndose de hombros, pero el caso era que había ido allí aquella mañana para pedir trabajo al señor O’Fallon. Se había enterado del asunto con el mozo y se preguntaba si aún estaba libre el puesto.
Qué raro, observó Nora. Sólo hacía unos días que había ocurrido el incidente, y aún no se habían preocupado de poner un anuncio. No pensaban hacerlo hasta que su padre volviera de viaje. Bueno, se corre la voz, aventuró Hector. Sí, será eso, repuso Nora, pero ¿por qué quería ser mozo de almacén, en cualquier caso? Era un trabajo para gente sin formación, para individuos de espalda fuerte, poco cerebro y ninguna ambición; seguro que el podía aspirar a algo más. No necesariamente, afirmó Hector. Eran tiempos difíciles, y cualquier trabajo con el que se ganase dinero era bien recibido en aquellos días.
¿Por qué no le ponía a prueba? Ella estaba sola en la tienda, y era evidente que necesitaba un poco de ayuda. Si estaba contenta de su trabajo, quizá podría recomendarle a su padre. ¿Qué decía señorita O’Fallon? ¿Estaba de acuerdo?
Llevaba en Spokane menos de una hora, y Herman Loesser ya tenía trabajo de nuevo. Nora le estrechó la mano, riendo ante la audacia de su propuesta, y entonces Hector se quitó la chaqueta (la única prenda de ropa decente que poseía) y empezó a trabajar. Se había convertido en una mariposa de luz, y pasó el resto del día revoloteando en torno a la ardiente llama de una vela. Sabía que sus alas podían prenderse en cualquier momento, pero cuanto más cerca estaba de tocar el fuego, más sensación tenía de estar cumpliendo su destino. Como escribió en su diario aquella noche: Si pretendo salvar mi vida, tengo que estar a un paso de destruirla.
Contra toda probabilidad, Hector aguantó casi un año. Al principio de mozo en el almacén de la trastienda, luego de dependiente principal y subgerente, a las órdenes directas del propio O’Fallon. Nora le dijo que su padre tenía cincuenta y tres años, pero cuando se lo presentaron al lunes siguiente, Hector pensó que parecía más viejo; podía tener sesenta años o más, incluso cien. El antiguo atleta ya no era pelirrojo, ni su torso antaño esbelto estaba ya en forma, y cojeaba alguna que otra vez por los efectos de una rodilla artrítica. O’Fallon se presentaba cada mañana en la tienda a las nueve en punto, pero estaba claro que el trabajo no le interesaba, y por lo general volvía a marcharse a las once o las once y media. Si no le molestaba la pierna, cogía el coche, se iba al club de campo y hacía unos cuantos hoyos con dos o tres amigotes suyos. Si no, iba pronto a almorzar y se quedaba un buen rato en el Bluebell Inn, el restaurante que estaba justo en la acera de enfrente, y luego volvía a su casa y pasaba la tarde en su habitación, leyendo los periódicos y bebiendo botellas de Jameson, el whisky irlandés que todos los meses traía de contrabando de Canadá.
Nunca criticaba a Hector ni se quejaba de su trabajo.
Pero tampoco le hacía cumplidos. O’Fallon manifestaba su satisfacción no diciendo nada, y alguna que otra vez, cuando se sentía comunicativo, saludaba a Hector con un minúsculo movimiento de cabeza. Durante varios meses, apenas hubo más contacto entre ellos. Al principio, Hector lo encontró irritante, pero a medida que pasaba el tiempo aprendió a no tomárselo como algo personal. Aquel nombre vivía en un ámbito de muda interioridad, de perpetua resistencia contra el mundo, y era como si se pasara el día flotando sin más objeto que el de consumir las horas lo menos dolorosamente posible. Nunca perdía los estribos, rara vez esbozaba una sonrisa. Era imparcial e indiferente, estaba ausente incluso estando presente, y no mostraba más compasión o simpatía por sí mismo de la que expresaba hacia cualquier otro.
En la misma medida en que O’Fallon se mostraba cerrado y distante, Nora era abierta y sensible. Al fin y al cabo, era ella quien había contratado a Hector, y seguía sintiéndose responsable de él, tratándole alternativamente como su amigo, su protegido y su obra de rehabilitación humana. Cuando su padre volvió de Los Ángeles y el dependiente principal se recuperó de su acceso de herpes, los servicios de Nora dejaron de ser requeridos en la tienda.
Aunque estaba muy ocupada preparándose para el nuevo curso escolar, visitando a antiguas compañeras de clase y haciendo malabarismos con las atenciones de varios jóvenes, durante el resto del verano siempre se las arregló para pasar un momento por la tienda a primera hora de la tarde y ver cómo le iba a Hector. Sólo habían trabajado juntos cuatro días, pero en ese tiempo establecieron la tradición de compartir bocadillos en el almacén durante la media hora de pausa del almuerzo. Ahora ella seguía apareciendo con sus bocadillos de queso, y pasaban media hora hablando de libros. Para Hector, autodidacta en ciernes, era una oportunidad de aprender algo. Para Nora, recién salida de la universidad y dedicada a instruir a los demás, era una ocasión de impartir conocimientos a un alumno inteligente y motivado. Aquel verano, Hector, con bastante dificultad, intentaba leer a Shakespeare y Nora leía las obras con él, ayudándole con las palabras que no entendía, explicándole uno u otro momento histórico o alguna convención teatral, explorando la psicología y las motivaciones de los personajes. En una de las sesiones de la trastienda, tras tropezar en la pronunciación de las palabras Thou ow’st del tercer acto de El rey Lear, le confesó lo mucho que le avergonzaba su acento. Nunca aprendería a hablar bien aquel puñetero idioma, le dijo, y siempre parecía un cretino cuando se expresaba ante personas como ella. Nora se negó a aceptar ese pesimismo. En State había estudiado logopedia como asignatura secundaria, le dijo, y existían soluciones concretas, técnicas y ejercicios prácticos que permitían mejorar. Si estaba dispuesto a enfrentarse al desafío, le prometió que le libraría del acento, que haría desaparecer de su pronunciación hasta el último vestigio de acento español. Hector le recordó que no se encontraba en posición de pagarle las clases. ¿Quién ha dicho algo de dinero?, replicó Nora. Si estaba dispuesto a trabajar, ella le ayudaría con mucho gusto.
En septiembre, cuando empezó el colegio, la nueva maestra de cuarto curso ya no estaba libre a la hora del almuerzo. En cambio, ella y su alumno trabajaban por la noche, reuniéndose los martes y los jueves de siete a nueve en el salón de O’Fallon. Hector pasaba muchos apuros con la i y la e breves, la r semivocal y el sonido ceceante de la th. Vocales mudas, oclusivas interdentales, inflexiones labiales, fricativas, oclusivas palatales, fonemas diversos. La mayor parte del tiempo no entendía nada de lo que explicaba Nora, pero el ejercicio pareció dar resultado. Su lengua empezó a formar sonidos que nunca había producido antes, y finalmente, al cabo de nueve meses de esfuerzos y repetición, había realizado progresos hasta el punto de que cada vez era más difícil adivinar dónde había nacido. No parecía norteamericano, quizá, pero tampoco un inmigrante grosero e inculto. El ir a Spokane quizá fuese uno de los peores errores que Hector cometió en la vida, pero de todas las cosas que le ocurrieron allí, las clases de pronunciación de Nora tuvieron probablemente el efecto más profundo y duradero. Cada palabra que dijo en los cincuenta años siguientes llevaba la impronta de aquellas clases, que permanecieron grabadas en él durante el resto de su vida.
Los martes y los jueves, si no salía a jugar al póquer con unos amigos, O’Fallon solía quedarse en su habitación de arriba. Una noche de primeros de octubre, sonó el teléfono en medio de una clase y Nora fue a cogerlo al vestíbulo. Habló unos momentos con la operadora, y luego, con voz tensa y excitada, llamó a su padre y le dijo que Stegman estaba al teléfono. Llamaba de Los Ángeles, le explicó, y quería hablar a cobro revertido. ¿Debía aceptar la llamada o no? O’Fallon contestó diciendo que bajaba enseguida. Nora cerró las puertas correderas que separaban el salón del vestíbulo para que su padre hablase con más tranquilidad, pero O’Fallon ya estaba un poco ebrio y hablaba en voz lo bastante alta para que Hector distinguiera algunas de las cosas que decía. No todo, pero sí lo suficiente para saber que no eran buenas noticias.
Diez minutos después volvieron a abrirse las puertas correderas y O’Fallon entró en el salón arrastrando los pies. Calzaba unas viejas zapatillas de piel y los tirantes, caídos de los hombros, le colgaban hasta las rodillas. Se había quitado la corbata y el cuello de la camisa, y tenía que agarrarse al borde de la mesa de nogal para no perder el equilibrio. Durante unos minutos, habló directamente con Nora, que estaba sentada junto a Hector en el sofá, en medio de la estancia. A juzgar por la atención que prestaba a Hector, el alumno de su hija bien podría haber sido invisible. No es que O’Fallon no le hiciese caso, ni que hiciera como si no estuviese allí. Sencillamente no se fijaba en su presencia. Y Hector, que comprendía todos los matices de la conversación, no se atrevió a ponerse en pie para marcharse.
Stegman tiraba la toalla, anunció O’Fallon. Llevaba meses trabajando en el caso, y no había descubierto una sola pista prometedora. Se estaba cansando, dijo. Ya no quería cogerle el dinero.
Nora preguntó a su padre cómo había contestado a eso y O’Fallon dijo que le había preguntado por qué demonios había llamado a cobro revertido si le sentaba tan mal coger su dinero. Y luego añadió que hacía fatal su trabajo. Si Stegman no quería seguir con el asunto, buscaría a otro.
No, papá, repuso Nora, te equivocas. Si Stegman no podía encontrarla, eso significaba que nadie más podría hacerlo. Era el mejor detective privado de la Costa Oeste.
Lo había dicho Reynolds, que era una persona en la que se podía confiar.
A la mierda con Reynolds, exclamó O’Fallon. A la mierda con Stegman. Que dijeran lo que se les antojase, coño, que él no iba a rendirse.
Nora sacudió la cabeza de atrás adelante, los ojos llenos de lágrimas. Era hora de afrontar los hechos, afirmó.
Si Brigid estuviera viva en alguna parte, habría escrito una carta. Habría llamado. Les habría hecho saber dónde estaba.
Y unos cojones, replicó O’Fallon. No había escrito una carta en cuatro años. Había roto con la familia, y ése era el hecho que tenían que afrontar.
Con la familia no, dijo Nora. Con él. A ella, Brigid no había dejado de escribirle. Cuando estudiaba en Pullman, recibía una carta cada tres o cuatro semanas.
Pero O’Fallon no quería saber nada de eso. No quería discutir más, y si ella ya no iba a respaldarle, entonces él seguiría solo y ella y sus puñeteras opiniones podían irse a la mierda. Y con esas palabras, O’Fallon se soltó de la mesa, se tambaleó precariamente unos instantes mientras trataba de recobrar el equilibrio, y luego salió de la habitación haciendo eses.
Hector no debía haber presenciado esa escena. Sólo era el mozo de almacén, no un amigo íntimo, y no era asunto suyo escuchar conversaciones privadas entre padre e hija, no tenía derecho a estar sentado en el salón mientras su jefe iba tambaleándose de un sitio a otro, desaliñado, en estado de embriaguez. Si Nora le hubiera pedido que se marchase en aquel momento, el asunto se habría zanjado para siempre. No habría oído lo que había oído, no habría visto lo que había visto, y nunca se habría vuelto a mencionar el tema. Sólo tenía que decirle una frase, ponerle una simple excusa, y él se habría levantado del sofá y habría dado las buenas noches. Pero Nora no poseía el don del disimulo. Aún tenía lágrimas en los ojos cuando O’Fallon salió de la habitación, y ahora que el tema prohibido había salido finalmente a la luz, ¿para qué seguir ocultando las cosas?
Su padre no había sido siempre así, explicó. Cuando sus hermanas y ella eran pequeñas, su padre parecía una persona diferente, y resultaba difícil reconocerle ahora, difícil recordar lo que había sido en aquella época. O’Fallon el Pelirrojo, el Relámpago del Noroeste. Patrick O’Fallon, marido de Mary Day. Papi O’Fallon, emperador de las niñas. Pero pensando en los últimos seis años, añadió Nora, teniendo en cuenta todo lo que había sufrido, quizá no fuese tan extraño que su mejor amigo fuese un tal Jameson: aquel tipo lúgubre y silencioso que vivía con él en el piso de arriba, atrapado en todas aquellas botellas de líquido ambarino. El primer golpe vino con la pérdida de su madre, muerta de cáncer a los cuarenta y cuatro años. Eso ya había sido bastante duro, añadió Nora, pero luego siguieron ocurriendo cosas, una conmoción familiar después de otra, un puñetazo en el estómago y luego otro en la cara, una serie de calamidades que poco a poco le fueron dejando para el arrastre. Menos de un año después del entierro, Deirdre se quedó embarazada, y como no quería casarse a la fuerza con el marido que su padre le había buscado. O’Fallon la echó de casa. Pero con eso también se puso a Brigid en contra, apuntó Nora. Su hermana mayor estaba en el último año en el Smith, justo al otro extremo del país, pero cuando se enteró de lo que había pasado, escribió a su padre y le dijo que no le dirigiría la palabra nunca más si no dejaba que Deirdre volviera a casa. Aquello no le sentó bien a O’Fallon. Estaba pagando los estudios de Brigid, ¿quién se creía que era para decirle lo que debía hacer? Brigid se pagó ella misma el último semestre, y después, cuando se licenció, se fue derecha a California para hacerse escritora. Ni siquiera pasó por Spokane para ir a verlos. Era tan obstinada como su padre, afirmó Nora, y Deirdre era el doble de testaruda que su padre y su hermana juntos. No importaba que Deirdre ya estuviera casada y hubiese dado a luz otro niño. Seguía sin querer hablar con su padre, lo mismo que Brigid. Entretanto, Nora se fue a estudiar a Pullman. Se mantuvo en contacto periódico con sus dos hermanas, pero Brigid era la mejor corresponsal, y raro era el mes que Nora no recibía al menos una carta de ella. Entonces, cuando Nora empezaba el penúltimo año de carrera, Brigid dejó de escribir. Al principio, no parecía un motivo de preocupación, pero al cabo de tres o cuatro meses de prolongado silencio, Nora escribió a Deirdre preguntándole si había tenido noticias de Brigid últimamente. Cuando Deirdre le contestó diciéndole que no sabía nada de ella desde hacía seis meses, Nora empezó a inquietarse. Habló con su padre, y el pobre O’Fallon, desesperado por enmendar las cosas, abatido por los remordimientos de lo que había hecho a sus dos hijas mayores, se puso inmediatamente en contacto con el Departamento de Policía de Los Ángeles. Asignaron el caso a un inspector llamado Reynolds. La investigación se puso rápidamente en marcha, y al cabo de unos días ya se habían establecido varios hechos esenciales: que Brigid había dejado el trabajo en la revista, que había acabado en el hospital después de un intento de suicidio, que estaba embarazada, que se había marchado de su apartamento sin dejar dirección, que efectivamente había desaparecido. Por sombrías que fuesen las noticias, por terrible que fuese pensar en lo que implicaban tales hechos, parecía que Reynolds se encontraba a punto de descubrir lo que le había pasado realmente a su hermana. Entonces, poco a poco, la pista se fue enfriando.
Pasó un mes, pasaron tres meses, después ocho, y Reynolds no tenía nada nuevo de que informar. Hablaron con todos los que la conocían, prosiguió Nora, hicieron todo lo humanamente posible, pero cuando la pista los condujo al Fitzwilliam Arms, tropezaron con un muro. Frustrado por aquella falta de progresos, O’Fallon decidió dar un impulso a las cosas contratando los servicios de un detective privado. Reynolds recomendó a un tal Frank Stegman, y de momento O’Fallon recobró las esperanzas. Sólo vivía para la investigación, explicó Nora, y siempre que Stegman informaba del más mínimo dato nuevo, del más leve indicio de una pista, su padre cogía el primer tren con destino a Los Ángeles, viajando toda la noche si era preciso, para llamar a la puerta del despacho de Stegman a primera hora de la mañana. Pero el detective se había quedado ya sin ideas, y estaba dispuesto a abandonar. Hector ya lo había oído. A eso venía la llamada de teléfono, insistió ella, y nadie podía verdaderamente reprocharle que quisiera dejarlo. Brigid estaba muerta. Ella lo sabía, Reynolds y Stegman lo sabían, pero su padre seguía sin aceptarlo. Se echaba la culpa de todo, y a menos que tuviera algún motivo de esperanza, a menos que pudiera hacerse la ilusión de creer que iban a encontrar a Brigid, no podría ya vivir en paz consigo mismo. Era así de sencillo, concluyó Nora. Se moriría. Sería demasiado dolor para él, y simplemente se vendría abajo y se moriría.
A partir de aquella noche, Nora empezó a contárselo todo. Era natural que quisiera compartir sus problemas con alguien, pero entre toda la gente que había en el mundo, de todos los posibles candidatos entre los que podía haber elegido, Hector fue el que consiguió el puesto.
Se convirtió en el confidente de Nora, en el depositario de la información sobre su propio crimen, y todos los martes y jueves por la noche, sentado junto a ella en el salón hasta que acababa la dura clase, sentía que el cerebro se le desintegraba un poco más en la cabeza. La vida era un sueño febril, descubrió, y la realidad un universo sin fundamento, un mundo hecho de fantasías y alucinaciones, donde todo lo imaginario se hacía real. ¿Sabía él quién era Hector Mann? Una noche, Nora le hizo efectivamente esa pregunta. Stegman había establecido una nueva teoría, anunció, y después de haber abandonado el asunto dos meses antes, el detective había llamado un fin de semana a O’Fallon para pedirle otra oportunidad. Acababa de descubrir que Brigid había escrito un artículo sobre Hector Mann. Once meses después, Mann había desaparecido, y se preguntaba si era simple coincidencia que la desaparición de Brigid se hubiera producido en la misma época. ¿Y si había una relación entre aquellos dos asuntos sin resolver? Stegman no estaba en condiciones de prometer resultados, pero al menos ahora tenía algo para trabajar, y con el permiso de O’Fallon deseaba seguir esa pista. Si podía demostrar que Brigid había seguido viendo a Mann después de escribir el artículo, habría motivos para ser optimista.
No, contestó Hector, nunca había oído hablar de él.
¿Quién era aquel Hector Mann? Nora tampoco sabía mucho acerca de él. Un actor, explicó ella. Había hecho unas comedias mudas algunos años atrás, pero ella no había visto ninguna. En la facultad no había tenido mucho tiempo para ir al cine. No, convino Hector, él tampoco iba muy a menudo. Costaba dinero, y una vez había leído en alguna parte que era malo para los ojos. Nora dijo que se acordaba vagamente del caso, pero que lo había seguido con atención en su momento. Según Stegman, Mann llevaba casi dos años desaparecido. ¿Y por qué se había marchado?, quiso saber Hector. Nadie sabía nada, contestó Nora. Simplemente desapareció un día, y desde entonces no se había vuelto a tener noticias de él. No parecía haber muchas esperanzas, observó Hector. Nadie puede estar escondido durante tanto tiempo. Si no lo han encontrado ya, es que a lo mejor está muerto. Sí, probablemente, convino Nora, y Brigid quizá estuviera muerta también. Pero había rumores, prosiguió ella, y Stegman iba a comprobarlos. ¿Qué tipo de rumores?, preguntó Hector. Que quizá haya vuelto a Sudamérica, contestó Nora. Era de allí. Brasil, Argentina, ya no recordaba de qué país, pero era increíble, ¿verdad? ¿Cómo increíble?, preguntó Hector. Que Hector Mann procediese de la misma parte del mundo que él. ¿Qué había de raro en eso?, preguntó Hector. Se olvidaba de que Sudamérica era muy grande. Había sudamericanos por todas partes. Sí, ya lo sabía, insistió Nora, pero, aun así, ¿no sería increíble que Brigid se hubiera ido allí con él? Sólo con pensarlo se sentía feliz. Dos hermanas, dos sudamericanos. Brigid en un sitio con el suyo, y ella en otro con el suyo.
No habría sido tan terrible si ella no le hubiera gustado tanto, si una parte de él no se hubiera enamorado de ella el primer día que la vio. Hector sabía que le estaba vedada, que incluso contemplar la posibilidad de tocarla habría sido un pecado imperdonable, y sin embargo siguió acudiendo a su casa todos los martes y jueves por la noche, muriendo un poco cada vez que ella se sentaba a su lado en el sofá y recostaba su cuerpo de veintidós años en los cojines de terciopelo color vino. Qué fácil habría sido extender el brazo, acariciarle la nuca, cogerla del hombro, volverse hacia ella y besarle las pecas de la cara. Por grotescas que a veces fuesen sus conversaciones (Brigid y Stegman, el deterioro de su padre, la búsqueda de Hector Mann), vencer esos impulsos le resultaba aún más difícil, y tenía que emplear todas sus fuerzas para no pasarse de la raya. Tras dos horas de tormento, muchas veces iba directamente de la clase al río, cruzando la ciudad a pie hasta un pequeño barrio de casas ruinosas y hoteles de dos pisos donde podían comprarse mujeres durante veinte minutos o media hora. Era una solución deprimente, pero no tenía alternativa. Menos de dos años antes, las mujeres más atractivas de Hollywood se peleaban por acostarse con Hector. Ahora él tenía que pagar por ello en los barrios bajos de Spokane, derrochando el jornal de medio día por unos minutos de alivio.
En ningún momento se le ocurrió a Hector que Nora pudiera sentir algo por él. Era un personaje lamentable, un tipo que no merecía consideración, y si ella estaba dispuesta a dedicarle tanto tiempo, sólo sería porque le daba lástima, porque era una persona joven y apasionada que se tomaba por salvadora de almas perdidas. Santa Brígida, como la había llamado su hermana, la mártir de la familia. Hector era el salvaje desnudo de África, y Nora la norteamericana misionera que se había abierto camino a través de la selva para mejorar su suerte. Nunca había conocido a una persona tan ingenua, tan confiada, tan ignorante de las fuerzas oscuras que obraban en el mundo.
Unas veces, se preguntaba si no era simplemente estúpida.
Otras veces, parecía estar poseída de una sabiduría singular, refinada. Y en algunas ocasiones, cuando se volvía a mirarlo con aquella expresión intensa y obstinada en los ojos, Hector creía que se le iba a romper el corazón. En eso consistió la paradoja del año que pasó en Spokane.
Nora le hacía la vida intolerable, y sin embargo ella era lo único por lo que vivía, el único motivo por el que no había hecho la maleta para largarse.
La mitad del tiempo, tenía miedo de confesárselo todo. La otra mitad, tenía miedo de que lo capturasen.
Stegman siguió la pista de Hector Mann durante tres meses y medio antes de abandonar otra vez. Donde la policía había fracasado, el detective privado fracasó a su vez, pero eso no significaba que la posición de Hector fuese ahora más segura. O’Fallon había ido varias veces a Los Ángeles en el otoño y el invierno, y parecía lógico suponer que en algún momento de esas visitas Stegman le hubiera enseñado fotografías de Hector Mann. ¿Y si O’Fallon hubiera notado el parecido entre su diligente empleado y el actor desaparecido? A principios de febrero, no mucho después de volver de su último viaje a California, O’Fallon empezó a mirar a Hector de otra manera. Parecía más atento, más curioso, en cierto sentido, y Hector no pudo evitar preguntarse si el padre de Nora estaba sobre su pista. Tras meses de silencio y desprecio apenas contenido, el viejo empezaba de pronto a prestar atención al humilde mozo que trabajaba sin descanso cargando cajas en el almacén de su tienda. Las indiferentes inclinaciones de cabeza se mudaron en sonrisas, y de cuando en cuando, sin motivo aparente alguno, daba a su empleado unas palmaditas en el hombro y le preguntaba qué tal le iba. Lo más extraño era que empezó a abrir la puerta de su casa cuando Hector llegaba para sus clases nocturnas. Le estrechaba la mano como si fuera un huésped bien recibido, y luego, con cierta torpeza, pero con evidente buena voluntad, se quedaba un momento por allí haciendo observaciones sobre el tiempo antes de subir al piso de arriba y retirarse a su habitación. En cualquier otra persona, ese comportamiento habría sido normal, el estricto mínimo exigido por la buena educación, pero en O’Fallon resultaba del todo desconcertante, y Hector no se fiaba. Había demasiado en juego para dejarse embaucar por unas cuantas sonrisas corteses y unas palabras amistosas, y cuanto más duraba aquella amabilidad fingida, más se iba asustando Hector. A mediados de febrero, se dio cuenta de que sus días en Spokane estaban contados. Le estaban tendiendo una trampa, y tenía que estar preparado para largarse de la ciudad en cualquier momento, para escaparse en plena noche y no volver a aparecer por allí.
Pero al fin se aclararon las cosas. Justo cuando Hector pensaba en soltar su discurso de adiós a Nora, O’Fallon lo acorraló una tarde en la trastienda y le preguntó si le interesaría un aumento de sueldo. Goines se ha despedido, explicó. El subgerente se mudaba a Seattle para llevar la imprenta de su cuñado, y O’Fallon quería cubrir el puesto lo antes posible. Sabía que Hector no tenía experiencia en ventas, pero le había estado observando, le confesó, había estado viendo cómo cumplía con su trabajo, y no creía que tardara mucho tiempo en aprender sus nuevas funciones. Tendría más responsabilidad y un horario más largo, pero ganaría el doble de su sueldo actual. ¿Necesitaba tiempo para pensarlo, o estaba dispuesto a aceptar ya?
Hector estaba dispuesto a aceptar. O’Fallon le estrechó la mano, le felicitó por el ascenso y luego le dio el resto del día libre. Pero cuando Hector estaba a punto de salir de la tienda, O’Fallon le llamó y le dijo que volviera. Abra la caja y saque un billete de veinte dólares, le dijo el jefe.
Luego vaya al final de la manzana, a la sastrería Pressler, y cómprese un traje, camisas blancas y dos pajaritas. Ahora va a trabajar en la tienda, y debe estar más presentable.
Prácticamente hablando, O’Fallon había entregado a Hector el manejo del negocio. Le había dado el título de subgerente, pero el caso era que el sub estaba de más. Él era quien se ocupaba de la marcha de la tienda, y O’Fallon, gerente oficial de su propia empresa, no hacía absolutamente nada. El Pelirrojo pasaba muy poco tiempo en el local como para preocuparse de pequeños detalles, y cuando comprendió que aquel extranjero de espíritu dinámico era capaz de desempeñar las responsabilidades del nuevo puesto, a duras penas se molestaba siquiera en pasar por allí. Estaba tan harto del negocio, que jamás se aprendió el nombre del nuevo mozo de almacén.
Hector descolló en las tareas de gerente de facto de la tienda de deportes. Tras el año de aislamiento en la fábrica de barriles de Portland y del confinamiento solitario en la trastienda de O’Fallon, acogió con agrado la ocasión de volver a vivir entre la gente. La tienda era como un pequeño teatro, y el papel que le habían asignado era esencialmente el mismo que había desempeñado en sus películas: Hector, el concienzudo subalterno, el elegante empleado con pajarita. La única diferencia consistía en que ahora se llamaba Herman Loesser, y en que era un papel serio. Nada de payasadas ni batacazos, nada de darse golpes en la cabeza o en la punta del pie. Su trabajo consistía en persuadir, en supervisar las cuentas y en exaltar las virtudes del deporte. Pero nadie dijo que debía hacerlo con una expresión sombría en el rostro. Volvía a tener un auditorio frente a él y toda la utilería que pudiera desear, y una vez que entendió cómo funcionaba todo, rápidamente le volvieron sus viejos instintos de actor. Seducía a los clientes con sus locuaces peroratas, los cautivaba con sus demostraciones de guantes de béisbol y técnicas de la pesca con mosca, se ganaba su fidelidad con su disposición a rebajarles el cinco, el diez y hasta el quince por ciento de la lista de precios. Las carteras no abultaban mucho en 1931, pero el deporte era una distracción barata, un buen modo de no pensar en lo que uno no podía permitirse, y la tienda del Pelirrojo siguió siendo un negocio decente. Los niños jugarían al balón con independencia de las circunstancias, y los hombres nunca dejarían de lanzar el sedal al río ni de disparar las escopetas contra los animales del bosque. Y eso, sin olvidar la cuestión del vestuario. No sólo para los equipos de los institutos y facultades de la región, sino también para los doscientos miembros de la federación de bolos del Club Rotary, las diez agrupaciones de la asociación de baloncesto de Auxilio Católico, y las alineaciones de las tres docenas de conjuntos de softball aficionado. Unos quince años antes, O’Fallon había acaparado ese mercado y cada temporada le seguían llegando los pedidos, de forma tan precisa y regular como las fases de la luna.
Una noche de mediados de abril, mientras Hector y Nora llegaban al final de su clase del martes, Nora se volvió hacia él y le anunció que acababa de recibir una proposición de matrimonio. Aquella observación se formuló de improviso, sin relación alguna con nada de lo que estaban diciendo, y durante unos momentos Hector no estuvo seguro de haber entendido bien. Un anuncio de aquella clase solía ir acompañado de una sonrisa, incluso de ruidosas expresiones de alegría, pero Nora no sonreía, y no parecía contenta en absoluto de comunicarle la noticia. Hector le preguntó el nombre del afortunado joven.
Nora sacudió la cabeza, fijó la vista en el suelo y se puso a manosear su vestido de algodón azul. Cuando volvió a levantar la cabeza, había lágrimas brillando en sus ojos.
Empezó a mover los labios, pero antes de que lograra decir algo, se levantó bruscamente del sofá, se llevó la mano a la boca y salió corriendo del salón.
Desapareció antes de que él comprendiese lo que había pasado. Ni siquiera tuvo tiempo de llamarla, y cuando oyó que Nora subía corriendo las escaleras y luego cerraba de golpe la puerta de su habitación, comprendió que aquella noche no volvería a bajar. La clase había terminado. Debía marcharse, dijo para sí, pero pasaron unos minutos y no se movió del sofá. Finalmente, O’Fallon entró en el salón. Eran poco más de las nueve, y el Pelirrojo se encontraba en su habitual condición nocturna, pero no hasta el punto de perder el equilibrio. Clavó los ojos en Hector, y pasó largo rato observando a su empleado, mirándolo de arriba abajo mientras una pequeña y retorcida sonrisa se insinuaba en la parte inferior de su boca. Hector no habría sabido decir si era una sonrisa de lástima o de burla. Parecía las dos cosas, en cierto modo, una especie de compasivo desdén, si es que era posible algo así, y Hector lo encontró inquietante, una señal de enconada hostilidad que O’Fallon no mostraba desde hacía meses.
Hector se levantó al fin y preguntó: ¿Es que va a casarse Nora? Su jefe dejó escapar una risita sarcástica. ¿Cómo coño voy a saberlo yo?, replicó. ¿Por qué no se lo pregunta usted? Y entonces, gruñendo en respuesta a su propia carcajada, O’Fallon dio media vuelta y salió de la habitación.
Dos noches después, Nora se disculpó por su arrebato.
Ya se encontraba mejor, aseguró, y la crisis había pasado. Lo había rechazado, y eso era todo. Asunto concluido; nada de que preocuparse. Aunque buena persona, Albert Sweeney no era más que un crío, y estaba cansada de salir con críos, sobre todo con los que vivían a costa del dinero de su padre.
Si se casaba alguna vez, sería con un hombre, con alguien que conociera el mundo y fuese capaz de abrirse paso en la vida por sí solo. Hector dijo que no podía reprocharse nada a Sweeney por el hecho de tener un padre rico. No era culpa suya, y, además, ¿qué había de malo en ser rico, de todos modos? Nada, contestó Nora. Sólo que no quería casarse con él, eso era todo. El matrimonio era para siempre, y ella no daría el sí hasta que se presentara el hombre adecuado.
Nora pronto recobró su buen humor, pero las relaciones de Hector con O’Fallon parecieron haber entrado en una fase nueva e inquietante. El momento decisivo había sido el enfrentamiento en el salón, con la larga mirada y la risita desdeñosa y burlona, y a partir de aquella noche Hector se sintió vigilado. Cuando O’Fallon pasaba ahora por la tienda, no participaba en las transacciones ni en los tratos con los clientes. En vez de echar una mano o ponerse detrás de la caja registradora cuando había mucho movimiento, se instalaba en una butaca junto al expositor de raquetas de tenis y guantes de golf y se ponía a leer tranquilamente la prensa de la mañana, alzando la vista de cuando en cuando con aquella sonrisa cáustica que esbozaba con el labio inferior. Era como si considerase al subgerente como un divertido animal de compañía o un juguete mecánico. Hector le hacía ganar buen dinero, trabajando diez y once horas diarias para que él llevara prácticamente una vida de jubilado, pero todos sus esfuerzos sólo servían para que O’Fallon se mostrase más escéptico, más condescendiente. Sin abandonar su actitud cautelosa, Hector fingía no darse cuenta. No le venía mal que le tomaran por un bobo entusiasmado con el trabajo, razonaba él, y quizá tampoco que le llamasen muchacho o el señor, pero no podía sentirse mucho apego por un tipo así, y siempre que aparecía en la habitación, había que asegurarse de tener la espalda vuelta a la pared.
Pero cuando te invitaba a su club de campo, proponiéndote que le acompañaras para hacer dieciocho hoyos en una radiante mañana de domingo de primeros de mayo, no se podía declinar la invitación. Y tampoco se le decía que no cuando te invitaba a comer en el Bluebell Inn, no ya una sino dos veces en el espacio de una sola semana, insistiendo en ambas ocasiones en que escogieras los platos más caros de la carta. Mientras siguiera sin conocer tu secreto, mientras no sospechara lo que estabas haciendo en Spokane, podías soportar la tensión de su continua vigilancia. La tolerabas precisamente porque te resultaba insoportable estar con él, porque te compadecías del ruinoso estado al que había llegado, porque cada vez que oías la cínica desolación que destilaba su voz, sabías que tú eras en parte responsable de todo aquello.
Su segundo almuerzo en el Bluebell Inn se produjo un miércoles de finales de mayo. Si Hector hubiese estado preparado para lo que iba a suceder, probablemente habría reaccionado de distinta manera, pero al cabo de veinticinco minutos de conversación insustancial, la pregunta de O’Fallon le cogió desprevenido. Aquella noche, cuando Hector volvió a su pensión, al otro extremo de la ciudad, escribió en su diario que, para él, el universo había cambiado de forma en un solo instante. Me lo he perdido todo. Todo lo he entendido mal. La tierra es el cielo, el sol es la luna, los ríos son montañas. Miraba al mundo al revés. Y seguidamente, con los acontecimientos de aquella tarde aún frescos en su memoria, escribió una transcripción literal de su conversación con O’Fallon.
Bueno, Loesser, le dijo súbitamente O’Fallon, explícame cuáles son tus intenciones.
No entiendo esa expresión, repuso Hector. Tengo un espléndido filete delante de mí y desde luego voy a comérmelo. ¿Es a eso a lo que se refiere?
Eres un tipo listo, chico. Ya sabes lo que quiero decir.
Discúlpeme usted, señor, pero esas intenciones me confunden. No entiendo.
Intenciones a largo plazo.
Ah sí, ya entiendo. Se refiere al futuro, a mis planes para el futuro. Puedo decirle tranquilamente que mis únicas intenciones consisten en seguir como hasta ahora. Seguir trabajando para usted. Hacer todo lo que pueda por la tienda.
¿Y que más?
No hay más, señor O’Fallon. Se lo digo de corazón.
Me ha dado usted una gran oportunidad, y estoy decidido a aprovecharla al máximo.
¿Y quién crees que me convenció para que te diera esa oportunidad?
No sé. Siempre pensé que era decisión suya, que era usted quien me la había dado.
Fue Nora.
¿La señorita O’Fallon? Nunca me ha dicho nada. No tenía ni idea de que fuese obra suya. Con tantas cosas como ya le debo, y ahora resulta que estoy aún más en deuda con ella. Me inclino humildemente ante lo que me acaba de decir.
¿Y te gusta verla sufrir?
¿Es que la señorita Nora sufre? ¿Y por qué habría de sufrir? Es una muchacha extraordinaria, llena de vida, y todo el mundo la admira. Sé que hay penas de familia que pesan en su corazón (tanto como en el suyo, señor), pero aparte de las lágrimas que de vez en cuando vierte por su hermana ausente, nunca la he visto de otro modo que alegre y optimista.
Es fuerte. Pone buena fachada.
Me duele oír eso.
Albert Sweeney le propuso matrimonio el mes pasado, y ella lo rechazó. ¿Por qué cree usted que lo hizo? El padre de ese chico es Hiram Sweeney, el senador del Estado, el republicano más influyente del condado. Habría podido vivir de las rentas durante los próximos cincuenta años, y dijo que no. ¿Qué te parece, Loesser?
Me dijo que no le quería.
Exacto, porque quiere a otro. ¿Y quién crees que es ese otro?
Me resulta imposible contestar a esa pregunta. No sé nada sobre los sentimientos de la señorita Nora, señor.
No serás mariquita, ¿verdad, Herman?
¿Cómo dice, señor?
Mariquita. Sarasa. Homosexual.
Por supuesto que no.
¿Por qué no haces algo, entonces?
Habla usted en clave, señor O’Fallon. No comprendo.
Estoy cansado, hijo. Ya no tengo motivos para vivir, aparte de una cosa, y cuando ese asunto esté arreglado, lo único que quiero es estirar tranquilamente la pata. Ayúdame, y estoy dispuesto a hacer un trato contigo. No tienes más que decir una palabra, amigo, y todo será tuyo.
La tienda, el negocio, todo el tinglado.
¿Me está proponiendo venderme su negocio? No tengo dinero. No estoy en situación de hacer tales tratos.
El verano pasado te presentaste en la tienda pidiendo trabajo, y ahora estás llevando la tienda. Se te da bien, Loesser. Nora no se equivocaba contigo, y no voy a interponerme en su camino. Ya he dejado de interponerme en el camino de nadie. Lo que quiera, lo tendrá.
¿Por qué no hace más que hablar de la señorita Nora?
Creía que me estaba proponiendo un trato de negocios.
Así es. Pero a condición de que estés dispuesto a hacerme ese favor. Y no es que te pida algo que no quieras hacer. Me doy perfectamente cuenta de la forma en que os miráis los dos. Lo único que tienes que hacer es dar el paso.
Pero ¿qué está diciendo, señor O’Fallon?
Contéstate tú mismo.
No puedo, señor. No puedo, es la verdad.
Nora, estúpido. Es de ti de quien está enamorada.
Pero yo no soy nada, nada en absoluto. Nora no puede quererme.
Puede que tú creas eso, y que yo también lo crea, pero los dos nos equivocamos. La chica tiene el corazón destrozado, y maldita sea si voy a quedarme de brazos cruzados viéndola sufrir. Ya he perdido a dos hijas, y eso no va a pasarme más.
Pero yo no debo casarme con Nora. Soy judío, y esas cosas no están permitidas.
¿Qué clase de judío?
Un judío. Sólo hay una clase de judío.
¿Crees en Dios?
¿Y qué más da? No soy como usted. Vengo de otro mundo.
Contesta a la pregunta. ¿Crees en Dios?
No, no creo en Dios. Creo que el hombre es la medida de todas las cosas. Las buenas y las malas.
Entonces somos de la misma religión. Somos iguales, Loesser. La única diferencia es que tú entiendes el dinero mejor que yo. Lo que significa que serás capaz de ocuparte de ella. Eso es lo único que quiero. Ocúpate de Nora, y luego podré morirme en paz.
Me pone en una situación difícil, señor.
Tú no sabes lo que es difícil, hombre. Le haces la proposición antes de fin de mes o te despido. ¿Entiendes? Te pongo de patitas en la calle y luego te mando fuera del estado de una patada en el culo.
Hector le ahorró la molestia. Cuatro horas después de salir del Bluebell Inn, cerró la tienda por última vez, volvió a su habitación y se puso a hacer la maleta. En un determinado momento de la noche, pidió prestada la Underwood a su patrona y escribió una carta a Nora, firmando al pie de la página con las iniciales H. L. No podía correr el riesgo de dejarle una muestra de su escritura, pero tampoco podía marcharse sin una explicación, sin inventarse alguna historia que justificase su repentina y misteriosa marcha.
Le dijo que estaba casado. Era la mentira más grande que se le ocurrió, pero en el fondo era menos cruel de lo que habría sido un rechazo total y absoluto. Su mujer había caído enferma en Nueva York, y tenía que volver corriendo para atender la emergencia. Nora se quedaría pasmada, desde luego, pero una vez que comprendiera que nunca había habido la menor esperanza para ellos, que Hector no era libre desde el principio, sería capaz de rehacerse de la decepción sin que le quedaran cicatrices duraderas. O’Fallon quizá percibiese el engaño, pero aun cuando el viejo comprendiera la verdad, no era probable que se la comunicase a Nora. Su preocupación consistía en proteger los sentimientos de su hija, ¿y por qué iba a poner objeciones a la supresión de aquel incómodo Don Nadie que se había metido como un gusano en su corazón? Se alegraría de librarse de Hector, y poco a poco, a medida que se fuera asentando la polvareda, el joven Sweeney empezaría a volver por allí, y Nora recobraría el sentido común. En la carta, Hector le agradecía todas las amabilidades que había tenido para con él. Jamás la olvidaría, afirmaba. Era un espíritu luminoso, una mujer que sobresalía entre todas las demás, y sólo el hecho de conocerla en el breve tiempo que había pasado en Spokane había cambiado su vida para siempre. Todo cierto, y a la vez, todo falso. Cada frase una mentira, pese a la convicción con que estaba escrita cada palabra. Esperó hasta las tres de la mañana, y entonces volvió a la casa y metió la carta por debajo de la puerta principal: igual que su hermana muerta, Brigid, en un gesto similar dos años y medio antes, había deslizado una carta bajo la puerta de su casa.
Intentó suicidarse al día siguiente en Montana, contó Alma, y tres días después volvió a intentarlo en Chicago.
La primera vez, se metió el revólver en la boca; la segunda, apoyó el cañón contra el ojo izquierdo. Pero en ninguna de ambas ocasiones fue capaz de llevarlo a término.
Se había alojado en un hotel de South Wabash, en la periferia del Barrio Chino, y después del segundo intento fallido salió a la sofocante noche de junio, buscando un sitio para emborracharse. Si podía meterse el alcohol suficiente en las venas, quizá tuviera valor para saltar al río y ahogarse antes de que acabara la noche. Ese era su plan, en cualquier caso, pero no mucho después de salir en busca de la botella, dio por casualidad con algo mejor que la muerte, mejor que la simple condenación que andaba buscando. Se llamaba Sylvia Meers, y bajo su dirección Hector aprendió que podía continuar suicidándose sin tener que concluir la tarea. Fue ella quien le enseñó a beber su propia sangre, quien le instruyó en los placeres de devorar su propio corazón.
La encontró en un tugurio de la calle Rush, de pie frente a la barra cuando él fue a pedir la segunda copa.
No era gran cosa, pero el precio que pedía era tan insignificante que Hector se sorprendió aceptando sus condiciones. De todas formas estaría muerto antes de que acabara la noche, ¿y qué podía ser más apropiado que pasar sus últimas horas de vida con una puta?
Lo llevó a una habitación del White House, un hotel de la acera de enfrente, y cuando concluyeron su asunto en la cama, ella le preguntó si quería hacerlo otra vez.
Hector declinó la invitación, explicando que no tenía dinero para otra ronda, pero cuando ella le dijo que no le cobraría, Hector se encogió de hombros y dijo por qué no, antes de proceder a montarla por segunda vez. El bis acabó pronto con otra eyaculación, y Sylvia Meers sonrió.
Felicitó a Hector por su hazaña, y luego le preguntó si creía que era capaz de repetirla. No inmediatamente, repuso Hector, pero si le daba media hora, probablemente no habría dificultad. Eso no me satisface, dijo ella. Si podía lograrlo en veinte minutos, le invitaría otra vez, pero se le tenía que volver a enderezar en diez. Echó un vistazo al reloj de la mesilla de noche. Diez minutos a partir de ahora, anunció, desde el momento en que el segundero pasara de las doce. Ese era el trato. Diez minutos para ponerse a funcionar, y luego otros diez para terminar la tarea. Pero si se le aflojaba en cualquier momento de la operación, tendría que pagarle la vez anterior. Esa era la multa. Tres veces por el precio de una, o si no apoquinaba por la sesión entera. ¿Qué iba a hacer? ¿Quería marcharse ya, o creía que era capaz de lograrlo aunque lo presionaran de aquella forma?
Si no hubiera sonreído mientras le hacía la pregunta, Hector habría pensado que estaba loca. Las putas no iban ofreciendo sus servicios gratis, y no lanzaban desafíos a la virilidad de sus clientes. Eso correspondía a las especialistas del látigo y a las que odiaban secretamente a los hombres, a las que traficaban con el sufrimiento y las humillaciones estrafalarias, pero Meers tenía aspecto de chica corriente y desenfadada, y antes que burlarse de él lo que pretendía era convencerle para que se prestara a un juego.
No, no a un juego exactamente, sino a un experimento, a una investigación científica sobre la capacidad copulativa de un miembro por dos veces agotado. ¿Podía resucitarse a un muerto?, parecía preguntarle. Y en caso afirmativo, ¿cuántas veces? No se admitían conjeturas. Con objeto de llegar a resultados concluyentes, el estudio debía llevarse a cabo en estrictas condiciones de laboratorio.
Hector le devolvió la sonrisa. Meers estaba despatarrada en la cama con un cigarrillo en la mano: confiada, tranquila, enteramente a gusto con su desnudez. ¿Qué ganaría ella con eso?, quiso saber Hector. Dinero, contestó ella. Montones de dinero. Ésa sí que era buena, observó Hector. De modo que estaba ofreciéndoselo por nada, y al mismo tiempo hablaba de enriquecerse. ¿No era de tontos? De tontos no, replicó ella, de listos. Se podía ganar dinero, y si en los próximos nueve minutos se le empinaba otra vez, él también podía ganárselo.
Apagó el cigarrillo y empezó a pasarse las manos por el cuerpo, acariciándose los pechos y alisándose el vientre con la palma de las manos, deslizándose la punta de los dedos por el interior de los muslos, tocándose el vello púbico, la vulva y el clítoris, abriéndose a él mientras le enseñaba la lengua entre los labios separados. Hector no era inmune a aquellas clásicas provocaciones. Lenta pero firmemente, el muerto iba saliendo de su tumba, y cuando observó lo que pasaba, Meers emitió un leve y obsceno plañido gutural, una sola nota prolongada que parecía aunar la aprobación y el estímulo. Lázaro respiraba de nuevo. Se puso boca abajo, murmurando una retahíla de indecencias y gimiendo de fingida excitación, y luego levantó el culo en el aire y le dijo que se metiera dentro de ella. Hector no estaba preparado del todo, pero cuando apretó el pene contra los rojizos pliegues de sus labios, se le endureció lo suficiente para penetrarla. No le quedaba mucho, al final, pero algo le salió además de sudor, lo bastante para hacer una demostración válida, en cualquier caso, y cuando se apartó de ella y se derrumbó entre las sábanas, ella se volvió hacia él y lo besó en los labios. Diecisiete minutos, anunció. Lo había hecho tres veces en menos de una hora, y eso era justo lo que ella andaba buscando. Si quería entrar en el negocio, lo aceptaba como pareja.
Hector no tenía idea de lo que estaba hablando.
Meers se lo explicó, y como seguía sin entender lo que intentaba decirle, se lo volvió a explicar. Había hombres, le dijo, millonarios de Chicago, ricachones de todo el Medio Oeste que estaban dispuestos a pagar buen dinero por ver follar a la gente. Ah, repuso Hector, te refieres a películas verdes, a cine porno. No, replicó Meers, nada de trucos de ésos. Números en vivo. Polvos de verdad delante de un público de verdad.
Llevaba un tiempo haciendo eso, le informó, pero el mes pasado habían detenido a su pareja por un robo con escalo que terminó en chapuza. Pobre Al. De todos modos, bebía demasiado y le costaba trabajo empalmarse.
Aunque no lo hubieran puesto fuera de servicio, probablemente habría sido hora de buscarle un sustituto. En los últimos quince días, tres o cuatro candidatos habían sobrevivido a la prueba, pero ninguno de aquellos tipos podía compararse con Hector. Le gustaba su cuerpo, le dijo, le gustaba sentir su polla, y pensaba que los rasgos de su cara eran tremendamente atractivos.
Ah, no, replicó Hector. No enseñaría la cara. Si quería que trabajase con ella, tendría que llevar una máscara.
No era por escrúpulos. Sus películas habían tenido éxito en Chicago, y no podía correr el riesgo de que lo reconociesen. Ya iba a ser bastante difícil cumplir su parte del trato, y no veía cómo podría hacerlo si estaba muerto de miedo, si cada vez que se presentara delante del público temiese que alguien dijera su nombre en voz alta.
Aquélla era su única condición, concluyó. Si le dejaba taparse la cara, podía contar con él.
Meers no estaba convencida. ¿Por qué iba a enseñar la minina a todo el mundo y no dejar que nadie le viese la cara? Si ella fuese hombre, le aseguró, estaría orgullosa de tener lo que él tenía. Querría que todo el mundo supiese que era suyo.
Pero el público no iría a verlo a él, arguyó Hector. La estrella era Meers, y cuanto menos pensara el público en quién era él, más excitante resultaría su espectáculo. Si se tapaba con una máscara, ya no tendría personalidad, ni rasgos característicos, nada que se interpusiera en las fantasías de los hombres que acudieran a verlos. No querían verle joder a él, afirmó Hector, sino imaginar que eran ellos quienes se la estaban follando a ella. Convertido en un personaje anónimo, sólo sería el motor del deseo masculino, el representante de todos los hombres del público.
Don Semental, el de rígida planta, tirándose sin parar a la insaciable Doña Coño. Todos los hombres, y por tanto, cualquier hombre. Pero sólo una mujer, concluyó Hector, una sola mujer por siempre jamás, que se llamaba Sylvia Meers.
A Meers le convenció el argumento. Era su primera lección de táctica del espectáculo, y aunque no entendía todo lo que Hector le explicaba, le gustaba el tono de su discurso, le encantaba que quisiera dejarle el papel de estrella. Para cuando la llamó Doña Coño, se estaba riendo a carcajadas. ¿Dónde había aprendido a hablar así?, le preguntó. Nunca había conocido a un hombre capaz de hacer que algo pareciese tan sucio y tan bonito a la vez.
Lo sórdido tiene sus compensaciones, repuso Hector, utilizando deliberadamente un lenguaje superior. Si un hombre decide alojarse en su propia tumba, ¿qué mejor compañía podría tener que una mujer de sangre ardiente?
Así morirá más despacio, y mientras esté unido carnalmente a ella, podrá vivir del olor de su propia corrupción.
Meers volvió a reír, incapaz de comprender el significado de las palabras de Hector. Le parecían sacadas de la Biblia, como las que utilizaban los predicadores y los evangelistas itinerantes, pero el pequeño poema de Hector sobre muerte y degeneración fue recitado con tanta calma, con una sonrisa tan amable y simpática en el rostro, que supuso que le estaba gastando una broma. Ni por un momento comprendió que acababa de confesarle sus secretos más íntimos, que tenía delante a un hombre que cuatro horas antes estaba sentado en la cama de la habitación de su hotel apoyándose en los sesos un revólver cargado por segunda vez en aquella semana. Hector se alegró. Cuando vio la falta de comprensión en sus ojos, se sintió afortunado por haber caído con una fulana tan lerda, tan corta de luces. Por mucho tiempo que pasara con ella, sabía que siempre estaría solo cuando estuvieran juntos.
Meers tenía poco más de veinte años y era una campesina de Dakota del Sur que, tras escaparse de casa a los dieciséis años, aterrizó en Chicago un año después y empezó a hacer la calle el mismo mes que Lindbergh atravesó el Atlántico. No tenía nada que cautivase, nada que la distinguiera de las mil putas que en aquel momento hubiera en otras tantas habitaciones de hotel. Rubia teñida, de cara redonda, ojos grises sin brillo y mejillas salpicadas de cicatrices de acné, se comportaba con cierta desenvoltura de mujer fácil, pero no tenía magia alguna, ni encanto que mantuviera vivo durante algún tiempo el interés de nadie. Tenía el cuello demasiado corto en relación con el cuerpo, los senos menudos, un tanto caídos, y ya una leve acumulación de grasa en nalgas y caderas. Mientras establecían los términos del acuerdo (un reparto a sesenta y cuarenta, que a él le pareció más que generoso), Hector le dio de pronto la espalda, pensando que le resultaría, imposible seguir adelante si continuaba mirándola.
¿Qué ocurre, Herm?, le preguntó ella. ¿No te encuentras bien? Estoy perfectamente, repuso Hector, con los ojos todavía fijos en un trozo de escayola descascarillada en el otro extremo de la habitación. Nunca me he sentido mejor en la vida. Estoy tan contento, que me dan ganas de abrir la ventana y ponerme a gritar como un loco. Fíjate lo bien que me siento, cariño. Estoy verdaderamente loco, loco de alegría.
Seis días después, Hector y Sylvia dieron su primera representación pública. Entre su compromiso inicial a primeros de junio y su último espectáculo a mediados de diciembre, Alma calculaba que habían aparecido juntos unas cuarenta y siete veces. La mayor parte del tiempo trabajaban en Chicago y sus alrededores, pero a veces les llegaban reservas de sitios tan lejanos como Minneapolis, Detroit y Cleveland. Los locales iban desde clubs nocturnos a suites de hotel, de almacenes y burdeles a edificios de oficinas y casas particulares. Su público más numeroso se compuso de unos cien espectadores (en la fiesta de una asociación estudiantil de Normal, en Illinois), y el más reducido consistió en uno solo (en diez ocasiones distintas, repetidas para el mismo hombre). La actuación variaba en función de los deseos de los clientes. Unas veces, Hector y Sylvia montaban pequeñas obras, con vestuario, diálogo y todo; y otras, se limitaban a aparecer desnudos y a joder en silencio. Las escenas se basaban en las más elementales ensoñaciones eróticas, y solían dar mejor resultado frente a un público reducido o medio. El número más famoso era el de enfermera y paciente. Parecía que a la gente le gustaba ver cómo Sylvia se despojaba del blanco uniforme almidonado, y nunca dejaba de aplaudir cuando empezaba a quitar las vendas de gasa del cuerpo de Hector. También estaba el Escándalo del Confesionario (que terminaba con el cura violando a la monja) y, más elaborada, la historia de los dos libertinos que se conocían en un baile de máscaras en la Francia prerrevolucionaria. En casi todos los casos, los espectadores eran exclusivamente masculinos. Las sesiones más concurridas solían ser más escandalosas (fiestas de solteros, celebraciones de aniversario), mientras que los pequeños grupos rara vez hacían ruido.
Banqueros y abogados, políticos y hombres de negocios, atletas, corredores de bolsa y representantes de la riqueza ociosa: todos miraban con embelesada fascinación. La mayoría de las veces, al menos dos o tres se desabrochaban los pantalones y empezaban a masturbarse. Un matrimonio de Fort Wayne, en Indiana, que contrató los servicios del dúo para una representación privada en su casa, llegó a desnudarse y a hacer el amor durante la representación. Meers no se había equivocado, descubrió Hector.
Podía ganarse mucho dinero si uno se atrevía a dar a la gente lo que quería.
Alquiló un apartamento pequeño en el North Side y, por cada dólar ganado, daba setenta y cinco centavos para fines benéficos. Introducía billetes de diez y veinte dólares en el cepillo de la iglesia Saint-Anthony, enviaba donaciones anónimas a la congregación B’nai Avraham, y repartía incalculables cantidades de monedas entre los mendigos ciegos y tullidos que encontraba por las aceras de su barrio. Cuarenta y siete representaciones hacían un promedio de dos funciones a la semana. Lo que dejaba cinco días libres, que en su mayor parte Hector pasaba recluido, encerrado en su apartamento, leyendo libros. Su mundo se había escindido en dos, observó Alma, y su mente y su cuerpo ya no se hablaban. Era exhibicionista y ermitaño, depravado furibundo y monje solitario, y si logró sobrevivir durante tanto tiempo a esas contradicciones internas, sólo fue porque adormeció voluntariamente su conciencia. Se acabó la lucha por ser bueno, se terminó la farsa de creer en las virtudes de la renunciación. Su cuerpo había tomado ahora el mando, y cuanto menos pensaba en lo que hacía su cuerpo, más satisfactoriamente lograba hacerlo. Alma observó que durante ese periodo dejó de escribir en su diario. Las únicas anotaciones eran breves y escuetas indicaciones de la hora y el lugar de sus trabajos con Sylvia: página y media en seis meses. Ella lo interpretaba como una señal del miedo que tenía a mirarse a sí mismo, el comportamiento de alguien que hubiera tapado todos los espejos de su casa.
Sólo tuvo algún problema la primera vez, o justo antes de la primera vez, cuando aún no estaba seguro de si estaría a la altura de las circunstancias. Afortunadamente, Sylvia había concertado aquella representación para un público compuesto por un solo hombre. Eso lo hizo soportable en cierta medida: mostrarse en público de forma privada, con sólo dos ojos fijos en él, y no veinte o cincuenta, o incluso cien. En aquella ocasión, los ojos eran de Archibald Pierson, un juez jubilado de setenta años, que vivía solo en un caserón estilo Tudor en Highland Park. Sylvia ya había ido una vez con Al, y cuando ella y Hector subieron a un taxi en la noche de marras y se dirigieron a su destino en los barrios residenciales, le advirtió que probablemente tendrían que hacerlo dos veces, incluso tres quizá. El vejestorio se había encaprichado de ella, le dijo. Llevaba semanas llamándola, desesperado por saber cuándo volvía, y poco a poco ella fue regateando el precio hasta conseguir doscientos cincuenta dólares por polvo, el doble de la última vez. Yo no soy manca cuando se trata de sacar pasta, declaró con orgullo. Si dejamos satisfecho a ese primo, mi querido Hermie, nos vamos a llenar los bolsillos.
Resultó que Pierson era un anciano tímido y nervioso, delgado como el punzón de un zapatero, con una abundante y repeinada cabellera blanca y enormes ojos azules. Se había puesto para la ocasión una chaqueta de esmoquin de terciopelo verde, y mientras acompañaba a Hector y a Sylvia al salón, no hacía más que aclararse la garganta y alisarse la parte delantera de la chaqueta, como si se sintiera incómodo con aquel atuendo de petimetre.
Primero les ofreció cigarrillos y una copa (que ambos declinaron), y luego les anunció que como acompañamiento a su representación pensaba poner en el fonógrafo un disco del Sexteto de cuerda número uno en si bemol de Brahms. Sylvia soltó una risita tonta al oír la palabra sexteto, sin saber que se refería al número de instrumentos de la composición, pero el juez no hizo comentario alguno.
Pierson felicitó entonces a Hector por la máscara —que Hector se había puesto antes de entrar en la casa— y dijo que la encontraba fascinante, un toque magistral. Creo que me va a gustar, afirmó. La felicito, Sylvia, por la elección de su pareja. Este es infinitamente más apuesto que Al.
Al juez le gustaban las cosas sencillas. No le interesaban ni los vestidos provocativos, ni los diálogos sensuales ni las escenas artificialmente dramáticas. Lo único que quería era mirar sus cuerpos, les dijo, y una vez acabada la conversación preliminar, les ordenó que fueran a desnudarse a la cocina. Durante su ausencia, puso la música, apagó las luces y encendió velas en media docena de sitios diferentes de la estancia. Era teatro sin teatro, una cruda representación de la vida misma. Hector y Sylvia tenían que entrar desnudos en la habitación, y luego dedicarse directamente al asunto en la alfombra persa. Eso era todo.
Hector haría el amor con Sylvia, y cuando llegara el momento culminante, debía retirarse de ella y eyacular sobre sus pechos. A eso se reducía todo, comentó el juez. El chorro era esencial, y cuanto más distancia recorriera por el aire, más satisfecho quedaría.
Cuando se hubieron desnudado en la cocina, Sylvia se acercó a Hector y empezó a pasarle las manos por el cuerpo. Le besó en el cuello, le echó hacia atrás la máscara para besarle en el rostro y, ahuecando la mano, le cogió el fláccido pene y lo acarició hasta que se puso tieso. Hector se alegró de que se le hubiera ocurrido lo de la máscara.
Le hacía menos vulnerable, le daba menos vergüenza exhibirse ante el anciano, pero seguía nervioso, y acogió con alivio el cálido contacto de Sylvia, agradeciendo que intentara quitarle la crispación. Por muy estrella que fuera, sabía que la carga de la prueba recaía sobre él. Hector no podía fingir como ella; no podía limitarse a repetir los gestos de un placer simulado y hacer como que disfrutaba. Tenía que emitir algo tangible al final del espectáculo, y a menos que se entregara a ello con auténtica convicción, no tendría la menor posibilidad de conseguirlo.
Aparecieron en el salón cogidos de la mano, dos salvajes desnudos en un jungla de espejos con marco dorado y escritorios Luis XV. Pierson ya estaba instalado en su butaca al fondo de la estancia: un enorme sillón de orejas, de cuero, que parecía engullirlo, haciéndole aún más delgado y más seco de lo que era. A su derecha tenía el fonógrafo, con el sexteto de Brahms dando vueltas en el plato. A su izquierda, un mueble bajo, de caoba, cubierto de cajas lacadas, estatuillas de jade y otros costosos objetos chinos.
Era una habitación llena de nombres y objetos inamovibles, un enclave de pensamientos. Nada podía haber resultado más incongruente en aquella atmósfera que la erección que Hector llevaba con él, que el espectáculo de verbos que de pronto empezó a desarrollarse a tres metros del sillón del juez.
Si el anciano disfrutaba de lo que veía, no mostraba signo exterior alguno de placer. Se puso en pie dos veces durante la representación para cambiar el disco, pero aparte de esas breves interrupciones mecánicas, permaneció todo el tiempo en la misma postura, sentado en su trono de cuero con una pierna cruzada sobre la otra y las manos en el regazo. No se tocó, no se desabotonó los pantalones, no sonrió, no hizo el menor ruido. Sólo al final, en el momento en que Hector se retiró de Sylvia y se produjo la deseada erupción, pareció que un leve y tembloroso eco contraía la garganta del juez. Casi como un sollozo, pensó Hector; o quizá, apenas nada en absoluto.
Esa fue la primera vez, dijo Alma, pero también fue la quinta y la undécima y la decimoctava y otras seis veces más, Pierson se convirtió en su cliente más fiel, y una y otra vez volvieron a la casa de Highland Park para revolcarse en la alfombra y recoger su dinero. Nada hacía a Sylvia más feliz que aquel dinero, según comprendió Hector, y al cabo de un par de meses había ganado con el espectáculo lo suficiente para dejar de vender sus encantos en el hotel White House. No todo iba a su bolsillo, pero incluso después de entregar el cincuenta por ciento al hombre que llamaba su protector, ganaba dos o tres veces más que antes. Sylvia era una paleta inculta, una arribista zafia y semianalfabeta que se expresaba en una confusión de incongruencias y alucinantes despropósitos, pero demostró tener buena cabeza para los negocios. Era ella quien contrataba las representaciones, negociaba con los clientes y se ocupaba de todas las cuestiones prácticas: el transporte hasta el lugar de trabajo y la vuelta, alquiler de vestuario, búsqueda de nuevos contratos. Hector nunca tenía que ocuparse de esos detalles. Sylvia le llamaba para comunicarle cuándo y dónde tenían que presentarse, y lo único que debía hacer era esperar que ella pasara por su apartamento a recogerlo en taxi. Aquéllas eran las normas tácitas, las fronteras de su relación. Trabajaban, follaban, ganaban dinero juntos, pero nunca intentaron hacer amistad, y excepto por las veces que tenían que ensayar un nuevo número, sólo se veían a la hora del espectáculo.
Desde el principio, Hector supuso que estaba a salvo con ella. No le hacía preguntas ni hurgaba en su pasado, y en los seis meses y medio que trabajaron juntos, nunca la vio mirar un periódico y menos aún interesarse por las noticias. Una vez, de manera indirecta, él mencionó de pasada al cómico del cine mudo que había desaparecido unos años atrás. ¿Cómo se llamaba?, preguntó, chasqueando los dedos y fingiendo buscar la respuesta en su memoria, pero cuando Sylvia reaccionó con aquella mirada suya, perdida e indiferente, Hector pensó que nunca había oído hablar del suceso. En cierto momento, sin embargo, alguien debió de contárselo. Hector nunca se enteró de quién había sido, pero sospechaba que era el novio de Sylvia, su presunto chulo, Biggie Lowe, una masa de ciento veinte kilos de peso que había empezado de gorila en una sala de baile de Chicago y ahora trabajaba de gerente nocturno del hotel White House. Quizá fue Biggie quien se lo propuso, llenándole la cabeza con historias de dinero fácil y planes infalibles de chantaje, o puede que Sylvia actuara por su cuenta y riesgo, tratando de sacarle unos cuantos dólares más. Fuera como fuese, la avaricia se apoderó de ella, y una vez que Hector descubrió lo que estaba planeando, no pudo hacer otra cosa que largarse.
Ocurrió en Cleveland, menos de una semana antes de Navidad. Habían ido en tren, invitados por un acaudalado fabricante de neumáticos, acababan de hacer el número de los libertinos franceses ante un público de unas tres docenas de hombres y mujeres (que se habían reunido en casa del industrial para participar en una orgía semestral privada) y estaban en el asiento trasero de la limusina de su anfitrión, de camino al hotel donde pararían a dormir unas horas antes de volver a Chicago la tarde siguiente.
Les habían pagado una suma sin precedentes: mil dólares por una sola sesión de cuarenta minutos. La parte de Hector debía sumar cuatrocientos dólares, pero cuando Sylvia contó el dinero del magnate de los neumáticos, sólo entregó a su socio doscientos cincuenta.
Eso es el veinticinco por ciento, objetó Hector. Todavía me debes un quince.
Me parece que no, replicó Meers. Eso es lo que te toca, Herm, y yo en tu lugar daría gracias por la suerte que tienes.
¿Ah, sí? ¿Y a qué se debe ese repentino cambio en la política fiscal, querida Sylvia?
Nada de política, tío. Se trata de dólares y centavos.
Resulta que tengo pruebas que acusan a cierto individuo, y si no quieres que empiece a darle a la lengua por toda la ciudad, te conformarás con el veinticinco. Se acabó el cuarenta. Esa época está muerta y enterrada.
Follas como una princesa, cariño. Entiendes la jodienda mejor que ninguna mujer que haya conocido, pero te encuentras con muchas carencias a la hora de pensar, ¿verdad? Que quieres establecer un nuevo acuerdo, pues vale.
Me lo dices y hablamos. Pero no cambies las normas sin consultarme primero.
Muy bien, mister Hollywood. Entonces deja de ponerte la máscara. Si te la quitas, a lo mejor reconsidero las cosas.
Ya veo. Así que a eso es a lo que vamos.
Cuando un tío no quiere que le vean la cara, es que tiene un secreto, ¿no? Y cuando una chica se entera de cuál es ese secreto, el panorama cambia totalmente. Yo hice un trato con Herm. Pero al final resulta que no es Herm, ¿verdad? Se llama Hector, y ahora tenemos que empezar otra vez desde el principio.
Ella podía empezar de nuevo tantas veces como quisiera, pero no iba a ser con él. Cuando la limusina paró frente al hotel Cuyahoga unos segundos después, Hector le dijo que seguirían hablando por la mañana. Quería consultarlo con la almohada, le dijo, pensarlo un poco antes de tomar una decisión, pero estaba seguro de que llegarían a un arreglo satisfactorio para los dos. Luego le besó la mano, como siempre hacía al separarse de ella después de una representación: el gesto entre burlón y caballeresco que se había convertido en su despedida habitual. Por la sonrisita triunfal que apareció en el rostro de Sylvia cuando le cogió la mano y se la llevó a los labios, Hector comprendió que no tenía ni idea de lo que acababa de hacer.
Con aquel chantaje no lograría incrementar su parte de las ganancias, sino que se había cargado el espectáculo.
Subió a su habitación, al séptimo piso, y durante veinte minutos permaneció inmóvil frente al espejo, apretándose el cañón del revólver contra la sien derecha. Estuvo a punto de apretar el gatillo, prosiguió Alma, mucho más cerca que las otras dos veces, pero cuando de nuevo le flaqueó la voluntad, dejó el revólver sobre la mesa y se marchó del hotel. Eran las cuatro y media de la mañana. Caminó hasta la estación de autobuses Greyhound, a doce manzanas hacia el norte, y sacó un billete para el siguiente autocar, o para el que venía después del siguiente. El de las seis iba a Youngstown, en dirección este, y el de las seis y cinco se dirigía en dirección contraria. La novena parada del autobús que iba hacia el oeste era Sandusky, la ciudad donde nunca había pasado su infancia. Recordando lo bonita que una vez le había parecido esa palabra, Hector decidió encaminarse allí; sólo para ver cómo era su pasado imaginario.
Era la mañana del veintiún de diciembre de 1931.
Sandusky estaba a noventa kilómetros, y se pasó durmiendo la mayor parte del viaje, despertándose sólo cuando el autobús llegó a la terminal dos horas y media después.
Llevaba un poco más de trescientos dólares en el bolsillo; los doscientos cincuenta de Meers, otros cincuenta que había metido en la cartera antes de salir de Chicago el día veinte, y el cambio de los diez con que había pagado el billete. Fue a la cantina de la estación y pidió el desayuno especial: huevos con jamón, tostada, patatas fritas, zumo de naranja y café a voluntad. A mitad de la tercera taza, preguntó al camarero de detrás de la barra si había algo que ver en la ciudad. Estaba de paso, explicó, y dudaba de que pudiera volver por allí otra vez. Sandusky no es gran cosa, contestó el camarero. No es más que una ciudad pequeña, ya sabe, pero yo en su lugar iría a ver Cedar Point.
Allí está el parque de atracciones. Hay montañas rusas, tiovivos, el tren fantasma, la ola, todas esas cosas. Ahí fue donde Knute Rockne inventó el pase hacia delante, a propósito, por si es usted aficionado al fútbol americano.
Está cerrado durante el invierno, pero quizá valga la pena echarle un vistazo.
El camarero le dibujó un pequeño plano en una servilleta de papel, pero en vez de torcer a la derecha al pasar la estación de autobuses, Hector tomó por la izquierda. Lo que le condujo a la calle Camp en lugar de a la avenida Columbus, y entonces, para agravar la equivocación, volvió a torcer a la izquierda por West Monroe en lugar de a la derecha. Hasta que no se encontró en la calle King no se dio cuenta de que iba en dirección equivocada. Por ningún sitio veía la península, y en vez de norias y tiovivos se encontró con una deprimente explanada de fábricas ruinosas y almacenes vacíos. Un tiempo frío y gris, amenaza de nieve en el aire, y un perro sarnoso con sólo tres patas, la única criatura viviente en un radio de cien metros.
Hector dio media vuelta y empezó a volver sobre sus pasos, y en ese mismo instante, explicó Alma, le invadió un sentimiento de inutilidad, un cansancio tan grande, tan implacable, que tuvo que apoyarse en la fachada de un edificio para no caerse. Un viento helador soplaba del lago Erie, y aun cuando sintió su acometida en el rostro, no estaba seguro de si el viento era real o fruto de su imaginación. No sabía en qué mes estaban, qué año era. No recordaba su nombre. Ladrillos y adoquines, su aliento flotando en el aire, y el perro de tres patas que daba cojeando la vuelta a la esquina y se perdía de vista. Era una imagen de su propia muerte, comprendió más tarde, el retrato de un alma perdida, y mucho después de recobrar el aliento y seguir adelante, una parte de él siguió allí, de pie en aquella calle desierta de Sandusky, Ohio, respirando con dificultad mientras se le escapaba lentamente la existencia.
A las diez y media se encontraba en la avenida Columbus, abriéndose paso entre una muchedumbre que hacía las compras de Navidad. Pasó frente al cine Warner Bros., el salón de manicura Ester Ging y la zapatería Capozzi, vio cómo la gente entraba y salía de Kresge’s, Montgomery Ward y Woolworth’s, observó a un solitario Santa Claus del Ejército de Salvación que tocaba una campanilla de bronce. Al llegar al Commercial Banking and Trust Company, decidió entrar para cambiar un par de billetes de cincuenta por unos cuantos de cinco, diez y uno. Era una operación insignificante, pero no se le ocurría otra cosa que hacer en ese momento, y en vez de seguir deambulando en círculos, pensó que no sería mala idea estar dentro aunque sólo fuese unos minutos, para entrar un poco en calor.
Para su sorpresa, el banco estaba lleno de clientes.
Hombres y mujeres hacían cola de ocho y diez en fondo frente a las cuatro ventanillas con rejas de los cajeros, alineadas a lo largo de la pared de la izquierda. Hector se dirigió al final de la cola más larga, que era la segunda a partir de la puerta. Un momento después de ponerse en su sitio, una joven se puso en la cola que había a su izquierda. Parecía tener poco más de veinte años, y llevaba un grueso abrigo de lana con cuello de piel. Como no tenía nada mejor que hacer en aquel momento, Hector se puso a estudiarla con el rabillo del ojo. Tenía un rostro admirable y a la vez interesante, pensó, de pómulos altos y barbilla graciosamente definida, y le gustaba la mirada reflexiva y autosuficiente que descubrió en sus ojos. En los viejos tiempos, habría empezado a hablar inmediatamente con ella, pero ahora se contentó sólo con mirar, preguntándose cómo sería el cuerpo que ocultaba el abrigo e imaginando los pensamientos que bullían en el interior de aquella cabeza atractiva y encantadora. En un momento dado, ella dirigió inadvertidamente la mirada hacia donde él estaba y, al darse cuenta de la avidez con que tenía clavados los ojos en ella, le dedicó una sonrisa breve y enigmática. Hector movió la cabeza en respuesta a su sonrisa, al tiempo que le sonreía a su vez, y un momento después la expresión de la muchacha cambió. Entrecerró los ojos con aire de perplejidad, lo miró con ceño inquisitivo y Hector comprendió que le había reconocido. No cabía duda: había visto sus películas. Su rostro le resultaba conocido, y aunque no recordaba quién era, no tardaría más de treinta segundos en encontrar la respuesta.
Aquello le había ocurrido varias veces en los últimos tres años, y siempre se las había arreglado para largarse antes de que empezaran a hacerle preguntas. Pero justo cuando se disponía a hacerlo otra vez, se armó un gran revuelo. La muchacha estaba en la cola más próxima a la entrada, y como se había vuelto ligeramente hacia Hector, no vio que se abría una puerta a su espalda y entraba precipitadamente un hombre con un pañuelo rojo y blanco tapándole la cara. Llevaba un petate vacío en una mano y una pistola cargada en la otra. Era fácil saber que la pistola estaba cargada, observó Alma, porque lo primero que hizo el atracador fue disparar un tiro al techo. Al suelo, gritó, todo el mundo al suelo, y mientras los aterrorizados clientes hacían lo que el atracador les ordenaba, alargó el brazo y agarró a la primera persona que le pilló por delante. Todo fue una cuestión de distribución, arquitectura, topografía. La joven que estaba a la izquierda de Hector era la persona más próxima a la entrada, y por tanto fue a ella a quien cogió el atracador, que acabó apuntándole a la cabeza con la pistola. Que nadie se mueva, advirtió el hombre, que nadie se mueva o le salto la tapa de los sesos a esta pájara. Con gesto brusco y violento, la levantó en volandas y, medio a empujones medio arrastrándola, avanzó hacia las ventanillas. La llevaba cogida por detrás, rodeándole los hombros con el brazo izquierdo, el petate colgado del puño cerrado y, por encima del pañuelo, los ojos borrosos, desencajados, incandescentes de miedo. No es que Hector tomase la decisión consciente de hacer lo que hizo, sino que en el momento en que su rodilla tocó el suelo, se puso de nuevo en pie. No pretendía hacerse el héroe, y desde luego tampoco quería que lo matasen, pero fuera cuales fuesen sus emociones del momento, el caso era que no sentía miedo. Rabia, quizá, y más que una ligera inquietud por si ponía en peligro a la chica, pero no miedo por él mismo. Lo importante era el ángulo de aproximación. Una vez que diera el paso, no habría tiempo de detenerse ni de corregir la dirección, pero si se precipitaba sobre el atracador a toda velocidad, embistiéndolo por el lado derecho —por donde llevaba el petate—, no tendría más remedio que apartarse de la muchacha para apuntarle a él con la pistola. Era la única reacción lógica.
Cuando una bestia salvaje ataca de pronto, se olvida uno de todo menos de la bestia.
Y hasta ahí llegaba la historia de Hector, anunció Alma. Era capaz de contar todo lo sucedido hasta aquel momento, hasta el instante en que echó a correr hacia el atracador, pero no guardaba recuerdo alguno de la detonación, no se acordaba de la bala que le perforó el pecho derribándolo al suelo, no recordaba haber visto cómo se liberaba Frieda del atracador. Frieda se encontraba en mejor posición de ver lo que pasaba, pero como su única preocupación consistía en liberarse del abrazo del malhechor, también se perdió gran parte de lo que ocurrió a continuación. Vio que Hector caía al suelo, vio el agujero abierto en su chaqueta y la sangre que le brotaba a chorros, pero perdió de vista al asaltante y no se enteró de que trataba de huir. El disparo aún resonaba en sus oídos, y con tanta gente gritando y chillando a su alrededor, no oyó los otros tres tiros que el guardia del banco disparó por la espalda al atracador.
Pero ambos estaban seguros de la fecha. Quedó grabada en su memoria, y cuando Alma fue a consultar las microfichas en los sótanos del Sandusky Evening Herald, el Plain Dealer de Cleveland y otros periódicos locales, extintos y supervivientes, estuvo en condiciones de reconstruir por sí misma el resto de la historia. BAÑO DE SANGRE EN LA AVENIDA COLUMBUS. ATRACADOR MUERTO EN UN TIROTEO. EL HÉROE, TRASLADADO URGENTEMENTE AL HOSPITAL, decían algunos titulares. El hombre que casi acaba con la vida de Hector se llamaba Darryl Knox, alias Nutso Knox, de veintisiete años, antiguo mecánico de coches buscado en cuatro estados por una serie de asaltos a bancos y atracos a mano armada. Todos los periodistas celebraban su fallecimiento, llamando especialmente la atención sobre el magnífico disparo del guardia —que logró abatir a Knox justo cuando se escapaba por la puerta—, pero lo que más les interesaba era la audacia de Hector, que ensalzaban como la mayor demostración de valor que se había visto en aquellos parajes desde hacía muchos años. La muchacha estaba perdida, dijo uno de los testigos presenciales. Si ese tío no hubiera cogido al toro por los cuernos, no me atrevo a pensar dónde estaría ahora esa chica. La chica era Frieda Spelling, de veintidós años, descrita de forma muy diversa: a veces como pintora, a veces como recién licenciada en la Universidad Bernard (sic) y hasta como hija del difunto Thaddeus P. Spelling, notable filántropo y banquero de Sandusky. En un artículo tras otro, expresaba su agradecimiento al hombre que le había salvado la vida. Había tenido tanto miedo, declaró, había estado tan convencida de que iba a morir… Rezaba para que se recuperase de las heridas.
La familia Spelling se ofreció a pagar los gastos médicos del héroe, pero durante las primeras setenta y dos horas no era seguro que fuera a salvarse. Estaba inconsciente cuando lo llevaron al hospital, y con aquel traumatismo y tanta pérdida de sangre, sólo le daban una mínima posibilidad de superar los peligros de la conmoción y la infección, y de salir de allí por su propio pie. Los médicos le extirparon el pulmón izquierdo, que había quedado destrozado, le quitaron las esquirlas de metralla alojadas en los tejidos cercanos al corazón, y le volvieron a coser. Para bien o para mal, Hector había encontrado su bala. No había pretendido que ocurriera de aquella manera, dijo Alma, pero lo que no había logrado hacer por sí solo, otro lo había hecho por él, y la ironía estaba en que Knox acabó haciendo una pifia. Hector sobrevivió a su cita con la muerte. Simplemente se quedó dormido y, al despertar de su largo sueño, olvidó que alguna vez había querido suicidarse. El dolor era demasiado espantoso para reflexionar sobre algo tan complejo. Le ardían las entrañas, y en lo único que podía pensar ahora era en respirar una vez más, en seguir respirando sin que lo consumieran las llamas.
Al principio, sólo tenían una idea muy vaga de quién era. Le vaciaron los bolsillos y examinaron el contenido de su cartera, pero no hallaron ni carné de conducir, ni pasaporte, ni documentos de identidad de clase alguna.
Lo único que tenía nombre era una tarjeta de lector de una sucursal del distrito norte de la Biblioteca Pública de Chicago. H. Loesser, decía, pero no había ni dirección ni número de teléfono, nada que indicara su domicilio. Según los artículos publicados en la prensa a raíz del tiroteo, la policía estaba intentando obtener más información sobre él.
Pero Frieda sabía quién era; o al menos, creía saberlo.
Había estudiado en una universidad de Nueva York, y en 1928, cuando tenía diecinueve años y estaba en segundo de carrera, tuvo ocasión de ver seis o siete de las doce películas de Hector Mann. No porque le interesara el género cómico, sino porque las ponían con otros films, formaban parte del programa de dibujos animados y noticiarios que precedían a la película principal, de manera que conocía su personaje lo bastante bien como para reconocerlo a primera vista. Tres años después, cuando vio a Hector en el banco, la ausencia de bigote la desconcertó al principio.
Su cara le sonaba, pero no estaba segura de quién era, y antes de que pudiera recordar su nombre, Knox apareció a su espalda y le puso la pistola en la cabeza. Pasaron veinticuatro horas antes de que pudiera pensar de nuevo en ello, pero cuando el terror de haber estado a punto de morir empezó a suavizarse un poco, la respuesta le vino en un destello de súbita y abrumadora certidumbre. No importaba que, según parecía, se llamara Loesser. Había leído las noticias sobre la desaparición de Hector en 1929, y si no estaba muerto, como creía la mayoría de la gente, entonces estaba viviendo con nombre supuesto. Lo que no tenía sentido es que hubiese aparecido en Sandusky, Ohio, pero lo cierto era que había muchas cosas incomprensibles, y si las leyes de la física estipulaban que toda persona ocupaba una determinada cantidad de espacio en el mundo —lo que significaba que todo el mundo debía encontrarse necesariamente en algún sitio—, entonces ¿por qué no podía ser ese sitio Sandusky, Ohio? Tres días después, cuando Hector salió del coma y empezó a hablar con los médicos, Frieda fue a verlo al hospital para darle las gracias por lo que había hecho. No podía hablar mucho, pero lo poco que dijo llevaba la huella indiscutible de cierto acento extranjero. Su voz le resolvió la cuestión, y cuando se inclinó para darle un beso en la frente antes de marcharse del hospital, supo sin ningún género de dudas que debía la vida a Hector Mann.