3

Escribí el libro en menos de nueve meses. El manuscrito acabó teniendo más de trescientas páginas mecanografiadas, y cada una de ellas me costó una batalla. Si logré terminarlo, fue simplemente porque no hacía otra cosa. Trabajaba siete días a la semana, sentado a la mesa entre diez y doce horas diarias, y salvo por pequeñas excursiones a la calle Montague a hacer acopio de comida, papel, tinta y cintas para la máquina de escribir, rara vez salía del apartamento. No tenía teléfono, ni radio, ni televisión, ni vida social de especie alguna. Una vez en abril y otra en agosto fui en metro a Manhattan para consultar unos libros en la biblioteca pública, pero aparte de eso no me moví de Brooklyn. Aunque en realidad tampoco estaba en Brooklyn. Estaba en el libro, y el libro estaba en mi cabeza, y mientras siguiera allí dentro, podría seguir escribiéndolo. Era como vivir en una celda acolchada, pero de todas las vidas que podía haber llevado en aquel momento, era la única que tenía algún sentido para mí. No era capaz de relacionarme con el mundo, y sabía que si intentaba volver a él antes de que estuviera preparado, acabaría hecho trizas. Así que pasaba el tiempo encerrado en mi pequeño apartamento, escribiendo sobre Hector Mann.

Era un trabajo lento, y hasta absurdo, quizá, pero requirió toda mi atención durante nueve meses seguidos, y como estaba demasiado ocupado para pensar en otra cosa, probablemente me salvó de volverme loco.

A finales de abril, escribí a Smits para pedirle que me prolongara la excedencia durante el semestre de otoño.

Seguía estando indeciso sobre mis planes a largo plazo, le decía, pero a menos que las cosas cambiaran radicalmente en los meses siguientes, probablemente dejaría la enseñanza; si no para siempre, al menos durante una buena temporada. Esperaba que me perdonase. No era que hubiese perdido el interés. Simplemente no estaba seguro de que me sostuvieran las piernas cuando me levantara para hablar delante de los alumnos.

Poco a poco me iba acostumbrando a estar sin Helen y los niños, pero eso no quiere decir que adelantara mucho. No sabía quién era, ni tampoco lo que quería, y hasta que encontrara la manera de volver a vivir con los demás, sólo seguiría siendo medio humano. Mientras estuve escribiendo el libro, fui aplazando intencionadamente el momento de pensar en el futuro. Lo más sensato habría sido quedarse en Nueva York, comprar algunos muebles para el apartamento que tenía alquilado y empezar allí una nueva vida, pero cuando llegó la hora de dar el paso, me decidí en contra y volví a Vermont. Me encontraba entonces a punto de concluir la revisión, disponiéndome a mecanografiar la versión definitiva para presentarla a los editores, cuando de pronto se me ocurrió que Nueva York era el libro, y una vez que lo terminara tendría que irme de allí y marcharme a otra ciudad. Vermont era probablemente el sitio menos indicado, pero era territorio conocido, y sabía que al volver estaría otra vez cerca de Helen, que podría respirar el mismo aire que habíamos respirado juntos cuando ella vivía. Esa idea me confortaba. No podía volver a la vieja casa de Hampton, pero no faltarían más casas en otras ciudades, y mientras permaneciera aproximadamente por aquella zona podría continuar con mi delirante y solitaria vida sin tener que volver la espalda al pasado. Todavía no estaba preparado para abandonarlo.

Sólo había transcurrido año y medio, y quería seguir guardando luto. Lo único que necesitaba era otro proyecto en que trabajar, otro mar donde ahogarme.

Acabé comprando una casa en la ciudad de West T-, a unos cuarenta kilómetros al sur de Hampton. Era una casita ridícula, una especie de chalé de montaña prefabricado, con moqueta de pared a pared y una chimenea eléctrica, pero su fealdad era tan extrema que rayaba en lo precioso. No tenía encanto ni carácter, ni detalles amorosamente trabajados, nada que indujera a pensar que alguna vez podría convertirse en un hogar. Era un hospital para muertos vivientes, parada obligada de afligidos, y habitar en aquel interior anodino e impersonal equivalía a comprender que el mundo era una ilusión que había que reinventar cada día. Pese a todos sus fallos de concepción, sin embargo, las dimensiones de la casa me parecieron ideales. No era tan grande para que uno se sintiera perdido en ella, ni tan pequeña para tener la sensación de estar encerrado. Tenía una cocina con claraboyas en el techo; un salón a un nivel más bajo con un ventanal y dos paredes vacías lo bastante altas para poner estanterías donde colocar mis libros; una galería sobre el salón y tres habitaciones de proporciones idénticas: una para dormir, otra para trabajar y otra para almacenar las cosas que ya no era capaz de mirar pero que no me decidía a tirar. Por su forma y dimensiones era ideal para alguien que quisiera vivir solo, con la ventaja añadida de estar completamente aislada. Situada hacia la mitad de la ladera de una montaña y rodeada de espesos bosques de abedules, abetos y arces, sólo era accesible por un camino de tierra. Si no me apetecía ver a nadie, no tenía por qué hacerlo. Y lo más importante, nadie tendría que verme a mí.

Me mudé justo después del primero de año, en 1987, y durante las seis semanas siguientes me dediqué a cosas prácticas: montar librerías, instalar una estufa de leña, vender el coche y sustituirlo por una camioneta con tracción a las cuatro ruedas. Cuando nevaba, la montaña se volvía traicionera, y como se pasaba nevando casi todo el tiempo, me hacía falta un vehículo que me permitiera bajar y subir sin que cada viaje se convirtiera en una aventura. Contraté a un fontanero y a un electricista para que arreglaran cañerías y cables, pinté paredes, apilé leña para todo el invierno y compré un ordenador, una radio y un aparato que era a la vez, teléfono y fax. Mientras, El silencioso mundo de Hector Mann iba abriéndose paso poco a poco entre los tortuosos canales de las editoriales universitarias. A diferencia de otros libros, las obras de erudición no se publican ni se rechazan según el criterio de un solo responsable de la editorial. Se envían copias del manuscrito a diversos especialistas en la materia de que se trate, y no se toma una decisión hasta que éstos hayan leído la propuesta y enviado sus respectivos informes. Por ese trabajo se pagan unos honorarios mínimos (unos doscientos dólares, en el mejor de los casos), y como los especialistas suelen ser profesores que se dedican a dar clase y a escribir sus propios libros, el proceso a veces se alarga demasiado.

En mi caso, esperé desde mediados de noviembre hasta finales de marzo antes de recibir respuesta. Para entonces estaba tan absorto en otra cosa que casi se me había olvidado que les había mandado el manuscrito. Me alegré de que lo aceptaran, desde luego, estaba satisfecho de que mis esfuerzos hubieran dado un resultado concreto, pero no puedo decir que aquello significara mucho para mí.

Eran buenas noticias para Hector Mann, quizá, buena cosa para cazadores de antigüedades cinematográficas y aficionados a bigotes negros pero ahora que ya tenía esa experiencia en mi haber, rara vez volvía a pensar en ello. Y en las pocas ocasiones en que lo hacía, me parecía que el libro lo había escrito otra persona.

A mediados de febrero, recibí una carta de un antiguo compañero de estudios, Alex Kronenberg, que ahora era profesor en Columbia. Lo había visto por última vez en el funeral de Helen y los niños, y aunque no habíamos hablado desde entonces, seguía considerándolo un amigo de verdad. (Su carta de pésame había sido un modelo de elocuencia y compasión, la mejor de todas las que me enviaron). Empezaba esta última disculpándose por no haberse puesto antes en contacto conmigo. Había pensado mucho en mí, decía, y se había enterado por radio macuto de que no estaba en Hampton, de que había pedido la excedencia para pasar una temporada en Nueva York. Lamentaba que no lo hubiera llamado entonces. De haber sabido que estaba en la ciudad, le habría dado una inmensa alegría verme.

Ésas fueron sus palabras textuales —una inmensa alegría—, una expresión típica de Alex. En cualquier caso, añadía en el siguiente párrafo, la Universidad de Columbia le había encargado hacía poco que editara una nueva colección, la Biblioteca de Clásicos Mundiales. Un licenciado de la promoción de 1927 de la Escuela Técnica de Ingenieros de Columbia, que atendía por el incongruente nombre de Dexter Feinbaum, les había legado cuatro millones y medio de dólares para que pusieran en marcha la colección.

La idea consistía en reunir indiscutibles obras maestras de la literatura universal con arreglo a una selección uniforme. Se incluiría todo desde Meister Eckhart a Fernando Pessoa, y siempre que las traducciones existentes se considerasen inadecuadas, se encargarían versiones nuevas.

Es una empresa de locos, escribía Alex, pero me han puesto al frente de ella, nombrándome director literario, y pese al régimen de horas extraordinarias (ya no duermo más), debo admitir que estoy disfrutando mucho. En su testamento, Feinbaum elaboró una lista de los primeros cien libros que quería publicados. Se hizo rico fabricando revestimientos de aluminio, pero su gusto literario era impecable. Una de las obras incluidas en su lista es Mémoires d’outre-tombe, de Chateaubriand. Todavía no he leído la maldita cosa, nada menos que dos mil páginas, pero recuerdo lo que me dijiste una noche en 1971, en el campas de Yale —debía de ser cerca de aquella pequeña plaza que estaba justo frente al Beineke—, y te lo voy a repetir ahora. «Esta», me dijiste (enseñándome el primer volumen de la edición francesa y agitándolo en el aire), «es la mejor autobiografía jamás escrita». No sé si todavía sigues pensando lo mismo, pero probablemente no tengo que decirte que desde la publicación del libro en 1848 sólo se han hecho dos traducciones. Una en 1849 y otra en 1902. Ya es hora de que se haga otra, ¿no te parece? No tengo idea de si te sigue interesando la traducción de libros, pero en caso de que así sea, me encantaría que nos hicieras ésta.

Para entonces yo ya tenía teléfono. No es que esperase que me llamara alguien, pero pensé que debía ponerlo por si ocurría algo. No había vecinos por allá arriba, y si se me derrumbaba el tejado o se prendía fuego a la casa, quería estar en condiciones de pedir ayuda. Aquélla fue una de mis pocas concesiones a la realidad, un reconocimiento indirecto de que a fin de cuentas yo no era la única persona en el mundo. Normalmente, habría contestado a Alex por carta, pero dio la casualidad de que cuando abrí la carta aquella tarde estaba en la cocina, y tenía el teléfono allí mismo, justo en la encimera, a medio metro de mano. Alex se había mudado hacía poco, y debajo de la firma había escrito su nueva dirección y su número de ahora. Era demasiado tentador no aprovechar todo eso a la vez, así que cogí el aparato y marqué.

El teléfono sonó cuatro veces al otro lado de la línea, y luego se puso en marcha un contestador automático.

Inesperadamente, el mensaje lo decía un niño. Al cabo de tres o cuatro palabras reconocí la voz del hijo de Alex. Jacob debía de tener unos diez años por entonces, porque era más o menos año y medio mayor que Todd; o mejor dicho, año y medio mayor de lo que Todd habría sido en caso de que hubiera seguido viviendo. El niño dijo: Estamos al final de la novena. Las bases están ocupadas y hay dos jugadores eliminados. El marcador está cuatro a tres, mi equipo va perdiendo, y yo bateo. Si doy bola, ganamos el partido. Ahí viene el lanzamiento. Bateo. Es pelota rasa.

Suelto el bate y echo a correr. El segunda base recoge la bola rasa, lanza a la primera y quedo eliminado. Sí, tíos, eso es; estoy eliminado. Jacob está fuera. Lo mismo que mi padre, Alex; mi madre, Barbara; y mi hermana, Julie.

Ahora mismo toda la familia está fuera. Por favor, dejad un mensaje después del pitido y os llamaremos en cuanto recorramos las bases y volvamos a casa.

No era más que una simpleza encantadora, pero me descompuso. Cuando el pitido anunció el fin del mensaje, no se me ocurrió nada que decir, y en vez de dejar que la cinta siguiera corriendo en silencio, colgué. Nunca me había gustado hablar a esas máquinas. Me ponían nervioso, hacían que me sintiera incómodo, pero el escuchar a Jacob fue como una sacudida que me dejó hecho polvo, en un estado próximo a la desesperación. Su voz irradiaba demasiada felicidad, y entre las palabras resonaban demasiadas risas. Todd también había sido un niño inteligente y animado, pero no tenía ocho años y medio, sino siete, y seguiría teniendo siete incluso cuando Jacob fuese un hombre hecho y derecho.

Esperé unos minutos y luego lo volví a intentar. Ahora sabía lo que me esperaba, y cuando el mensaje se empezó a oír por segunda vez, me aparté el teléfono de la oreja para no tener que escucharlo. Parecía que el flujo de palabras no iba a acabar nunca, pero cuando el pitido lo cortó al fin, volví a ponerme el aparato en el oído y empecé a hablar. Alex, dije, acabo de leer tu carta, y quiero comunicarte que estoy dispuesto a hacer la traducción.

Considerando la extensión del libro, no deberías esperar una versión definitiva hasta dentro de dos o tres años.

Aunque supongo que eso ya lo sabes. Todavía estoy instalándome aquí, pero en cuanto sepa manejar el ordenador que me compré la semana pasada, pondré manos a la obra.

Gracias por el ofrecimiento. Andaba buscando algo que hacer, y creo que esto me gustará. Recuerdos a Barbara y los niños. Ya charlaremos; espero que sea pronto.

Me llamó aquella misma noche, tan sorprendido como satisfecho de que hubiese aceptado. Te lo dije simplemente por decir, me explicó, pero no habría estado bien que no te lo ofreciera a ti primero. No te imaginas lo contento que estoy.

Me alegro, le contesté.

Les diré que te envíen el contrato mañana. Simplemente para confirmarlo todo.

Lo que tú digas. El caso es que me parece que ya he dado con la traducción del título.

Mémoires d’outre-tombe. Memorias de ultratumba.

Me resulta un poco burdo. En cierto modo es demasiado literal, y al mismo tiempo difícil de entender.

¿Y qué se te ha ocurrido?

Memorias de un muerto.

Interesante.

No está mal, ¿verdad?

No, no está nada mal. Me gusta mucho.

Lo importante es que tiene sentido. Chateaubriand tardó treinta y cinco años en escribir ese libro, y no quería que lo publicaran hasta cincuenta años después de su muerte. Está escrito literalmente con la voz de un muerto.

Pero no esperaron cincuenta años. Lo publicaron en 1848, el mismo año de su muerte.

Tuvo problemas financieros. Su carrera política acabó a raíz de la Revolución de 1830, y contrajo muchas deudas. Madame Récamier, su amante desde hacía doce años —sí, esa Madame Récamier—, le convenció para que hiciera unas cuantas lecturas de las Memorias ante un público selecto en el salón de su casa. La idea consistía en encontrar a un editor dispuesto a pagar un anticipo a Chateaubriand, darle dinero por una obra que no vería la luz hasta dentro de bastantes años. El plan fracasó, pero las reacciones ante el libro fueron extraordinariamente buenas.

Las Memorias se convirtieron en el libro sin leer, inacabado e inédito más célebre de la historia. Pero Chateaubriand seguía arruinado. Así que a Madame Récamier se le ocurrió otra idea, y ésta sí que dio resultado; bueno, más o menos. Se creó una sociedad anónima, y los socios compraron acciones del manuscrito. Futuros literarios, podríamos llamar a eso, la misma operación que hacen en Wall Street especulando con el precio de la soja y los cereales. En efecto, Chateaubriand hipotecó su autobiografía para financiar su vejez. Le dieron un buen montón de dinero en mano, lo que le permitió pagar a sus acreedores y una renta vitalicia garantizada. Fue un arreglo espléndido.

El único problema era que Chateaubriand seguía viviendo. La sociedad se creó cuando él andaba por los sesenta y cinco años, y aguantó hasta los ochenta. Para entonces, las acciones habían cambiado varias veces de manos, y los amigos y admiradores que invirtieron primero ya habían muerto tiempo atrás. Chateaubriand era propiedad de un grupo de desconocidos. Lo único que les interesaba a éstos era cobrar los beneficios, y cuanto más tiempo seguía viviendo, más deseos tenían de que muriera. Esos últimos años debieron de ser muy deprimentes para él. Un anciano de salud delicada, casi inmovilizado por la artritis, Madame Récamier casi ciega, y todos sus amigos muertos y enterrados. Pero siguió revisando el manuscrito hasta el fin.

Qué historia tan agradable.

No muy divertida, supongo, pero puedo asegurarte que el viejo vizconde era capaz de escribir frases fabulosas.

Es un libro increíble, Alex.

Así que me dices que no te importa pasarte dos o tres años de tu vida en compañía de un francés bastante lúgubre, ¿no es así?

Acabo de pasarme un año con un cómico del cine mudo, y me parece que un cambio no me sentaría mal.

¿Cine mudo? No he oído nada de eso.

De uno que se llamaba Hector Mann. El otoño pasado acabé un libro sobre él.

Has estado ocupado, entonces. Eso está bien.

Tenía que hacer algo. Así que me decidí por eso.

¿Cómo es que nunca he oído hablar de ese actor?

No es que sepa mucho de cine, pero ese nombre no me suena.

Nadie lo conoce. Es mi cómico particular, un bufón que sólo actúa para mí. Durante doce o trece meses, he pasado con él todos los días de la mañana a la noche.

¿Quieres decir que estuviste con él de verdad? ¿O sólo es una forma de hablar?

Nadie ha estado con Hector Mann desde 1929. Está muerto. Tan muerto como Chateaubriand o Madame Récamier. Tanto como ese Dexter como se llame.

Feinbaum.

Tan muerto como Dexter Feinbaum.

Así que te has pasado un año viendo películas antiguas.

No exactamente. Me pasé tres meses viendo películas antiguas, y luego me encerré en una habitación y pasé nueve meses escribiendo sobre ellas. Probablemente sea lo más extraño que he hecho en la vida. Escribía sobre cosas que ya no podía ver, y tenía que representármelas en términos puramente visuales. Toda la experiencia fue como una alucinación.

¿Y qué me dices de los vivos, David? ¿Has pasado mucho tiempo con ellos?

El mínimo posible.

Eso pensaba que dirías.

El año pasado tuve una conversación en Washington con un hombre llamado Singh. El doctor J. M. Singh.

Una excelente persona, y disfruté mucho de su compañía.

Me hizo un gran favor.

¿Vas a algún médico ahora?

Por supuesto que no. Esta charla que estamos teniendo ahora es la conversación más larga que he mantenido con alguien desde entonces.

Debías haberme llamado cuando estuviste en Nueva York.

No estaba en condiciones.

Ni siquiera has cumplido los cuarenta, David. La vida sigue, ya sabes.

En realidad, los cumplo el mes que viene. El día quince voy a dar una fiesta monumental en el Madison Square Garden, y espero que Barbara y tú podáis asistir. Me sorprende que todavía no hayáis recibido la invitación.

Lo que pasa es que todo el mundo está preocupado por ti. No quiero meterme donde no me llaman, pero cuando alguien a quien aprecias se comporta de ese modo, es difícil quedarse de brazos cruzados viendo lo que pasa.

Ojalá me dejaras ayudarte.

Ya me has ayudado. Me has ofrecido trabajo, y te lo agradezco.

Eso es trabajo. Me refiero a la vida.

¿Y qué diferencia hay?

Mira que eres testarudo, joder.

Cuéntame algo sobre Dexter Feinbaum. Al fin y al cabo ese individuo es mi benefactor, y no tengo ni la menor idea de quién fue.

No querrás hablar de eso ahora, ¿verdad?

Como nuestro viejo amigo de la oficina de cartas no reclamadas solía decir: preferiría que no. Nadie puede vivir sin los demás, David. Sencillamente, no es posible.

Quizá no. Pero antes de mí no ha habido nadie como yo. A lo mejor yo soy el primero.

De la introducción a Memorias de un muerto (París, 14 de abril de 1846; revisada el 28 de julio):

Como me resulta imposible prever el instante de mi muerte, y como a mi edad los días concedidos a los hombres son únicamente momentos de gracia, o más bien de sufrimiento, me siento obligado a ofrecer unas palabras a modo de explicación.

El cuatro de septiembre cumpliré setenta y ocho años. Ya es hora de que deje un mundo que me está dejando rápidamente a mí, y al que no echaré de menos…

La triste necesidad, que siempre me ha tenido cogido por el cuello, me ha obligado a vender mis Memorias. Nadie puede imaginarse lo que he sufrido al verme obligado a empeñar mi tumba, pero debo este último sacrificio a mis solemnes promesas y a la coherencia de mi actos… Yo pensaba legarlas a Madame Chateaubriand. Ella las habría revelado al mundo o las habría eliminado, según su conveniencia.

Ahora más que nunca, creo que esta última solución habría sido preferible…

Las presentes Memorias se han compuesto en diferentes épocas y en diversos países. Por ese motivo ha sido necesario que añadiera prólogos para describir los lugares que tenía ante los ojos y los sentimientos que albergaba mi corazón cuando retomaba el hilo de la narración. Las formas cambiantes de mi vida se entremezclan, pues, unas con otras. A veces, en mis momentos de prosperidad, me ha ocurrido tener que hablar de mis días de penalidades; y en mis horas de tribulación volver a los periodos de felicidad. La juventud entrando en la edad provecta, la gravedad de los últimos años tiñendo y entristeciendo los años de inocencia, los rayos del sol cruzándose y fundiéndose desde el momento de su salida hasta el instante de su ocaso, han producido en mis historias una especie de confusión o, si se prefiere, cierta unidad misteriosa. La cuna tiene algo de la tumba; la tumba, algo de la cuna; los sufrimientos se convierten en placeres, los placeres en dolores; y ahora que acabo de concluir la lectura de estas Memorias, ya no estoy seguro de si son el producto de una mente juvenil o de una cabeza que la edad ha vuelto gris.

No sé si esta mixtura complacerá o desagradará al lector.

Nada puedo hacer para remediarlo. Es el resultado de mi cambiante fortuna, de la incoherencia de mi suerte. Sus tempestades no me han dejado a menudo más mesa para escribir que la roca contra la cual naufragaba.

Me han instado a que publicara en vida mía algunas partes de estas Memorias, pero prefiero hablar desde las profundidades de mi tumba. Mi narración irá así acompañada de aquellas voces que guardan en ellas algo sagrado porque salen del sepulcro. Si he sufrido lo suficiente en este mundo para convertirme en el otro en una sombra feliz, un rayo escapado de los Campos Elíseos arrojará una luz protectora sobre estas últimas imágenes mías. La vida me pesa demasiado; quizá la muerte me siente mejor.

Estas Memorias tienen especial importancia para mí.

A San Buenaventura le concedieron permiso para seguir escribiendo su libro después de la muerte. Yo no puedo esperar una gracia semejante, pero aunque sólo fuera eso me gustaría resucitar a media noche para corregir las pruebas del mío…

Si alguna parte de esta tarea me ha resultado más satisfactoria que otras, es la relacionada con mi juventud: el rincón más oculto de mi vida. En ella he tenido que revivir un mundo únicamente conocido por mí, y al deambular por aquel reino desaparecido sólo encontré silencio y recuerdos.

De todas las personas que he conocido, ¿cuántas seguirán hoy vivas?

… Si acaso muriera lejos de Francia, deseo que mis restos no se trasladen a mi país natal hasta que hayan pasado cincuenta años de su primera inhumación. Que a mi cuerpo se le evite una autopsia sacrílega; que nadie hurgue en mi cerebro sin vida ni en mi corazón extinto para descubrir el misterio de mi ser. La muerte no revela los secretos de la vida. La imagen de un cadáver viajando por correo me llena de horror, pero unos huesos secos y pulverizados se transportan fácilmente. Estarán menos fatigados en ese viaje final que cuando yo los arrastraba por este mundo, agobiados por la carga de mis penas.

Empecé a trabajar en esas páginas a la mañana siguiente de mi conversación con Alex. Pude hacerlo porque disponía de un ejemplar del libro (en la edición en dos volúmenes de La Pléiade, a cargo de Levaillant y Moulinier, completa, con variantes, notas y apéndices) que había tenido en las manos tres días antes de recibir la carta de Alex. A principios de aquella semana, había terminado de montar las librerías. Me había pasado varias horas todos los días sacando los libros de las cajas y colocándolos en los estantes, y en medio de esa aburrida operación me encontré en un momento dado con Chateaubriand. Hacía años que no echaba una mirada a las Memorias, pero aquella mañana, en el caos de mi sala de estar de Vermont, rodeado de cajas vacías y torres de libros sin clasificar, movido por un impulso las volví a abrir. Mis ojos cayeron inmediatamente en un breve pasaje del primer volumen. En él, Chateaubriand habla de una excursión a Versalles en compañía de un poeta bretón en junio de 1789. Era menos de un mes antes de la toma de la Bastilla, y a media visita vieron pasar a María Antonieta con sus dos hijos. Mirándome con una sonrisa, me saludó con la misma gracia con que lo había hecho el día de mi presentación. Jamás olvidaré aquella mirada suya, que pronto dejaría de existir. Cuando María Antonieta sonreía, los contornos de su boca eran tan nítidos que (¡horrible pensamiento!) el recuerdo de su sonrisa me permitió reconocer la mandíbula de aquella hija de reyes cuando se descubrió la cabeza de la infortunada mujer en las exhumaciones de 1815.

Era una imagen truculenta, impresionante, y seguí pensando en ella después de cerrar el libro y colocarlo en el estante. La cabeza cercenada de María Antonieta, desenterrada entre una fosa de restos humanos. En tres frases breves, Chateaubriand abarca veintiséis años. Va de la carne al hueso, de una vida chispeante a una muerte anónima, y en el abismo que se abre entre ambas yace la experiencia de toda una generación, los implícitos años de terror, brutalidad y locura. El pasaje me dejó anonadado, conmovido como no lo había estado en año y medio por influjo de palabra alguna. Y entonces, sólo tres días después de mi encuentro accidental con aquellas frases, recibí la carta de Alex en la que me pedía que tradujera el libro.

¿Se trataba de una coincidencia? Naturalmente que sí, pero en aquellos momentos tuve la impresión de que el acontecimiento era obra de mi voluntad, como si la carta de Alex hubiera completado en cierto modo una idea que yo había sido incapaz de articular. En el pasado, yo no me contaba entre los que creen en paparruchas místicas de ese tipo. Pero cuando se vive como yo vivía entonces, totalmente encerrado en mí mismo y sin molestarme en lanzar la más mínima mirada a mi alrededor, el punto de vista empieza a cambiar. Porque el caso era que la carta de Alex estaba fechada el lunes, día nueve, y yo la recibí el jueves, doce: tres días después. Lo que significaba que cuando él estaba en Nueva York escribiéndome acerca del libro, yo estaba en Vermont, con el libro en las manos.

No quisiera insistir en la importancia de esa coincidencia, pero entonces no podía dejar de interpretarla como una señal. Era como si yo hubiera pedido algo sin saberlo, y de pronto mis deseos se viesen cumplidos.

Así que lo preparé todo y me puse a trabajar otra vez.

Me olvidé de Hector Mann y pensé únicamente en Chateaubriand, enfrascándome en la monumental crónica de una existencia que no tenía nada que ver con la mía. Eso era lo que más me atraía del trabajo: la distancia, la tremenda lejanía que me separaba de lo que estaba haciendo. Me había gustado acampar durante un año en la Norteamérica del decenio de 1920; aún mejor era pasar un tiempo en la Francia de los siglos XVIII y XIX. Nevaba en mi pequeña montaña de Vermont, pero yo apenas me daba cuenta. Me encontraba en Saint-Malo y París, en Ohio y Florida, en Inglaterra, Roma y Berlín. Gran parte del trabajo era mecánico, y como yo era el sirviente del texto y no su creador, me exigía un esfuerzo de distinta especie del que había realizado al escribir El mundo silencioso. Traducir es un poco como echar carbón. Se recoge con la pala y se lanza al horno. Cada trozo es una palabra, y cada palada es otra frase, y si se tiene una espalda recia y suficiente energía para seguir con la tarea ocho o diez horas seguidas, se podrá mantener un buen fuego.

Con cerca de un millón de palabras a la vista, me sentía preparado para trabajar incansablemente el tiempo que fuese necesario, aunque el resultado fuese incendiar la casa.

Durante la mayor parte de aquel primer invierno, no salí a ningún sitio. Cada diez días, cogía el coche e iba a Brattleboro a comprar comida al Grand Union, pero eso era lo único con que me permitía interrumpir mi marcha habitual. Brattleboro quedaba bastante lejos, pero aquellos treinta kilómetros de más me evitaban encuentros fortuitos. La gente de Hampton solía hacer la compra en otro Grand Union, justo al norte de la universidad, y no había muchas probabilidades de que alguno de ellos apareciera en Brattleboro. Pero eso no significaba que no pudiera ocurrir, y pese a todos mis cautelosos planes, me salió el tiro por la culata. Una tarde de marzo, mientras cargaba el carro con papel higiénico en el pasillo seis, me encontré de frente con Greg y Mary Tellefson. Aquello terminó en una invitación a cenar, y aunque hice cuanto pude por librarme, Mary siguió haciendo malabarismos con las fechas hasta que me quedé sin excusas imaginarias. Doce noches después, cogí la camioneta y me dirigí a su casa, al extremo del campus de Hampton, a eso de un kilómetro de donde había vivido con Helen y los chicos.

Si sólo hubieran estado ellos dos no habría supuesto tal suplicio para mí, pero a Greg y Mary se les había ocurrido invitar a otras veinte personas, y yo no estaba preparado para afrontar semejante multitud. Todos se mostraban muy simpáticos, desde luego, y la mayoría de ellos probablemente se alegraba de verme, pero yo me sentía cohibido, fuera de mi elemento, y cada vez que abría la boca para decir algo, me encontraba diciendo lo que no debía.

Ya no estaba al tanto de los cotilleos de Hampton. Todos suponían que quería enterarme de las últimas intrigas y situaciones embarazosas, los divorcios y aventuras extramaritales, los ascensos y las peleas del claustro, pero lo cierto era que todo eso me parecía insoportablemente aburrido. Me apartaba de una conversación, y un momento después me veía rodeado por otro grupo de gente que charlaba de lo mismo pero en términos diferentes.

Ninguno tuvo la falta de tacto de mencionar a Helen (los profesores universitarios son demasiado educados para eso), y por tanto se limitaban a temas supuestamente neutrales: noticias recientes, política, deportes. Yo no tenía la menor idea de lo que hablaban. Hacía más de un año que no leía un periódico, y por lo que a mí respectaba, bien podían referirse a hechos que se hubieran producido en otro planeta.

La fiesta empezó con todo el mundo arremolinándose en la planta baja, entrando y saliendo de las habitaciones, juntándose durante unos minutos para luego separarse y formar otros grupos en otros cuartos. Yo fui del salón al comedor y de la cocina al estudio, y en algún momento Greg me abordó y me puso en la mano un whisky con soda. Lo cogí sin pensar y, como estaba inquieto y no me sentía cómodo, me lo bebí en unos veinticuatro segundos.

Era la primera copa que me tomaba en más de un año.

Había sucumbido a las tentaciones de diversos minibares de hotel mientras me documentaba sobre Hector Mann, pero juré no volver a tomar una gota de alcohol cuando me mudé a Brooklyn y me puse a escribir. No es que me muriese especialmente de ganas por beber cuando no tenía alcohol a mano, pero era consciente de que me faltaba muy poco para caer en un grave problema. Mi comportamiento a raíz del accidente me había convencido de ello, y si no me hubiera armado de valor para salir de Vermont cuando lo hice, probablemente no habría vivido lo suficiente para asistir a la fiesta de Greg y Mary; por no hablar de estar en condiciones de preguntarme por qué coño había vuelto.

Cuando acabé la copa, me dirigí al bar para servirme otra, pero esta vez prescindí de la soda y sólo añadí hielo.

Para la tercera, me olvidé del hielo y me lo serví seco.

Cuando la cena estuvo lista, los invitados se alinearon en torno a la mesa del comedor, se llenaron los platos y se dispersaron por las demás habitaciones de la casa en busca de sillas. Acabé en el estudio, apretujado entre el brazo del sofá y Karin Müller, lectora de alemán. Para entonces yo ya tenía la coordinación un poco floja, y estando allí sentado con un plato de estofado de ternera y ensalada en precario equilibrio sobre las rodillas, me volví para coger mi copa de detrás del sofá (donde la había dejado antes de sentarme), y nada más cogerla se me escapó de la mano.

Un cuádruple Johnny Walker se derramó en la nuca de Karin y luego, una décima de segundo después, el vaso resonaba contra su espina dorsal. Se sobresaltó —¿cómo no iba a sobresaltarse?—, y al hacerlo se le cayó su plato de estofado y ensalada, que no sólo chocó con el mío haciendo que se estrellara contra el suelo, sino que aterrizó boca abajo sobre mis piernas.

No era precisamente una catástrofe irreparable, pero yo había bebido demasiado para entenderlo, y con los pantalones súbitamente empapados de aceite de oliva y la camisa salpicada de salsa, me dio por sentirme agraviado.

No recuerdo lo que dije, pero fue algo insultante y cruel, una grosería totalmente gratuita, ¡Será patosa la bruja esta!, creo que fue. Aunque en vez de patosa quizá dije bruja imbécil, o a lo mejor será imbécil esta bruja patosa.

Cualquiera que fuese la expresión, indicaba una cólera que jamás debe manifestarse bajo ninguna circunstancia, y menos aún cuando se podía oír en toda una habitación llena de nerviosos y excitables profesores. Probablemente huelga decir que Karin no era ni patosa ni imbécil; y, lejos de parecer una bruja, era una mujer de treinta y tantos años, atractiva y de buena figura, que daba clases sobre Goethe y Hölderlin y siempre me había tratado con el mayor respeto y amabilidad. Unos momentos antes del incidente, me había invitado a dar una charla en una de sus clases, y yo estaba aclarándome la garganta y preparándome para decirle que tendría que pensarlo cuando se me cayó la copa. Fue enteramente culpa mía, y sin embargo di la vuelta de inmediato a la situación para echársela a ella. Fue un arranque de mal gusto, una prueba más de que no estaba preparado para salir de la jaula. Karin acababa de hacerme una insinuación amistosa, emitiendo, en realidad, tímidas y discretas señales de que estaba disponible para conversaciones más íntimas sobre otra serie de temas, y yo, que no había tocado a una mujer en casi dos años, me encontré respondiendo a aquellas indirectas casi imperceptibles e imaginando, de la forma grosera y vulgar en que suele hacerlo un hombre con demasiado alcohol en las venas, el aspecto que tendría completamente desnuda. ¿Fue por eso por lo que le solté aquella barbaridad? ¿Era tan grande mi odio hacia mí mismo que tuve que castigarla por haber suscitado en mí un atisbo de excitación sexual? ¿O es que en mi fuero interno sabía que ella no pretendía nada por el estilo y que todo aquel drama insignificante era invención mía, un instante de deseo provocado por la cercanía de su perfumado y cálido cuerpo?

Para empeorar las cosas, cuando ella se puso a llorar no lo sentí en absoluto. Entonces ya estábamos los dos de pie, y al ver que el labio inferior de Karin empezaba a temblar y que el rabillo de los ojos se le llenaba de lágrimas, me alegré, casi exultante por la consternación que había causado. En aquel momento había otras seis o siete personas en el estudio, y todas se habían vuelto a mirarnos después del primer grito de sorpresa de Karin. El ruido de platos contra el suelo había atraído hacia el umbral a otros cuantos invitados, y cuando solté mi odiosa observación, la oyó al menos una docena de testigos. Y después todo quedó en silencio. Fue un momento de estupor colectivo, y durante los segundos siguientes todo el mundo se quedó callado, sin saber qué hacer. En aquel pequeño y asfixiante intervalo de incertidumbre, el dolor de Karin se convirtió en rabia.

No tienes derecho a hablarme así, David, me dijo.

¿Quién te crees que eres?

Afortunadamente, Mary era una de las personas que se habían congregado en la puerta, y antes de que las cosas empeoraran aún más, entró apresuradamente en el cuarto y me cogió del brazo.

David no lo decía en serio, aseguró a Karin. ¿Verdad, David? Sólo ha sido una de esas cosas que se dicen sin pensar.

Sentí deseos de contradecirle, de soltarle una buena réplica para demostrarle que lo había dicho muy en serio, pero me contuve. Me costó toda mi capacidad de autocontrol, pero Mary se estaba tomando muchas molestias para apaciguar los ánimos, y en cierto modo yo era consciente de que lamentaría causarle más problemas. Aun así, no me disculpé, y tampoco traté de mostrarme agradable.

En vez de decir lo que quería decir, me liberé de su mano sacudiendo el brazo, salí del estudio y crucé el salón mientras mis antiguos colegas me miraban sin decir nada.

Fui derecho al piso de arriba, a la habitación de Greg y Mary. Pensaba coger mis cosas y marcharme, pero mi anorak estaba enterrado bajo un enorme montón de abrigos sobre la cama y no lo podía encontrar. Tras realizar algunas excavaciones, empecé a tirar abrigos al suelo, eliminando posibilidades para simplificar la búsqueda. Justo cuando había completado la mitad de la operación —más abrigos fuera que encima de la cama—, Mary apareció en la puerta. Era una mujer menuda, de cara redonda, mejillas rubicundas y pelo muy rizado, y al verla de pie en el umbral, con las manos en jarras, comprendí inmediatamente que estaba harta de mí. Me sentí como un niño a punto de ser reprendido por su madre, ¿Qué estás haciendo?, inquirió.

Buscando mi chaquetón.

Está en el armario de abajo. ¿No te acuerdas?

Creía que estaba aquí.

Está abajo. Greg lo colgó allí cuando llegaste. Tú mismo le buscaste una percha.

Vale, voy a buscarlo.

Pero Mary no estaba dispuesta a dejarme escapar tan fácilmente. Entró en la habitación, dio unos cuantos pasos, se agachó a recoger un abrigo y lo arrojó airadamente sobre la cama. Luego recogió otro y lo tiró también hacia la cama. Siguió recogiendo abrigos y cada vez que lanzaba uno a la cama, interrumpía a media frase lo que estaba diciendo. Los abrigos eran como signos de puntuación —súbitos guiones, presurosos puntos suspensivos, violentas exclamaciones—, cada uno de los cuales separaba sus palabras como un hachazo.

Cuando vayas abajo, me dijo, quiero que… hagas las paces con Karin… No me importa que tengas que ponerte de rodillas… para pedirle perdón… Todo el mundo está hablando de eso… Y si ahora no haces esto por mí, David…, nunca volveré a invitarte a venir a esta casa.

En primer lugar yo no quería venir, le contesté. Si no me hubieras forzado, no habría estado aquí para insultar a tus invitados. Y la fiesta de hoy podría haber sido igual de sosa y aburrida que todas las que has dado.

Necesitas asistencia médica, David… No se me olvida todo lo que has pasado…, pero la paciencia tiene un límite… Vete a ver a un médico antes de que te destroces la vida.

Vivo la vida que es posible para mí. Lo que no incluye asistir a las fiestas que des en tu casa.

Mary arrojó el último abrigo sobre la cama, y entonces, sin motivo aparente alguno, se sentó bruscamente y rompió a llorar.

Escucha, gilipuertas, dijo con voz queda. Yo también la quería. Tú estabas casado con ella, de acuerdo, pero Helen era mi mejor amiga.

No, no lo era. Helen era mi mejor amiga. Y yo era su mejor amigo. Tú no tienes nada que ver, Mary.

Eso puso punto final a la conversación. Me había mostrado tan duro con ella, tan terminante en mi rechazo de sus sentimientos, que no se le ocurrió nada más que decir. Cuando salí del dormitorio, estaba sentada de espaldas a mí, sacudiendo la cabeza de un lado a otro y mirando los abrigos.

Dos días después de la fiesta, la Universidad de Pensilvania me envió la noticia de que quería publicar mi libro.

En aquel momento llevaba casi cien páginas hechas de la traducción de Chateaubriand, y un año después, cuando se publicó El silencioso mundo de Hector Mann, ya había acabado otras mil doscientas. Si hubiera seguido trabajando a ese ritmo, lo habría terminado en otros siete u ocho meses. Añadamos a eso el tiempo necesario para las revisiones y modificaciones estilísticas, y en menos de un año podría haber entregado a Alex la traducción terminada.

Pero al final, aquel año sólo duró tres meses. Seguí adelante, acabando otras doscientas cincuenta páginas, y ya iba por el capítulo sobre la caída de Napoleón en el vigésimo tercer libro (la desgracia y lo maravilloso son gemelos, nacieron a la vez), cuando, una tempestuosa y húmeda tarde de principios de verano, me encontré la carta de Frieda Spelling en el buzón. Reconozco que al principio me quedé pasmado, pero una vez que le envié mi respuesta y reflexioné un poco sobre el asunto, logré convencerme de que se trataba de una patraña. Eso no implicaba que el hecho de contestar a Frieda hubiese sido un error, pero ahora que me había cubierto las espaldas, supuse que nuestra correspondencia terminaría ahí.

Nueve días después, volví a tener noticias suyas. Esta vez había escrito una hoja entera, y como encabezamiento llevaba un membrete en relieve azul con su nombre y dirección. Pensé en lo fácil que era encargar papel de correspondencia con membrete falso, pero ¿por qué se molestaría alguien en hacerse pasar por una persona de la que yo no había oído hablar jamás? El nombre de Frieda Spelling no significaba nada para mí. Bien podría haber sido la mujer de Hector Mann, pero lo mismo era una loca que vivía sola en mitad del desierto; aunque, desde luego, ya no tenía sentido negar su existencia.

Querido profesor, escribía. Sus dudas son perfectamente comprensibles, y no me sorprende en absoluto que se muestre reacio a creerme. La única manera de saber la verdad es aceptar la invitación que le hacía en mí anterior carta. Coja un avión, venga a Tierra del Sueño y conozca a Hector. Si le dijera que escribió y dirigió una serie de películas después de salir de Hollywood en 1929 —y que está dispuesto a proyectarlas aquí en el rancho, para usted—, quizá le interesaría venir. Hector tiene casi noventa años y su estado de salud no es muy bueno. Su testamento me ordena destruir las películas y los negativos a las veinticuatro horas de su muerte, y no sé cuánto tiempo durará. Le ruego que se ponga pronto en contacto conmigo. A la espera de su respuesta, reciba un cordial saludo, Frieda Spelling (Sra. de Hector Mann).

Una vez más, dominé el entusiasmo. Mi respuesta fue concisa, formal, incluso un tanto descortés, quizá, pero antes de comprometerme a nada tenía que saber si era digna de confianza. Quiero creerla, escribí, pero necesito pruebas. Si espera que yo vaya a Nuevo México, he de tener la seguridad de que sus afirmaciones son ciertas y de que, efectivamente, Hector Mann vive aún. En cuanto mis dudas se hayan resuelto, iré al rancho. Pero le advierto que no viajaré en avión. Cordialmente, D. Z.

No cabía duda de que volvería a escribir, a menos que la hubiese asustado. En ese caso, admitiría tácitamente que me había engañado y ahí se acabaría la historia. Yo no creía que fuese así, pero con independencia de lo que Frieda estuviese tramando, no tardaría mucho en averiguar la verdad. El tono de su segunda carta había sido urgente, casi suplicante, y si en realidad era quien decía ser, no iba a perder el tiempo escribiéndome otra vez. El silencio significaría que su impostura habría quedado al descubierto, pero si contestaba —y yo confiaba plenamente en ello—, no tardaría mucho en recibir su carta. La última había tardado nueve días en llegar. Si todo iba bien (sin retrasos ni meteduras de pata en correos), me figuraba que la siguiente tardaría todavía menos.

Hice lo que pude por estar tranquilo, por ceñirme a mi tarea y adelantar las Memorias, pero fue inútil. Estaba demasiado distraído, demasiado nervioso para prestarles la debida atención, y tras luchar por cumplir el cupo de páginas durante varios días seguidos, terminé por declarar una moratoria en el trabajo. A la mañana siguiente, muy temprano, me introduje en el armario de la habitación de invitados y saqué mis viejos archivos con la documentación sobre Hector, que había metido en cajas de cartón al terminar el libro. Eran seis cajas en total. Cinco de ellas contenían notas, esquemas y borradores de mi manuscrito, pero la última estaba repleta de toda clase de documentos preciosos: recortes, fotos, microfilmes, fotocopias de artículos, críticas de antiguas crónicas de sociedad, hasta la última referencia impresa a Hector Mann que había caído en mis manos. Hacía mucho tiempo que no miraba aquellos papeles, y como ya no tenía otra cosa que hacer sino esperar a que Frieda Spelling se pusiera de nuevo en contacto conmigo, me llevé la caja al estudio y pasé el resto de la semana rebuscando en ella. No creo que esperase descubrir algo que ya no supiera, pero el contenido de los archivos se me había vuelto un tanto borroso en la memoria, y tenía la impresión de que valía la pena echarle otra mirada. La mayor parte de la información que había recopilado no era muy fidedigna: artículos de la prensa sensacionalista, estupideces de revistas de admiradores, fragmentos de reportajes plagados de hipérboles, suposiciones erróneas y absolutas falsedades. Sin embargo, mientras tuviera presente que no debía creer lo que leyese, no veía motivo para que el ejercicio no resultase beneficioso.

Hector era objeto de cuatro reseñas entre agosto de 1927 y octubre de 1928. La primera apareció en el Bulletin de Kaleidoscope, órgano publicitario mensual de la recién creada compañía de producción de Hunt. En esencia, era un comunicado de prensa para anunciar el contrato que habían firmado con Hector, y como hasta el momento no era muy conocido, se encontraban en condiciones de inventar cualquier historia que sirviera a sus propósitos. Corrían los últimos días del latin lover de Hollywood, el periodo inmediatamente posterior a la muerte de Valentino, cuando los extranjeros morenos y exóticos aún atraían a las multitudes, y Kaleidoscope intentó capitalizar el fenómeno anunciando a Hector como Don Disparate, el seductor sudamericano con un toque cómico. Para apoyar la afirmación, le inventaron una intrigante serie de actividades artísticas, toda una carrera supuestamente anterior a su llegada a California: teatro de variedades en Buenos Aires, largas giras de vodevil por Argentina y Brasil, una serie de películas muy taquilleras producidas en México. Presentando a Hector como una estrella indiscutible, Hunt podía crearse buena reputación insinuando que tenía buen ojo para el talento artístico.

No era un simple recién llegado al mundo del cine, sino un jefe de estudio inteligente y emprendedor que había ganado a sus competidores el derecho a traer a un artista extranjero para ofrecérselo al público norteamericano. Era fácil que la gente se tragase esa mentira. Al fin y al cabo, nadie prestaba atención a lo que ocurría en otros países, y con tantísimas posibilidades imaginativas para elegir, ¿por qué ceñirse a los hechos?

Seis meses después, un artículo del número de febrero de Photoplay presentaba una visión más sobria del pasado de Hector. Para entonces ya se habían distribuido varias de sus películas, y como el interés por su obra crecía en todo el país, sin duda iba disminuyendo la necesidad de distorsionar su vida anterior. Firmaba el artículo una periodista de plantilla, Brigid O’Fallon, y por los comentarios que hacía en el primer párrafo sobre la mirada penetrante y la elástica musculatura de Hector, enseguida se comprendía que su única intención era halagarlo. Encantada por su marcado acento español y alabándolo al mismo tiempo por la soltura con que hablaba inglés, le pregunta por qué tiene nombre alemán. Es muy sencillo, contesta Hector. Mis padres nacen en Alemania, y yo también. Todos emigramos a Argentina cuando soy niño. Hablo el alemán con ellos en casa; el español, en el colegio. El inglés viene después, cuando estoy en Estados Unidos. Todavía un poco verde. La señorita O’Fallon le pregunta entonces cuánto tiempo lleva aquí, y Hector dice que tres años. Eso, desde luego, contradice la información publicada en el Bulletin de Kaleidoscope, y cuando Hector se pone a enumerar los trabajos que ha realizado desde su llegada a California (ayudante de camarero, vendedor de aspiradoras, peón caminero), no menciona ninguna ocupación anterior en el mundo del espectáculo. Nada que ver con la gloriosa carrera latinoamericana, según la cual era un personaje muy popular.

No es difícil rechazar las exageraciones del departamento de publicidad de Hunt, pero el simple hecho de que despreciaran la verdad no hacía que la historia de Photoplay fuese más exacta o verosímil. En el número de marzo de Picturegoer, un periodista llamado Randall Simms, contando una visita que hizo a Hector en el plató de El lío del tango, confiesa que se quedó enteramente pasmado al ver que esa máquina de hacer reír argentina habla un inglés impecable, con apenas un leve acento extranjero. Si no se sabe de dónde es, se juraría que se ha criado en Sandusky, Ohio. La intención de Simms es laudatoria, pero su comentario suscita inquietantes cuestiones sobre los orígenes de Hector. Aunque se acepte que Argentina fue el país donde transcurrió su niñez, parece haberse marchado a Estados Unidos mucho antes de lo que sugiere el artículo. En el siguiente párrafo, Simms cita las siguientes palabras de Hector: Fui un chico muy malo. Mis padres me echaron de casa cuando tenía dieciséis años, y nunca volví. Con el tiempo viajé al Norte y acabé en Estados Unidos. Desde el principio, sólo tenía una idea en la cabeza: triunfar en el cine. El hombre que pronuncia esas palabras no se parece en absoluto al que Brigid O’Fallon había entrevistado un mes antes. ¿Utilizaba el marcado acento extranjero como recurso cómico, o es que Simms desfigura a propósito la verdad, poniendo de relieve el dominio de Hector de la lengua inglesa con objeto de convencer a los productores de sus posibilidades como actor del cine sonoro para los meses y años siguientes? Puede que ambos se confabulasen para hacer el artículo, o quizá hubo un tercero que sobornó a Simms; Hunt, posiblemente, quien para entonces tenía graves problemas económicos. ¿Acaso Hunt trataba de incrementar el valor de Hector en el mercado para traspasarlo a otra productora? Es imposible saberlo, pero cualesquiera que fuesen los motivos que impulsaron a Simms, y por mal que O’Fallon hubiese transcrito las declaraciones de Hector, ambos artículos no concuerdan, por mucho que quiera justificarse a los periodistas.

La última entrevista que publicaron de Hector apareció en el número de octubre de Picture Play. Por lo que dice a B. T. Barker —o al menos lo que Barker quiere hacernos creer que dijo—, parece probable que nuestro héroe contribuyó personalmente a crear esa confusión. Esta vez, sus padres proceden de la ciudad de Stanislav, en el extremo oriental del Imperio austrohúngaro, y la lengua materna de Hector es el polaco, no el alemán. Se marchan a Viena cuando él tiene dos años, se quedan allí seis meses, y luego se van a Estados Unidos, donde pasan tres años en Nueva York y un año en el Medio Oeste antes de levantar el campo de nuevo e instalarse en Buenos Aires.

Barker lo interrumpe para preguntarle dónde vivían en el Medio Oeste, y Hector, con toda la calma, responde: En Sandusky, Ohio. Justo seis meses antes, Randall Simms había mencionado Sandusky en su artículo del Picturegoer, no como un sitio real, sino como una metáfora, un ejemplo de ciudad norteamericana. Ahora Hector se apropia de la ciudad y la incorpora a su historia, quizá por el simple motivo de que le atrae la áspera y cadenciosa música de las palabras. Sandusky, Ohio, tiene una agradable sonoridad, y el brusco y ternario ritmo sincopado se ajusta a las reglas de la métrica con toda la fuerza y precisión de un verso bien construido. Su padre, según afirma, era un ingeniero de caminos especializado en la construcción de puentes. Su madre, la mujer más guapa del mundo, era bailarina, cantante y pintora. Hector los adoraba a los dos, era un niño religioso, que se portaba muy bien (al contrario que el niño malo del artículo de Simms), y hasta su trágica muerte en un accidente de barco cuando él tenía catorce años, pensaba seguir los pasos de su padre y hacerse ingeniero. La muerte repentina de sus padres lo cambió todo. Desde el momento en que se quedó huérfano, sigue diciendo, su único sueño era volver a Estados Unidos y empezar allí una nueva vida. Hizo falta una larga serie de milagros antes de que eso pasara, pero ahora que ha vuelto, está seguro de que éste es el sitio donde siempre ha querido estar.

Puede que algunas de esas declaraciones sean ciertas, pero no muchas; quizá no lo sea ni una sola. Esa es la cuarta versión que da de su pasado, y aunque todas tienen determinados elementos en común (padres que hablan alemán o polaco, temporada en Argentina, emigración del viejo al nuevo mundo), todo lo demás está sujeto a variaciones. En un momento dado, se muestra práctico y perspicaz en la versión que da de sí mismo; en otro momento, se vuelve asustadizo y sentimental. Frente a un periodista actúa como un provocador, pero ante otro se muestra humilde y gazmoño; nace rico, nace pobre; tiene marcado acento extranjero, habla sin ningún acento. Si se suman todas esas contradicciones, no se llega a nada concreto: el retrato de un hombre con tantas personalidades e historias familiares que se ve reducido a un montón de fragmentos, a un rompecabezas cuyas piezas ya no encajan. Cada vez que se le formula una pregunta, da una respuesta diferente. Un torrente de palabras fluye de sus labios, pero está resuelto a no decir lo mismo dos veces. Da la impresión de que oculta algo, de que protege un secreto, pero encara sus confusiones con tal gracia y chispeante buen humor que nadie parece darse cuenta. Para la prensa es irresistible. Hace reír a los periodistas, los divierte con pequeños trucos de magia, y al cabo de un tiempo dejan de insistir sobre los hechos y se rinden ante el magnífico espectáculo. Hector sigue improvisando sobre la marcha, pasando a una velocidad frenética de los adoquinados bulevares de Viena a las eufónicas llanuras de Ohio, y al cabo empieza uno a preguntarse si se trata de un juego de equívocos o simplemente de un desatinado intento de combatir el aburrimiento. Puede que sus mentiras sean inocentes. Quizá no pretenda engañar a nadie, sino que esté buscando un medio de entretenerse. Al fin y al cabo, las entrevistas pueden resultar un trámite aburrido. Si todo el mundo hace las mismas preguntas, a lo mejor hay que contestarlas de manera diferente, sólo para mantenerse despierto.

Nada era seguro, pero tras pasar por el tamiz todo ese revoltijo de recuerdos fraudulentos y anécdotas espurias, tuve la impresión de haber descubierto un dato de menor importancia. En las tres primeras entrevistas, Hector evita mencionar el lugar de su nacimiento. Cuando le pregunta O’Fallon, dice que Alemania; cuando le pregunta Simms, contesta que Austria; pero en ninguna de esas circunstancias facilita detalle alguno: ni pueblo, ni ciudad, ni región. Sólo cuando habla con Barker se abre un poco y colma las lagunas, Stanislav había formado parte de Austria-Hungría, pero tras la disolución del imperio y el fin de la guerra pasó a integrarse en Polonia. Para los estadounidenses, Polonia es un país remoto, aún más que Alemania, y con Hector haciendo todo lo que podía para difuminar sus orígenes extranjeros, era extraño que admitiese como lugar de nacimiento una ciudad con ese nombre. La única razón que podía haber tenido para hacerlo, en mi opinión, es que era cierto.

No había manera de confirmar esa sospecha, pero no tenía sentido que Hector hubiera mentido en eso. Polonia no le convenía mucho, y si había decidido inventarse unos antecedentes falsos, ¿para qué iba a molestarse en mencionar siquiera ese país? Fue un error, una falta de atención, y en cuanto Barker se da cuenta del descuido, Hector intenta arreglar las cosas. Si acaba de revelarse como demasiado extranjero, ahora contrarrestará el fallo insistiendo en sus credenciales norteamericanas. Se sitúa en Nueva York, ciudad de emigrantes, y luego remacha el clavo trasladándose al interior, Y ahí es donde entra en escena Sandusky, Ohio. Se saca el nombre de la manga, recordándolo de una reseña publicada seis meses antes, y se lo suelta al confiado B. T. Barker. Eso sirve muy bien a sus propósitos. Desvía del tema al periodista, que, en lugar de hacerle preguntas sobre Polonia, se retrepa en el asiento y se pone a recordar con Hector los campos de alfalfa del Medio Oeste.

Stanislav está situada un poco al sur del río Dniester, a medio camino entre Lvov y Czernowitz, en la provincia de Galitzia. Si ésa es su tierra natal, entonces sobran motivos para suponer que era judío. El hecho de que en esa región abundaban las colonias judías no fue suficiente para convencerme, pero asociando la población judía a la circunstancia de que su familia se marchara de la zona, el argumento resulta bastante convincente. En esa parte del mundo los únicos que emigraban eran judíos, y empezando con los pogromos rusos del decenio de 1880, centenares de miles de inmigrantes que hablaban yídish se dispersaron por Europa occidental y Estados Unidos. Muchos de ellos también se dirigieron a Sudamérica. Sólo en Argentina, la población judía pasó de seis mil a más de cien mil entre el cambio de siglo y el estallido de la Primera Guerra Mundial. Sin duda alguna, Hector y su familia contribuyeron a engrosar las estadísticas. Porque si no lo hicieron, sería casi imposible que hubieran acabado en Argentina.

En aquel momento de la historia, las únicas personas que viajaban de Stanislav a Buenos Aires eran judíos.

Estaba orgulloso de mi pequeño descubrimiento, pero eso no quería decir que le atribuyera gran importancia. Si Hector ocultaba efectivamente algo, y si ese algo resultaba ser la religión en la que se había criado, entonces todo lo que yo había descubierto sería la forma más pedestre de hipocresía social. En aquellas fechas no era un delito ser judío en Hollywood. Era simplemente algo de lo que se prefería no hablar. Para entonces Jolson ya había realizado El cantor de jazz, y los cines y teatros de Broadway se llenaban de público que pagaba para ver a Eddie Cantor y Fanny Brice, para escuchar a Irving Berlin y a los Gershwin, para aplaudir a los Hermanos Marx. Ser judío pudo haber sido una carga para Hector. Quizá le molestara ese hecho, e incluso lo avergonzara, pero me resultaba difícil imaginar que lo hubieran asesinado por eso. Siempre hay algún fanático por ahí suelto con suficiente odio en el pecho para matar judíos, desde luego, pero quien hace eso quiere que su crimen se conozca, desea utilizarlo como ejemplo para asustar a otros, y cualquiera que pudiese haber sido el destino de Hector, una cosa era cierta, y es que nunca se había hallado su cadáver.

Desde el día que firmó con Kaleidoscope hasta la fecha de su desaparición, la carrera de Hector duró diecisiete meses en total. Por breve que fuera ese periodo, alcanzó cierto grado de reconocimiento y, a principios de 1928, su nombre ya empezaba a figurar en las crónicas sociales de Hollywood. En el curso de mis viajes yo había conseguido recuperar unos veinte documentos de ese tipo en diversos archivos microfilmados. Tuvieron que escapárseme muchos otros, por no hablar de los que se habían destruido, pero por escasas e insuficientes que fueran, tales menciones demostraban que Hector no era de los que se quedan en casa después de anochecer. Se le veía en restaurantes y clubs nocturnos, en fiestas y estrenos cinematográficos, y casi siempre que aparecía impreso, su nombre iba acompañado de una alusión a su fascinante magnetismo, su mirada arrebatadora o su rostro de deslumbrante atractivo. Eso era especialmente cierto cuando el artículo lo firmaba una mujer, pero también los hombres sucumbían a sus encantos. Uno de ellos, que escribía con el nombre de Gordon Fly (su columna se titulaba La mosca en la pared), llegó a afirmar que Hector estaba desperdiciando sus dotes de actor con la comedia y que debería dedicarse al drama. Con ese perfil, afirmaba Fly, es un agravio al sentido de la armonía estética ver cómo el elegante Señor Mann arriesga la nariz golpeándose una y otra vez con paredes y farolas. El público estaría mejor servido si dejara esos peligrosos números para dedicarse a besar a mujeres bonitas. Seguro que hay muchas actrices jóvenes en la ciudad que estarían dispuestas a aceptar ese papel. Mis fuentes me aseguran que Irene Flowers ya ha realizado varias audiciones, pero según parece el apuesto hidalgo ha echado el ojo a Constance Hart, la mismísima chica Vigor y Vitalidad, siempre tan popular. Esperamos con impaciencia los resultados de esas pruebas cinematográficas.

Sin embargo, la mayor parte del tiempo Hector no recibía de los periodistas más que una atención breve y superficial. Todavía no daba para un artículo extenso, no era más que un prometedor recién llegado entre otros muchos, y al menos en la mitad de las reseñas que pude consultar aparecía únicamente su nombre: normalmente junto a alguna mujer, que tampoco era más que un nombre.

Se vio a Hector Mann en compañía de Sylvia Noonan en el Feathered Nest. Hector Mann salió anoche a la pista de baile del Gibraltar Club con Mildred Swain. Hector Mann se rió mucho con Alice Dwyers, degustó unas ostras con Polly McCracken, hizo manitas con Dolores Saint John, entró discretamente en un tugurio clandestino con Fiona Maar. En total conté los nombres de ocho mujeres diferentes, pero ¿quién sabe con cuántas más salió aquel año?

Mi información se limitaba a los artículos que había logrado encontrar, y esas ocho bien podrían haber sido veinte, o quizá más.

Cuando se publicó la noticia de la desaparición de Hector el siguiente mes de enero, poca atención se prestó a su vida amorosa. Seymour Hunt se había ahorcado en su habitación justo tres días antes, y en vez de tratar de encontrar pruebas de algún amargo idilio o de una secreta aventura amorosa, la policía centró sus esfuerzos en las tormentosas relaciones de Hector con el corrupto banquero de Cincinnati. Probablemente resultaba demasiado tentador no establecer una conexión entre ambos escándalos. Tras la detención de Hunt, Hector había declarado, según decían, que se alegraba de ver que los norteamericanos aún tenían sentido de la justicia. Una fuente anónima, descrita como uno de sus amigos íntimos, informó de que Hector, en presencia de media docena de personas, había afirmado lo siguiente: Ese individuo es un sinvergüenza. Me ha estafado miles de dólares y ha intentado destruir mi carrera. Me alegro de que lo hayan metido en la cárcel. Tiene lo que se merece, y no me inspira ninguna lástima. En la prensa empezaron a circular rumores de que Hector había sido uno de los que delataron a Hunt a las autoridades. Los partidarios de esa teoría afirmaban que ahora que Hunt estaba muerto, sus socios habían eliminado a Hector con objeto de evitar que se filtraran más revelaciones al público. Algunas versiones llegaban incluso a sugerir que la muerte de Hunt no había sido un suicidio, sino un asesinato arreglado para que pareciese un suicidio: el primer paso de una minuciosa confabulación tramada por sus amigos de los bajos fondos para borrar el rastro de sus crímenes.

Esa versión era la que relacionaba los hechos con el mundo del hampa. En los Estados Unidos del decenio de 1920, tal enfoque debía de parecer bastante verosímil, pero sin un cadáver que respaldara la hipótesis la investigación policial empezó a zozobrar. La prensa siguió manipulando el asunto durante un par de semanas, publicando historias sobre las prácticas comerciales de Hunt y el ascenso del elemento delictivo en la industria cinematográfica, pero cuando no pudo establecerse relación concreta alguna entre la desaparición de Hector y la muerte de su antiguo productor, los periodistas empezaron a buscar otros motivos y explicaciones. Todo el mundo estaba intrigado por la proximidad de ambos sucesos, pero desde el punto de vista de la lógica no tenía mucho fundamento suponer que uno de ellos fuera la causa del otro. De la contigüidad de los hechos no se infería necesariamente relación alguna, aunque su cercanía en el tiempo sugiriese otra cosa.

Ahora bien, cuando empezaron a seguirse otras líneas de investigación, resultó que muchas de las pistas ya se habían enfriado. Dolores Saint John, mencionada en varios artículos anteriores como la prometida de Hector, se marchó discretamente de la ciudad para volver a casa de sus padres, en Kansas. Pasó un mes entero antes de que los periodistas la encontraran, y cuando lo consiguieron, Dolores se negó a hablar con ellos, alegando que estaba demasiado afligida por la desaparición de Hector para hacer declaraciones. Sólo formuló una observación: Estoy deshecha. Después de lo cual no volvió a saberse más de ella.

Actriz joven y atractiva que había trabajado en media docena de películas (incluidas El utilero y Don Nadie, en las que hacía el papel de hija del sheriff y mujer de Hector, respectivamente), abandonó impulsivamente la carrera y desapareció del mundo del espectáculo.

Jules Blaustein, el cómico que había trabajado con Hector en las doce películas de Kaleidoscope, contó a un periodista de Variety que Hector y él habían estado colaborando en una serie de guiones para comedias sonoras, y que su socio literario había hecho gala de un excelente ánimo. Lo había visto todos los días desde mediados de diciembre y, a diferencia de todos a quienes hicieron entrevistas acerca de Hector, hablaba de él en tiempo presente. Es cierto que con Hunt las cosas acabaron de manera bastante desagradable, reconocía Blaustein, pero Hector no fue el único que recibió un trato injusto en Kaleidoscope. A todos nos dieron un buen palo, y aunque él se llevó la peor parte, no es de los que guardan rencor a nadie. Tiene todo el futuro por delante, y en cuanto su contrato con Kaleidoscope se acabó, empezó a pensar en otras cosas. Conmigo ha trabajado mucho, con mayor ahínco del que nunca le he visto, y la mente le bullía de ideas nuevas. Cuando lo perdí de vista, ya teníamos casi acabado nuestro primer guión —una comedia divertidísima, titulada Punto y raya— y estábamos a punto de firmar un contrato con Harry Cohn en Columbia. El rodaje debía empezar en marzo. Hector iba a dirigir e interpretar un papel mudo, pequeño pero muy cómico, y si a usted le parece que esa actitud es propia de alguien que está pensando en suicidarse entonces es que no conoce en absoluto a Hector. Es absurdo pensar que fuera a quitarse la vida. A lo mejor se la quitó alguien, pero eso supondría que tenía enemigos, y desde que lo conozco nunca he visto que le cayera gordo a nadie. Es todo un señor, y me gusta trabajar con él.

Nos podemos pasar el día pensando en lo que ha pasado, pero apuesto lo que sea a que está vivo y anda por ahí, y que simplemente una noche tuvo una de esas furiosas inspiraciones suyas y se largó para estar solo durante una temporada. No hacen más que decir que está muerto, pero no me sorprendería que Hector apareciera ahora mismo por esa puerta, dejara el sombrero sobre la silla y dijera: «Venga, Jules, vamos a trabajar.»

Columbia confirmó que estaban negociando con Hector y Blaustein un contrato de tres películas que incluía Punto y raya y otras dos comedias. Aún no había nada firmado, aseguró el portavoz, pero ya que las condiciones se habían resuelto a satisfacción de ambas partes, el estudio estaba deseando dar la bienvenida a Hector en el seno de la familia. Las observaciones de Blaustein, asociadas a la declaración de Columbia, rebaten la idea de que la carrera de Hector se encontraba en un callejón sin salida, en la que insistía cierta prensa sensacionalista como posible motivo de suicidio. Pero los hechos demostraban que las perspectivas de Hector distaban mucho de ser sombrías. El desastre de Kaleidoscope no había quebrantado su ánimo, según anunciaba Los Ángeles Record el 18 de febrero de 1929, y como no apareció carta ni nota alguna para apoyar la posibilidad de que Hector se hubiera quitado la vida, la teoría del suicidio empezó a perder pie frente a una serie de azarosas conjeturas y suposiciones descabelladas: secuestros que salieron mal, accidentes extraños, acontecimientos sobrenaturales. Mientras, la policía no realizaba avance alguno en el caso Hunt, y aunque afirmaban que se estaban siguiendo varias pistas prometedoras (Los Ángeles Daily News, 7 de marzo de 1929), nunca señalaron a más sospechosos. Si habían asesinado a Hector, no existían pruebas suficientes para acusar a nadie del crimen. Si se trataba de un suicidio, los motivos no estaban claros para nadie. Unos cuantos cínicos sugirieron que su desaparición no era sino un truco publicitario, una maniobra barata orquestada por Harry Cohn en Columbia para llamar la atención sobre su nueva estrella, y que cabía esperar su milagrosa reaparición el día menos pensado. Aquello parecía tener sentido, si bien de una manera un tanto disparatada, pero a medida que pasaban los días y Hector seguía sin aparecer, esa teoría demostró ser tan errónea como todas las demás. Cada uno tenía su propia opinión de lo que le había ocurrido a Hector, pero el caso era que nadie sabía una palabra a ciencia cierta. Y si alguien sabía algo, no abría la boca.

El asunto apareció en primera plana durante mes y medio, pero luego el interés empezó a decaer. No había nuevos descubrimientos de que informar, ni nuevas posibilidades que examinar, y al final la prensa desvió la atención hacia otros asuntos, A finales de primavera, Los Ángeles Examiner publicó el primero de una serie de artículos que apareció de manera intermitente a lo largo de los dos años siguientes en la cual siempre intervenía alguien que presuntamente había visto a Hector en un lugar improbable y remoto —los llamados avistamientos de Hector—, pero tales historias eran poco más que bagatelas, pequeños artículos de relleno escondidos al pie de la página del horóscopo, una especie de chiste permanente para los enterados de Hollywood. Hector en Utica, Nueva York, trabajando de contratista de mano de obra. Hector en la Pampa, con su circo itinerante. Hector en los barrios bajos. En marzo de 1933 Randall Simms, el periodista que lo había entrevistado para Picturegoer cinco años antes, publicó un artículo en el suplemento dominical del Herald-Express titulado «¿Qué ha sido de Hector Mann?».

Prometía nuevos datos sobre el caso, pero aparte de insinuar un desesperado y complejo triángulo amoroso en el que Hector bien podría estar implicado o no, se trataba esencialmente de un refrito de las historias aparecidas en 1929 en los periódicos de Los Ángeles. Un artículo similar, escrito por un tal Dabney Strayhorn, apareció en un número del Collier’s de 1941, y un libro de 1957 con el titulito de Escándalos y misterios de Hollywood, escrito por Frank C. Klebald, dedicaba un breve capítulo a la desaparición de Hector, que tras un detenido examen resultaba ser un plagio casi palabra por palabra del artículo publicado por Strayhorn en la mencionada revista. Quizá se escribieran otros artículos y otros libros a lo largo de los años, pero yo no los conocía. Sólo contaba con el contenido de la caja, y lo que había dentro era todo lo que había podido descubrir.