Esto es después de que la policía me lea mis derechos. Después de que me esposen las manos detrás de la espalda y me lleven en coche a la comisaría. Esto es después de que el primer policía llegue al escenario, vea los cadáveres y diga:
—Jesucristo bendito.
Después de que los enfermeros saquen al cocinero muerto de la parrilla, le echen un vistazo a su cara frita y se vomiten en las manos. Esto es después de que la policía me conceda mi única llamada telefónica y yo llame a Helen y le diga que lo siento pero que se ha acabado. Y de que Helen me diga:
—No te preocupes. Yo te salvaré.
Después de que me tomen las huellas dactilares y me hagan la foto policial. Después de que me confisquen la cartera y las llaves y el reloj. De que pongan mi ropa, mi chaqueta deportiva marrón y mi corbata azul en una bolsa de plástico marcada con mi nuevo número de criminal. Después de que la policía me acompañe por un pasillo frío de bloques de hormigón, desnudo, hasta una sala de cemento frío. Después de que me dejen a solas con un viejo funcionario fornido, con el pelo al rape y las manos del tamaño de guantes de béisbol. A solas en una sala sin nada más que una mesa, la bolsa con mi ropa y un frasco de vaselina.
Después de quedarme a solas con ese viejo buey entrecano, se pone un guante de látex y dice:
—Por favor, gírese hacia la pared, inclínese y use las manos para separarse las nalgas.
Yo pregunto: ¿Qué?
Y ese gigante de ceño fruncido mete dos dedos enguantados en el frasco de vaselina, los remueve y dice:
—Inspección de cavidades corporales —dice—. Ahora gírese.
Y cuento uno, cuento dos, cuento tres…
Y me giro. Y me inclino. Me agarro una nalga con cada mano y las separo.
Cuento cuatro, cuento cinco, cuento seis…
Yo y mi suspenso en ética. Igual que Waltraud Wagner y Jeffrey Dahmer y Ted Bundy, soy un asesino en serie y así es como empieza mi castigo. Prueba de mi libre albedrío. Este es mi camino a la salvación.
Y la voz del poli, ronca y oliendo a cigarrillos, dice:
—Procedimiento convencional para todos los detenidos considerados peligrosos.
Y cuento siete, cuento ocho, cuento nueve…
Y el poli dice con voz ronca:
—Va a sentir una ligera presión, así que relájese.
Y yo cuento diez, cuento once, cuento…
Y mierda.
¡Mierda!
—Relájese —dice el poli.
¡Mierda, mierda, mierda, mierda, mierda, mierda!
El dolor es peor que cuando Mona me hurgaba con sus pinzas al rojo vivo. Es peor que el alcohol de frotar limpiándome la sangre. Me agarro las nalgas y aprieto los dientes, con el sudor corriéndome por las piernas. Me gotea sudor de la frente encima de la nariz. Dejo de respirar. Las gotas caen a plomo y estallan entre mis pies descalzos, mis pies plantados bien separados en el suelo.
Algo enorme y duro se retuerce dentro de mí, y la voz horrible del poli dice:
—Relájate, colega.
Y yo cuento doce, cuento trece…
La cosa para de retorcerse. La cosa enorme y dura se retira lentamente, casi del todo. Luego vuelve a entrar y a retorcerse. Tan despacio como la manecilla de las horas de un reloj, y luego más deprisa, los dedos engrasados del poli hurgan dentro de mí, se retiran, entran otra vez, se retiran.
Y cerca de mi oído, la vieja voz a grava y cenicero del poli dice:
—Eh, colega, ¿tienes tiempo para un polvete?
Y todo mi cuerpo sufre un espasmo.
Y el poli dice:
—Caramba, chico, algo se ha puesto tenso.
Yo le digo: Oficial, por favor. No tiene usted ni idea. Puedo matarle. Por favor, no haga esto.
Y el poli dice:
—Déjame salir para que pueda quitarte las esposas. Soy yo, Helen.
¿Helen?
—Helen Hoover Boyle. ¿Te acuerdas? —dice el poli—. Hace dos noches tú me estabas haciendo casi exactamente lo mismo a mí dentro de una lámpara de araña.
¿Helen?
La cosa enorme y dura sigue retorcida dentro de mí.
El poli dice:
—Esto se llama un hechizo de ocupación. Hace un par de horas que lo traduje. Ahora mismo tengo a este funcionario como se llame embutido en el fondo de su subconsciente. Yo dirijo su función.
La suela fría y dura del zapato del funcionario me empuja el culo y los dedos enormes y duros salen de golpe. Tengo un charco de sudor entre los pies. Todavía con los dientes apretados, me incorporo deprisa.
El funcionario se mira los dedos y dice:
—Pensé que iba a perderlos. —Se huele los dedos y pone cara de asco.
Genial, digo yo, respirando hondo, con los ojos cerrados. Primero me controla a mí y ahora tengo que preocuparme de que controle a todo el mundo que me rodea.
Y el poli dice:
—He estado controlando a Mona durante las últimas dos horas esta tarde. Solamente para poner el hechizo a prueba, y para ajustarle las cuentas por haberte asustado, le he dado un pequeño cambio de estilo.
El poli se agarra la entrepierna.
—Es asombroso. Estar contigo de esta forma me está provocando una erección —dice—. Suena sexista, pero siempre he querido un pene.
Le digo que no quiero oír esto.
Y Helen dice por la boca del poli:
—Creo que tan pronto como te meta en un taxi, a lo mejor me quedo dentro de este tío y me hago una paja. Solamente para vivir la experiencia.
Yo le digo que si cree que eso me va a hacer amarla, que se lo piense otra vez.
Al poli le resbala una lágrima por la mejilla.
Y aquí desnudo, le digo: No te quiero. No puedo confiar en ti.
—No puedes amarme —dice el poli, dice Helen con la voz cazallosa del poli— porque soy una mujer y tengo más poder que tú.
Y yo le digo: Vete, Helen. Lárgate de aquí. No te necesito. Quiero pagar por mis crímenes. Estoy cansado de estropear el mundo para justificar mi mala conducta.
Y ahora el poli está llorando intensamente y entra otro poli. Es un poli joven, y se queda mirando al poli viejo lloroso y luego a mí, desnudo. El poli joven dice:
—¿Todo va bien por aquí, Sargento?
—Delicioso —dice el poli viejo, secándose los ojos—. Nos lo estamos pasando de maravilla.
Se da cuenta de que se ha secado los ojos con el guante, con los dedos que me ha sacado del culo, y se quita el guante con un gritito. Todo su cuerpo se estremece y tira el guante grasiento a la otra punta de la sala.
Le digo al poli joven que solamente estamos teniendo una pequeña charla.
El poli joven me pone un puño delante de la cara y dice:
—Tú te callas, coño.
El poli viejo, el Sargento, se sienta en el borde de la mesa y cruza las piernas a la altura de la rodilla. Se sorbe las lágrimas y echa atrás la cabeza como si se estuviera apartando el pelo de la cara y dice:
—Ahora, si no te importa, nos encantaría quedarnos a solas.
Yo me limito a mirar el techo.
El poli joven dice:
—Claro, Sargento.
Y el Sargento coge un pañuelo de papel y se seca los ojos.
El poli joven se gira deprisa, me agarra por debajo de la mandíbula y me empuja contra la pared. Con mi espalda y mis piernas contra el cemento frío. El poli joven me empuja la cabeza hacia arriba y hacia atrás, me aprieta la garganta y dice:
—¡No se lo hagas pasar mal al Sargento! —Y dice—: ¿Me entiendes?
Y el Sargento levanta la vista con una sonrisa débil y dice:
—Eso, ya lo has oído. —Y se sorbe la nariz.
Y el poli joven me suelta la garganta. Retrocede hasta la puerta y dice:
—Estaré ahí fuera si me necesita… Bueno, si necesita lo que sea.
—Gracias —dice el Sargento. Agarra la mano del poli joven, se la aprieta y dice—: Eres un encanto.
Y el poli joven aparta la mano con brusquedad y abandona la sala.
Helen está dentro de este hombre, igual que la televisión planta su semilla dentro de uno. Igual que la cebadilla invade un paisaje. Igual que una canción se te queda en la cabeza. Igual que los fantasmas ocupan casas. Igual que un germen te infecta. Igual que el Gran Hermano ocupa tu atención.
El Sargento, Helen, se pone de pie. Toquetea la pistolera y se saca la pistola. Sostiene la pistola con las dos manos, me apunta con ella y dice:
—Ahora saca la ropa de la bolsa y póntela. —El Sargento se sorbe las lágrimas y le da una patada a la bolsa de basura llena de ropa en mi dirección y dice—: Vístete, joder. —Y dice—: He venido a salvarte.
Con la pistola temblando, el Sargento dice:
—Te quiero fuera de aquí para poder cascármela.