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Los expertos en cultura griega antigua dicen que la gente de aquella época no creía que sus pensamientos les pertenecieran. Cuando tenían una idea, pensaban que un dios o una diosa les estaba dando una orden. Que Apolo les estaba diciendo que fueran valientes.

Que Atenea les estaba diciendo que se enamoraran.

Ahora la gente oye un anuncio de patatas fritas con sabor a crema agria y salen corriendo a comprar.

Entre la televisión y la radio y los conjuros mágicos de Helen Hoover Boyle, ya no sé qué es lo que quiero. Ni siquiera sé si creo en mí mismo.

Esta noche, Helen nos lleva en coche a la tienda de antigüedades, al enorme almacén donde ya ha mutilado tantos muebles. Está cerrado y a oscuras, pero ella aprieta la cerradura con la mano y recita un poema breve y la puerta se abre. No suena ninguna alarma antirrobo. Nada. Estamos deambulando en las profundidades del laberinto de muebles, con las lámparas de araña oscuras y desenchufadas suspendidas encima de nosotros. La luz de la luna entra por las claraboyas.

—¿Ves qué fácil? —dice Helen—. Podemos hacer lo que sea.

No, le digo, ella puede hacer lo que sea.

Helen dice:

—¿Todavía me quieres?

Si ella quiere. No sé. Si ella lo dice.

Helen levanta la vista hacia las arañas, esas jaulas colgantes de cristal y de color dorado, y dice:

—¿Tienes tiempo para un polvete?

Y le digo que tampoco es que tenga opción.

No conozco la diferencia entre lo que quiero y lo que me han entrenado para querer.

No puedo decir lo que realmente quiero y lo que me han engañado para que quiera.

Estoy hablando de libre albedrío. ¿Lo tenemos, o acaso Dios dicta y escribe todo lo que hacemos y decimos y queremos? ¿Tenemos libre albedrío o bien los medios de comunicación de masas y nuestra cultura nos controlan, controlan nuestros deseos y acciones, desde el momento en que nacemos? ¿Lo tengo yo, o mi mente está bajo el control del conjuro de Helen?

De pie delante de un armario estilo Regencia de nogal con vetas oscuras y un enorme espejo de cristal biselado en la puerta, Helen acaricia las guirnaldas y los pergaminos labrados y dice:

—Hazte inmortal conmigo.

Igual que este mueble, viajando de una vida a otra, viendo morir a todo el mundo que nos ama. Parásitos. Estos armarios. Helen y yo, las cucarachas de nuestra cultura.

De un lado a otro del espejo de la puerta hay una rayadura vieja hecha con su anillo de diamantes. De la época en que odiaba esta basura inmortal.

Imaginen la inmortalidad, donde incluso un matrimonio de cincuenta años parecería un rollo de una noche. Imaginen ver tendencias y modas pasar a su alrededor como manchas borrosas. Imaginen cambiar de religión, de casa, de dieta, de carrera, hasta que ninguna de ellas tenga ningún valor. Imaginen viajar por el mundo hasta aburrirse de cada metro cuadrado. Imaginen sus emociones, sus amores y odios y rivalidades y victorias, desarrolladas una y otra vez hasta que la vida no es nada más que un culebrón melodramático. Hasta que contemplan el nacimiento y la muerte de otra gente sin más emoción que se contemplan las flores cortadas y marchitas al tirarlas.

Le digo a Helen que creo que ya somos inmortales.

Ella dice:

—Tengo el poder. —Abre el bolso y saca una hoja de papel doblado, abre el papel y dice—: ¿Has oído hablar de los espejos mágicos?

No sé lo que sé. No sé qué es verdad. Dudo de que sepa algo en realidad. Le digo que me lo cuente.

Helen se quita del cuello un pañuelo de seda y quita el polvo de la enorme puerta con espejo del armario. Del armario Regencia con grabados en madera de olivo y accesorios dorados del Segundo Imperio, según dice la tarjeta que hay sujeta con cinta adhesiva. Y dice:

—Las brujas untaban un espejo con aceite, luego leían un espejo y podían leer el futuro en los espejos.

El futuro, le digo, genial. La cebadilla. El kudzu. La perca del Nilo.

Ahora mismo ni siquiera estoy seguro de poder leer el presente.

Helen sostiene en alto el papel y lo lee. Con la voz apagada de recuento que usó para el hechizo de vuelo, lee unas líneas deprisa. Baja el papel y dice:

—Espejo, espejo, cuéntanos cuál será el futuro si nos amamos y usamos nuestro nuevo poder.

—El nuevo poder de ella.

—Me he inventado lo de «espejo, espejo» —dice Helen. Me coge la mano con la suya y me aprieta, pero yo no le devuelvo el apretón. Dice—: Intenté hacer esto en el despacho con el espejo de mi polvera, pero fue como mirar la televisión con un microscopio.

En el espejo, nuestros reflejos se difuminan, las formas se fusionan, el reflejo se deshace en una superficie gris uniforme.

—Dínoslo —dice Helen—. Enséñanos nuestro futuro juntos.

Y aparecen formas en la superficie gris. La luz se funde con las sombras.

—Mira —dice—. Ahí estamos. Somos jóvenes de nuevo. Puedo hacer eso. Tienes el mismo aspecto que tenías en el periódico. En la foto de tu boda.

Todo está tan desenfocado que no sé lo que estoy viendo.

—Y mira —dice Helen. Señala el espejo con la barbilla—. Dominamos el mundo. Estamos fundando una dinastía.

«Pero ¿qué es suficiente?», oigo decir a Ostra, a él y su charla sobre superpoblación.

Poder, dinero, comida, sexo, amor. ¿Podemos tener suficiente, o conseguir un poco solamente nos hará ansiar más?

No puedo reconocer nada dentro del caos en movimiento del futuro. Lo único que veo es más del pasado. Más problemas, más gente. Menos biodiversidad. Más sufrimiento.

—Nos veo juntos para siempre —dice ella.

Le digo que si eso es lo que ella quiere.

Y Helen dice:

—¿Qué se supone que significa eso?

Lo que ella quiera que signifique, le digo. Ella es quien mueve los hilos. Ella es quien está plantando sus semillitas. Colonizándome. Ocupándome. Los medios de comunicación de masas, la cultura, todo me anida bajo la piel. El Gran Hermano me llena de necesidades.

¿Realmente necesito una casa grande, un coche veloz, mil compañeras sexuales hermosas? ¿Realmente quiero esas cosas? ¿O he sido adiestrado para quererlas?

¿Son esas cosas realmente mejores que las cosas que ya tengo? ¿O simplemente he sido adiestrado para estar insatisfecho con lo que tengo ahora? ¿Estoy simplemente bajo los efectos de un hechizo que dice que nunca nada es lo bastante bueno?

El gris del espejo se está mezclando, arremolinándose, podría ser cualquier cosa. No importa lo que alberga el futuro, al final será una decepción.

Y Helen me coge de la otra mano. Con mis dos manos cogidas en las suyas, me hace darme la vuelta y me dice:

—Mírame —dice—. ¿Te ha dicho algo Mona?

Le digo que ella se ama a sí misma. Que no quiero que me use más.

Encima de nosotros hay suspendidas lámparas de araña, soltando destellos plateados bajo la luz de la luna.

—¿Qué te ha dicho Mona? —dice Helen.

Y yo cuento uno, cuento dos, cuento tres…

—No hagas esto —dice Helen—. Yo te quiero. —Me aprieta las manos y dice—: No me dejes fuera.

Yo cuento cuatro, cuento cinco, cuento seis…

—Estás actuando igual que mi marido —dice—. Solamente quiero que seas feliz.

Eso es fácil, le digo, solamente tienes que aplicarme un conjuro de felicidad.

Y Helen dice:

—Ese conjuro no existe —dice—. Tienen drogas para eso.

No quiero seguir empeorando el mundo. Quiero intentar arreglar este enredo que hemos creado. La población. El medio ambiente. El conjuro sacrificial. La misma magia que estropea mi vida es la que supuestamente puede solucionarla.

—Pero podemos hacer eso —dice Helen—. Con más conjuros.

Conjuros para arreglar conjuros para arreglar conjuros, y la vida se vuelve más y más triste de modos que nunca imaginamos. Ese es el futuro que veo en el espejo.

El señor Eugene Schieffelin y sus estorninos, Spencer Baird y su carpa, la historia está llena de gente brillante que quería arreglar las cosas y solamente las empeoró.

Quiero quemar el grimorio.

Le cuento lo que me dijo Mona. Lo de que me ha puesto bajo un hechizo para convertirme en su esclavo de amor inmortal durante toda la eternidad.

—Mona está mintiendo —dice Helen.

¿Y cómo puedo yo saberlo? ¿A quién tengo que creer?

El gris del espejo, el futuro, tal vez no está claro para mí porque ahora mismo no hay nada claro para mí.

Y Helen me suelta las manos. Agita las manos en dirección a los armarios Regencia, a los escritorios federalistas y a los percheros del Renacimiento italiano, y dice:

—Pero si la realidad no es más que un conjuro, y no quieres realmente lo que crees que quieres… —Acerca su cara a mi cara y dice—: Si no tienes libre albedrío. No sabes qué sabes en realidad. Realmente no amas a quien solamente crees que amas. ¿Qué razones te quedan para vivir?

Nada.

Aquí estamos simplemente los dos con todos los muebles mirando.

Piensen en el espacio exterior profundo, en el frío y el silencio increíbles donde esperan sus esposas y sus hijos.

Y le digo que por favor me dé su teléfono móvil.

El gris sigue cambiando con movimientos líquidos en el espejo. Helen abre el bolso y me da el teléfono.

Lo abro y marco el 911.

Y una voz de mujer dice:

—¿Policía, bomberos o urgencias médicas?

Urgencias médicas, digo.

—¿Dónde se encuentra? —dice la voz.

Y le digo la dirección del bar en la Tercera avenida donde Nash y yo nos encontramos, el bar cerca del hospital.

—¿Y cuál es la naturaleza de su emergencia médica?

Cuarenta cheerleaders profesionales con agotamiento por calor. Un equipo de voleibol femenino necesitado de boca a boca. Un equipo de modelos necesitadas de exámenes mamarios. Le digo que si tienen a un técnico en emergencias médicas llamado John Nash, que lo envíen a él. Le digo que si no lo encuentran a él, que ni se molesten.

Helen recupera el teléfono. Me mira, parpadea una vez, dos veces, tres veces, despacio, y dice:

—¿Qué estás tramando?

Lo que me queda, tal vez la única forma de encontrar la felicidad, es hacer las cosas que no quiero hacer. Detener a Nash. Confesar a la policía. Aceptar mi castigo.

Necesito rebelarme contra mí mismo.

Es lo contrario de perseguir tu dicha. Necesito hacer lo que más temo.