En lugar de la mancha del techo de mi apartamento, hay una zona enorme pintada de blanco. Pegada a mi puerta con una chincheta hay una nota del casero. En lugar de ruido hay un silencio total. La alfombra cruje por todos los trocitos de plástico, las puertas rotas y los arbotantes. Se oyen zumbar los filamentos de todas las bombillas. Se oye el tictac de mi reloj de pulsera.
En mi nevera se ha agriado la leche. Tanto dolor y sufrimiento para nada. El queso está hinchado y azul por el moho. Un paquete de hamburguesas se ha vuelto gris dentro de su envoltorio de plástico. Los huevos tienen buen aspecto, pero no están buenos, no pueden estarlo después de tanto tiempo. Todo el esfuerzo y la tristeza que culminaron en esta comida se va a ir a la basura. Las contribuciones de todas las tristes vacas y terneras se van al garete.
La nota de mi casero dice que la zona blanca del techo es una capa de imprimación. Que cuando se seque pintarán todo el techo. La calefacción está al máximo para secar más deprisa la capa de imprimación. La mitad del agua del retrete se ha evaporado. Las plantas están secas como el papel. El sifón de debajo del fregadero está medio vacío y se ha condensado gas de las cloacas. Mi viejo estilo de vida, todo lo que llamo mi casa, huele a mierda.
La capa de imprimación es para evitar que siga filtrándose por el techo lo que queda de mi vecino de arriba.
Fuera, en el mundo, sigue habiendo treinta y nueve ejemplares del libro de poemas sin destruir. En bibliotecas, en librerías, en casas. Unas docenas más o menos, no lo sé.
Hoy Helen ha ido a su despacho. Allí es donde la he dejado, sentada a su mesa con diccionarios abiertos por todas partes, diccionarios de griego, de latín y de sánscrito, diccionarios bilingües. Tiene un frasco de tintura de yodo y está usando un algodoncito para frotar la escritura y volver rojas las palabras invisibles.
Usando algodoncitos, Helen está frotando el jugo de una col roja sobre otras palabras para volverlas de color púrpura.
Al lado de los frasquitos y de los algodoncitos y de los diccionarios hay una lámpara con mango. Un cable une la lámpara a un enchufe en la pared.
—Un fluoroscopio —dice Helen—. Alquilado. —Enciende un interruptor que hay al lado y sostiene la luz sobre el grimorio, pasando las páginas hasta que una de ellas aparece llena de palabras de color rosa resplandeciente—. Esta está escrita con semen.
La caligrafía es distinta para cada conjuro.
Sentada a su mesa en el vestíbulo, Mona no ha dicho una palabra amable desde la feria. El escáner de la policía va diciendo un código de emergencia detrás de otro.
Helen llama a Mona:
—¿Qué palabra puede usarse para decir «demonio»?
Y Mona dice:
—Helen Hoover Boyle.
Helen me mira y dice:
—¿Has visto el periódico de hoy?
Aparta unos cuantos libros y debajo aparece un periódico. Lo hojea y en la última página de la primera sección hay un anuncio a página completa. La primera línea dice:
ATENCIÓN, ¿HA VISTO A ESTE HOMBRE?
La mayor parte de la página está ocupada por una foto vieja de mí, una foto de mi boda, conmigo y Gina sonriendo hace veinte años. Tiene que haberla sacado de nuestro viejo anuncio de boda en alguna vieja edición de sábado. Nuestra declaración pública de compromiso y de amor mutuo. Nuestro juramento. Nuestros votos. El viejo poder de las palabras. Hasta que la muerte nos separe.
Debajo, el texto del anuncio dice:
«La policía está buscando actualmente a este hombre para interrogarlo en relación con varias muertes recientes. Tiene cuarenta años, mide metro ochenta, pesa unos ochenta y cinco kilos y tiene el pelo castaño y los ojos verdes. No va armado pero debe ser considerado peligrosísimo».
El hombre de la foto es tan joven e inocente. No soy yo. La mujer está muerta. Las dos personas de la foto son fantasmas.
Debajo de la foto dice:
«Ahora se hace llamar Carl Streator. A menudo lleva corbata azul».
Debajo, dice:
«Si conoce su paradero, por favor, llame al 911 y pregunte por la policía».
No sé si el anuncio lo ha puesto Ostra o la policía.
Helen y yo estamos aquí, mirando la foto, y Helen dice:
—Tu mujer era muy guapa.
Y yo le digo que sí, que lo era.
Los dedos de Helen, su traje amarillo, su escritorio de anticuario labrado y barnizado, todo está manchado y emborronado de rojo y de púrpura por la tintura de yodo y el agua de col. Las manchas huelen a amoníaco y a vinagre. Sostiene el fluoroscopio sobre el libro y lee las poluciones de la Antigüedad.
—Aquí tengo un conjuro de vuelo —dice—. Y uno de estos podría ser un conjuro de amor. —Pasa las hojas y cada página huele a pedo de col o a amoníaco de orina—. El conjuro sacrificial —dice—. Es este de aquí. En zulú antiguo.
En el vestíbulo, Mona está hablando por teléfono.
Helen me coge del brazo y me aparta, me aparta a un paso de su mesa y dice:
—Mira esto. —Y se queda ahí, con las dos manos apoyadas en las sienes y los ojos cerrados.
Le pregunto qué se supone que tiene que pasar.
Mona cuelga el teléfono en el vestíbulo.
El grimorio abierto sobre el escritorio de Helen cambia de posición. Se levanta una esquina, luego la otra esquina. Empieza cerrándose solo, luego se abre, se cierra y se abre, cada vez más deprisa hasta que se eleva sobre la mesa. Con los ojos cerrados, los labios de Helen articulan palabras en silencio. Meciéndose y aleteando, el libro es un estornino negro brillando, suspendido cerca del techo.
Y el escáner de la policía dice:
—Unidad diecisiete. —Y dice—: Por favor, acuda al cinco mil seiscientos ochenta de Weeden Avenue, Northeast, a la Agencia Inmobiliaria Helen Boyle, y detenga a un hombre adulto para interrogarlo…
El grimorio golpea la mesa con un ruido brusco. Salen tintura de yodo, amoníaco, vinagre y jugo de col despedidos por todas partes. Caen papeles y libro por el suelo.
Helen grita:
—¡Mona!
Yo le digo que no la mate, que por favor no la mate.
Helen me agarra la mano con la mano manchada y dice:
—Creo que es mejor que te vayas de aquí. —Y dice—: ¿Recuerdas dónde nos vimos por primera vez? —Me dice en susurros—: Reúnete ahí conmigo esta noche.
En mi apartamento, toda la cinta de mi contestador está gastada. En mi buzón, las facturas están tan apretadas que tengo que sacarlas con un cuchillo para la mantequilla.
Sobre la mesa de la cocina hay un centro comercial a medio construir. Incluso sin la foto de la caja, se nota lo que es porque están ya construidos los aparcamientos. Las paredes están en su sitio. Las ventanas y las puertas colocadas a un lado, con los cristales ya puestos. Los paneles del techo y los sistemas de calefacción y refrigeración siguen en la caja. Los jardines están en una bolsa de plástico sin abrir.
No se oye nada a través de las paredes del apartamento. A nadie. Después de semanas en la carretera con Helen y Mona, me había olvidado de lo precioso que es el silencio.
Enciendo la televisión. Están poniendo una comedia en blanco y negro sobre un hombre que vuelve de entre los muertos convertido en mula. Se supone que tiene algo que enseñar a alguien. Para salvar su propia alma. El espíritu de un hombre ocupando el cuerpo de una mula.
Mi busca suena otra vez, la policía, mis salvadores, azuzándome hacia la salvación.
La policía o el encargado, este sitio debe de haber estado sometido a alguna clase de vigilancia.
En el suelo, esparcidos por todo el suelo, hay los fragmentos destrozados de un aserradero. Hay las ruinas hechas añicos de una estación de trenes salpicadas de sangre seca. A su alrededor, el edificio de una clínica dental hecho un millón de pedazos. Y un hangar de aviones, aplastado. Y una terminal de ferrys, hecha polvo. Todas las ruinas ensangrentadas y los artefactos que me costaron tanto trabajo montar, todo esparcido y crujiendo bajo mis zapatos. Lo que queda de mi vida normal.
Enciendo el radiorreloj que hay junto a la cama. Sentado con las piernas cruzadas en el suelo, extiendo un brazo y reúno todos los restos de gasolineras y depósitos de cadáveres y puestos de hamburguesas y monasterios españoles. Amontono los pedazos cubiertos de sangre y de polvo y en la radio suena una orquesta de swing. En la radio suena música folk celta y rap del gueto y música india de sitar. Amontonadas delante de mí hay partes de sanatorios y de estudios de cine, montacargas para grano y refinerías de petróleo. En la radio suena música trance, reggae y valses. Hay montones de partes de catedrales y cárceles y barracones del ejército.
Con el pincelito y el pegamento, junto chimeneas y claraboyas y cúpulas geodésicas y minaretes. Acueductos románicos unidos a buhardillas art déco unidas a fumaderos de opio unidas a tabernas del Salvaje Oeste unidas a montañas rusas unidas a bibliotecas de pueblo unidas a casas de urbanización unidas a salas de conferencias de universidades.
Después de semanas en la carretera con Mona y Helen, me había olvidado de lo importante que era la perfección.
En mi ordenador, hay un borrador del artículo sobre la muerte en la cuna. El último capítulo. Es la clase de historia que todos los padres y abuelos tienen demasiado miedo para leer y demasiado miedo para no leer. La verdad es que no hay información nueva. La idea era mostrar cómo la gente sale adelante. Cómo la gente sigue con sus vidas. Podemos mostrar el pozo interior profundo de fuerza y de compasión que toda esa gente descubre. Ese es el enfoque.
Lo único que sabemos sobre la muerte súbita infantil es que no hay elementos recurrentes. Un bebé puede morir en brazos de su madre.
El artículo está sin terminar.
La mejor manera de echar a perder tu vida es tomar notas. La forma más fácil de evitar vivir es limitarte a mirar. Buscar detalles. Informar. No participar. Dejar que el Gran Hermano cante y baile para ti. Ser un reportero. Ser un buen testigo. Un miembro agradecido del público.
En la radio, los valses se unen al punk que se une al rock que se une al rap que se une a los cantos gregorianos que se une a la música de cámara. En la televisión alguien está enseñando cómo cocer salmón a fuego lento. Alguien está demostrando por qué se hundió el Bismarck.
Uno con pegamento ventanas en saliente y bóvedas de arista y bóvedas de cañón y arquitrabes georgianos y escalinatas y ventanas en triforio y suelos de mosaico y muros de cerramiento de acero y tejados a dos aguas con las vigas al descubierto y pilastras jónicas.
En la radio suena música de percusión africana y canciones de amor francesas, todo mezclado. En el suelo delante de mí hay pagodas chinas y haciendas mexicanas y casas coloniales de Cape Cod, todo combinado. En la televisión, un golfista golpea la bola. Una mujer gana diez mil dólares por saberse la primera línea de la Declaración de Gettysburg.
La primera casa que monté era una casa de cuatro pisos con mansarda y dos escalinatas, una delantera para uso de la familia y otra trasera para el servicio. Tenía lámparas de araña metálicas y de cristal que se conectaban con bombillitas. Tenía un suelo de parquet en el comedor que tardé seis semanas en cortar y pegar pieza a pieza. Tenía un techo en la sala de música donde mi mujer, Gina, pintó nubes y ángeles, noche tras noche, quedándose despierta hasta tarde. Tenía una chimenea en el comedor con un fuego que hice con cristal tallado y una lucecita parpadeante detrás. Montamos la mesa con platitos diminutos y Gina se quedó hasta tarde por las noches, pintando risas en los bordes de cada plato. Estar juntos, aquellas noches, sin televisión ni radio, con Katrin durmiendo, parecía tan importante por entonces. Eran las dos personas de la foto de bodas. La casa era el regalo del segundo cumpleaños de Katrin. Todo tenía que ser perfecto. Tenía que ser algo que demostrara nuestra inteligencia y nuestro talento. Una obra maestra que nos sobreviviera.
El olor a naranjas con gasolina del pegamento se mezcla con el olor a mierda. En el pegamento que tengo en los dedos de las manos hay ventanales y porches y aparatos de aire acondicionado. Hay torniquetes pegados a mi camisa y escaleras mecánicas y árboles, y enciendo la radio.
Tanto trabajo y amor y esfuerzo y tiempo, mi vida, todo echado a perder. Todo lo que confiaba en que me sobreviviría lo he destruido.
Aquella tarde en que regresé a casa del trabajo y las encontré, dejé la comida en la nevera. Dejé la ropa en el armario. La tarde en que volví a casa y descubrí lo que había hecho, aquella tarde destruí mi primera casa. Una heredad sin heredero. Las lamparitas de araña y el fuego de cristal y los platitos. Fui dejando un rastro de puertecitas centrado y estanterías y sillas y ventanas y sangre, pegadas a mis zapatos, hasta el aeropuerto.
Allí terminó mi rastro.
Y aquí sentado, se me han acabado las piezas. Las paredes y los techos y las barandillas. Y lo que hay pegado en el suelo delante de mí es un puñetero desastre. No es perfecto ni está entero, pero es lo que he hecho con mi vida. Correcto o no, no sigue ningún plan maestro.
Lo único que se puede hacer es esperar que aparezcan detalles recurrentes, y a veces nunca aparecen.
Con todo, aunque se tenga un plan, solamente se puede conseguir lo mejor que uno imagina. Y siempre esperé algo mejor que eso.
En la radio suena una ráfaga de cuernos, el pitido de un teletipo, y una voz de hombre dice que han encontrado a otra modelo muerta. La televisión muestra una foto de ella sonriendo. Han detenido a otro novio sospechoso. Otra autopsia muestra señales de relaciones sexuales post mórtem.
Mi busca empieza a sonar otra vez. El número de mi busca es mi nuevo salvador.
Con las manos atiborradas de persianas y puertas, recojo el teléfono. Con los dedos llenos de tuberías y canalones, marco un número que no puedo olvidar.
Un hombre contesta.
Y yo digo: Papá. Le digo: Soy yo, papá.
Le cuento dónde estoy viviendo. Le digo el nombre que uso ahora. Le digo dónde trabajo. Le digo que sé lo que parece, por la forma en que murieron Gina y Katrin, pero que yo no lo hice. Que simplemente me escapé.
Me dice que ya lo sabe. Que ha visto la foto de boda en el periódico de hoy. Que sabe quién soy ahora.
Hace un par de semanas, pasé con el coche por delante de su casa. Le digo que lo vi a él y a mamá trabajando en el jardín. Yo estaba aparcado en la misma calle, debajo de un cerezo en flor. Mi coche, el coche de Helen, cubierto de pétalos de color rosa. Le digo que tanto él como mamá tenían buen aspecto.
Le digo que yo también lo he echado de menos. Que yo también le quiero. Le digo que estoy bien.
Le digo que no sé qué hacer. Pero le digo que todo va a ir bien.
Después, me quedo escuchando. Espero a que termine de llorar para decir que lo siento.