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Yo estoy al volante, Mona va en el asiento de atrás con los brazos cruzados. Helen va en el asiento del pasajero a mi lado, con el grimorio abierto sobre el regazo, pasando las páginas contra su ventanilla para poder verlas al trasluz. En el asiento delantero entre nosotros, su teléfono móvil está sonando.

En casa, dice Helen, todavía tiene todos los libros de referencia de la casa de Basil Frankie. Incluyendo diccionarios bilingües de griego, latín y sánscrito. Hay libros sobre escritura cuneiforme antigua. Todas las lenguas muertas. En alguno de esos libros habrá algo para traducir el grimorio. Usando el hechizo sacrificial como una especie de clave, como piedra Rosetta, podrá traducirlos todos.

Y el teléfono móvil de Helen suena.

En el retrovisor, Mona se hurga la nariz y aplasta la pelotilla sobre la pernera de sus vaqueros hasta convertirla en una bola dura y oscura. Levanta la vista de su regazo, con los ojos en blanco, despacio, hasta mirar la nuca de Helen.

El teléfono móvil de Helen suena.

Y Mona tira la pelotilla a la parte trasera del pelo rosa de Helen.

Y el teléfono móvil de Helen suena. Sin dejar de mirar el grimorio, Helen empuja el teléfono sobre el asiento hasta que me da contra el muslo y dice:

—Diles que estoy ocupada.

Podría ser el Departamento de Estado con su próximo encargo. Podría ser algún otro gobierno, alguna otra intriga que llevar a cabo. Un magnate de la droga al que liquidar. O un criminal profesional al que retirar de circulación.

Mona abre su Libro Espejo de brocado verde, su diario de bruja, en el regazo, y empieza a escribir en él con rotuladores de colores.

Hay una mujer al teléfono.

Es una clienta, le digo a Helen. Sostengo el teléfono contra el pecho y le digo que la mujer dice que anoche le cayó una cabeza cortada por la escalera principal.

Sin dejar de leer el grimorio, Helen dice:

—Debe de ser la casa estilo colonial holandés de cinco dormitorios de Feeney Drive. —Y dice—: ¿Desapareció antes de aterrizar en el vestíbulo?

Lo pregunto.

Le digo a Helen que sí, que desapareció en mitad de la escalera. Que era una cabeza sanguinolenta y asquerosa con una sonrisa burlona.

La mujer dice algo al teléfono.

Y con los dientes rotos, le digo. Parece muy preocupada.

Mona está escribiendo con tanta fuerza que los rotuladores de colores chirrían sobre el papel.

Y sin dejar de leer el grimorio, Helen dice:

—Ha desaparecido. Fin del problema.

La mujer al teléfono dice que sucede todas las noches.

—Pues que llame a un exterminador —dice Helen. Mira otra página al trasluz y dice—: Dile que no estoy.

El dibujo que está haciendo Mona en su Libro Espejo representa a un hombre y una mujer alcanzados por un relámpago, luego atropellados por un tanque, luego desangrándose por los ojos. Se les salen los sesos por las orejas. La mujer lleva un traje a medida y un montón de joyas. El hombre, corbata azul.

Yo cuento uno, cuento dos, cuento tres…

Mona coge al hombre y a la mujer y los rompe en pedacitos.

El teléfono vuelve a sonar y lo cojo.

Sostengo el teléfono contra el pecho y le digo a Helen que es un tipo. Que dice que de su ducha sale sangre.

Sosteniendo el grimorio contra la ventanilla, Helen dice:

—Es la casa de seis dormitorios de Pender Court.

Y Mona dice:

—De Pender Place. La de Pender Court tiene la mano cortada que sale a rastras del depósito de la basura.

Abre un poco la ventanilla y empieza a tirar al hombre y a la mujer hechos pedacitos por la obertura.

—Tú hablas de la mano cortada de Palm Corners —dice Helen—. Pender Place tiene el dóberman fantasma que muerde.

Le pido al hombre del teléfono que por favor espere. Pulso el botón rojo de espera.

Mona pone los ojos en blanco.

—El fantasma que muerde está en la casa española frente a Millstone Boulevard.

Empieza a escribir algo con un rotulador rojo, a escribir de forma que las palabras van en espiral desde el centro de la página.

Y yo cuento nueve, cuento diez, cuento once…

Helen mira con los ojos entornados las líneas de escritura apenas visible de la página que está mirando al trasluz y dice:

—Diles que me he retirado del negocio inmobiliario. —Pasa el dedo por debajo de cada palabra apenas visible y dice—: La gente de Pender Court tiene hijos adolescentes, ¿verdad?

Lo pregunto y el hombre del teléfono dice que sí.

Y Helen se gira hacia el asiento de atrás donde Mona está tirando otra pelotilla y dice:

—Entonces diles que una bañera llena de sangre humana es el menor de sus problemas.

Le digo que por qué no nos limitamos a seguir nuestro camino. Podemos pasar por unas cuantas bibliotecas más. Ver lugares pintorescos. Tal vez otra feria. Un monumento nacional. Podemos reírnos un rato, relajarnos. Antes éramos una familia, podemos volver a serlo. Todavía nos queremos, hablando hipotéticamente. Les pregunto qué les parece la idea.

Mona se inclina hacia delante y me arranca unos cuantos pelos de la cabeza. Se inclina otra vez y arranca unos pelos de color rosa de Helen.

Y Helen se echa sobre el grimorio y dice:

—Mona, me has hecho daño.

En mi familia, les digo, mis padres y yo podíamos solucionar casi cualquier disputa con una buena partida de parchís.

Mona mete los mechones castaños y rosados dentro de la página escrita en espiral.

Y yo le digo a Mona que no quiero que cometa los mismos errores que cometí yo. La miro por el retrovisor y le digo que cuando yo tenía su edad dejé de hablar con mis padres. Y que apenas he hablado con ellos en veinte años.

Y Mona clava un imperdible de bebé en la página doblada con nuestro cabello dentro.

El teléfono de Helen suena y esta vez es un hombre. Un joven.

Es Ostra. Y antes de que pueda colgar, dice:

—Eh, papi. Asegúrese de leer el periódico de mañana. —Y dice—: He puesto una pequeña sorpresa para usted.

Y dice:

—Ahora, déjeme hablar con Zarzamora.

Le digo que se llama Mona. Mona Sabbat.

—Se llama Mona Steinner —dice Helen, sosteniendo una página del grimorio al trasluz, intentando leer la escritura secreta.

Y Mona dice:

—¿Es Ostra?

Desde el asiento de atrás, extiende los brazos a ambos lados de mi cabeza intentando agarrar el teléfono y dice:

—Déjeme hablar. —Y grita—: ¡Ostra! ¡Ostra, tienen el grimorio!

Yo intento no perder el control del coche, que está haciendo eses por la autopista, y cierro el teléfono.