Las multitudes se apelotonan a nuestro alrededor, las mujeres con tops sin espalda y los hombres con sombreros de cowboy. La gente come manzanas al caramelo y granizados en conos de papel. Hay polvo por todas partes. Alguien le pisa el pie a Helen, ella lo aparta y dice:
—He descubierto que no importa cuánta gente mate, nunca es suficiente.
Yo le digo que no hablemos de trabajo.
El suelo está surcado de cables negros y gruesos. En la oscuridad más allá de las luces los motores queman diésel para generar electricidad. Huele a diésel y a comida frita y a vómito y a azúcar glaseado.
Hoy en día esto es lo que te venden como diversión.
Un grito pasa volando a nuestro lado. Y un vislumbre de Mona. Se trata de una atracción de feria con un letrero brillante de neón que dice: «El pulpo». Brazos negros de metal, como rayos de rueda torcidos, giran alrededor de un cubo. Al mismo tiempo, suben y bajan en picado. Al final de cada brazo hay un asiento, y cada asiento gira sobre su propio cubo. El grito pasa volando otra vez, junto con una especie de estandarte de pelo rojo y negro. Sus cadenas plateadas y amuletos salen proyectados de un lado del cuello de Mona. Tiene las dos manos agarradas a la barra de seguridad cerrada sobre su regazo.
Las ruinas de la civilización occidental, los torreones y las torres y las chimeneas, salen volando del pelo de Mona. Una moneda del I Ching pasa como una bala a nuestro lado.
Helen la mira y dice:
—Supongo que Mona ha conseguido su hechizo de vuelo.
Mi busca empieza a sonar otra vez. Es el mismo número del detective de policía. Un nuevo salvador me sigue los talones.
Cuanta más gente muere, menos cambian las cosas.
Apago el busca.
Y mirando cómo Mona pasa gritando, Helen dice:
—¿Malas noticias?
Le digo que no es nada importante.
Con sus zapatos de color rosa y tacón alto, Helen rebusca en el barro y el serrín, pisando los cables eléctricos negros.
Yo extiendo la mano y le digo:
—Agárrese.
Ella la coge. Y yo no la suelto. Y a ella no parece importarle. Y caminamos cogidos de la mano. Y es agradable.
Solamente le quedan unos pocos anillos grandes, así que no es tan doloroso como puede parecer.
Las atracciones de feria pasan volando a nuestro alrededor, luces blancas como diamantes, verdes como esmeraldas, rojas como rubíes, azules como turquesas y como zafiros, amarillas como limones, anaranjadas como el color miel del ámbar. Sale música rock de altavoces instalados en postes por todas partes.
Estos rockadictos. Estos silenciofóbicos.
Le pregunto a Helen cuándo fue la última vez que se subió a una rueda gigante.
Por todas partes hay hombres y mujeres cogidos de la mano, besándose. Se dan de comer entre ellos trozos de algodón de azúcar rosa. Caminan unos al lado de los otros, cada uno con la mano embutida en el bolsillo trasero de los vaqueros ajustados del otro.
Helen mira la multitud y dice:
—No se lo tome a mal, pero ¿cuándo fue la última vez para usted?
¿La última vez de qué?
—Ya sabe.
No estoy seguro de que mi última vez cuente, pero debe de hacer dieciocho años.
Y Helen sonríe y dice:
—No me extraña que ande así de raro —dice—. Yo ya llevo más de veinte años desde John.
En el suelo, en medio del serrín y los cables, hay una página arrugada de periódico. Un anuncio a tres columnas dice:
ATENCIÓN, CLIENTES DE LA AGENCIA INMOBILIARIA HELEN BOYLE
El anuncio dice:
«¿Le han vendido una casa encantada? De ser así, por favor, llame al siguiente número para entablar un pleito por demanda colectiva».
Luego el número del teléfono móvil de Ostra. Luego digo: Por favor, Helen, ¿por qué le contó esa historia?
Helen mira el anuncio del periódico. Con el zapato de color rosa lo hunde en el barro y dice:
—Por la misma razón por la que no lo maté. A veces podía ser encantador.
Al lado del anuncio, cubierta de barro, hay la foto de otra modelo muerta.
Helen mira la rueda gigante, un anillo de tubos fluorescentes rojos y blancos que sostienen asientos que se balancean llenos de gente. Helen dice:
—Esa parece practicable.
Un hombre detiene la rueda y todas las cabinas se colocan en un sitio mientras Helen y yo nos sentamos en el cojín de plástico rojo y el hombre nos coloca una barra de seguridad y nos la cierra encima de las piernas. Retrocede y acciona una palanca y el enorme motor diésel arranca. La rueda gigante experimenta una sacudida como si estuviera rodando hacia atrás y Helen y yo subimos a la oscuridad.
A medio ascenso hacia la noche, la rueda se detiene con una sacudida. Nuestro asiento se balancea y Helen se agarra con fuerza a la barra de seguridad. Un diamante solitario se le suelta del dedo y cae lanzando destellos por entre los puntales y las luces, por entre los colores y las caras, hasta los mecanismos de la máquina.
Helen se lo queda mirando y dice:
—Vaya, ese costaba unos treinta y cinco mil dólares.
Le digo que tal vez no le pase nada. Es un diamante.
Y Helen dice que ese es el problema. Que las piedras preciosas son las cosas más duras de la tierra, pero que a pesar de todo se rompen. Pueden soportar presión constante, pero un impacto repentino y brusco puede hacerlas polvo.
Por el suelo de la avenida, Mona aparece corriendo por el suelo de serrín y se queda debajo de nosotros, agitando los dos brazos. Salta sin moverse del sitio y grita:
—¡Yujuuu! ¡Eh, Helen!
La rueda experimenta una sacudida y arranca otra vez. El asiento se inclina y el bolso de Helen empieza a caerse pero ella lo agarra a tiempo. La piedra gris sigue en su interior. El regalo del aquelarre de Ostra. En lugar del bolso, lo que se le cae del asiento es la agenda, y empieza revolotear por el aire, hasta aterrizar sobre el serrín. Mona corre y lo recoge.
Mona se golpea la agenda contra el muslo para quitarle el serrín, luego la agita en el aire para enseñar que no le ha pasado nada.
Helen dice:
—Gracias a Dios que tenemos a Mona.
Yo le digo: Mona me dijo que planeaba matarme.
Y Helen dice:
—Ella me dijo que usted quería matarme.
Los dos nos quedamos mirándonos.
Yo digo: Gracias a Dios que tenemos a Mona.
Y Helen me dice:
—¿Me compra usted una mazorca rebozada de caramelo?
En el suelo, más y más lejos, Mona está pasando las páginas de la agenda. Cada día, el nombre del objetivo político de Helen.
Mirando hacia arriba, desde las luces de colores y a medida que nos adentramos en el cielo nocturno, nos vamos acercando a las estrellas. Mona dijo una vez que las estrellas son la mejor parte de estar vivo. Por otro lado, en el sitio adonde va la gente después de morir no se pueden ver las estrellas.
Piensen en el espacio exterior profundo, en el frío y el silencio increíbles. En el paraíso donde el silencio ya es bastante recompensa.
Le digo a Helen que necesito volver a casa y solucionar algo. Que tiene que ser deprisa, antes de que las cosas empeoren.
Las modelos muertas. Nash. Los detectives de policía. Todo. No tengo ni idea de cómo descubrió el hechizo sacrificial.
Nos elevamos más, más lejos todavía de los olores, del ruido del motor diésel. Nos elevamos hacia el frío y hacia el silencio. Mona, leyendo la agenda, se vuelve más pequeña. Las multitudes, con su dinero y sus codos y sus sombreros de cowboy, se vuelven más pequeñas. Los tenderetes de comida y los lavabos portátiles se vuelven más pequeños. Los gritos y la música rock se alejan.
En lo alto, nos detenemos con una sacudida. Nuestro asiento se balancea cada vez menos hasta que nos quedamos quietos. A esta altura, la brisa carda y crepa la burbuja rosa de pelo de Helen. El neón y la grasa y el barro tienen un aspecto perfecto desde aquí arriba. Perfecto, seguro y feliz. La música no es más que un chumba, chumba apagado.
Así es como nos debe de ver Dios.
Helen mira las atracciones, los colores en rotación y los gritos, y dice:
—Me alegro de que me descubriera usted. Creo que siempre confié en que alguien lo hiciera. —Y dice—: Me alegro de que fuera usted.
Le digo que su vida no está tan mal. Tiene sus joyas. Tiene a Patrick.
—Con todo —dice—, es agradable tener a una persona que conoce todos tus secretos.
Su traje es azul claro, pero no azul como un huevo de tordo normal. Es azul como un huevo de tordo que uno se encuentra y se preocupa de que no vaya a salir el polluelo porque está muerto en el interior. Y luego sí que sale, y uno se preocupa de qué hacer entonces.
En la barra de seguridad cerrada sobre nosotros, Helen pone su mano sobre la mía y dice:
—Señor Streator, ¿es que no tiene usted nombre de pila?
Carl.
Carl, le digo. Me llamo Carl Streator.
Le pregunto por qué dijo que soy de mediana edad.
Y Helen se ríe y dice:
—Porque lo es. Los dos lo somos.
La rueda experimenta otra sacudida y volvemos a bajar.
Y le digo que sus ojos. Que son azules.
Y esta es mi vida.
De vuelta abajo, el empleado de la feria abre la barra de seguridad y le doy la mano a Helen para que se baje del asiento. El serrín es fino y blando, y nosotros cojeamos y nos tambaleamos entre la multitud, cogidos de la cintura. Llegamos hasta donde Mona y ella sigue leyendo la agenda.
—Hora de comerse una mazorca con caramelo —dice Helen—. Carl nos la va a comprar.
Y con la agenda en las manos, Mona levanta la vista. Con la boca entreabierta, parpadea una vez, dos veces, tres veces, deprisa. Suspira y dice:
—¿Os acordáis del grimorio que estábamos buscando? —dice—. Creo que acabamos de encontrarlo.