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A una milla de la ciudad, Helen para el coche en el arcén de la autopista. Pone los intermitentes de emergencia. Sin mirar nada salvo sus propias manos, enfundadas en sus guantes de becerro ajustados de conducir y posadas en el volante, dice:

—Fuera.

En el parabrisas hay pequeñas lentillas de agua. Está empezando a llover.

—Muy bien —dice Ostra, y abre su portezuela—. ¿No es esto lo que hace la gente con los perros cuando no los pueden enseñar a hacer sus necesidades?

Tiene la cara y las manos manchadas de sangre. La cara del diablo. Su pelo rubio desgreñado se le levanta por encima de la cara, rígido y rojo como los cuernos del diablo. Su perilla roja. En medio de tanto rojo, sus ojos son blancos. No blancos como las banderas blancas de quienes se rinden. Son blancos como huevos duros, como pollos lisiados en jaulas a pilas, miseria de granja industrial y sufrimiento y muerte.

—Igual que Adán y Eva siendo expulsados del Jardín del Edén —dice. Ostra está de pie en el arcén de grava de la autopista y se inclina para mirar a Mona, que sigue en el asiento trasero, y le dice—: ¿Vienes, Eva?

No se trata de amor, se trata de control.

Detrás de Ostra, el sol se está poniendo. Detrás de él hay cardos rusos y retama escocesa y kudzu. Detrás de él, el mundo está hecho un desastre.

Y Mona, con las ruinas de la civilización occidental trenzadas en el pelo, los trozos del atrapasueños y del I Ching, se mira las uñas negras sobre el regazo y dice:

—Ostra, lo que has hecho está mal.

Ostra mete la mano en el coche, sobre el asiento trasero y en dirección a ella, su mano roja y coagulada, y dice:

—Zarzamora, a pesar de todas tus buenas intenciones herbales, este viaje no va a funcionar. —Y dice—: Ven conmigo.

Mona aprieta los dientes, gira la cara bruscamente para mirarlo y dice:

—Tiraste mi libro de oficios indios —dice ella—. Ese libro era muy importante para mí.

Hay gente que todavía piensa que el conocimiento es poder.

—Zarzamora, cariño —dice Ostra, y le acaricia el pelo, y el pelo se le pega a la mano ensangrentada. Le pasa un manojo de pelo por detrás de la oreja y dice—: Ese libro estaba hecho un lío.

—Muy bien —dice Mona, y se aleja y se cruza de brazos.

Y Ostra dice:

—Muy bien. —Y cierra la portezuela del coche. Su mano deja una huella ensangrentada en la ventanilla.

Con las manos rojas levantadas a los costados, Ostra se aleja del coche. Niega con la cabeza y dice:

—Olvidadme. Soy solamente otro de los cocodrilos de Dios que podéis tirar por el retrete.

Helen pone el coche en marcha. Toca un botón y la portezuela de Ostra se cierra con cerrojo.

Y desde fuera del coche cerrado con cerrojo, amortiguado y borroso, Ostra grita:

—Podéis tirarme por el retrete, pero seguiré comiendo mierda. —Y grita—: Y seguiré creciendo.

Helen pone el intermitente y entra en el carril del tráfico.

—Podéis olvidarme —grita Ostra. Grita con su cara roja de diablo, con sus dientes grandes y blancos—: Pero eso no quiere decir que deje de existir.

Por la razón que sea, me viene a la cabeza la primera lagarta que salió volando por una ventana en Medford, Massachusetts, en 1860.

Y conduciendo, Helen se toca el ojo con un dedo, y cuando vuelve a poner la mano en el volante, el guante está de color marrón oscuro. Mojado. Y para bien o para mal. Para mejor o para peor. Esta es su vida.

Mona se tapa la cara con las manos y empieza a sollozar.

Y yo cuento uno, cuento dos, cuento tres… y enciendo la radio.