El informe policial no dice lo caliente que estaba todavía mi mujer, Gina, cuando me desperté aquella mañana. Lo blanda y caliente que estaba bajo las mantas. Ni cómo cuando me di media vuelta en su dirección, ella quedó de espaldas, con el pelo extendido sobre la almohada. Tenía la cabeza un poco inclinada hacia un hombro. Su piel matutina olía a calor, de forma parecida al aspecto que tiene un rayo de sol cuando rebota sobre un mantel blanco en un restaurante agradable junto a la playa en tu luna de miel.
El sol entraba por las cortinas azules y teñía su piel de color azul. Sus labios de color azul. Las pestañas le caían sobre las mejillas. Su boca era una sonrisa fláccida.
Todavía medio dormido, le pasé la mano por detrás del cuello y le eché la cara hacia atrás y la besé.
Ella tenía el cuello y el hombro completamente relajados.
Sin dejar de besarle la boca cálida y relajada, le levanté el camisón por encima de la cintura.
Sus piernas parecieron abrirse y mi mano encontró su interior blando y húmedo.
Bajo las mantas, con los ojos cerrados, le metí la lengua dentro. Con los dedos humedecidos, aparté sus bordes suaves y rosados y lamí más adentro. Con el aire entrando y saliendo de mí. En la cresta de cada respiración, le hincaba la boca.
Por una vez, Katrin había dormido la noche entera y no estaba llorando.
Mi boca subió hasta el ombligo de Gina. Subió hasta sus pechos. Con un dedo húmedo en su boca, le pasé los otros dedos por los pezones. Mi boca se colocó sobre su otro pecho y mi lengua tocó el pezón en su interior.
La cabeza de Gina cayó a un lado y le lamí la parte posterior de la oreja. Con mis caderas separándole las piernas, me metí en ella.
La sonrisa fláccida en su cara, la forma en que la boca se le abrió en el último momento y la cabeza se le hundió todavía más en la almohada, estaba tan silenciosa. Nunca había sido tan bueno desde que nació Katrin.
Un minuto más tarde, salí de la cama y me di una ducha. Me vestí de puntillas y cerré suavemente la puerta del dormitorio a mi espalda. En la habitación de la niña, besé a Katrin en un lado de la cara. Le palpé el pañal. El sol entraba por las cortinas amarillas. Sus juguetes y sus libros. Su aspecto era perfecto.
Me sentí bendecido.
Aquella mañana no había nadie en el mundo tan afortunado como yo.
Aquí, conduciendo el coche de Helen con ella dormida a mi lado en el asiento delantero. Esta noche estamos en Ohio o en Iowa o en Idaho, con Mona durmiendo en el asiento trasero. El pelo rosado de Helen apoyado en mi hombro. Mona despatarrada en el retrovisor, despatarrada con sus rotuladores de colores y sus cuadernos. Ostra dormido. Esta es la vida que tengo ahora. Para bien o para mal.
Aquel fue mi último buen día. Hasta que llegué a casa del trabajo no supe la verdad.
Gina seguía tumbada en la misma posición.
El informe policial lo llamó relaciones sexuales post mórtem.
Me viene Nash a la cabeza.
Katrin seguía callada. La parte de su cabeza que quedaba debajo se le había puesto de color rojo oscuro.
Livor mortis. Hemoglobina oxigenada.
Hasta que llegué a casa no supe qué había hecho.
Aquí, aparcados en el olor a cuero del enorme coche de la inmobiliaria de Helen, el sol está justo por encima del horizonte. Es un momento idéntico a aquel. Estamos aparcados debajo de un árbol, en una calle bordeada de árboles de un vecindario de casitas. Es alguna clase de árbol en flor, y durante toda la noche han estado cayendo pétalos rosados sobre el coche, pegándose al rocío. El coche de Helen es rosa como la carroza de un desfile, cubierto de flores, y yo estoy espiando a través de un agujero que queda en donde los pétalos no cubren el parabrisas.
La luz matinal que brilla a través de la capa de pétalos es rosa.
Color de rosa. Sobre Helen y Mona y Ostra, dormidos.
En la misma manzana, una pareja de ancianos está trabajando en los arriates de flores que crecen a los pies de su casa. El anciano llena una regadera en un grifo. La anciana está de rodillas, arrancando hierbas.
Vuelvo a encender el busca y empieza a sonar de inmediato.
Helen se despierta bruscamente.
No reconozco el número de teléfono de mi busca.
Helen se incorpora, parpadeando, mirándome. Se mira el reloj de pulsera diminuto y reluciente. A un lado de la cara tiene marcas profundas y rojas como de viruela allí donde ha dormido sobre sus pendientes de esmeraldas. Mira la capa de color rosa que cubre todas las ventanillas. Se hunde las uñas de color rosa de las dos manos en el pelo, se lo ahueca y dice:
—¿Dónde estamos?
Y hay gente que todavía piensa que el conocimiento es poder.
Le digo que no tengo ni idea.