En la siguiente biblioteca, pido quedarme en el coche mientras Helen y Mona entran a buscar el libro. Cuando se han marchado, hojeo la agenda de Helen. Casi todos los días tienen un nombre, algunos de ellos son nombres que conozco. El dictador de alguna república bananera o una figura del crimen organizado. Todos los nombres están tachados con una sola línea roja. Me apunto la última docena de nombres en un trozo de papel. Entre los nombres hay reuniones anotadas por Helen, en sus letras llenas de volutas y perfectas como joyas.
Mirándome desde el asiento de atrás, Ostra está reclinado con los brazos cruzados detrás de la cabeza. Tiene los pies descalzos cruzados y apoyados encima del respaldo del asiento delantero de forma que cuelgan junto a mi cara. Con un aro plateado alrededor de uno de sus dedos gordos. Con callos en las plantas, unos callos grises, agrietados y sucios. Y Ostra dice:
—A mami no le va a gustar eso, que mires todos sus rollos personales secretos.
Leyendo la agenda hacia atrás empezando desde hoy, leo tres años de nombres, de asesinatos, antes de que Helen y Mona vuelvan caminando por el aparcamiento.
El teléfono de Ostra suena y él contesta:
—Despacho de abogados Donner, Diller y Dunes…
No tengo tiempo de mirar la mayor parte del libro. Años y años de páginas. Hacia el final del libro, hay años y años de páginas en blanco por rellenar para Helen.
Helen está hablando por teléfono cuando llega al coche. Está diciendo:
—No, quiero la aguamarina escalonada que pertenecía al emperador Zog.
Mona se sienta en el asiento trasero y dice:
—¿Nos habéis echado de menos? —Y dice—: Otra canción sacrificial por el retrete.
Y Ostra cruza los pies sobre el asiento trasero y dice al teléfono móvil:
—¿Sangra el sarpullido?
Helen chasquea los dedos para que le dé la agenda. Le dice al teléfono:
—Sí, la aguamarina de doscientos quilates. Llame a Drescher en Ginebra. —Abre la agenda y escribe un nombre debajo de la fecha de hoy.
Mona dice:
—He estado pensando. —Y dice—: ¿Creéis que el grimorio original debe de tener un hechizo de vuelo? Me encantaría. ¿O un hechizo de invisibilidad? —Saca su Libro Espejo de su mochila y empieza a pintar colores. Dice—: También quiero hablar con los animales. Ah, y practicar la telequinesis, ya sabéis, desplazar cosas con la mente…
Helen arranca el coche y dice en voz alta mirando el retrovisor:
—Estoy cosiendo mi pescado.
Se mete el teléfono móvil y el bolígrafo en el bolso. Todavía tiene en la bolsa la piedrecita gris del aquelarre de Mona, la piedra que le dieron las brujas. Cuando Ostra estaba desnudo. Con su estalactita rosa de piel atravesada por el aro plateado.
Mona, esa misma noche, Zarzamora, y los dos músculos de su espalda, la forma en que se dividían en las dos mitades firmes y cremosas de su culo, y yo cuento uno, cuento dos, cuento tres…
En el siguiente pueblo, en la siguiente biblioteca, les pido a Helen y a Mona que esperen en el coche con Ostra mientras yo entro y busco el libro de poemas.
Es una pequeña biblioteca de pueblo en medio de nuestra jornada. Hay un bibliotecario detrás del mostrador de préstamos. Los periódicos más recientes están encuadernados en enormes tapas duras y hay que sentarse a una mesa para leerlos. En el periódico de hoy aparece Gustave Brennan. En el de ayer sale un líder religioso chiflado de Oriente Medio. Hace dos días, un recluso del corredor de la muerte que estaba llevando a cabo su última apelación.
Todo el mundo que sale en la agenda de Helen ha muerto en el día en que su nombre figura.
En medio hay artículos de prensa sobre algo peor. Hoy ha sido Denni D’Testro. Hace tres días, Samantha Evian. Hace una semana, Dot Leine. Todas jóvenes, todas modelos, todas halladas muertas sin causa aparente. Antes fue Mimi González, hallada muerta por su novio, muerta en la cama sin señales, nada de nada. Sin pistas hasta que la autopsia anuncia hoy señales de relaciones sexuales post mórtem.
Nash.
Helen entra y pregunta:
—Tengo hambre. ¿Por qué tardas tanto?
Mi lista de nombres en la mesa a mi lado. Y al lado hay un artículo de periódico con una foto de Gustave Brennan. Delante de mí hay otro artículo que habla del funeral de un pederasta que encontré en la agenda de Helen.
Helen lo ve todo de un solo vistazo y dice:
—Así que ya lo sabes.
Se sienta en el borde de la mesa, con los muslos tensando la falda sobre su regazo, y dice:
—Querías saber cómo controlar tu poder, pues bueno, eso es lo que me funciona a mí.
El secreto es volverse profesional, dice. Haz algo solamente por dinero y es menos probable que lo hagas gratis.
—¿Crees que las prostitutas quieren tener un montón de sexo fuera del burdel? —dice.
Y dice:
—¿Por qué crees que los empresarios de construcciones siempre viven en casas sin terminar?
Y dice:
—¿Por qué crees que los médicos tienen tan mala salud?
Hace un gesto con la mano en dirección a la puerta de la biblioteca y al aparcamiento de fuera y dice:
—La única razón de que no haya matado a Mona cien veces es porque mato a alguien todos los días. Y cobro un montón de dinero por hacerlo.
Le pregunto qué le parece la idea de Mona. ¿Por qué no puede controlar el poder simplemente amando tanto a la gente que no quiera matarlos?
—No se trata de amor ni de odio —dice Helen. Se trata de control. La gente no se sienta y lee un poema para matar a su hijo. Solamente quieren que el niño se duerma. Solamente quieren dominar. No importa lo mucho que quieras a alguien, siempre quieres que las cosas se hagan a tu modo.
El masoquista provoca al sádico para que actúe. La persona más pasiva es en realidad un agresor. Todos los días el hecho de que tú vivas implica sufrimiento y miseria para animales y plantas, e incluso para otras personas.
—Mataderos, granjas industriales, fábricas donde se explota a los trabajadores —dice—. Lo quieras o no, eso es lo que compra tu dinero.
Le digo que ha escuchado demasiado a Ostra.
—La clave es matar a gente intencionadamente —dice Helen, y coge la foto de Gustave Brennan en el periódico—. Matar a extraños deliberadamente para no matar accidentalmente a la gente que amas.
Destrucción constructiva.
Y dice:
—Soy una contratista independiente.
Es una asesina a sueldo internacional que trabaja a cambio de diamantes enormes.
Helen dice:
—Los gobiernos lo hacen todos los días.
Pero los gobiernos lo hacen después de años de deliberaciones y por el procedimiento debido, le digo. Solamente después de considerar minuciosamente la cuestión un criminal es considerado demasiado peligroso para soltarlo. O para poner un ejemplo. O por venganza. Muy bien, el procedimiento no es perfecto. Por lo menos no es arbitrario.
Y Helen se tapa los ojos un momento con la mano, luego se quita la mano, me mira y dice:
—¿Quién cree usted que me llama para esos trabajitos?
¿El Departamento de Defensa de Estados Unidos?
—A veces —dice—. La mayoría de las veces son otros países, cualquier país del mundo, pero no hago nada gratis.
¿Por eso las joyas?
—Odio regatear por la tasa de cambio, ¿no le pasa a usted? —dice—. Además, un animal muere cada vez que usted come carne.
Ostra otra vez. Veo que mi trabajo va a ser mantenerlo apartado de Helen.
Le digo que es distinto. Los humanos estamos por encima de los animales. Los animales fueron puestos en este planeta para alimentar y servir a la humanidad. Los seres humanos son preciosos e inteligentes y únicos, y Dios nos dio los animales a nosotros. Son propiedad nuestra.
—Claro que piensa eso —dice Helen—. Está en el bando ganador.
Le digo que la destrucción constructiva no es la respuesta que yo estaba buscando.
Y Helen dice:
—Lo siento, es la única que tengo.
Y dice:
—Cojamos el libro, arreglémoslo y vamos a hacer que nos maten un hermoso faisán para el almuerzo.
En la salida, le pregunto al bibliotecario por su ejemplar del libro de poemas. Pero está en préstamo. Los detalles sobre el bibliotecario son: tiene mechones de rubio ceniza en el pelo, y el pelo está engominado hasta formar un entoldado sólido sobre su cara. Una especie de visera rubio ceniza. Está sentado en un taburete delante de un monitor de ordenador y huele a humo de cigarrillo. Lleva un jersey de cuello alto con una tarjetita de plástico que dice: SYMON.
Y le digo que un montón de vidas dependen de que yo encuentre ese libro.
Y él dice que es una lástima.
Y le digo que no, que en realidad solamente la vida de él depende de ello.
Y el bibliotecario pulsa un botón en su teclado y dice que está llamando a la policía.
—Espera —dice Helen, y extiende la mano sobre el mostrador, los dedos resplandeciendo y cargados de esmeraldas escalonadas y de zafiros cortados en cabujón y de diamantes de baja calidad tallados en forma de cojín—. Symon, elige uno.
Y el labio superior del bibliotecario se frunce hacia arriba de forma que se le ven los dientes superiores. Parpadea una vez, dos veces, despacio, y dice:
—Cariño, te puedes quedar tu morralla asquerosa de drag queen.
Y la sonrisa de la cara de Helen ni siquiera se altera.
El hombre pone los ojos en blanco y los músculos de su cara y de sus manos se distienden. Se le cae la barbilla sobre el pecho y se desploma sobre el teclado, luego se retuerce y se desliza hasta el suelo.
Destrucción constructiva.
Helen extiende una mano sin precio para girar el monitor y dice:
—Mierda.
Incluso muerto en el suelo, el tipo parece dormido.
Helen lee el monitor y dice:
—Ha cambiado la pantalla. Necesito conocer su contraseña.
No hay problema. El Gran Hermano nos llena a todos de la misma porquería. Mi suposición es que era un tipo listo de la misma forma que todo el mundo se cree listo. Le digo que teclee la palabra «contraseña».