Hace siglos, los marineros en los viajes largos solían dejar una pareja de cerdos en cada isla desierta. O bien dejaban una pareja de cabras. En cualquier caso, en sus visitas futuras, la isla los aprovisionaría de carne. Se trataba de islas prístinas. En ellas vivían razas de pájaros que no tenían depredadores naturales. Razas de pájaros que no vivían en ninguna otra parte de la tierra. Sin enemigos, las plantas que había allí evolucionaban sin espinas ni veneno. Sin depredadores ni enemigos, aquellas islas eran paraísos.
La siguiente vez que los marineros visitaban las islas, solamente encontraban manadas de cerdos o de cabras.
Ostra está contando esta historia.
Los marineros llamaban a esta práctica «sembrar carne».
Ostra dice:
—¿Os recuerda esto a algo? ¿Tal vez a la vieja historia de Adán y Eva?
Mira por la ventanilla del coche y dice:
—¿Os preguntáis a veces cuándo va a volver Dios con un montón de salsa de barbacoa?
Fuera hay alguno de los grandes lagos, con agua hasta el horizonte, sin nada más que mejillones cebra y lampreas, dice Ostra. El aire apesta a pescado podrido.
Mona se está apretando una almohada de cebada y lavanda con las dos manos sobre la cara. Los dibujos de henna en el dorso de sus dedos le recorren todos los dedos a lo largo. Serpientes rojas y enredaderas entrelazadas.
Su teléfono móvil suena y Ostra saca la antena. Se la acerca a la cabeza y dice:
—Despacho de abogados Deemer, Davis y Hope.
Se mete un dedo en la nariz, lo retuerce, luego lo saca y se lo mira. Le dice al teléfono:
—¿Cuánto tiempo pasó entre comer allí y el inicio de la diarrea? —Me ve mirando y me enseña el dedo.
Helen le está diciendo a su teléfono móvil:
—La gente que vivía ahí antes era muy feliz. Es una casa preciosa.
En el periódico local, el Erie Register-Sentinel, un anuncio de la sección de Ocio dice:
ATENCIÓN, CLIENTES DEL COUNTRY HOUSE GOLF CLUB
El anuncio dice:
«¿Ha contraído usted una infección por estafilococos resistente a las medicinas en la piscina o los vestuarios? De ser así, por favor, llame al siguiente número para entablar un pleito por demanda colectiva».
Se entiende que el número es el del teléfono móvil de Ostra.
En la década de mil ochocientos setenta, dice Ostra, un hombre llamado Spencer Baird decidió jugar a ser Dios. Decidió que la forma más barata de proteína para los americanos era la carpa europea. Durante veinte años, estuvo enviando crías de carpa a todos los rincones del país. Convenció a un centenar de compañías ferroviarias para que llevaran sus crías de carpa y las soltaran en todos los ríos y lagos por los que pasaban sus trenes. Incluso construyó vagones cisterna especiales que transportaban un total de nueve toneladas de cargamentos de crías de carpa a todas las cuencas de Norteamérica.
El teléfono de Helen suena y ella lo abre. Con la agenda abierta en el asiento a su lado, dice:
—¿Y dónde está exactamente su alteza real esta vez? —Y escribe un nombre bajo la fecha de hoy en la agenda. Helen le dice al teléfono—: Pídale al señor Drescher que me consiga la pareja de broches limón y esmeralda.
En otro periódico, el Cleveland Herald-Monitor, en la sección de Tendencias, hay un anuncio que dice:
ATENCIÓN, CLIENTES DE LA CADENA DE TIENDAS DE ROPA APPAREL-DESIGN
El anuncio dice:
«Si ha contraído herpes genital mientras se probaba ropa, por favor, llame al siguiente número para entablar un pleito por demanda colectiva».
Y otra vez el mismo número. El número de Ostra.
En mil ochocientos noventa, dice Ostra, otro hombre decidió jugar a ser Dios. Eugene Schieffelin liberó sesenta Sturnus vulgaris, el estornino europeo, en Central Park, Nueva York. Cincuenta años más tarde, los pájaros habían llegado a San Francisco. Hoy hay más de doscientos millones de estorninos en América. Todo esto porque Schieffelin quería que el Nuevo Mundo tuviera todos los pájaros mencionados por Shakespeare.
Y Ostra le dice a su teléfono móvil:
—No, señor, su nombre será mantenido en estricto secreto.
Helen cierra su teléfono móvil, se tapa la nariz y la boca con la palma de la mano y dice:
—¿Qué es ese olor espantoso?
Y Ostra se pone el teléfono móvil sobre la camisa y dice:
—Alosas agonizando.
Desde que remodelaron el canal de Welland en mil novecientos veintiuno para permitir que pasaran más barcos por las cataratas del Niágara, dice, la lamprea de mar ha infestado todos los grandes lagos. Son parásitos que chupan la sangre de los peces más grandes, la trucha y el salmón, y los matan. Entonces los peces más pequeños se quedan sin depredadores y su población se dispara. Entonces se quedan sin plancton para comer y mueren a millones.
—Estúpidas alosas —dice Ostra—. ¿Os recuerdan a alguna otra especie?
Dice:
—O bien una especie aprende a controlar a su población o algo como la enfermedad, el hambre o la guerra se encargan del asunto.
Con la voz amortiguada por la almohada, Mona dice:
—No se lo cuentes. No lo van a entender.
Y Helen abre su bolso que tiene en el asiento a su lado. Lo abre con una mano y saca un cilindro reluciente. Con el aire acondicionado al máximo, rocía espray contra el mal aliento en un pañuelo y se lo pone frente a la nariz. Rocía espray contra el mal aliento en las rejillas del aire acondicionado y dice:
—¿Estáis hablando del poema sacrificial?
Y sin girarme, digo:
—¿Usarías el poema para controlar la población?
Mona se coloca la almohada en el regazo y dice:
—Estamos hablando del grimorio.
Y marcando otro número en su teléfono móvil, Ostra dice:
—Si lo encontramos, tendremos que compartirlo entre todos.
Y yo le digo que lo vamos a destruir.
—Después de leerlo —dice Helen.
Y Ostra le dice a su teléfono:
—Sí, me espero.
Y luego nos dice:
—Esto es típico. Tenemos toda la estructura de poder de la sociedad occidental en este coche.
De acuerdo con Ostra, los «papis» tienen todo el poder, así que no quieren que nada cambie.
Se refiere a mí.
Y yo cuento uno, cuento dos, cuento tres…
Ostra dice que todas las «mamis» tienen un poco de poder, pero que ansían más.
Se refiere a Helen.
Y yo cuento cuatro, cuento cinco, cuento seis…
Y la gente joven, dice, tiene escaso poder o ninguno, así que están desesperados por tener algo.
Ostra y Mona.
Cuento siete, cuento ocho… y la voz de Ostra sigue sin parar.
Ese silenciofóbico. Ese charladicto.
Sonriendo con la mitad de su boca, Ostra dice:
—Todas las generaciones quieren ser la última. —Y le dice al teléfono—: Sí, me gustaría poner un anuncio. —Y dice—: Sí, me espero.
Mona vuelve a taparse la cara con la almohada. Las serpientes rojas y las enredaderas le recorren todos los dedos a lo largo.
La cebadilla, dice Ostra. La mostaza. El kudzu.
La carpa. Los estorninos. La siembra de carne.
Ostra mira por la ventanilla del coche y dice:
—¿Nunca os habéis preguntado si tal vez Adán y Eva eran los cachorrillos que Dios abandonó porque no aprendían a hacer sus necesidades como era debido?
Baja la ventanilla y el olor entra a raudales, la brisa templada con olor a pescado muerto, y gritando contra el viento, dice:
—Tal vez los humanos son los cocodrilos mascota que Dios tiró por el retrete.