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Estamos conduciendo por el Medio Oeste con la radio sintonizada en una estación de AM y una voz de hombre está diciendo que la doctora Sara Lowenstein era un faro de la esperanza y de la moral en el baldío de la vida moderna. La doctora Sara era una moralista noble de línea dura que se negaba a aceptar nada que no fuera una conducta firmemente correcta. Era un bastión de los estándares rectos, una lámpara que brillaba para revelar los males de este mundo. La doctora Sara, dice el hombre, siempre estará en nuestros corazones y en nuestras almas porque su propia alma era tremendamente fuerte y carecía de…

La voz se detiene.

Y Mona golpea el respaldo del asiento delantero, a la altura de mis riñones, y dice:

—Otra vez no. —Y dice—: Pare de resolver sus problemas personales con gente inocente.

Yo le digo que deje de acusar. Que tal vez solamente se trate de manchas solares.

Esos charladictos. Esos escuchafóbicos.

La canción sacrificial me ha venido a la cabeza tan deprisa que ni me he dado cuenta. Estaba medio dormido. Así de fuera de control la tengo. Puedo matar mientras duermo.

Después de unas millas de silencio, lo que los periodistas llaman aire muerto, la voz de otro hombre suena en la radio, diciendo que la doctora Sara Lowenstein era el patrón moral con el que millones de radioyentes median sus vidas. Era la espada llameante de Dios enviada para enderezar las maldades y a los malhechores que pueblan el templo de…

Y la voz de este nuevo hombre se interrumpe.

Mona golpea el respaldo de mi asiento, con fuerza, y dice:

—No es divertido. ¡Esos predicadores de la radio son gente real!

Le digo que no he hecho nada.

Y Helen y Ostra sueltan una risita.

Mona cruza los brazos sobre el pecho y reclina la espalda en el asiento de atrás. Dice:

—No tenéis respeto. Ninguno de vosotros. Estáis haciendo el idiota con un millón de años de poder.

Mona apoya las dos manos en Ostra y lo empuja con fuerza, haciéndole chocar con la portezuela. Dice:

—Y tú también. —Y dice—: Una personalidad de la radio es tan importante como una vaca o un cerdo.

Ahora se oye música de baile en la radio. El teléfono móvil de Helen empieza a sonar, ella lo abre y se lo hunde en el pelo. Señala con la cabeza a la radio y articula en silencio las palabras «Baja eso».

Le dice al teléfono:

—Sí. —Y dice—: Ajá. Sí. Sé quién es. Dígame dónde está exactamente ahora, lo más exactamente que pueda señalarlo.

Apago la radio.

Helen escucha y dice:

—No —dice—. Quiero un diamante blanquiazul con talle de lujo de setenta y cinco quilates. Llame al señor Drescher de Ginebra, él sabe exactamente lo que quiero.

Mona recoge su mochila del suelo del asiento trasero y saca un paquete de rotuladores y un libro grueso encuadernado en brocado verde oscuro. Abre el libro sobre su regazo y empieza a escribir en él con un rotulador azul. Le pone el capuchón al rotulador azul y empieza con otro amarillo.

Y Helen dice:

—No importa cuánta seguridad. Estará hecho en menos de una hora. —Cierra el teléfono y lo deja caer en el asiento a su lado.

En el asiento delantero, entre nosotros, está su agenda, y ella la abre y escribe un nombre y la fecha de hoy en el interior.

El libro que tiene Mona en el regazo es su Libro Espejo. Todas las brujas de verdad, dice, tienen Libros Espejo. Es una especie de diario y libro de cocina donde recoges lo que aprendes sobre magia y rituales.

—Por ejemplo —dice, leyendo su Libro Espejo—. Demócrito dice que dejar la cabeza de un camaleón en una fogata de roble causa una tormenta eléctrica.

Se inclina hacia delante y me dice al oído:

—Demócrito, ya sabes —dice—. El que inventó la democracia.

Y yo cuento uno, cuento dos, cuento tres…

Para hacer que alguien se calle, dice Mona, para que pare de hablar, coge un pez y cósele la boca.

Para curar el dolor de oído, dice Mona, tienes que usar el semen de un jabalí que gotea de la vagina de una marrana.

De acuerdo con la colección de hechizos judía Sepher ha-Razim, tienes que matar a un cachorrillo negro antes de que vea la luz del día. Luego escribes tu maldición en una tablilla y pones la tablilla dentro de la cabeza del perro. Luego sellas la boca con cera y escondes la cabeza detrás de la casa de alguien, y esa persona nunca podrá dormir.

—De acuerdo con Teofrasto —lee Mona—, solamente puedes desenterrar una peonía de noche porque si te ve un pájaro carpintero te quedas ciego. Si el pájaro carpintero te ve cortar las raíces de la planta, tienes un prolapso en el ano.

Y Helen dice:

—Ojalá tuviera un pez…

De acuerdo con Mona, no hay que matar a gente porque eso te aparta de la humanidad. A fin de justificar el homicidio, tienes que convertir a la víctima en tu enemigo. Para justificar cualquier crimen, tienes que convertir a la víctima en tu enemigo.

Al cabo de bastante tiempo, el mundo entero acaba siendo tu enemigo.

Con cada crimen, dice Mona, estás más y más alienado del mundo. Te imaginas más y más que el mundo entero está en contra de ti.

—La doctora Sara no empezó atacando ni humillando a todo el mundo que llamaba a su programa de radio —dice Mona—. Tenía una pequeña franja y una pequeña audiencia y por lo visto empezó a preocuparse de ayudar a la gente.

Y tal vez pasaron años y años de recibir las mismas llamadas sobre embarazos no deseados, sobre divorcios, sobre disputas familiares. Tal vez fue porque su público creció y su programa se desplazó a la hora de máxima audiencia. Tal vez fue porque empezó a ganar más dinero. Tal vez el poder corrompe, pero no siempre fue una zorra.

La única salida, dice Mona, será rendirse y dejar que el mundo nos mate a Helen y a mí por nuestros crímenes. O podemos matarnos a nosotros mismos.

Le pregunto si esto son más chorradas de Wiccan.

Y Mona dice que no.

—No, en realidad es Karl Marx.

Ella dice:

—Después de matar a alguien, esas son las únicas maneras de volver a conectar con la humanidad. —Sin dejar de dibujar en su libro, dice—: Es la única forma de poder regresar a un sitio donde el mundo no sea tu némesis. Donde no estés completamente solo.

—Un pescado —dice Helen— y una aguja y un hilo.

Y no estoy solo.

Tengo a Helen.

Tal vez por eso tantos asesinos en serie trabajan en pareja. Es agradable no sentirse solo en un mundo lleno de víctimas o enemigos. No es de extrañar que Waltraud Wagner, el Ángel austríaco de la Muerte, convenciera a sus amigas de que mataran con ella.

Parece simplemente natural.

Tú y yo contra el mundo…

Gary Lewingdon tenía a su hermano, Thaddeus. Kenneth Bianchi tenía a Angelo Buono. Larry Bittaker tenía a Roy Norris. Doug Clark tenía a Carol Bundy. David Gore tenía a Fred Waterfield. Gwen Graham tenía a Cathy Wood. Doug Gretzler tenía a Bill Steelman. Joe Kallinger tenía a su hijo, Mike. Pat Kearney tenía a Dave Hill. Andy Kokoraleis tenía a su hermano, Tom. Leo Lake tenía a Charles Ng. Henry Lucas tenía a Ottis Toole. Albert Anselmi tenía a John Scalise. Allen Michael tenía a Cleamon Johnson. Clyde Barrow tenía a Bonnie Parker. Doug Bemore tenía a Keith Cosby. Ian Brady tenía a Myra Hindley. Tom Braun tenía a Leo Maine. Ben Brooks tenía a Fred Treesh. John Brown tenía a Sam Coetzee. Bill Burke tenía a Bill Hare. Erskine Burrows tenía a Larry Tacklyn. José Bux tenía a Mariano Macu. Bruce Childs tenía a Henry McKenny. Alton Coleman tenía a Debbie Brown. Ann French tenía a su hijo, Bill. Frank Gusenberg tenía a su hermano, Peter. Delfina González tenía a su hermana, María. El doctor Teet Haerm tenía al doctor Tom Allgen. Amelia Sachs tenía a Annie Walters.

El trece por ciento de todos los asesinos en serie conocidos trabajaban en equipo.

En el corredor de la muerte en San Quintín, Randy «el Asesino de la Carta Marcada» Kraft jugaba al bridge con Doug «el Asesino del Crepúsculo» Clark, Larry «Tenazas» Bittaker y el Asesino de la Autopista, Bill Bonin. Entre los cuatro tenían un total estimado de ciento veintiséis víctimas.

Helen Hoover Boyle me tiene a mí.

«No podía parar de matar —le dijo una vez Bonin a un periodista—. Con cada víctima se volvía más fácil…».

Tengo que estar de acuerdo. Se convierte en una mala costumbre.

La radio dice que la doctora Sara Lowenstein era un ángel con poder e influencia sin igual, una mano gloriosa de Dios, una conciencia para el mundo que la rodeaba, un mundo de pecado y malas intenciones, un mundo de ocult…

Cuanta más gente muere, más igual permanece todo.

—Adelante, ponte a prueba —dice Ostra, y señala con la cabeza a la radio. Dice—: Mata también a ese cabrón.

Yo cuento 37, cuento 38, cuento 39…

Hemos desarmado siete ejemplares del libro de poemas desde que salimos de casa. La tirada original era de quinientos. Eso quiere decir trescientos seis ejemplares destruidos y ciento noventa y cuatro por destruir.

El periódico dice que el hombre de la chaqueta militar de cuero negro, el que me dio un empujón en el paso de peatones, donaba sangre todos los meses. Pasó tres años en ultramar con los Cuerpos para la Paz, cavando pozos para los leprosos. Le dio un pedazo de su hígado a una chica de Botswana que se había comido una seta venenosa. Contestaba el teléfono durante las solicitudes de apoyo financiero contra alguna enfermedad degenerativa, no me acuerdo de cuál.

Y sin embargo, merecía morir. «Me llamó gilipollas».

¡Me empujó!

El periódico muestra a la madre y al padre de mi vecino de arriba llorando junto a su ataúd.

Pero es que «su equipo de música estaba demasiado fuerte».

El periódico dice que una modelo de portadas de revistas llamada Denni D’Testro ha sido encontrada muerta en su loft del centro de la ciudad esta mañana.

Y por alguna razón, espero que Nash no recibiera la llamada para recoger el cadáver.

Ostra señala la radio y dice:

—Mátelo, papi, o es usted un bocazas.

De verdad, este mundo está lleno de gilipollas.

Helen abre su teléfono móvil y llama a bibliotecas de Oklahoma y Florida. Encuentra otro ejemplar del libro de poemas en Orlando.

Mona nos lee que los griegos antiguos hacían tablillas con maldiciones que llamaban defixiones.

Los griegos usaban kolossi, muñecas hechas de bronce o de cera o de arcilla, y les clavaban clavos o las retorcían y las mutilaban, les cortaban la cabeza o las manos. Metían cabello de la víctima dentro de la muñeca o sellaban una maldición, escrita en papiro y enrollada, dentro de la muñeca.

En el Museo del Louvre hay una figura egipcia del siglo dos. Es una mujer desnuda, atada de pies y manos, con clavos clavados en los ojos, la boca, los pechos, las manos, los pies, la vagina y el ano. Mona escribe en su libro con un rotulador anaranjado y dice:

—A quien hiciera esa muñeca, probablemente le encantaríais tú y Helen.

Las tablillas con maldiciones eran láminas de plomo o de cobre, a veces de arcilla. Uno escribía su maldición en ellas con el clavo de un barco naufragado, luego enrollaba la lámina y la atravesaba con el clavo. Cuando las escribían, escribían la primera línea de izquierda a derecha, la segunda de derecha a izquierda, la tercera de izquierda a derecha, y así sucesivamente. Si podías, enrollabas la maldición alrededor de un pelo de la víctima o de un trozo de su ropa. Tirabas la maldición a un lago o a un pozo o al mar, cualquier sitio que pudiera hacerla llegar al submundo donde los demonios pudieran leerlo y cumplir tu encargo.

Sin dejar de hablar por teléfono, Helen se lo pone contra el pecho un momento y dice:

—Suena como encargar algo por Internet.

Y yo cuento 346, cuento 347, cuento 348…

En la tradición literaria grecorromana, dice Mona, hay brujas diurnas y brujas nocturnas. Las brujas diurnas son buenas y cuidan a la gente. Las brujas nocturnas actúan en secreto y desean destruir a la civilización entera.

Mona dice:

—Está claro que vosotros sois brujas nocturnas.

Mona dice que la magia era una parte cotidiana de las vidas de aquella gente que nos dio la democracia y la arquitectura. Que los hombres de negocios se maldecían entre sí. Que los vecinos maldecían a los vecinos. Cerca del escenario de los Juegos Olímpicos originales, los arqueólogos han encontrado viejos pozos llenos de maldiciones que los atletas se dirigían entre sí.

Mona dice:

—No me estoy inventando estos rollos.

En griego antiguo los conjuros para atraer a un amante se llamaban agogai.

Las maldiciones para destruir una relación se llamaban diakopoi.

Helen habla más fuerte en su teléfono móvil y dice:

—¿Le mana sangre de las paredes de la cocina? Bueno, eso es algo con lo que no tiene por qué vivir.

Y Ostra le dice a su teléfono:

—Necesito el número de la sección de Anuncios del Miami Telegraph-Observer.

Y la radio lo interrumpe todo con un coro de trompas. Una voz grave de hombre habla con un teletipo pitando de fondo.

—El presunto líder del cártel de drogas más grande de América Latina ha sido encontrado muerto en su ático de Miami —dice la voz—. Se cree que Gustave Brennan, de treinta y nueve años, movía los hilos de casi tres mil millones de dólares en ventas anuales de cocaína. La policía no ha hallado la causa de la muerte, pero está previsto hacer una autopsia del cuerpo…

Y Helen mira la radio y dice:

—¿Estáis oyendo esto? Es ridículo. —Y dice—: Escuchad. —Y sube el volumen de la radio.

—… Brennan —dice la voz—, que vivía en el interior de una fortaleza llena de guardaespaldas armados, también estaba bajo la vigilancia constante del FBI.

Y Helen me dice:

—¿Todavía usan realmente teletipos?

La llamada que acaba de recibir —la del diamante blanquiazul—, el nombre que ha escrito en su agenda era Gustave Brennan.