La mujer abre la puerta principal de su casa y allí estamos Helen y yo, en su porche, yo cargando con el estuche de cosméticos de Helen, a medio paso detrás de ella, mientras Helen señala con la larga uña rosada de su dedo índice y dice:
—Si puede darme quince minutos, puedo convertirla en una persona completamente nueva.
El traje de Helen es rojo, pero no rojo fresa. Es más bien rojo como una mousse de fresa con crème fraîche batida por encima y servida en una compota de cristal con pie. Dentro de su nube rosa de pelo, sus pendientes emiten destellos rosados y rojos bajo la luz del sol.
La mujer se está secando las manos en una toalla de cocina. Lleva mocasines marrones de hombre sin calcetines. Un delantal con pollos amarillos dibujados le cubre toda la parte delantera, y una especie de vestido lavable a máquina, la trasera. Con el dorso de la mano se aparta unos mechones de pelo de la frente. Los pollos amarillos sostienen utensilios de cocina, cazos y cucharas, con el pico. La mujer nos mira a través de la puerta mosquitera oxidada y pregunta:
—¿Sí?
Helen me mira a mí, de pie detrás de ella. Mira por encima del hombro a Mona y Ostra, que están con la cabeza gacha, escondidos en el coche aparcado en la acera. Ostra susurrándole a su teléfono:
—¿Es el picor constante o intermitente?
Helen Hoover Boyle se lleva todos los dedos de una mano juntos al pecho, con el montón de piedras preciosas y perlas escondiendo la blusa de seda de debajo. Y dice:
—¿Señora Pelson? Somos de Maquillaje Milagroso.
Mientras habla, Helen extiende la mano cerrada y la abre en dirección a la mujer, como si estuviera esparciendo las palabras.
Helen dice:
—Me llamo Brenda Williams. —Con sus dedos de color rosa, esparce las palabras por encima de su hombro, diciendo—: Y este es mi marido, Robert Williams. —Y dice—: Y hoy le traemos un regalo muy especial.
La mujer del otro lado de la puerta mosquitera mira el estuche de cosméticos que llevo en la mano.
Y Helen dice:
—¿Podemos entrar?
Se suponía que iba a resultar más fácil.
Todos estos viajes, entrar en bibliotecas, coger los libros de las estanterías, sentarse en los retretes de los baños de las bibliotecas y arrancar la página. Y tirar de la cadena. Se suponía que iba a ser así de rápido.
Con las primeras dos bibliotecas no hay problema. En la siguiente el libro no está en la estantería. En susurros de biblioteca, Mona y yo vamos al mostrador de préstamo y preguntamos. Helen está esperando en el coche con Ostra.
El bibliotecario es un tipo con el pelo largo y liso recogido en una coleta. Tiene pendientes en las dos orejas, aros de pirata, y lleva un jersey a cuadros sin mangas y dice que el libro —revisa la pantalla de su ordenador haciendo pasar la pantalla hacia arriba y hacia abajo— está en préstamo.
—Es muy importante —dice Mona—. Yo lo saqué en préstamo antes y me dejé algo entre las páginas.
Lo siento, dice el tipo.
—¿Puede decirnos quién lo tiene? —dice Mona.
Y el tipo dice que lo siente. Que no puede ser.
Y yo cuento uno, cuento dos, cuento tres…
Es verdad, todo el mundo quiere ser Dios, pero para mí es un trabajo a jornada completa.
Y yo cuento cuatro, cuento cinco…
Un segundo más tarde, Helen Hoover Boyle está frente al mostrador de préstamos. Sonríe hasta que el bibliotecario levanta la vista del ordenador y ella extiende las manos, con los dedos abarrotados de anillos brillantes.
Ella sonríe y dice:
—¿Joven? Mi hija se ha dejado una foto de familia entre las páginas de cierto libro. —Menea los dedos y dice—: Puede usted seguir las normas o puede hacer una buena obra y seguir su criterio.
El bibliotecario mira los dedos de ella, los prismas de colores y las estrellas de luz entrecortada bailando reflejados en su cara. Se pasa la lengua por los labios. Luego niega con la cabeza y dice que no le compensa. Que la persona que tiene el libro se quejará y a él lo expulsarán.
—Prometemos —dice Helen— que no va usted a perder su trabajo.
En el coche, estoy esperando con Mona, contando veintisiete, contando veintiocho, contando veintinueve… Intentando de la única forma que conozco no matar a todo el mundo en la biblioteca y mirar por mí mismo la dirección en el ordenador.
Helen vuelve al coche con una hoja de papel en la mano. Se inclina junto a la ventanilla abierta del conductor y dice:
—Una noticia buena y una mala.
Mona y Ostra están tumbados en el asiento de atrás. Se incorporan. Yo estoy en el asiento del acompañante, contando.
Y Mona dice:
—Tienen tres ejemplares, pero todos están en préstamo.
Helen se sienta al volante y dice:
—Conozco un millón de formas de televenta.
Y Ostra se aparta el pelo de los ojos y dice:
—Buen trabajo, mami.
La primera casa es bastante fácil. Y la segunda.
En el coche entre llamada y llamada, Helen rebusca entre los tubitos dorados y las cajitas relucientes, entre sus pintalabios y maquillajes, con su estuche de cosméticos abierto sobre el regazo. Hace girar un pintalabios para sacar la barra, la mira con los ojos fruncidos y dice:
—Nunca más voy a usar esto. Si no ando equivocada, esa última mujer tenía culebrilla.
Mona se inclina hacia delante en el asiento de atrás, mira por encima del hombro de Helen y dice:
—Esto se te da realmente bien.
Desenroscando las tapas de cajitas redondas de sombra de ojos, mirando y oliendo sus interiores de color canela, rosado o melocotón, Helen dice:
—He tenido un montón de práctica.
Se mira en el retrovisor y se aparta unos mechones de pelo rosado. Se mira el reloj de pulsera, pellizcando la esfera entre los dedos pulgar e índice, y dice:
—No debería deciros esto, pero fue mi primer trabajo de verdad.
Para entonces estamos aparcados delante de una caravana oxidada y emplazada en una parcela de hierba reseca y llena de juguetes infantiles desperdigados. Helen cierra su estuche. Me mira a mí, sentado a su lado, y dice:
—¿Listo para intentarlo otra vez?
Dentro de la caravana, hablando con la mujer del delantal lleno de pollos, Helen dice:
—No hay absolutamente ningún coste ni obligación por su parte. —Y empuja suavemente a la mujer hasta sentarla en el sofá.
Sentada delante de la mujer, con la mujer sentada tan cerca que sus rodillas casi se tocan, Helen extiende un pincel hacia ella y dice:
—Hunde las mejillas, cariño.
Con una mano coge un puñado de pelo de la mujer y lo estira hacia arriba. El pelo de la mujer es rubio con una pulgada castaña en las raíces. Con la otra manó Helen lleva a cabo varias pasadas rápidas con un peine, levantando los mechones más largos y aplastando las raíces castañas contra el cuero cabelludo. Agarra otro mechón y carda y crepa hasta que todo el pelo salvo los mechones más largos está aplastado y enredado sobre el cuero cabelludo. Con el peine, alisa los mechones largos y rubios sobre el pelo más corto y carda hasta que la cabeza de la mujer es una burbuja enorme e inflada de pelo rubio.
Y yo digo: De modo que así es como lo haces.
Es idéntico al peinado de Helen pero rubio.
En la mesilla de café delante del sofá hay un enorme centro de rosas y azucenas, pero marchitas y marrones, colocadas en un jarrón de cristal verde de florista, con solamente un poco de agua negra en el fondo. En la mesa de la cocina hay más ramos de flores, nada más que tallos muertos en agua espesa y pestilente. Hay más jarrones en fila en el suelo, contra la pared del fondo de la sala de estar, cada uno con un bloque de espuma verde de donde salen rosas retorcidas y muertas y claveles negros y alargados en los que crece un moho gris. Pegada a cada ramo hay una tarjetita que dice: «Te acompañamos en el sentimiento».
Y Helen dice:
—Ahora tápese la cara con las manos.
Y empieza a agitar un bote de espray. Rocía a la mujer con laca de pelo.
La mujer se encoge a ciegas, un poco doblada hacia delante, tapándose la cara con las dos manos.
Y Helen señala con la cabeza hacia las habitaciones del otro lado de la caravana.
Y yo voy.
Agitando un pincel de ojos en su tubo, dice:
—No le importa si mi marido usa su baño, ¿verdad? —Y Helen dice—: Ahora, mire al techo, cariño.
En el baño hay ropa sucia separada en montones de colores distintos en el suelo. Blanca. Oscura. Los vaqueros y las camisas de alguien manchados de grasa. Hay toallas y sábanas y sujetadores. Hay un mantel a cuadros rojos. Tiro de la cadena para que se oiga el ruido.
No hay pañales ni ropa de niño.
En la sala de estar, la mujer de los pollos sigue mirando al techo, pero ahora tiembla y respira de forma convulsa. El pecho se le estremece debajo del delantal. Helen está tocando el maquillaje húmedo con la punta doblada de un pañuelo de papel. El pañuelo está empapado y lleno de pintura de ojos negra, y Helen está diciendo:
—Algún día te sentirás mejor, Rhonda. Ahora no lo puedes ver, pero mejorará. —Dobla otro pañuelo, sigue secando y dice—: Lo que tienes que hacer es ser dura. Piensa en ti misma como algo duro y afilado.
Y dice:
—Todavía eres joven, Rhonda. Tienes que volver a estudiar y convertir ese dolor en dinero.
La mujer de los pollos, Rhonda, sigue llorando con la cabeza inclinada hacia atrás. En la otra habitación hay una cuna y un colgante móvil de margaritas de plástico. Hay una cajonera pintada de blanco. La cuna está vacía. El pequeño colchón de plástico está enrollado y atado en un extremo. Cerca de la cuna hay una pila de libros sobre un taburete. Encima de todo está Poemas y rimas.
Cuando pongo el libro en la cómoda, cae abierto por la página 27.
Paso la punta de un imperdible de bebé por el margen interior de la página, muy cerca de la encuadernación, y la página se desprende. Con la página doblada en el bolsillo, devuelvo el libro al montón.
En la sala de estar, los cosméticos están tirados en una pila en el suelo.
Helen ha sacado un doble fondo del interior de su estuche de cosméticos. Dentro hay collares y pulseras en filas, gruesos broches y parejas de pendientes unidos, todos incrustados de objetos brillantes rojos y verdes, amarillos y azules. Joyas. Enrollado entre las manos de Helen hay un largo collar de piedras rojas y amarillas más grandes que sus uñas pintadas de color rosa.
—En los diamantes cortados en forma de brillantes —dice—, mira que no se pierda luz por las facetas que quedan por debajo del encaje de la piedra. —Pone el collar en las manos de la mujer y dice—: En los rubíes, u óxido de aluminio, los corpúsculos extraños en el interior, llamados inclusiones rutiles, pueden darle a la piedra un tono rosado pálido a menos que el joyero cueza la piedra a temperatura muy elevada.
El truco para olvidar la situación general es mirarlo todo muy de cerca.
Las dos mujeres están sentadas tan cerca que sus rodillas están entrelazadas. Sus cabezas casi se tocan. La mujer de los pollos no está llorando.
La mujer de los pollos tiene una lupa de joyero en el ojo.
Las flores muertas han sido apartadas y sobre la mesilla de café hay diseminados puñados de color rosa chispeante y dorado, perlas blancas y lapislázuli azul labrado. Otros puñados brillan en tonos del amarillo y del naranja. Otros montones brillan en tonos del blanco y del plateado.
Y Helen sostiene un huevo verde resplandeciente en la mano, tan brillante que ambas mujeres se ven verdes bajo su reflejo, y dice:
—¿Puedes ver esa clase de inclusiones uniformes parecidas a velos en el interior de una esmeralda sintética?
Con el ojo fruncido en torno a la lupa, la mujer asiente.
Y Helen dice:
—Recuerda esto. No quiero que te quemes como me pasó a mí. —Busca dentro del estuche de cosméticos y saca un puñado brillante de algo amarillo, diciendo—: Este broche de zafiros amarillos perteneció a la estrella del cine Natasha Wren. —Con las dos manos saca un corazón rosado brillante, unido a una larga cadena de diamantes más pequeños, y dice—: Este pendiente de berilos de setecientos quilates perteneció una vez a la reina María de Rumania.
En ese montón de joyas, diría Helen Hoover Boyle, están los fantasmas de todo el mundo que las ha poseído. Todo el mundo lo bastante rico y exitoso como para demostrarlo. Todo su talento e inteligencia y belleza, sobrevividos por toda esa morralla decorativa. Todo el éxito y los logros que esas joyas supuestamente representaban, todo ha desaparecido.
Con el mismo peinado, el mismo maquillaje, sentadas tan cerca la una de la otra, podrían ser hermanas. Podrían ser madre e hija. Antes y después. Pasado y futuro.
Hay más, pero es cuando llego al coche.
Sentada en el asiento de atrás, Mona dice:
—¿Lo ha encontrado?
Le digo que sí. Que a esa mujer tampoco le iba a servir de mucho.
Lo único que le hemos dado es un peinado enorme y probablemente culebrilla.
Ostra dice:
—Enséñenos la canción. Déjenos ver de qué va esa vibración.
Y le digo que ni en coña. Me meto la página doblada en la boca y me pongo a masticarla. Me duele el pie y me quito el zapato. Sigo masticando. Mona se queda dormida. Sigo masticando. Ostra mira por la ventanilla unos hierbajos que crecen en una zanja.
Me trago la página y me quedo dormido.
Más tarde, sentado en el coche, rumbo a la siguiente ciudad, a la siguiente biblioteca, quizá al siguiente maquillaje, me despierto y veo que Helen ha conducido trescientas millas.
Casi es de noche, y mirando por el parabrisas, Helen dice:
—Estoy haciendo recuento de gastos.
Mona se incorpora y se rasca el cuero cabelludo a través del pelo. Se aprieta el dedo de al lado del meñique, se aprieta la parte blanda de ese dedo en el rabillo interior del ojo y la aparta deprisa, con una legaña pegada. Se seca la legaña en los vaqueros y dice:
—¿Dónde vamos a comer?
Le digo a Mona que se abroche el cinturón de seguridad.
Helen enciende los faros. Abre una mano, del todo, apoyada en el volante, y se mira el dorso, los anillos, y dice:
—Después de que encontremos el Libro de Sombras, cuando seamos los líderes omnipotentes del mundo entero, cuando seamos inmortales y poseamos el planeta entero y todo el mundo nos ame —dice—, todavía me deberéis doscientos dólares en cosméticos.
Tiene un aspecto extraño. Su pelo tiene un aspecto raro. Son sus pendientes, los puñados pesados de color rosa y rojo, sus zafiros rosas y sus rubíes. No están.