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De acuerdo con el Architectural Digest, las grandes mansiones rodeadas de enormes fincas y las granjas de caballos de pura sangre son sitios ideales para vivir. De acuerdo con Town & Country, los collares de perlas grandes son lustrosos. De acuerdo con Travel & Leisure, un yate privado anclado en el mediterráneo bajo el sol es relajante.

En la sala de espera de la Agencia Inmobiliaria Helen Boyle, esto es lo que te venden como avance de noticias bomba. Como primicias por todo lo alto.

En la mesilla de café hay ejemplares de todas esas revistas de lujo. Hay un sofá Chesterfield de respaldo encorvado y tapizado en seda a rayas de color rosa. La mesilla de sofá que hay detrás tiene largas patas de león cuyas garras están cogiendo bolas de cristal. Uno se pregunta cuántos de estos muebles llegaron aquí despojados de sus accesorios, de sus tiradores de cajones y sus detalles metálicos. Vendidos como trastos viejos, llegaron aquí y Helen Hoover Boyle los reunió.

Hay una joven, con la mitad de mi edad, sentada detrás de un escritorio Luis XIV y mirando un radiorreloj que hay sobre el escritorio. La placa de su escritorio dice «Mona Sabbat». Al lado del radiorreloj hay un escáner de la policía del que sale un crujido de estática.

En el radiorreloj, una mujer mayor le está gritando a una mujer más joven. Parece que la mujer joven se ha quedado embarazada fuera del matrimonio y ahora la mujer mayor la está llamando zorra y puta. Una zorra estúpida, dice la mujer mayor, porque la zorra se abrió de piernas sin que le pagaran siquiera.

La mujer del escritorio, la tal Mona, apaga el escáner de la policía y dice:

—Espero que no le importe. Me encanta este programa.

Esos adictos a los medios de comunicación. Esos calmofóbicos.

En el radiorreloj, la mujer mayor le dice a la zorra que dé la criatura en adopción si no quiere arruinar su futuro. Le dice a la zorra que crezca y termine su carrera de microbiología y que luego se case, pero que hasta entonces no vuelva a tener relaciones sexuales.

Mona Sabbat coge una bolsa de papel marrón de debajo de la mesa y saca algo envuelto en papel de aluminio. Abre el papel de aluminio por un extremo y llega un olor a ajo y a caléndulas.

En el radiorreloj, la zorra embarazada no para de llorar.

Los palos y las piedras te pueden romper los huesos, pero las palabras pueden hacerte un daño de narices.

De acuerdo con un artículo de la revista Town & Country, la correspondencia personal con caligrafía elegante y papel de carta de lujo se vuelve a llevar mucho, pero mucho. En un ejemplar de la revista Estate hay un anuncio que dice:

ATENCIÓN, CLIENTES DEL CLUB ECUESTRE

Y DE POLO BRIDLE MOUNTAIN

Dice:

«¿Ha contraído una infección parasitaria cutánea a causa de una montura?».

Nunca he visto antes el número de teléfono.

La mujer del radiorreloj le dice a la zorra que deje de llorar.

Aquí está el Gran Hermano, cantando y bailando, alimentándote a la fuerza para que tu mente nunca esté lo bastante hambrienta como para pensar.

Mona Sabbat pone los dos brazos sobre la mesa, sostiene el almuerzo con las manos y se acerca el radiorreloj. Suena el teléfono y ella lo coge y dice:

—Inmobiliaria Helen Boyle. Siempre la Casa Adecuada. —Y dice—: Lo siento, Ostra. Ha empezado el programa de la doctora Sara. —Y dice—: Te veo en el ritual.

La mujer del radiorreloj llama guarra a la zorra.

La portada de la revista First Class dice: «Sable, el Homicidio Justificable».

Tan rápido como un hipido, a medias escuchando la radio y a medias leyendo, con la canción escogida dentro de mi cabeza.

Por el radiorreloj lo único que puedes oír es a la zorra sollozando sin parar.

En vez de oír a la vieja, hay silencio. Dulce, dorado silencio. Demasiado perfecto para que quede nadie vivo.

La zorra deja escapar un suspiro y pregunta:

—¿Doctora Sara? —Y dice—: Doctora Sara, ¿sigue ahí?

Y una voz profunda interviene y dice que El show de la doctora Sara Lowenstein está sufriendo problemas técnicos. La voz profunda se disculpa. Un momento más tarde, empieza a sonar música de baile.

La portada de la revista Manor-Born dice: «¡Los diamantes se vuelven informales!».

Me tapo la cara con las manos y gimo.

La tal Mona desenvuelve su almuerzo y da otro bocado. Apaga la radio y dice:

—Putada.

En el dorso de la mano, dibujos con henna de color marrón oxidado le recorren los dedos y el pulgar abarrotados de anillos de plata. Un montón de cadenillas de plata le rodean el cuello y le desaparecen debajo del vestido de color naranja. En el pecho, la tela arrugada de color naranja está abultada por todos los medallones que le cuelgan debajo. Su pelo es un millar de espirales y rastas de color rojo y negro recogidos por encima de sus pendientes plateados en forma de filigranas. Sus ojos son de color ámbar. Sus uñas son negras.

Le pregunto si hace mucho que trabaja aquí.

—¿Quiere decir —dice— en tiempo de la Tierra?

Y saca un libro de tapa blanda de un cajón de su escritorio. Le quita el capuchón a un rotulador amarillo fluorescente y abre el libro.

Le pregunto si la señora Boyle habla alguna vez de poesía.

Y Mona dice:

—¿Se refiere a Helen?

Sí. ¿Alguna vez recita poesía? ¿Cuando está en su despacho a veces llama a gente por teléfono y les lee poemas?

—No me malinterprete —dice Mona—, pero la señora Boyle está más bien preocupada por el aspecto económico de las cosas, ¿sabe?

Tengo que empezar a contar uno, dos…

—Le pongo un ejemplo —dice—. Cuando el tráfico está difícil, la señora Boyle me hace ir en coche a casa con ella. Para poder coger el carril de coches compartidos. Luego tengo que coger tres autobuses para volver a mi casa. ¿Entiende?

Cuento cuatro, cinco…

Dice:

—Una vez tuvimos una conversación genial sobre el poder del cristal. Parecía que por fin podíamos conectar a algún nivel, pero resultó que estábamos hablando de dos realidades completamente distintas.

Me pongo de pie. Me saco una hoja de papel del bolsillo de atrás, la desdoblo, le enseño el poema y le pregunto si le resulta familiar.

En el libro que tiene sobre el escritorio hay la siguiente frase subrayada: «La magia es el afinamiento de la energía requerida para los cambios naturales».

Sus ojos de color ámbar se mueven de un lado a otro delante del poema. Justo por encima del cuello anaranjado de su vestido, por encima de la clavícula derecha, tiene tatuadas tres estrellas negras diminutas. Está sentada con las piernas cruzadas en su silla giratoria. Tiene los pies descalzos y sucios, con anillos plateados en los dedos gordos.

—Conozco esto —dice, y levanta la mano.

Con la mano todavía en el aire, me señala con el dedo índice y dice:

—He oído hablar de esto. Es un conjuro sacrificial, ¿verdad?

En el libro que tiene sobre el escritorio hay la siguiente frase subrayada: «El producto final de la muerte es invocar el nacimiento».

La superficie de cerezo del escritorio tiene una rayadura larga y profunda.

Le pregunto qué puede decirme de los conjuros sacrificiales.

—Se mencionan en todos los libros —dice, y se encoge de hombros—, pero se supone que han desaparecido. —Levanta la mano con la palma hacia arriba y dice—: Déjeme verlo otra vez.

Le pregunto cómo funcionan.

Y ella menea los dedos.

Y yo niego con la cabeza. Le pregunto por qué mata a los demás pero no a la persona que lo recita.

Mona inclina un poco la cabeza a un lado y dice:

—¿Por qué una pistola no mata a la persona que aprieta el gatillo? Es el mismo principio. —Levanta los dos brazos por encima de la cabeza y se despereza, retorciendo las manos en dirección al techo. Dice—: No funciona como una receta de un libro de cocina. No se puede diseccionar debajo de un microscopio de electrones.

Su vestido no tiene mangas, y el pelo de debajo de sus brazos es del habitual color marrón ratonil.

Pero, le pregunto, ¿cómo puede funcionar con alguien que ni siquiera oye el conjuro? Miro el radiorreloj. ¿Cómo puede funcionar un conjuro si ni siquiera lo dice uno en voz alta?

Mona Sabbat suspira. Le da la vuelta al libro, lo coloca hacia abajo sobre el escritorio y se pone el rotulador detrás de la oreja. Abre un cajón del escritorio y saca un cuaderno y un lápiz y dice:

—No tiene usted ni idea, ¿verdad?

Escribe en el cuaderno y dice:

—Cuando yo era católica, hace años, podía decir el avemaría en siete segundos. Podía decir el padrenuestro en nueve segundos. Cuando consigues tanta penitencia como yo conseguía, puedes ir deprisa. —Y dice—: Cuando vas así de deprisa, ni siquiera dices ya palabras, pero sigue siendo una oración.

Ella dice:

—Lo único que consigue un conjuro es dirigir una intención. —Lo dice despacio, palabra a palabra, y espera un momento. Me mira a los ojos y dice—: Si la intención del practicante es lo bastante fuerte, el objeto del conjuro caerá dormido, no importa dónde.

Cuanta más emoción tenga concentrada una persona, dice, más poderoso es el conjuro. Mona Sabbat me mira con los ojos fruncidos y dice:

—¿Cuándo fue la última vez que se acostó usted con alguien?

Hace unas dos décadas, pero no se lo digo.

—Lo que sospecho —dice— es que es usted un barril de algo. De rabia. De tristeza. De algo. —Deja de escribir y hojea su libro subrayado. Se para en una página, lee un momento y pasa otra página—. Una persona equilibrada —dice—, una persona funcional, tendría que leer la canción en voz alta para hacer que alguien caiga dormido.

Sin dejar de leer, frunce el ceño y dice:

—Hasta que solucione usted sus verdaderos problemas personales, nunca será capaz de controlarse.

Le pregunto si todo eso lo pone en su libro.

—La mayoría lo he sacado de la doctora Sara —dice.

Y le digo que la canción sacrificial hace algo más que mandar a la gente a dormir.

—¿Qué quiere decir? —dice ella.

Quiero decir que los mata. Le pregunto si está segura de no haber visto nunca a Helen Boyle con un libro titulado Poemas y rimas del mundo entero.

Mona Sabbat deja caer la mano abierta sobre el escritorio y coge su almuerzo envuelto en papel de aluminio. Da un bocado, mirando el radiorreloj. Dice:

—Hace un momento, en el radiorreloj. —Mona dice—: ¿Acaba usted de hacerlo?

Asiento.

—¿Acaba de obligar a la doctora Sara a reencarnarse? —dice.

Le pregunto si puede llamar a Helen Hoover Boyle a su teléfono móvil y así puedo hablar con ella.

Me empieza a sonar el busca.

Y la tal Mona dice:

—¿Me está diciendo usted que Helen usa la misma canción sacrificial?

El mensaje de mi busca dice que llame a Nash. El busca dice que es importante.

Y le digo que no puedo demostrar nada, pero que la señora Boyle sabe hacerlo. Le digo que necesito su ayuda para aprender a controlarlo. Para poder controlarme.

Y Mona Sabbat deja de escribir en su cuaderno y arranca la página. La deja entre nosotros y dice:

—Si está convencido de que quiere aprender a controlar ese poder, necesita venir a un ritual de practicantes de Wiccan. —Sostiene el papel en dirección a mí y dice—: Tenemos más de mil años de experiencia en una misma habitación. —Y enciende el escáner de la policía.

El escáner de la policía dice:

—Unidad bravo-nueve, por favor, responda a un código nueve-catorce en los Loomis Place Apartments, unidad Cinco-D.

—La profundidad mística de este conocimiento requiere una vida entera de aprendizaje —dice. Coge su almuerzo y lo desenvuelve—. Oh —dice—, y traiga su plato caliente favorito sin carne.

Y el escáner de la policía dice:

—¿Me recibe?